• El paseo había sido engañosamente tranquilo.

    Desde la playa, la brisa salada había acariciado mi piel como un falso consuelo, y Caceus caminaba a mi lado sin saber que cada paso despertaba algo en mi vientre. Al adentrarnos en el barrio gótico antiguo, las piedras ennegrecidas parecían reconocerme. Los muros susurraban, las sombras se estiraban un poco más de lo normal… como si supieran qué estaba creciendo dentro de mí.

    Al llegar al centro, el hambre ya no era mía.

    En el restaurante pedí sushi sin pensar:
    bandejas y bandejas, nigiris, makis, sashimi…
    el arroz desaparecía, el pescado también,
    y aun así no había alivio.

    Nada.

    Comí hasta que el último plato quedó vacío, hasta que el camarero evitó mirarme a los ojos, hasta que Caceus guardó silencio, incómodo, percibiendo que aquello no era un simple antojo de embarazada.

    Entonces lo sentí.

    En mi interior, las bestias del Caos se retorcían, inquietas, hambrientas. No pedían alimento:
    pedían sustento.

    Mi vientre se tensó, no por dolor, sino por presión. Como si algo empujara desde dentro, probando la realidad, arañando los límites de mi cuerpo. No eran uno. No eran pocos.
    Eran muchos.
    Y todos querían nacer.

    Apoyé una mano sobre mi abdomen, respirando hondo, intentando imponer orden donde solo hay hambre ancestral.

    —Aún no… —susurré, más para mí que para ellos—. Aún no es el momento.

    Pero el Caos no escucha.
    Solo espera.

    Y mientras salíamos del restaurante, con la ciudad latiendo alrededor, supe una verdad incómoda y terrible:

    > No importa cuánto coma.
    No importa cuánto me esfuerce.
    Nada saciará a lo que estoy gestando.

    Sólo las amas...

    Caceus Mori Naamah Eisheth Zenunim Agrat
    El paseo había sido engañosamente tranquilo. Desde la playa, la brisa salada había acariciado mi piel como un falso consuelo, y Caceus caminaba a mi lado sin saber que cada paso despertaba algo en mi vientre. Al adentrarnos en el barrio gótico antiguo, las piedras ennegrecidas parecían reconocerme. Los muros susurraban, las sombras se estiraban un poco más de lo normal… como si supieran qué estaba creciendo dentro de mí. Al llegar al centro, el hambre ya no era mía. En el restaurante pedí sushi sin pensar: bandejas y bandejas, nigiris, makis, sashimi… el arroz desaparecía, el pescado también, y aun así no había alivio. Nada. Comí hasta que el último plato quedó vacío, hasta que el camarero evitó mirarme a los ojos, hasta que Caceus guardó silencio, incómodo, percibiendo que aquello no era un simple antojo de embarazada. Entonces lo sentí. En mi interior, las bestias del Caos se retorcían, inquietas, hambrientas. No pedían alimento: pedían sustento. Mi vientre se tensó, no por dolor, sino por presión. Como si algo empujara desde dentro, probando la realidad, arañando los límites de mi cuerpo. No eran uno. No eran pocos. Eran muchos. Y todos querían nacer. Apoyé una mano sobre mi abdomen, respirando hondo, intentando imponer orden donde solo hay hambre ancestral. —Aún no… —susurré, más para mí que para ellos—. Aún no es el momento. Pero el Caos no escucha. Solo espera. Y mientras salíamos del restaurante, con la ciudad latiendo alrededor, supe una verdad incómoda y terrible: > No importa cuánto coma. No importa cuánto me esfuerce. Nada saciará a lo que estoy gestando. Sólo las amas... [tempest_platinum_tiger_912] [n.a.a.m.a.h] [demonsmile01] [f_off_bih]
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  • Ciudad pentagrama se sintió más lúgubre de lo habitual. Aquella escalofriante sensación que producía la paranoia de sentirse observado aún si al darte la vuelta nada encontrabas, un escalofrío, un sentimiento, que cada alma putrefacta de aquel basurero que llamaban infierno sintió en aquel momento. Aunque no estaban equivocados. Pues mientras no eran observadas las sombras se movían, se reían y volvían a escabullirse entre oscuros callejones.
    La ciudad entera en la que todos los pecadores habitada se habían visto repentinamente invadidos por las sombras escurridizas, títeres de su amo que, calmadamente, aguantaba desde su morada por la obtención de Información que tanto buscaba. Una ubicación. Un lugar. Un ángel que hacía mucho había allí caído y ahora, sabedor de sus debilidades, tenía casi a su merced.

