• La ciudad siempre guarda cicatrices, algunas visibles y otras enterradas. Aquella en particular (tres manzanas enteras reducidas a ruinas ennegrecidas) era demasiado difícil de ignorar. Calles partidas, edificios desdentados, restos de autos calcinados y un silencio que parecía ajeno al bullicio que reinaba apenas unas cuadras más allá.

    Connor había escuchado las versiones: un enfrentamiento, un “choque” entre seres que no deberían existir. Fantasías para la mayoría, pero no para él. Demasiadas voces, demasiados detalles coincidentes como para desecharlo. Así que decidió verlo con sus propios ojos.

    Caminaba entre los escombros con la capucha baja, manos en los bolsillos, el paso medido. No había encargo, ni cliente, ni pago de por medio. Solo curiosidad… y esa incomodidad instintiva que lo empujaba a husmear donde otros evitaban mirar.

    El aire olía a polvo viejo y ceniza húmeda. Bajo esa capa, algo más: un rastro metálico, leve, casi imperceptible, que recordaba a sangre seca. Los muros parecían murmurar todavía el eco del choque que los había quebrado.

    Connor se detuvo en mitad de una calle resquebrajada. Bajó un poco el rostro, dejó que sus sentidos se expandieran. Sabía que no estaba solo. Nunca lo estaba en lugares como ese.

    Alak–il
    La ciudad siempre guarda cicatrices, algunas visibles y otras enterradas. Aquella en particular (tres manzanas enteras reducidas a ruinas ennegrecidas) era demasiado difícil de ignorar. Calles partidas, edificios desdentados, restos de autos calcinados y un silencio que parecía ajeno al bullicio que reinaba apenas unas cuadras más allá. Connor había escuchado las versiones: un enfrentamiento, un “choque” entre seres que no deberían existir. Fantasías para la mayoría, pero no para él. Demasiadas voces, demasiados detalles coincidentes como para desecharlo. Así que decidió verlo con sus propios ojos. Caminaba entre los escombros con la capucha baja, manos en los bolsillos, el paso medido. No había encargo, ni cliente, ni pago de por medio. Solo curiosidad… y esa incomodidad instintiva que lo empujaba a husmear donde otros evitaban mirar. El aire olía a polvo viejo y ceniza húmeda. Bajo esa capa, algo más: un rastro metálico, leve, casi imperceptible, que recordaba a sangre seca. Los muros parecían murmurar todavía el eco del choque que los había quebrado. Connor se detuvo en mitad de una calle resquebrajada. Bajó un poco el rostro, dejó que sus sentidos se expandieran. Sabía que no estaba solo. Nunca lo estaba en lugares como ese. [Absolute_Annihilation]
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  • ════════════════════
    HOGWARTS
    ════════════════════
    [Nota. Cada Starter es un nuevo mundo. Leer ficha.]
    Hogwarts. Era una época distinta, el castillo aún no había conocido la sombra de Voldemort, pero los ecos de antiguas rebeliones de duendes, brujos caídos en el olvido y pactos quebrados pesaban en sus cimientos. Para los alumnos, seguía siendo refugio impenetrable; para los sabios, un tablero donde el equilibrio del mundo mágico se sostenía con frágil delicadeza.

    A lo lejos, una figura solitaria avanzaba por el viejo sendero de piedra. El manto negro rozaba el suelo con un murmullo grave, y el broche en forma de media luna centelleaba bajo la penumbra del crepúsculo. A su costado, el brillo acerado de una espada destacaba como un desafío, un arma que no pertenecía al mundo de varitas y grimorios.

    Se detuvo frente a los portones. Los muros, erguidos y solemnes, parecieron reconocerla. Sus ojos grises recorrieron la piedra, como quien contempla recuerdos que nadie más podría entender. Un instante de silencio pesó sobre ella, hasta que, con voz grave y controlada, habló:

    —Así que… Hogwarts. No esperaba volver a ver estas piedras.
    ════════════════════ HOGWARTS ════════════════════ [Nota. Cada Starter es un nuevo mundo. Leer ficha.] Hogwarts. Era una época distinta, el castillo aún no había conocido la sombra de Voldemort, pero los ecos de antiguas rebeliones de duendes, brujos caídos en el olvido y pactos quebrados pesaban en sus cimientos. Para los alumnos, seguía siendo refugio impenetrable; para los sabios, un tablero donde el equilibrio del mundo mágico se sostenía con frágil delicadeza. A lo lejos, una figura solitaria avanzaba por el viejo sendero de piedra. El manto negro rozaba el suelo con un murmullo grave, y el broche en forma de media luna centelleaba bajo la penumbra del crepúsculo. A su costado, el brillo acerado de una espada destacaba como un desafío, un arma que no pertenecía al mundo de varitas y grimorios. Se detuvo frente a los portones. Los muros, erguidos y solemnes, parecieron reconocerla. Sus ojos grises recorrieron la piedra, como quien contempla recuerdos que nadie más podría entender. Un instante de silencio pesó sobre ella, hasta que, con voz grave y controlada, habló: —Así que… Hogwarts. No esperaba volver a ver estas piedras.
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  • Cita tensa y vigilada.
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    Categoría Otros
    El despacho era vasto, desproporcionado incluso para una sola persona. Los muros de madera oscura estaban cubiertos por estanterías repletas de libros que parecían observadores mudos de cada palabra pronunciada allí. Una alfombra persa extendía sus tonos rojizos bajo el escritorio de caoba maciza, tan pulido que reflejaba las luces cálidas del candelabro de cristal que colgaba del techo. La chimenea al fondo crepitaba con elegancia calculada, llenando la estancia de un calor que, paradójicamente, no alcanzaba a suavizar la frialdad que flotaba en el aire.

    Ella permanecía de pie junto al ventanal, una figura recortada contra la noche. El vestido negro que llevaba parecía devorar la luz, y el brillo de la copa de vino en su mano era el único punto de vulnerabilidad que dejaba entrever. Desde allí podía ver el jardín exterior: esculturas de mármol bañadas por faroles, y, más allá, sombras que se movían con disciplina. Vigilancia. Siempre vigilancia.

    Se giró despacio, sus tacones resonando con eco suave en el mármol del suelo. Frente a ella, sentado con una calma en apariencia imperturbable, estaba él. Sus manos entrelazadas descansaban sobre el escritorio, pero la rigidez de sus hombros lo traicionaba. Parecía esperar, medir, calcular.

    Ella dejó la copa sobre una mesa lateral sin probar una sola gota. El tintineo del cristal al tocar la superficie sonó como un campanazo que anunciaba el inicio de algo inevitable. Entonces habló. Su voz era baja, firme, impregnada de una ironía que no necesitaba adornos:

    —Nunca imaginé que terminaríamos aquí… en un despacho que ni siquiera nos pertenece, rodeados de ojos que no pestañean.

    Hizo una pausa, avanzando un par de pasos hacia él, lenta, deliberadamente.