    Lucifer no podía estar muy lejos. No debía estario. No después de haberlo provocado de aquella forma hasta el punto de hacerlo arrastrarse como lombriz y es que, aunque le constaba que había usado sus alas para escapar, dudaba que tuviera la fuerza suficiente como para poder huir hasta algún otro anillo al cual él no podría acceder. Sin mencionar a Charlie y su hotel. Amaba demasiado a la absurdamente positiva de su hija como para dejarla atrás sólo porque él le había tocado el nervio.
    Aún se encontraba de pie frente al gran ventanal de su estación de radio, erguido, estoico. Con sus manos detrás de la espalda mientras esperaba novedades. Algo por lo que no debió esperar demasiado tiempo.

    Escurridizas, silenciosas y cautelosas. Tan discretas que más allá de la sensación de ser observados eran prácticamente imperceptibles, sus sombras volvieron a aparecer detrás de él

    —¿Y bien?— Cuestionó sin mirar, su vista aún perdida en la vasta ciudad que, ahora sabía, estaba destruida en comparación a sus inicios. Silencio, un silencio que, salvo él, nadie hubiese comprendido. Y es que él no necesitaba palabras para entender. Su sombra asomándose desde un costado suyo a lo que él desvió la mirada para observarle de reojo, aún sin moverse de su posición.

    La sombra sonrió victoriosa, tendiéndole con una mano una blanca pluma que tanto contrarrestaba con el ambiente oscuro y pesado que él mismo generaba. Una luz en medio de la oscuridad parecía simular aquella blanquecina plumilla. Extendió una mano, tomándola, llevándola a sus labios y apoyándola con satisfecha sonrisa.
    La penumbra desapareció tan de repente como él al escabullirse entre las sombras, fundiéndose en ellas y desapareciendo de la vista de cualquiera. Viajando por el infierno de una forma que nadie podría percatarse de su presencia a menos que así lo deseara, tan solo emergiendo por un momento, de pie, delante de un edificio. Un palacio. Una risa suave, grave, maliciosa, emanando desde lo profundo de su pecho.

    —Ni creas que terminé contigo, pequeño ángel — Se aseguró a sí mismo, volviendo a escabullirse entre las sombras mientras se colaba entre los muros del palacio, un hogar y de Lucifer 𝕾𝖆𝖒𝖆𝖊𝖑 𝕸𝖔𝖗𝖓𝖎𝖓𝖌𝖘𝖙𝖆𝖗 ni más ni menos.
    Ahora habiendo conocido la manzana de la tentación, estaba negado a no probar su dulzura. A no morder el fruto y embriagarse con su sabor quién sabía si incluso más adictivo que la came humana que él por mucho había consumido. Pero no iba a quedarse con la intriga ni tampoco con los deseos de volver a someter a quien se decía intocable, de volverlo suyo de maneras que, hasta entonces, jamás imaginó. De romper aquel espíritu combativo, quebrar su orgullo, y, por la fuerza de ser necesario, quien por fin obtuviera el control de absolutamente todo.
    Ciudad pentagrama se sintió más lúgubre de lo habitual. Aquella escalofriante sensación que producía la paranoia de sentirse observado aún si al darte la vuelta nada encontrabas, un escalofrío, un sentimiento, que cada alma putrefacta de aquel basurero que llamaban infierno sintió en aquel momento. Aunque no estaban equivocados. Pues mientras no eran observadas las sombras se movían, se reían y volvían a escabullirse entre oscuros callejones. La ciudad entera en la que todos los pecadores habitada se habían visto repentinamente invadidos por las sombras escurridizas, títeres de su amo que, calmadamente, aguantaba desde su morada por la obtención de Información que tanto buscaba. Una ubicación. Un lugar. Un ángel que hacía mucho había allí caído y ahora, sabedor de sus debilidades, tenía casi a su merced. Lucifer no podía estar muy lejos. No debía estario. No después de haberlo provocado de aquella forma hasta el punto de hacerlo arrastrarse como lombriz y es que, aunque le constaba que había usado sus alas para escapar, dudaba que tuviera la fuerza suficiente como para poder huir hasta algún otro anillo al cual él no podría acceder. Sin mencionar a Charlie y su hotel. Amaba demasiado a la absurdamente positiva de su hija como para dejarla atrás sólo porque él le había tocado el nervio. Aún se encontraba de pie frente al gran ventanal de su estación de radio, erguido, estoico. Con sus manos detrás de la espalda mientras esperaba novedades. Algo por lo que no debió esperar demasiado tiempo. Escurridizas, silenciosas y cautelosas. Tan discretas que más allá de la sensación de ser observados eran prácticamente imperceptibles, sus sombras volvieron a aparecer detrás de él —¿Y bien?— Cuestionó sin mirar, su vista aún perdida en la vasta ciudad que, ahora sabía, estaba destruida en comparación a sus inicios. Silencio, un silencio que, salvo él, nadie hubiese comprendido. Y es que él no necesitaba palabras para entender. Su sombra asomándose desde un costado suyo a lo que él desvió la mirada para observarle de reojo, aún sin moverse de su posición. La sombra sonrió victoriosa, tendiéndole con una mano una blanca pluma que tanto contrarrestaba con el ambiente oscuro y pesado que él mismo generaba. Una luz en medio de la oscuridad parecía simular aquella blanquecina plumilla. Extendió una mano, tomándola, llevándola a sus labios y apoyándola con satisfecha sonrisa. La penumbra desapareció tan de repente como él al escabullirse entre las sombras, fundiéndose en ellas y desapareciendo de la vista de cualquiera. Viajando por el infierno de una forma que nadie podría percatarse de su presencia a menos que así lo deseara, tan solo emergiendo por un momento, de pie, delante de un edificio. Un palacio. Una risa suave, grave, maliciosa, emanando desde lo profundo de su pecho. —Ni creas que terminé contigo, pequeño ángel — Se aseguró a sí mismo, volviendo a escabullirse entre las sombras mientras se colaba entre los muros del palacio, un hogar y de [LuciHe11] ni más ni menos. Ahora habiendo conocido la manzana de la tentación, estaba negado a no probar su dulzura. A no morder el fruto y embriagarse con su sabor quién sabía si incluso más adictivo que la came humana que él por mucho había consumido. Pero no iba a quedarse con la intriga ni tampoco con los deseos de volver a someter a quien se decía intocable, de volverlo suyo de maneras que, hasta entonces, jamás imaginó. De romper aquel espíritu combativo, quebrar su orgullo, y, por la fuerza de ser necesario, quien por fin obtuviera el control de absolutamente todo.
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  • 𝐄𝐋 𝐔𝐋𝐓𝐈𝐌𝐎 𝐇𝐄𝐑𝐎𝐄 - 𝐈
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Los cielos sangraban por debajo. El humo se elevaba en ondas continuas, manchando las nubes de rojo y gris, las cenizas encendidas ascendían hasta perderse en la noche, mientras los gritos de guerra resonaban como ecos que rasgaban la oscuridad. Fuego y noche fusionados en uno solo. Victoria y muerte.

    Entre las ruinas, un carro de guerra se abría paso entre los escombros, atravesando los límites de una ciudad que estaba condenada y que pronto, lo único que quedaría de ella era un nombre y un recuerdo distante. El suelo temblaba bajo sus ruedas, que esquivaban espadas, cuerpos y piedras que caían a su alrededor.

    Las llamas recortaron la silueta de un jinete que se abalanzó por el costado del carro. Su espada descendió con furia contra el escudo del héroe abordo, haciéndolo vibrar como un trueno cruzando en el cielo tormentoso al absorber el impacto. El héroe apretó la mandíbula y gruñó. Entonces, Eneas, príncipe de Dardania, empujó con fuerza su antebrazo hacia arriba, elevando el escudo que llevaba atado al brazo junto a la espada de su adversario, y dejando el espacio suficiente para que el filo de Rompeviento abriera el abdomen desprotegido del jinete, hueso y carne crujieron alrededor del metal, y el jinete cayó desplomado de su montura.

    ────¡Rápido! –dijo a Pándaro, que sujetaba las riendas– Tenemos que salir de aquí.