    —Y sin embargo, aquí estamos. Tú sentado como si dominaras la situación… y yo preguntándome cuánto tiempo nos dejarán seguir hablando antes de que alguien decida interrumpir.
    El despacho era vasto, desproporcionado incluso para una sola persona. Los muros de madera oscura estaban cubiertos por estanterías repletas de libros que parecían observadores mudos de cada palabra pronunciada allí. Una alfombra persa extendía sus tonos rojizos bajo el escritorio de caoba maciza, tan pulido que reflejaba las luces cálidas del candelabro de cristal que colgaba del techo. La chimenea al fondo crepitaba con elegancia calculada, llenando la estancia de un calor que, paradójicamente, no alcanzaba a suavizar la frialdad que flotaba en el aire. Ella permanecía de pie junto al ventanal, una figura recortada contra la noche. El vestido negro que llevaba parecía devorar la luz, y el brillo de la copa de vino en su mano era el único punto de vulnerabilidad que dejaba entrever. Desde allí podía ver el jardín exterior: esculturas de mármol bañadas por faroles, y, más allá, sombras que se movían con disciplina. Vigilancia. Siempre vigilancia. Se giró despacio, sus tacones resonando con eco suave en el mármol del suelo. Frente a ella, sentado con una calma en apariencia imperturbable, estaba él. Sus manos entrelazadas descansaban sobre el escritorio, pero la rigidez de sus hombros lo traicionaba. Parecía esperar, medir, calcular. Ella dejó la copa sobre una mesa lateral sin probar una sola gota. El tintineo del cristal al tocar la superficie sonó como un campanazo que anunciaba el inicio de algo inevitable. Entonces habló. Su voz era baja, firme, impregnada de una ironía que no necesitaba adornos: —Nunca imaginé que terminaríamos aquí… en un despacho que ni siquiera nos pertenece, rodeados de ojos que no pestañean. Hizo una pausa, avanzando un par de pasos hacia él, lenta, deliberadamente. —Y sin embargo, aquí estamos. Tú sentado como si dominaras la situación… y yo preguntándome cuánto tiempo nos dejarán seguir hablando antes de que alguien decida interrumpir.
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  • Sus ojos, un par de gemas luminosas,
    buscan al monstruo que se esconde,
    mientras los muros susurran historias
    de un mundo que ya no existe.

    En sus manos, el frío del acero,
    en su mente, la certeza de la caza.
    Kalhi se desliza como una sombra,
    uno con la noche, uno con la tragedia.
    Sus ojos, un par de gemas luminosas, buscan al monstruo que se esconde, mientras los muros susurran historias de un mundo que ya no existe. En sus manos, el frío del acero, en su mente, la certeza de la caza. Kalhi se desliza como una sombra, uno con la noche, uno con la tragedia.
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  • El sol caía bajo, reflejando su luz dorada sobre la línea del horizonte, cuando Natasha Romanoff, la reconocida Viuda Negra, salió del helicóptero de transporte y pisó el terreno desconocido. Con el aire de un soldado experimentado, sus botas golpearon el suelo con la misma precisión que sus pensamientos. No era la primera vez que se encontraba en un lugar como ese, pero había algo diferente en la atmósfera. La sensación de estar lejos de su elemento habitual, en un campo de entrenamiento más grande y abierto que el habitual laberinto de oficinas y misiones secretas que conocía tan bien, le resultaba incómoda.

    Se detuvo un momento, observando el vasto campo de entrenamiento. Había camiones blindados estacionados a un lado, grupos de soldados que practicaban maniobras, y edificios industriales, algunos de ellos claramente destinados para entrenamientos avanzados. —Y dentro del aula que esperaba a sus instructores, los ojos de los inexperto alumnos brillaban de anticipación, sus posturas tensas, aprovechando la falta de presencia de sus docentes para intercambiar preguntas o tal. Todos sabían que sus nuevos instructores eran dos de los más experimentados soldados—.

    Natasha no sentía nervios, pero sí una cierta incomodidad, una incomodidad que no lograba disipar. Se pasó una mano por el cabello rojo, recogido en una coleta, y ajustó el chaleco táctico mientras avanzaba hacia el edificio principal. En sus pensamientos, había una serie de preguntas que se repetían, pero no había tiempo para reflexionar en ese momento. Lo único que necesitaba era concentrarse. Solo que hoy, se dio cuenta, no estaría sola. 𝗠𝗶𝗰𝗮𝗵 𝗥𝗮𝘃𝗲𝗻𝘀𝗰𝗿𝗼𝗳𝘁.

    El nombre había sido lo único que le habían dado. Un soldado experimentado con años de servicio, el que se encargaría de todo lo relacionado con la medicina de combate. Su mirada era la misma de siempre, calculadora, distante, pero esta vez, la sensación de estar acompañada la desconcertaba. No se le había informado mucho sobre él. Nada sobre su personalidad, su forma de enseñar, ni siquiera qué tan eficiente era en su especialidad. Solo sabía que era parte de este programa, y que compartiría la responsabilidad de enseñar a los nuevos reclutas con él.

    Caminaba hacia el edificio, distante a las miradas ajenas. La puerta de entrada se abrió automáticamente, y al instante, el ambiente cambió. Ya no estaba al aire libre. Ahora, estaba dentro de un espacio cerrado, de paredes grises y frías, lleno de largas pasarelas y pasillos desordenados.

    Al final de uno de esos pasillos, se encontraba él.

    El soldado estaba allí, de pie, en una esquina apartada del pasillo, en su uniforme de combate, ajustado a la perfección, no había nada que delatara su presencia más que su altura y su postura: erguida, seria, inquebrantable.

    Los pocos detalles que Natasha pudo captar desde su llegada fueron los suficientes para percatarse de que Micah no era un hombre de palabras. De hecho, no parecía tener ninguna intención de romper el silencio que parecía envolverlo.

    La mujer, aunque acostumbrada a trabajar con personas tan complejas como él, no pudo evitar sentir una punzada de curiosidad. Pero no era una curiosidad complaciente; era más bien una necesidad de entender cómo, en este nuevo terreno, iba a encajar. ¿Cómo iba a trabajar con alguien que parecía tan… distante?

    Se acercó con paso firme, pero sin la urgencia que suele tener en las misiones. Un leve resoplido escapó de sus labios mientras recorría el pasillo. De reojo, observó los muros que les rodeaban.

    Finalmente, se acercó un poco más a él, hasta quedar a unos pasos de distancia. Se permitió un momento para evaluarlo con una mirada rápida y precisa, sus ojos se movieron con rapidez por su rostro, intentando descifrar cualquier cosa que pudiera indicarle algo sobre el hombre que tendría como compañero de instrucción.

    ──¿Micah Ravenscroft?

    Preguntó con un tono neutral, pero con una chispa de impaciencia que no pudo evitar esconder. El silencio de él le resultaba desconcertante. Estaba acostumbrada a la gente que no le temía a las palabras. ¿Por qué este hombre no respondía?

    Los ojos verde oliva y fríos del hombre, se encontraron con los de ella por un instante. Ella percibió o pensó que en el contrario no había miedo ni duda. Solo estaba… observando.