    Crispó los dedos en el borde del carro y soltó una maldición por debajo al inspeccionar el estado de su pantorrilla; la herida de flecha que había recibido previamente volvió a abrirse. Intentó balancear su peso para mantenerse estable, pero con cada minuto que pasaba se volvía una labor difícil. La sangre caliente escurrió hasta su pie, y la lesión en su cadera que aún no terminaba de curarse del todo, le produjo un dolor lacerante debajo del peto.

    ────No falta mucho para que lleguemos. Acates nos está esperando del otro lado. ¿Te encuentras bien?

    ────He estado en peores situaciones –masculló al incorporarse–, no es nada. Vámonos…

    Eneas se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano, los ojos le escocían a casusa del humo. A lo lejos, rodeándolos, la muralla se erigió sobre la ciudad de Ilión. Un gigante imperturbable a la masacre que se suscitó en el interior de sus muros. La muralla había sido construida hacia tanto tiempo para proteger a la población de las amenazas del exterior, era tan alta y ancha en la parte superior que las patrullas que montaban guardia día y noche se veían reducidas por la distancia al tamaño de una hormiga. Y, sin embargo, sus paredes inmensas y sus torres de vigilancia fueron incapaces de resguardar desde dentro. Su principal protector, se había convertido en una prisión de muerte.

    Ese pensamiento sombrío bastó para amargar cualquier atisbo de consuelo en Eneas.

    No había podido salvar a su gente. Ellos, los helenos, los habían abordado durante la noche, arrancándoles la vida en medio de sus sueños. El ejercito dárdano, aliado de sus vecinos teucros, apenas consiguió reaccionar a tiempo para crear una distracción y movilizar a tantos ciudadanos como les fue posible para que huyeran de ahí. Y, sin embargo, sus esfuerzos no fueron suficientes para evitar el derramamiento de sangre esa noche. Familias enteras destruidas… inocentes desvaneciéndose en las calles… y las hermanas de su amigo Héctor, maldición, no encontró rastro alguno de ellas.

    La sangre le hirvió de impotencia. Habían sido demasiado ingenuos al creer que, después de diez años de guerra, sus enemigos finalmente aceptarían su derrota así sin más. No. Ellos lucharían hasta que el último de los aqueos muriera de pie.

    «Huye y no mires atrás», resonaron en sus pensamientos las palabras de su amigo, de quién consideraba un hermano. «Mi brazo habría podido defender la ciudad, juntos lo habríamos hecho. Pero yo caí antes. Ahora solo quedas tú. Quizás no puedas salvar a toda la ciudad, llévate contigo a tantos como puedas. Nuestra gente depende de ti».

    El dolor punzante en su pierna lo atravesó.

    «Más rápido».

    Las enormes puertas del oeste estaban abiertas de par en par. Al forzar la vista, Eneas alcanzó a divisar a los últimos ciudadanos que consiguieron rescatar siendo movilizados en carretas. Detrás de ellos, los carros de guerra del ejercito dárdano marchaban levantando nubes de polvo, cubriéndoles las espaldas en su huida. Frunció los labios en una línea recta, lo más cercano a una sonrisa que consiguió dibujar para decir: «Bien, bien».

    ────Algunos consiguieron escapar por las aguas de Escamandro –informó Pándaro. Las ruedas saltaron sobre los escombros–. No tardaran mucho en reunirse con los demás, si todo sale bien, entonces…

    El aire silbó. Un destello de hierro.

    Los ojos del color del cielo del amanecer de Eneas se abrieron y una galaxia de diminutas gotas rojas salpicó su campo de visión. Palideció. Su compañero de armas no pudo terminar de hablar. Una lanza afilada atravesó su pecho. Armadura, carne y hueso crujieron y su grito se quebró en los hilos de sangre que le brotaron por las comisuras de los labios. El cuerpo de Pándaro trastabilló hacia atrás y rodó sin vida fuera del carro.

    «No. No, no…»

    Los caballos relincharon y se encabritaron por la ausencia de su auriga. El carro tembló sobre los escombros. Eneas se lanzó sobre las riendas, pero la flecha incrustada en su pantorrilla y la situación de su cadera no le permitieron el equilibrio que necesitaba para tirar de estas con la fuerza suficiente para evitar que el carro se estrellara contra un enorme bloque de piedra que se derrumbaba sobre él. Las ruedas no respondieron a tiempo, madera y piedra impactaron.

    El mundo giró. El carro volcó y Eneas fue arrojado a un lado. Su cabeza dio contra una piedra y la luz desapareció del mundo por un instante, dejándolo desorientado, tembloroso.

    En el borde de la plaza central, una figura gloriosa se alzó entre las sombras y el fuego. El rey Diomedes, contemplaba la escena, erguido sobre un bloque de muralla destruida, con una calma cruel, mortal. En la piel le brillaba un patrón enraizado de angulosas líneas cristalinas, surcado por destellos de color iridiscentes, como los reflejos de rayos de luz bailando sobre el agua.

    De haberlo visto, Eneas habría sabido de inmediato de qué se trataba; una bendición. Su protectora, la diosa de ojos brillantes, la doncella indomable, le había concedido su favor, y ahora Diomedes era una fuerza imparable. Su capa roja ondeaba detrás de sus poderosos hombros; un agila majestuosa extendiendo sus alas, vigilando desde lo alto, aguardando el momento preciso para descender sobre su presa.

    ────Ustedes vayan por los demás –ordenó a sus hombres, sin apartar la mirada de Eneas –. El chico es mío.

    Diomedes se inclinó y arrancó una lanza enemiga del suelo, con un movimiento elegante, solemne. La sostuvo como si fuera el cetro de un heraldo de la muerte y sus labios se curvaron en una sonrisa fría, letal.

    ────¡Ah! No temas príncipe –dijo con falsa dulzura, cada palabra destilando burla–. No sufrirás mucho. Pronto te reunirás con tu pobre amigo en el mundo de los muertos.

    La lanza voló de su mano. Diomedes la arrojó con precisión quirúrgica, sus ojos brillaron con deleite depredador mientras observaba al príncipe que luchaba por incorporarse en el suelo.

    Un zumbido ensordecedor perforó los oídos de Eneas. Abrió un ojo, jadeó y luchó contra el dolor en su cabeza. Sus dedos, manchados de lodo y barro, se crisparon en la tierra y los escombros, esforzándose por arrastrarse debajo del carro volcado, pero era incapaz de conectar con sus propias fuerzas. Algo caliente y liquido le acarició la sien y el costado de su rostro… sangre.

    Maldición, maldición…

    ────¡Eneas!

    Una voz dulce como la miel tibia lo llamó desde más allá de la niebla densa. Al principio, le costó reconocerla, sus oídos no dejaban de zumbar y, tal vez, también se le escapaba su capacidad de razonamiento, olvidó cómo usar sus extremidades, olvidó cómo reconocer su alrededor. La voz insistió, le pareció tan imposible que algo tan dulce y puro pudiera resonar en ese campo de muerte.

    El corazón de Eneas latió con fuerza.

    La lanza cortó el aire, su punta afilada de bronce reflejó la legendaria ciudad de Ilión sangrando en ruinas. Nada la detenía. La lanza estaba destinada a llegar a su objetivo.

    ────¡Eneas!

    Eneas alzó la mirada. Entre la bruma espesa y las partículas ardientes de cenizas, una figura avanzaba hacia él. La habría reconocido incluso en la más densa oscuridad, entre esa niebla naranja de muerte y desgracia.

    ¿Cómo no podría hacerlo?

    Pequeña, grácil, delicada. Con su cabello color vino flotando con cada paso, y ese par de ojos que eran una copia exacta de los suyos. Siempre con esa manía suya de aparecer en el momento menos esperado, como un espíritu travieso del viento que, de repente, decide materializarse para jugar y reconfortar con su presencia a quién lo necesita.

    Era ella.

    Aquella mujer que lo crío bajo el disfraz de una dulce nodriza. Su nodriza. La que lo escuchó en sus noches más oscuras. La que sostuvo su mano cuando nadie más lo hizo y lo acompañó; a veces con palabras que esa mente afilada suya lograba estructurar para hacerlo reír, otras, bastaba con su presencia para hacer que el sol iluminara el día más gris. La mujer que siempre creyó en él.

    Su confidente. Su guardiana. Su protectora.

    ────Afro...

    Ahora ella corría hacia él sin pensar en el peligro, su rostro celestial estaba pálido del terror y él, en su estado, fue consciente del impulso irrefrenable de querer alcanzarla, de tomar su mano para tranquilizarla. Lo agitaba verla así. Odió a cualquier cosa y a todo lo que se atreviera a provocar en ella esa mirada.