    "Supongo que tendré que trabajar con este silencio", pensó Natasha, sintiendo un leve tirón de frustración en su pecho. Pero rápidamente lo apartó de su mente. No tenía tiempo para juzgar, solo para actuar.
    ㅤㅤ
    [ Micah Ravenscroft ]
    El sol caía bajo, reflejando su luz dorada sobre la línea del horizonte, cuando Natasha Romanoff, la reconocida Viuda Negra, salió del helicóptero de transporte y pisó el terreno desconocido. Con el aire de un soldado experimentado, sus botas golpearon el suelo con la misma precisión que sus pensamientos. No era la primera vez que se encontraba en un lugar como ese, pero había algo diferente en la atmósfera. La sensación de estar lejos de su elemento habitual, en un campo de entrenamiento más grande y abierto que el habitual laberinto de oficinas y misiones secretas que conocía tan bien, le resultaba incómoda. Se detuvo un momento, observando el vasto campo de entrenamiento. Había camiones blindados estacionados a un lado, grupos de soldados que practicaban maniobras, y edificios industriales, algunos de ellos claramente destinados para entrenamientos avanzados. —Y dentro del aula que esperaba a sus instructores, los ojos de los inexperto alumnos brillaban de anticipación, sus posturas tensas, aprovechando la falta de presencia de sus docentes para intercambiar preguntas o tal. Todos sabían que sus nuevos instructores eran dos de los más experimentados soldados—. Natasha no sentía nervios, pero sí una cierta incomodidad, una incomodidad que no lograba disipar. Se pasó una mano por el cabello rojo, recogido en una coleta, y ajustó el chaleco táctico mientras avanzaba hacia el edificio principal. En sus pensamientos, había una serie de preguntas que se repetían, pero no había tiempo para reflexionar en ese momento. Lo único que necesitaba era concentrarse. Solo que hoy, se dio cuenta, no estaría sola. 𝗠𝗶𝗰𝗮𝗵 𝗥𝗮𝘃𝗲𝗻𝘀𝗰𝗿𝗼𝗳𝘁. El nombre había sido lo único que le habían dado. Un soldado experimentado con años de servicio, el que se encargaría de todo lo relacionado con la medicina de combate. Su mirada era la misma de siempre, calculadora, distante, pero esta vez, la sensación de estar acompañada la desconcertaba. No se le había informado mucho sobre él. Nada sobre su personalidad, su forma de enseñar, ni siquiera qué tan eficiente era en su especialidad. Solo sabía que era parte de este programa, y que compartiría la responsabilidad de enseñar a los nuevos reclutas con él. Caminaba hacia el edificio, distante a las miradas ajenas. La puerta de entrada se abrió automáticamente, y al instante, el ambiente cambió. Ya no estaba al aire libre. Ahora, estaba dentro de un espacio cerrado, de paredes grises y frías, lleno de largas pasarelas y pasillos desordenados. Al final de uno de esos pasillos, se encontraba él. El soldado estaba allí, de pie, en una esquina apartada del pasillo, en su uniforme de combate, ajustado a la perfección, no había nada que delatara su presencia más que su altura y su postura: erguida, seria, inquebrantable. Los pocos detalles que Natasha pudo captar desde su llegada fueron los suficientes para percatarse de que Micah no era un hombre de palabras. De hecho, no parecía tener ninguna intención de romper el silencio que parecía envolverlo. La mujer, aunque acostumbrada a trabajar con personas tan complejas como él, no pudo evitar sentir una punzada de curiosidad. Pero no era una curiosidad complaciente; era más bien una necesidad de entender cómo, en este nuevo terreno, iba a encajar. ¿Cómo iba a trabajar con alguien que parecía tan… distante? Se acercó con paso firme, pero sin la urgencia que suele tener en las misiones. Un leve resoplido escapó de sus labios mientras recorría el pasillo. De reojo, observó los muros que les rodeaban. Finalmente, se acercó un poco más a él, hasta quedar a unos pasos de distancia. Se permitió un momento para evaluarlo con una mirada rápida y precisa, sus ojos se movieron con rapidez por su rostro, intentando descifrar cualquier cosa que pudiera indicarle algo sobre el hombre que tendría como compañero de instrucción. ──¿Micah Ravenscroft? Preguntó con un tono neutral, pero con una chispa de impaciencia que no pudo evitar esconder. El silencio de él le resultaba desconcertante. Estaba acostumbrada a la gente que no le temía a las palabras. ¿Por qué este hombre no respondía? Los ojos verde oliva y fríos del hombre, se encontraron con los de ella por un instante. Ella percibió o pensó que en el contrario no había miedo ni duda. Solo estaba… observando. "Supongo que tendré que trabajar con este silencio", pensó Natasha, sintiendo un leve tirón de frustración en su pecho. Pero rápidamente lo apartó de su mente. No tenía tiempo para juzgar, solo para actuar. ㅤㅤ [ [M.C09] ]
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  • La vela titilaba como si también se burlara del cansancio en sus ojos. Con una mano repasaba documentos legales y con la otra sostenía el grimorio. —Maravilloso —murmuró con sarcasmo—, de día peleo con jueces y abogados, de noche con demonios… y ninguno sabe perder con dignidad.

    –Pasaba la página con calma, esbozando una sonrisa ladeada.–
    —Qué glamuroso, ¿no? Tacones en la corte y exorcismos a medianoche… deberían pagarme más por tener una doble vida.
    La vela titilaba como si también se burlara del cansancio en sus ojos. Con una mano repasaba documentos legales y con la otra sostenía el grimorio. —Maravilloso —murmuró con sarcasmo—, de día peleo con jueces y abogados, de noche con demonios… y ninguno sabe perder con dignidad. –Pasaba la página con calma, esbozando una sonrisa ladeada.– —Qué glamuroso, ¿no? Tacones en la corte y exorcismos a medianoche… deberían pagarme más por tener una doble vida.
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  • Capítulo Final — El Señor de las Sombras: Amo de los Elementos y la Oscuridad