    El perfil herido de Eneas apareció en el bronce de la punta de la lanza.

    Entre el espacio de los dedos de Afro, un tejido de energía azul, matizado con tonos rosas, comenzó a resplandecer.

    Su madre, la diosa del amor, había llegado para salvarlo.
    𝐄𝐋 𝐔𝐋𝐓𝐈𝐌𝐎 𝐇𝐄𝐑𝐎𝐄 - 𝐈 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Los cielos sangraban por debajo. El humo se elevaba en ondas continuas, manchando las nubes de rojo y gris, las cenizas encendidas ascendían hasta perderse en la noche, mientras los gritos de guerra resonaban como ecos que rasgaban la oscuridad. Fuego y noche fusionados en uno solo. Victoria y muerte. Entre las ruinas, un carro de guerra se abría paso entre los escombros, atravesando los límites de una ciudad que estaba condenada y que pronto, lo único que quedaría de ella era un nombre y un recuerdo distante. El suelo temblaba bajo sus ruedas, que esquivaban espadas, cuerpos y piedras que caían a su alrededor. Las llamas recortaron la silueta de un jinete que se abalanzó por el costado del carro. Su espada descendió con furia contra el escudo del héroe abordo, haciéndolo vibrar como un trueno cruzando en el cielo tormentoso al absorber el impacto. El héroe apretó la mandíbula y gruñó. Entonces, Eneas, príncipe de Dardania, empujó con fuerza su antebrazo hacia arriba, elevando el escudo que llevaba atado al brazo junto a la espada de su adversario, y dejando el espacio suficiente para que el filo de Rompeviento abriera el abdomen desprotegido del jinete, hueso y carne crujieron alrededor del metal, y el jinete cayó desplomado de su montura. ────¡Rápido! –dijo a Pándaro, que sujetaba las riendas– Tenemos que salir de aquí. Crispó los dedos en el borde del carro y soltó una maldición por debajo al inspeccionar el estado de su pantorrilla; la herida de flecha que había recibido previamente volvió a abrirse. Intentó balancear su peso para mantenerse estable, pero con cada minuto que pasaba se volvía una labor difícil. La sangre caliente escurrió hasta su pie, y la lesión en su cadera que aún no terminaba de curarse del todo, le produjo un dolor lacerante debajo del peto. ────No falta mucho para que lleguemos. Acates nos está esperando del otro lado. ¿Te encuentras bien? ────He estado en peores situaciones –masculló al incorporarse–, no es nada. Vámonos… Eneas se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano, los ojos le escocían a casusa del humo. A lo lejos, rodeándolos, la muralla se erigió sobre la ciudad de Ilión. Un gigante imperturbable a la masacre que se suscitó en el interior de sus muros. La muralla había sido construida hacia tanto tiempo para proteger a la población de las amenazas del exterior, era tan alta y ancha en la parte superior que las patrullas que montaban guardia día y noche se veían reducidas por la distancia al tamaño de una hormiga. Y, sin embargo, sus paredes inmensas y sus torres de vigilancia fueron incapaces de resguardar desde dentro. Su principal protector, se había convertido en una prisión de muerte. Ese pensamiento sombrío bastó para amargar cualquier atisbo de consuelo en Eneas. No había podido salvar a su gente. Ellos, los helenos, los habían abordado durante la noche, arrancándoles la vida en medio de sus sueños. El ejercito dárdano, aliado de sus vecinos teucros, apenas consiguió reaccionar a tiempo para crear una distracción y movilizar a tantos ciudadanos como les fue posible para que huyeran de ahí. Y, sin embargo, sus esfuerzos no fueron suficientes para evitar el derramamiento de sangre esa noche. Familias enteras destruidas… inocentes desvaneciéndose en las calles… y las hermanas de su amigo Héctor, maldición, no encontró rastro alguno de ellas. La sangre le hirvió de impotencia. Habían sido demasiado ingenuos al creer que, después de diez años de guerra, sus enemigos finalmente aceptarían su derrota así sin más. No. Ellos lucharían hasta que el último de los aqueos muriera de pie. «Huye y no mires atrás», resonaron en sus pensamientos las palabras de su amigo, de quién consideraba un hermano. «Mi brazo habría podido defender la ciudad, juntos lo habríamos hecho. Pero yo caí antes. Ahora solo quedas tú. Quizás no puedas salvar a toda la ciudad, llévate contigo a tantos como puedas. Nuestra gente depende de ti». El dolor punzante en su pierna lo atravesó. «Más rápido». Las enormes puertas del oeste estaban abiertas de par en par. Al forzar la vista, Eneas alcanzó a divisar a los últimos ciudadanos que consiguieron rescatar siendo movilizados en carretas. Detrás de ellos, los carros de guerra del ejercito dárdano marchaban levantando nubes de polvo, cubriéndoles las espaldas en su huida. Frunció los labios en una línea recta, lo más cercano a una sonrisa que consiguió dibujar para decir: «Bien, bien». ────Algunos consiguieron escapar por las aguas de Escamandro –informó Pándaro. Las ruedas saltaron sobre los escombros–. No tardaran mucho en reunirse con los demás, si todo sale bien, entonces… El aire silbó. Un destello de hierro. Los ojos del color del cielo del amanecer de Eneas se abrieron y una galaxia de diminutas gotas rojas salpicó su campo de visión. Palideció. Su compañero de armas