    La sala final del Castillo de las Sombras se transformó en un altar de poder absoluto.
    El suelo se fracturó en placas flotantes, el aire vibraba con energía, y el cielo sobre ellos —si es que aún existía— se tornó púrpura, como si el mundo estuviera a punto de colapsar.
    El Señor de las Sombras se alzó en el centro, sin conjurar, sin hablar. Su cuerpo era una amalgama de sombra viva, pero ahora, cuatro núcleos elementales giraban a su alrededor: brasas ardientes, corrientes de agua, espirales de viento y fragmentos de roca flotante. Cada uno pulsaba con poder ancestral.
    Yukine y Lidica, apenas de pie, sintieron cómo el aire se volvía más pesado. El Amuleto del Destino temblaba. Esta vez, no era solo oscuridad. Era todo.
    El Señor de las Sombras extendió una mano, y el suelo se alzó como una ola de piedra. Columnas de obsidiana emergieron violentamente, atrapando a Lidica entre muros móviles. Yukine intentó volar con levitación, pero el campo gravitacional se duplicó. Su cuerpo cayó como plomo.
    Lidica, atrapada, fue aplastada por una presión tectónica. Sus huesos crujían. Cada intento de escape era bloqueado por muros que se regeneraban.
    Yukine, con la magia desestabilizada, intentó usar hechizos de vibración para romper las rocas, pero el Señor de las Sombras absorbía la energía y la devolvía como ondas sísmicas.
    Ambos fueron enterrados vivos por segundos. Solo el vínculo mágico entre ellos les permitió sincronizar una explosión de energía que los liberó… pero no sin heridas graves.
    El enemigo giró sobre sí mismo, y una espiral de fuego infernal se desató. No era fuego común: era fuego que quemaba recuerdos, que convertía emociones en cenizas.
    Yukine fue alcanzado por una llamarada que le arrancó parte de su túnica mágica. Su piel se agrietó, y su mente comenzó a olvidar hechizos que había memorizado desde niño.
    Lidica, envuelta en llamas, vio a su hermana arder frente a ella. El fuego no solo quemaba su cuerpo, sino que la obligaba a revivir su peor trauma.
    El Señor de las Sombras caminaba entre las llamas sin ser tocado. Cada paso provocaba explosiones. Yukine intentó conjurar una “Llama Invertida”, pero el fuego del enemigo era absoluto.
    Lidica, con los brazos quemados, logró lanzar una daga encantada que desvió una llamarada… pero cayó de rodillas, jadeando.
    El enemigo alzó ambas manos, y la sala se inundó en segundos. Corrientes de agua oscura envolvieron a los héroes, arrastrándolos a un plano líquido donde no había arriba ni abajo.
    Yukine fue sumergido en una ilusión acuática donde todos sus logros eran borrados. Veía su vida deshacerse como tinta en el agua.
    Lidica se ahogaba, no por falta de aire, sino por la presión emocional. Cada burbuja que escapaba de su boca era un recuerdo que se perdía.
    El Señor de las Sombras se convirtió en una serpiente marina de sombra líquida, atacando desde todas direcciones. Yukine logró conjurar una burbuja de aire, pero su energía estaba al límite. Lidica, con los pulmones colapsando, usó su último frasco de poción para recuperar apenas lo suficiente para moverse.
    El enemigo se elevó, y el viento se volvió cuchillas. Corrientes invisibles cortaban la piel, los músculos, incluso la magia.
    Yukine fue lanzado contra una pared por una ráfaga que rompía barreras mágicas. Su brazo izquierdo quedó inutilizado.
    Lidica intentó correr, pero el viento la desorientaba. Cada paso la llevaba a un lugar distinto. Su percepción del espacio se rompía.
    El Señor de las Sombras se multiplicó en formas aéreas, atacando con velocidad imposible. Yukine y Lidica no podían seguirle el ritmo. Cada segundo era una herida nueva. Cada intento de defensa era inútil.
    Ambos cayeron. Yukine, sangrando, con la magia casi extinguida. Lidica, con las piernas rotas, sin dagas, sin aire. El Amuleto del Destino cayó al suelo, apagado.
    El Señor de las Sombras descendió lentamente. Su voz resonó como un trueno:
    —“¿Esto es todo? ¿Esto es lo que el mundo llama esperanza?”
    Yukine intentó levantarse. Lidica extendió la mano. , pero no alcanzaba. El mundo se desmoronaba.
    Y entonces… algo se quebró.
    Dentro del pecho de Yukine, una marca que siempre había sentido como una cicatriz comenzó a arder. No era dolor físico. Era una ruptura. Un sello místico, impuesto por su maestro años atrás, se deshacía lentamente, como si el universo reconociera que ya no había otra opción.
    Yukine gritó. No por sufrimiento, sino por liberación.
    Su maestro le había dicho una vez:
    “Hay una parte de ti que no debes tocar… hasta que el mundo esté a punto de caer, pero el precio a pagar sera muy alto”
    La marca se expandió por su cuerpo, revelando runas antiguas que brillaban con luz azul oscura. No era magia convencional. Era magia de origen, una energía que no requería palabras, gestos ni concentración. Era voluntad pura, conectada directamente al tejido del mundo.
    Yukine se levantó. Su cuerpo seguía herido, pero la energía que lo envolvía lo sostenía. Sus ojos brillaban con un fulgor que no era humano. El Amuleto del Destino reaccionó, no absorbiendo su poder… sino alineándose con él.
    Lidica, aún en el suelo, sintió la presión cambiar. El aire se volvió más denso. El Señor de las Sombras se detuvo por primera vez.
    —“¿Qué… es eso?” —gruñó.
    Yukine no respondió. No podía. El poder que lo atravesaba hablaba por él.
    El Señor de las Sombras desató todo su poder: fuego, agua, viento, tierra, sombra. El mundo tembló. El cielo se rasgó. El suelo se partió.
    Yukine, guiado por el poder liberado, no esquivaba. No bloqueaba. Absorbía. Cada elemento era neutralizado por una runa que surgía espontáneamente en su piel. Cada ataque era redirigido, transformado, devuelto.
    Pero el poder tenía un precio.
    Con cada segundo, el sello se consumía. Yukine sentía su alma fragmentarse. Su cuerpo comenzaba a descomponerse por dentro. Era demasiado. Incluso para él.
    Lidica, viendo esto, usó lo que le quedaba de fuerza para canalizar su energía en el Amuleto. No para atacar. Para estabilizar a Yukine. Su vínculo no era emocional esta vez. Era técnico. Preciso. Ella se convirtió en el ancla que evitó que Yukine se desintegrara.
    Juntos, lanzaron el golpe final.
    Una onda de magia de origen, reforzada por el Amuleto y sostenida por Lidica, atravesó el núcleo del Señor de las Sombras.
    El enemigo gritó. No por dolor. Por incredulidad.
    —“¡No pueden vencerme! ¡Yo soy el fin!”
    —“Entonces este es el fin… de ti.” —respondieron juntos.
    Yukine cayó. Su cuerpo colapsó. El sello estaba roto. El poder se había ido. Lidica lo sostuvo, con lágrimas en los ojos.
    —“Lo lograste… pero casi te pierdo.” —susurró.
    El Amuleto del Destino brilló una última vez, estabilizando el entorno. El Castillo colapsó. La oscuridad retrocedió.
    Y el mundo… comenzó a sanar.
    La caída del Señor de las Sombras no fue una explosión, ni un grito final. Fue un silencio. Un vacío que se disipó lentamente, como la niebla al amanecer. El Castillo de las Sombras se desmoronó en fragmentos de obsidiana que se hundieron en la tierra, como si el mundo mismo quisiera enterrar su memoria.
    El cielo, antes teñido de púrpura y tormenta, comenzó a abrirse. No con luz intensa, sino con una claridad suave, como si el sol dudara en volver a mirar.
    El mundo no celebró. No aún. Primero, lloró.
    Yukine y Lidica fueron encontrados entre los escombros del Castillo de las Sombras por los sabios del Bosque de los Ancestros. No como guerreros invencibles, sino como sobrevivientes al borde de la muerte.
    Yukine fue llevado inconsciente al Santuario de las Aguas Silentes, donde los sabios del norte intentaron estabilizar su cuerpo. El sello roto había liberado un poder ancestral, pero también había dejado grietas profundas en su alma. Durante semanas, su magia fluctuaba sin control. A veces, su cuerpo brillaba con runas vivas. Otras, se apagaba por completo.
    Lidica, con las piernas fracturadas, quemaduras internas y una fatiga que no se curaba con pociones, fue atendida por los druidas del Valle del Viento. Su cuerpo sanaba lentamente, pero su mente seguía atrapada en los ecos de la batalla. A menudo despertaba gritando, creyendo que el Señor de las Sombras aún estaba allí.
    Ambos estaban vivos. Pero no intactos.
    Pasaron varios meses antes de que Yukine abriera los ojos. Lo primero que vio fue a Lidica dormida a su lado, con una venda en el rostro y una cicatriz nueva en el cuello. Lo primero que dijo fue:
    —“¿Ganamos?”
    Lidica despertó. No respondió. Solo lo abrazó. Y ambos lloraron. No por la victoria. Sino por todo lo que costó.
    La magia oscura que había envuelto los reinos comenzó a disiparse. Las criaturas que habían huido —dragones, espíritus del bosque, guardianes elementales— regresaron poco a poco. Las tierras malditas florecieron. Los ríos contaminados se limpiaron. Las aldeas que vivían bajo el miedo comenzaron a reconstruirse.
    los campos ardidos por el fuego se convirtieron en jardines de luz.
    los lagos recuperaron su cristalino reflejo, y los peces dorados volvieron a danzar.
    los vientos que antes cortaban ahora movían molinos que alimentaban aldeas enteras.
    las montañas fracturadas fueron talladas en monumentos a los caídos.
    Los pueblos no erigieron estatuas de Yukine y Lidica. En cambio, sembraron árboles. Porque sabían que la verdadera victoria no era recordar la guerra… sino cultivar la paz.
    Los descendientes de los Guardianes elementales se reunieron en el Círculo de la Aurora, donde juraron proteger el equilibrio y evitar que el poder se concentrara en una sola mano.
    El Amuleto del Destino fue sellado en el Templo de la Luz Silente, no como arma, sino como testigo. Solo Yukine y Lidica podían acceder a él, y ambos decidieron no volver a usarlo… a menos que el mundo volviera a olvidar lo que costó la paz.
    No regresaron a sus antiguas vidas. Yukine no volvió a su torre. Lidica no retomó la senda del combate. En cambio, caminaron juntos por los pueblos, enseñando a los niños a leer las estrellas, ayudando a los ancianos a reconstruir sus hogares, escuchando las historias de quienes sobrevivieron.
    A veces, simplemente se sentaban bajo un árbol, en silencio. Porque el silencio, después de tanto dolor, era también una forma de paz.
    —“¿Crees que esto durará?” —preguntó Lidica una tarde.
    —“No lo sé.” —respondió Yukine, mirando el cielo. —“Pero si vuelve la oscuridad… sabrá que no estamos solos.”
    Capítulo Final — El Señor de las Sombras: Amo de los Elementos y la Oscuridad La sala final del Castillo de las Sombras se transformó en un altar de poder absoluto. El suelo se fracturó en placas flotantes, el aire vibraba con energía, y el cielo sobre ellos —si es que aún existía— se tornó púrpura, como si el mundo estuviera a punto de colapsar. El Señor de las Sombras se alzó en el centro, sin conjurar, sin hablar. Su cuerpo era una amalgama de sombra viva, pero ahora, cuatro núcleos elementales giraban a su alrededor: brasas ardientes, corrientes de agua, espirales de viento y fragmentos de roca flotante. Cada uno pulsaba con poder ancestral. Yukine y Lidica, apenas de pie, sintieron cómo el aire se volvía más pesado. El Amuleto del Destino temblaba. Esta vez, no era solo oscuridad. Era todo. El Señor de las Sombras extendió una mano, y el suelo se alzó como una ola de piedra. Columnas de obsidiana emergieron violentamente, atrapando a Lidica entre muros móviles. Yukine intentó volar con levitación, pero el campo gravitacional se duplicó. Su cuerpo cayó como plomo. Lidica, atrapada, fue aplastada por una presión tectónica. Sus huesos crujían. Cada intento de escape era bloqueado por muros que se regeneraban. Yukine, con la magia desestabilizada, intentó usar hechizos de vibración para romper las rocas, pero el Señor de las Sombras absorbía la energía y la devolvía como ondas sísmicas. Ambos fueron enterrados vivos por segundos. Solo el vínculo mágico entre ellos les permitió sincronizar una explosión de energía que los liberó… pero no sin heridas graves. El enemigo giró sobre sí mismo, y una espiral de fuego infernal se desató. No era fuego común: era fuego que quemaba recuerdos, que convertía emociones en cenizas. Yukine fue alcanzado por una llamarada que le arrancó parte de su túnica mágica. Su piel se agrietó, y su mente comenzó a olvidar hechizos que había memorizado desde niño. Lidica, envuelta en llamas, vio a su hermana arder frente a ella. El fuego no solo quemaba su cuerpo, sino que la obligaba a revivir su peor trauma. El Señor de las Sombras caminaba entre las llamas sin ser tocado. Cada paso provocaba explosiones. Yukine intentó conjurar una “Llama Invertida”, pero el fuego del enemigo era absoluto. Lidica, con los brazos quemados, logró lanzar una daga encantada que desvió una llamarada… pero cayó de rodillas, jadeando. El enemigo alzó ambas manos, y la sala se inundó en segundos. Corrientes de agua oscura envolvieron a los héroes, arrastrándolos a un plano líquido donde no había arriba ni abajo. Yukine fue sumergido en una ilusión acuática donde todos sus logros eran borrados. Veía su vida deshacerse como tinta en el agua. Lidica se ahogaba, no por falta de aire, sino por la presión emocional. Cada burbuja que escapaba de su boca era un recuerdo que se perdía. El Señor de las Sombras se convirtió en una serpiente marina de sombra líquida, atacando desde todas direcciones. Yukine logró conjurar una burbuja de aire, pero su energía estaba al límite. Lidica, con los pulmones colapsando, usó su último frasco de poción para recuperar apenas lo suficiente para moverse. El enemigo se elevó, y el viento se volvió cuchillas. Corrientes invisibles cortaban la piel, los músculos, incluso la magia. Yukine fue lanzado contra una pared por una ráfaga que rompía barreras mágicas. Su brazo izquierdo quedó inutilizado. Lidica intentó correr, pero el viento la desorientaba. Cada paso la llevaba a un lugar distinto. Su percepción del espacio se rompía. El Señor de las Sombras se multiplicó en formas aéreas, atacando con velocidad imposible. Yukine y Lidica no podían seguirle el ritmo. Cada segundo era una herida nueva. Cada intento de defensa era inútil. Ambos cayeron. Yukine, sangrando, con la magia casi extinguida. Lidica, con las piernas rotas, sin dagas, sin aire. El Amuleto del Destino cayó al suelo, apagado. El Señor de las Sombras descendió lentamente. Su voz resonó como un trueno: —“¿Esto es todo? ¿Esto es lo que el mundo llama esperanza?” Yukine intentó levantarse. Lidica extendió la mano. , pero no alcanzaba. El mundo se desmoronaba. Y entonces… algo se quebró. Dentro del pecho de Yukine, una marca que siempre había sentido como una cicatriz comenzó a arder. No era dolor físico. Era una ruptura. Un sello místico, impuesto por su maestro años atrás, se deshacía lentamente, como si el universo reconociera que ya no había otra opción. Yukine gritó. No por sufrimiento, sino por liberación. Su maestro le había dicho una vez: “Hay una parte de ti que no debes tocar… hasta que el mundo esté a punto de caer, pero el precio a pagar sera muy alto” La marca se expandió por su cuerpo, revelando runas antiguas que brillaban con luz azul oscura. No era magia convencional. Era magia de origen, una energía que no requería palabras, gestos ni concentración. Era voluntad pura, conectada directamente al tejido del mundo. Yukine se levantó. Su cuerpo seguía herido, pero la energía que lo envolvía lo sostenía. Sus ojos brillaban con un fulgor que no era humano. El Amuleto del Destino reaccionó, no absorbiendo su poder… sino alineándose con él. Lidica, aún en el suelo, sintió la presión cambiar. El aire se volvió más denso. El Señor de las Sombras se detuvo por primera vez. —“¿Qué… es eso?” —gruñó. Yukine no respondió. No podía. El poder que lo atravesaba hablaba por él. El Señor de las Sombras desató todo su poder: fuego, agua, viento, tierra, sombra. El mundo tembló. El cielo se rasgó. El suelo se partió. Yukine, guiado por el poder liberado, no esquivaba. No bloqueaba. Absorbía. Cada elemento era neutralizado por una runa que surgía espontáneamente en su piel. Cada ataque era redirigido, transformado, devuelto. Pero el poder tenía un precio. Con cada segundo, el sello se consumía. Yukine sentía su alma fragmentarse. Su cuerpo comenzaba a descomponerse por dentro. Era demasiado. Incluso para él. Lidica, viendo esto, usó lo que le quedaba de fuerza para canalizar su energía en el Amuleto. No para atacar. Para estabilizar a Yukine. Su vínculo no era emocional esta vez. Era técnico. Preciso. Ella se convirtió en el ancla que evitó que Yukine se desintegrara. Juntos, lanzaron el golpe final. Una onda de magia de origen, reforzada por el Amuleto y sostenida por Lidica, atravesó el núcleo del Señor de las Sombras. El enemigo gritó. No por dolor. Por incredulidad. —“¡No pueden vencerme! ¡Yo soy el fin!” —“Entonces este es el fin… de ti.” —respondieron juntos. Yukine cayó. Su cuerpo colapsó. El sello estaba roto. El poder se había ido. Lidica lo sostuvo, con lágrimas en los ojos. —“Lo lograste… pero casi te pierdo.” —susurró. El Amuleto del Destino brilló una última vez, estabilizando el entorno. El Castillo colapsó. La oscuridad retrocedió. Y el mundo… comenzó a sanar. La caída del Señor de las Sombras no fue una explosión, ni un grito final. Fue un silencio. Un vacío que se disipó lentamente, como la niebla al amanecer. El Castillo de las Sombras se desmoronó en fragmentos de obsidiana que se hundieron en la tierra, como si el mundo mismo quisiera enterrar su memoria. El cielo, antes teñido de púrpura y tormenta, comenzó a abrirse. No con luz intensa, sino con una claridad suave, como si el sol dudara en volver a mirar. El mundo no celebró. No aún. Primero, lloró. Yukine y Lidica fueron encontrados entre los escombros del Castillo de las Sombras por los sabios del Bosque de los Ancestros. No como guerreros invencibles, sino como sobrevivientes al borde de la muerte. Yukine fue llevado inconsciente al Santuario de las Aguas Silentes, donde los sabios del norte intentaron estabilizar su cuerpo. El sello roto había liberado un poder ancestral, pero también había dejado grietas profundas en su alma. Durante semanas, su magia fluctuaba sin control. A veces, su cuerpo brillaba con runas vivas. Otras, se apagaba por completo. Lidica, con las piernas fracturadas, quemaduras internas y una fatiga que no se curaba con pociones, fue atendida por los druidas del Valle del Viento. Su cuerpo sanaba lentamente, pero su mente seguía atrapada en los ecos de la batalla. A menudo despertaba gritando, creyendo que el Señor de las Sombras aún estaba allí. Ambos estaban vivos. Pero no intactos. Pasaron varios meses antes de que Yukine abriera los ojos. Lo primero que vio fue a Lidica dormida a su lado, con una venda en el rostro y una cicatriz nueva en el cuello. Lo primero que dijo fue: —“¿Ganamos?” Lidica despertó. No respondió. Solo lo abrazó. Y ambos lloraron. No por la victoria. Sino por todo lo que costó. La magia oscura que había envuelto los reinos comenzó a disiparse. Las criaturas que habían huido —dragones, espíritus del bosque, guardianes elementales— regresaron poco a poco. Las tierras malditas florecieron. Los ríos contaminados se limpiaron. Las aldeas que vivían bajo el miedo comenzaron a reconstruirse. los campos ardidos por el fuego se convirtieron en jardines de luz. los lagos recuperaron su cristalino reflejo, y los peces dorados volvieron a danzar. los vientos que antes cortaban ahora movían molinos que alimentaban aldeas enteras. las montañas fracturadas fueron talladas en monumentos a los caídos. Los pueblos no erigieron estatuas de Yukine y Lidica. En cambio, sembraron árboles. Porque sabían que la verdadera victoria no era recordar la guerra… sino cultivar la paz. Los descendientes de los Guardianes elementales se reunieron en el Círculo de la Aurora, donde juraron proteger el equilibrio y evitar que el poder se concentrara en una sola mano. El Amuleto del Destino fue sellado en el Templo de la Luz Silente, no como arma, sino como testigo. Solo Yukine y Lidica podían acceder a él, y ambos decidieron no volver a usarlo… a menos que el mundo volviera a olvidar lo que costó la paz. No regresaron a sus antiguas vidas. Yukine no volvió a su torre. Lidica no retomó la senda del combate. En cambio, caminaron juntos por los pueblos, enseñando a los niños a leer las estrellas, ayudando a los ancianos a reconstruir sus hogares, escuchando las historias de quienes sobrevivieron. A veces, simplemente se sentaban bajo un árbol, en silencio. Porque el silencio, después de tanto dolor, era también una forma de paz. —“¿Crees que esto durará?” —preguntó Lidica una tarde. —“No lo sé.” —respondió Yukine, mirando el cielo. —“Pero si vuelve la oscuridad… sabrá que no estamos solos.”
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  • 𝐂𝐈𝐔𝐃𝐀𝐃 𝐃𝐄 𝐂𝐄𝐍𝐈𝐙𝐀𝐒 – 𝐏𝐀𝐑𝐓𝐄 𝐈
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐄𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Los cielos sangraban. Columnas humeantes y cenizas ascendían hasta perderse en la noche, mientras los gritos de guerra resonaban como ecos que rasgaban la noche. Fuego y oscuridad fundidos en uno solo.