no pudo terminar de hablar. Una lanza afilada atravesó su pecho. Armadura, carne y hueso crujieron y su grito se quebró en los hilos de sangre que le brotaron por las comisuras de los labios. El cuerpo de Pándaro trastabilló hacia atrás y rodó sin vida fuera del carro. «No. No, no…» Los caballos relincharon y se encabritaron por la ausencia de su auriga. El carro tembló sobre los escombros. Eneas se lanzó sobre las riendas, pero la flecha incrustada en su pantorrilla y la situación de su cadera no le permitieron el equilibrio que necesitaba para tirar de estas con la fuerza suficiente para evitar que el carro se estrellara contra un enorme bloque de piedra que se derrumbaba sobre él. Las ruedas no respondieron a tiempo, madera y piedra impactaron. El mundo giró. El carro volcó y Eneas fue arrojado a un lado. Su cabeza dio contra una piedra y la luz desapareció del mundo por un instante, dejándolo desorientado, tembloroso. En el borde de la plaza central, una figura gloriosa se alzó entre las sombras y el fuego. El rey Diomedes, contemplaba la escena, erguido sobre un bloque de muralla destruida, con una calma cruel, mortal. En la piel le brillaba un patrón enraizado de angulosas líneas cristalinas, surcado por destellos de color iridiscentes, como los reflejos de rayos de luz bailando sobre el agua. De haberlo visto, Eneas habría sabido de inmediato de qué se trataba; una bendición. Su protectora, la diosa de ojos brillantes, la doncella indomable, le había concedido su favor, y ahora Diomedes era una fuerza imparable. Su capa roja ondeaba detrás de sus poderosos hombros; un agila majestuosa extendiendo sus alas, vigilando desde lo alto, aguardando el momento preciso para descender sobre su presa. ────Ustedes vayan por los demás –ordenó a sus hombres, sin apartar la mirada de Eneas –. El chico es mío. Diomedes se inclinó y arrancó una lanza enemiga del suelo, con un movimiento elegante, solemne. La sostuvo como si fuera el cetro de un heraldo de la muerte y sus labios se curvaron en una sonrisa fría, letal. ────¡Ah! No temas príncipe –dijo con falsa dulzura, cada palabra destilando burla–. No sufrirás mucho. Pronto te reunirás con tu pobre amigo en el mundo de los muertos. La lanza voló de su mano. Diomedes la arrojó con precisión quirúrgica, sus ojos brillaron con deleite depredador mientras observaba al príncipe que luchaba por incorporarse en el suelo. Un zumbido ensordecedor perforó los oídos de Eneas. Abrió un ojo, jadeó y luchó contra el dolor en su cabeza. Sus dedos, manchados de lodo y barro, se crisparon en la tierra y los escombros, esforzándose por arrastrarse debajo del carro volcado, pero era incapaz de conectar con sus propias fuerzas. Algo caliente y liquido le acarició la sien y el costado de su rostro… sangre. Maldición, maldición… ────¡Eneas! Una voz dulce como la miel tibia lo llamó desde más allá de la niebla densa. Al principio, le costó reconocerla, sus oídos no dejaban de zumbar y, tal vez, también se le escapaba su capacidad de razonamiento, olvidó cómo usar sus extremidades, olvidó cómo reconocer su alrededor. La voz insistió, le pareció tan imposible que algo tan dulce y puro pudiera resonar en ese campo de muerte. El corazón de Eneas latió con fuerza. La lanza cortó el aire, su punta afilada de bronce reflejó la legendaria ciudad de Ilión sangrando en ruinas. Nada la detenía. La lanza estaba destinada a llegar a su objetivo. ────¡Eneas! Eneas alzó la mirada. Entre la bruma espesa y las partículas ardientes de cenizas, una figura avanzaba hacia él. La habría reconocido incluso en la más densa oscuridad, entre esa niebla naranja de muerte y desgracia. ¿Cómo no podría hacerlo? Pequeña, grácil, delicada. Con su cabello color vino flotando con cada paso, y ese par de ojos que eran una copia exacta de los suyos. Siempre con esa manía suya de aparecer en el momento menos esperado, como un espíritu travieso del viento que, de repente, decide materializarse para jugar y reconfortar con su presencia a quién lo necesita. Era ella. Aquella mujer que lo crío bajo el disfraz de una dulce nodriza. Su nodriza. La que lo escuchó en sus noches más oscuras. La que sostuvo su mano cuando nadie más lo hizo y lo acompañó; a veces con palabras que esa mente afilada suya lograba estructurar para hacerlo reír, otras, bastaba con su presencia para hacer que el sol iluminara el día más gris. La mujer que siempre creyó en él. Su confidente. Su guardiana. Su protectora. ────Afro... Ahora ella corría hacia él sin pensar en el peligro, su rostro celestial estaba pálido del terror y él, en su estado, fue consciente del impulso irrefrenable de querer alcanzarla, de tomar su mano para tranquilizarla. Lo agitaba verla así. Odió a cualquier cosa y a todo lo que se atreviera a provocar en ella esa mirada. El perfil herido de Eneas apareció en el bronce de la punta de la lanza. Entre el espacio de los dedos de Afro, un tejido de energía azul, matizado con tonos rosas, comenzó a resplandecer. Su madre, la diosa del amor, había llegado para salvarlo.
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    No sigo caminos. Los inauguro.
    Mi mapa es el eco de mis propios pasos.