    Entre las ruinas, un carro de guerra se abría paso entre los escombros, atravesando una ciudad que estaba condenada y que pronto, lo único que quedaría de ella era un nombre y un recuerdo distante. El suelo temblaba bajo sus ruedas, que esquivaban flechas, espadas, cuerpos y piedras que caían a su alrededor.

    Las llamas recortaron la silueta cálida de un jinete que se abalanzó por el costado del carro. Su espada descendió con furia contra el escudo del héroe abordo, haciéndolo vibrar como un trueno cruzando en el cielo al absorber el impacto.

    El héroe alzó su brazo, arrastrando ambas armas y dejando el espacio suficiente para que el filo de bronce celestial de su espada abriera el abdomen desprotegido del jinete, que cayó desplomado de su montura.

    ────¡Rápido! –gruñó a su compañero que sujetaba las riendas– Tenemos que salir de aquí.

    ────No falta mucho para que lleguemos. Acates nos está esperando del otro lado.

    A lo lejos, la muralla se erigió sobre la ciudad. Un gigante imperturbable a la masacre que se suscitó en el interior de sus muros. El héroe apretó el puño.

    No había podido salvar a su gente. Ni a su ciudad. Ellos los habían abordado durante la noche, arrancándoles la vida en medio de sus sueños. Que tontos, que ilusos fueron al creer que tenían la victoria en sus manos.

    «Más rápido».

    Las enormes puertas del norte estaban abiertas de par en par. Una última oportunidad. El viento silbaba entre las llamas. La ciudad ardía a su alrededor convertida en una tumba. Su tumba.

    ────¡Los muelles cayeron! –su compañero apretó los dientes. Las ruedas saltaron sobre los escombros–. Tomaremos el río subterráneo. Si no nos traga primero, nos escupirá libres a...

    El aire silbó. Un destello de hierro.

    No pudo terminar. Una lanza afilada atravesó su pecho y su grito se quebró en la sangre. Su cuerpo trastabilló y rodó sin vida al suelo.

    Se quedó helado. Todo a su alrededor parecía desvanecerse: el choque de las espadas, las flechas surcando la noche, el rugido de las llamas. Solo escuchaba el golpe seco del cuerpo de su amigo contra las piedras, repitiéndose una y otra vez.

    «No».

    El héroe se inclinó y jaló las riendas con un rugido de furia. Los caballos relincharon, encabritándose y por un instante, el carro se elevó entre la cenizas antes de detenerse en seco.

    El héroe saltó del carro y corrió hacia su compañero caído. Sus dedos, helados y temblorosos, retiraron el casco de su cabeza y apretaron con fuerza aquella mano que pronto comenzaba a enfriarse.

    Su compañero, el hombre que había compartido con él tantas batallas. El que sabía cuándo callar. Cuándo reírse de la muerte para no dejarse tragar por el miedo a ella. Un hermano forjado en el campo de batalla y que en ese momento, se le escapaba de entre los dedos.

    «No...»

    En el borde de la plaza central, una figura gloriosa se alzó entre las sombras y el fuego. El general Diomedes contemplaba la escena con una calma cruel, mortal. Era un agila majestuosa, vigilando desde lo alto, aguardando el momento de descender sobre su presa.

    ────Ustedes vayan por los demás –ordenó a sus hombres, sin apartar la mirada–. El chico es mío.

    Diomedes se inclinó y arrancó una lanza enemiga del suelo, con un movimiento elegante, solemne. La sostuvo como si fuera el cetro de un heraldo de la muerte y sus labios se curvaron en una sonrisa fría, letal.

    ────¡Ah! No temas hijo de la Tejedora de Engaños –dijo con falsa dulzura. Cada palabra destilando burla–. No sufrirás mucho. Pronto te reunirás con tu pobre amigo en el mundo de los muertos.

    Diomedes arrojó la lanza.

    Una voz femenina resonó en el humo denso, llamando al héroe.

    ────¡Eneas!

    El corazón del héroe latió con fuerza. La lanza cortó el aire, la punta reflejando la ciudad sangrando en ruinas.

    ────¡Eneas!

    Alzó la mirada. Entre la bruma espesa y partículas ardientes de cenizas, una figura avanzaba. La habría reconocido en la más densa oscuridad. Pequeña, grácil. Con su cabello color vino flotando con cada paso, sus sandalias doradas corriendo en el caos.

    Era ella. Aquella mujer que lo crío bajo el disfraz de una dulce nodriza. La que lo escuchó en sus noches más oscuras. La que sostuvo su mano cuando nadie más lo hizo. Su confidente. Su guardiana.

    Afro.

    Y ahora corría hacia el sin pensar en el peligro, su rostro celestial pálido del terror.

    Su madre, la diosa del amor había llegado para salvar a su hijo.
    𝐂𝐈𝐔𝐃𝐀𝐃 𝐃𝐄 𝐂𝐄𝐍𝐈𝐙𝐀𝐒 🔥 – 𝐏𝐀𝐑𝐓𝐄 𝐈 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐄𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Los cielos sangraban. Columnas humeantes y cenizas ascendían hasta perderse en la noche, mientras los gritos de guerra resonaban como ecos que rasgaban la noche. Fuego y oscuridad fundidos en uno solo. Entre las ruinas, un carro de guerra se abría paso entre los escombros, atravesando una ciudad que estaba condenada y que pronto, lo único que quedaría de ella era un nombre y un recuerdo distante. El suelo temblaba bajo sus ruedas, que esquivaban flechas, espadas, cuerpos y piedras que caían a su alrededor. Las llamas recortaron la silueta cálida de un jinete que se abalanzó por el costado del carro. Su espada descendió con furia contra el escudo del héroe abordo, haciéndolo vibrar como un trueno cruzando en el cielo al absorber el impacto. El héroe alzó su brazo, arrastrando ambas armas y dejando el espacio suficiente para que el filo de bronce celestial de su espada abriera el abdomen desprotegido del jinete, que cayó desplomado de su montura. ────¡Rápido! –gruñó a su compañero que sujetaba las riendas– Tenemos que salir de aquí. ────No falta mucho para que lleguemos. Acates nos está esperando del otro lado. A lo lejos, la muralla se erigió sobre la ciudad. Un gigante imperturbable a la masacre que se suscitó en el interior de sus muros. El héroe apretó el puño. No había podido salvar a su gente. Ni a su ciudad. Ellos los habían abordado durante la noche, arrancándoles la vida en medio de sus sueños. Que tontos, que ilusos fueron al creer que tenían la victoria en sus manos. «Más rápido». Las enormes puertas del norte estaban abiertas de par en par. Una última oportunidad. El viento silbaba entre las llamas. La ciudad ardía a su alrededor convertida en una tumba. Su tumba. ────¡Los muelles cayeron! –su compañero apretó los dientes. Las ruedas saltaron sobre los escombros–. Tomaremos el río subterráneo. Si no nos traga primero, nos escupirá libres a... El aire silbó. Un destello de hierro. No pudo terminar. Una lanza afilada atravesó su pecho y su grito se quebró en la sangre. Su cuerpo trastabilló y rodó sin vida al suelo. Se quedó helado. Todo a su alrededor parecía desvanecerse: el choque de las espadas, las flechas surcando la noche, el rugido de las llamas. Solo escuchaba el golpe seco del cuerpo de su amigo contra las piedras, repitiéndose una y otra vez. «No». El héroe se inclinó y jaló las riendas con un rugido de furia. Los caballos relincharon, encabritándose y por un instante, el carro se elevó entre la cenizas antes de detenerse en seco. El héroe saltó del carro y corrió hacia su compañero caído. Sus dedos, helados y temblorosos, retiraron el casco de su cabeza y apretaron con fuerza aquella mano que pronto comenzaba a enfriarse. Su compañero, el hombre que había compartido con él tantas batallas. El que sabía cuándo callar. Cuándo reírse de la muerte para no dejarse tragar por el miedo a ella. Un hermano forjado en el campo de batalla y que en ese momento, se le escapaba de entre los dedos. «No...» En el borde de la plaza central, una figura gloriosa se alzó entre las sombras y el fuego. El general Diomedes contemplaba la escena con una calma cruel, mortal. Era un agila majestuosa, vigilando desde lo alto, aguardando el momento de descender sobre su presa. ────Ustedes vayan por los demás –ordenó a sus hombres, sin apartar la mirada–. El chico es mío. Diomedes se inclinó y arrancó una lanza enemiga del suelo, con un movimiento elegante, solemne. La sostuvo como si fuera el cetro de un heraldo de la muerte y sus labios se curvaron en una sonrisa fría, letal. ────¡Ah! No temas hijo de la Tejedora de Engaños –dijo con falsa dulzura. Cada palabra destilando burla–. No sufrirás mucho. Pronto te reunirás con tu pobre amigo en el mundo de los muertos. Diomedes arrojó la lanza. Una voz femenina resonó en el humo denso, llamando al héroe. ────¡Eneas! El corazón del héroe latió con fuerza. La lanza cortó el aire, la punta reflejando la ciudad sangrando en ruinas. ────¡Eneas! Alzó la mirada. Entre la bruma espesa y partículas ardientes de cenizas, una figura avanzaba. La habría reconocido en la más densa oscuridad. Pequeña, grácil. Con su cabello color vino flotando con cada paso, sus sandalias doradas corriendo en el caos. Era ella. Aquella mujer que lo crío bajo el disfraz de una dulce nodriza. La que lo escuchó en sus noches más oscuras. La que sostuvo su mano cuando nadie más lo hizo. Su confidente. Su guardiana. Afro. Y ahora corría hacia el sin pensar en el peligro, su rostro celestial pálido del terror. Su madre, la diosa del amor había llegado para salvar a su hijo.
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  • Era uno de esos raros fines de semana en que el clima de Hogwarts parecía haber hecho las paces con los estudiantes. El sol se filtraba tímido entre las nubes, dorando los muros del castillo y bañando el patio interior con una luz cálida.

    Susan Bones estaba sentada en el borde de una de las bancas de piedra, hojeando un libro sin demasiado interés. Ese día no vestía el uniforme completo, solo una túnica ligera abierta sobre ropa cómoda. Su cabello recogido en una media coleta dejaba al descubierto un rostro más fresco de lo habitual, resaltado por un maquillaje sutil: un poco de rubor, apenas brillo en los labios y una sombra clara que hacía resaltar sus ojos. No era algo que solía usar a diario, pero ese sábado… se permitió el capricho.

    El sonido de pasos arrastrados sobre la grava del patio anunció la llegada de alguien más. No necesitó alzar la vista para saber quién era; la voz se encargó de confirmarlo.

    —Someone’s looking extracute today.

    Susan cerró el libro con un golpe seco, y alzó la mirada directo a él, arqueando una ceja con naturalidad desarmante.

    —Are you high? —preguntó, sin rodeos, como si la frase hubiera sido ensayada de antemano.

    Un par de estudiantes en la otra punta del patio contuvieron la risa, murmurando entre ellos, atentos a lo que pudiera suceder. Susan, en cambio, no pareció darle demasiada importancia. Volvió a abrir su libro, como si la conversación hubiera terminado allí mismo.

    Pero en el aire quedó suspendida esa chispa de tensión juguetona, como si el destino hubiera preparado el escenario para que Nott decidiera quedarse, replicar o marcharse con una sonrisa torcida.
    Era uno de esos raros fines de semana en que el clima de Hogwarts parecía haber hecho las paces con los estudiantes. El sol se filtraba tímido entre las nubes, dorando los muros del castillo y bañando el patio interior con una luz cálida. Susan Bones estaba sentada en el borde de una de las bancas de piedra, hojeando un libro sin demasiado interés. Ese día no vestía el uniforme completo, solo una túnica ligera abierta sobre ropa cómoda. Su cabello recogido en una media coleta dejaba al descubierto un rostro más fresco de lo habitual, resaltado por un maquillaje sutil: un poco de rubor, apenas brillo en los labios y una sombra clara que hacía resaltar sus ojos. No era algo que solía usar a diario, pero ese sábado… se permitió el capricho. El sonido de pasos arrastrados sobre la grava del patio anunció la llegada de alguien más. No necesitó alzar la vista para saber quién era; la voz se encargó de confirmarlo. —Someone’s looking extracute today. Susan cerró el libro con un golpe seco, y alzó la mirada directo a él, arqueando una ceja con naturalidad desarmante. —Are you high? —preguntó, sin rodeos, como si la frase hubiera sido ensayada de antemano. Un par de estudiantes en la otra punta del patio contuvieron la risa, murmurando entre ellos, atentos a lo que pudiera suceder. Susan, en cambio, no pareció darle demasiada importancia. Volvió a abrir su libro, como si la conversación hubiera terminado allí mismo. Pero en el aire quedó suspendida esa chispa de tensión juguetona, como si el destino hubiera preparado el escenario para que Nott decidiera quedarse, replicar o marcharse con una sonrisa torcida.
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  • The Lady of Harrentown.
    Fandom Game Of Thrones
    Categoría Romance
    Starter para 『 𝑺𝑬𝑹 𝑱𝑂𝑅𝐴𝐻 𝑴𝐎𝐑𝐌𝐎𝐍𝐓

    Las historias que se contaban de Harrentown habían cambiado desde la llegada de Lady Valenna Velaryon. Antes se la conocía como una villa común, asentada bajo la sombra ennegrecida de Harrenhal, donde las piedras aún olían a humo siglos después de que Aegon la incendiara. Ahora, en las Tierras de los Ríos, el nombre de Harrentown se pronunciaba con la misma cautela con que se pronuncia el de un fantasma.

    En pocos meses, Valenna había convertido la villa en su feudo. Gobernaba con puño de hierro, y su belleza era tan temida como sus órdenes. Quienes la servían lo hacían con devoción, pero no con amor, sino con ese fervor que nace del miedo. Sabían que bastaba una palabra mal dicha, una mirada mal dirigida, para acabar colgados en las murallas o arrojados vivos al lago. Algunos de esos castigos los ejecutaba ella misma, sin inmutarse, con la misma serenidad con la que otros nobles parten un trozo de pan en el desayuno.

    Nadie se atrevía a decirlo en voz alta, pero todos lo pensaban: la señora de Harrentown era tan hermosa como mortal.

    Aquella mañana había partido sola a caballo. Le gustaba cabalgar hasta Harrenhal, perderse entre sus ruinas y escuchar el eco hueco de un castillo maldito.

    Donde otros veían piedras quebradas, ella veía advertencias y oportunidades.
    Los muros derruidos le hablaban más que los maestres: le recordaban que incluso el poder más grande podía caer devorado por las llamas, y que solo quienes aprendían a sobrevivir entre cenizas merecían reinar sobre ellas.

    El aire olía a humedad y hierro oxidado. Las torres rotas parecían dedos ennegrecidos señalando al cielo. Valenna desmontó y dejó que su corcel bebiera en un charco estancado, mientras ella recorría la explanada con paso seguro, la capa ondeando tras de sí. Era extraño cómo incluso la quietud de Harrenhal parecía doblegarse a su presencia, como si las piedras mismas reconocieran en ella un espíritu afín.

    Y entonces lo vio, en la espesura del bosque.

    Un hombre. El caballo que lo acompañaba apenas se mantenía en pie, las costillas marcadas bajo la piel sucia. El propio hombre parecía más muerto que vivo: sucio, maltrecho, con la ropa hecha jirones. Un caballero despojado de todo salvo de la sombra de lo que había sido.

    Valenna no se movió de inmediato. Lo observó en silencio, con esa mirada calculadora que lo diseccionaba todo. No era compasión lo que encendía su curiosidad, sino la certeza de estar ante una pieza caída en el tablero. Un hombre a punto de perecer no era nada… a menos que alguien decidiera darle un propósito.

    Se acercó despacio, las botas aplastando la grava húmeda, hasta que la silueta del desconocido estuvo lo bastante cerca como para distinguir el peso de su armadura, el emblema apenas reconocible bajo la suciedad. El caballo relinchó con debilidad, y Valenna posó una mano sobre el cuello del animal, calmándolo. Después, sus ojos se alzaron hacia él.

    —Estáis muy lejos de vuestra casa... Vuestro caballo apenas se tiene en pie. Al igual que vos... —se paseó a su alrededor, rodeándolo, observándolo—. ¿Quién es el afortunado hombre al que voy a salvarle la vida?
    Starter para [THEM0RMONTBEAR] Las historias que se contaban de Harrentown habían cambiado desde la llegada de Lady Valenna Velaryon. Antes se la conocía como una villa común, asentada bajo la sombra ennegrecida de Harrenhal, donde las piedras aún olían a humo siglos después de que Aegon la incendiara. Ahora, en las Tierras de los Ríos, el nombre de Harrentown se pronunciaba con la misma cautela con que se pronuncia el de un fantasma. En pocos meses, Valenna había convertido la villa en su feudo. Gobernaba con puño de hierro, y su belleza era tan temida como sus órdenes. Quienes la servían lo hacían con devoción, pero no con amor, sino con ese fervor que nace del miedo. Sabían que bastaba una palabra mal dicha, una mirada mal dirigida, para acabar colgados en las murallas o arrojados vivos al lago. Algunos de esos castigos los ejecutaba ella misma, sin inmutarse, con la misma serenidad con la que otros nobles parten un trozo de pan en el desayuno. Nadie se atrevía a decirlo en voz alta, pero todos lo pensaban: la señora de Harrentown era tan hermosa como mortal. Aquella mañana había partido sola a caballo. Le gustaba cabalgar hasta Harrenhal, perderse entre sus ruinas y escuchar el eco hueco de un castillo maldito. Donde otros veían piedras quebradas, ella veía advertencias y oportunidades. Los muros derruidos le hablaban más que los maestres: le recordaban que incluso el poder más grande podía caer devorado por las llamas, y que solo quienes aprendían a sobrevivir entre cenizas merecían reinar sobre ellas. El aire olía a humedad y hierro oxidado. Las torres rotas parecían dedos ennegrecidos señalando al cielo. Valenna desmontó y dejó que su corcel bebiera en un charco estancado, mientras ella recorría la explanada con paso seguro, la capa ondeando tras de sí. Era extraño cómo incluso la quietud de Harrenhal parecía doblegarse a su presencia, como si las piedras mismas reconocieran en ella un espíritu afín. Y entonces lo vio, en la espesura del bosque. Un hombre. El caballo que lo acompañaba apenas se mantenía en pie, las costillas marcadas bajo la piel sucia. El propio hombre parecía más muerto que vivo: sucio, maltrecho, con la ropa hecha jirones. Un caballero despojado de todo salvo de la sombra de lo que había sido. Valenna no se movió de inmediato. Lo observó en silencio, con esa mirada calculadora que lo diseccionaba todo. No era compasión lo que encendía su curiosidad, sino la certeza de estar ante una pieza caída en el tablero. Un hombre a punto de perecer no era nada… a menos que alguien decidiera darle un propósito. Se acercó despacio, las botas aplastando la grava húmeda, hasta que la silueta del desconocido estuvo lo bastante cerca como para distinguir el peso de su armadura, el emblema apenas reconocible bajo la suciedad. El caballo relinchó con debilidad, y Valenna posó una mano sobre el cuello del animal, calmándolo. Después, sus ojos se alzaron hacia él. —Estáis muy lejos de vuestra casa... Vuestro caballo apenas se tiene en pie. Al igual que vos... —se paseó a su alrededor, rodeándolo, observándolo—. ¿Quién es el afortunado hombre al que voy a salvarle la vida?
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