    ( Toma pluma y se sienta en su pequeño estudio y escribe en silencio solo sus pensamientos )

    Veo cómo estudian mis movimientos,
    buscando el secreto en mis cimientos.
    Toman notas, intentan replicar
    la fuerza que emana de mi singular andar.
    Levantan sus muros con miedo y con prisa...
    Donde otros ven límites, yo construyo oportunidades.
    Convierto sus finales en mi punto de acción,
    soy la arquitecta de mi propia rebelión.

    ()
    Y me observas, anhelando entender
    el fuego que tengo, mi forma de ser.
    Pero es inútil, no pierdas tu aliento...
    No se puede copiar lo que se lleva por dentro.

    ()
    ¡Porque soy el ejemplo que los demás intentan imitar y jamás logran alcanzar!
    ¡Soy el diseño maestro, el plan original!
    ¡No hay manual que descifre mi composición,
    porque no soy la mejor, soy la que viene después de la palabra perfección!
    Mi nombre es la meta que nunca tocarás,
    soy el horizonte que siempre verás... a lo lejos.

    ()
    Para el que lucha, soy su inspiración,
    la prueba viviente de que existe la opción.
    Me ven y entienden que se puede volar
    más allá de este cielo, más allá del mar.
    Pero para el que cede, el que vive en temor...
    mi simple existencia es un cruel recordatorio de su error.
    Soy la inspiración de los que aspiran y la pesadilla de los que fracasan.

    ()
    Me preguntas por qué no me uno a tu juego,
    por qué no respondo a tu infantil ruego.
    La respuesta es simple, es una ley natural,
    un axioma que tu mente no puede procesar...
    No compito, porque donde estoy no hay rivales.

    (se para deja la pluma en su diario y grita por la ventana ala fría noche )

    ¡PORQUE SOY EL EJEMPLO QUE LOS DEMÁS INTENTAN IMITAR Y JAMÁS LOGRAN ALCANZAR!
    ¡SOY EL DISEÑO MAESTRO, EL PLAN ORIGINAL!
    ¡NO HAY MANUAL QUE DESCIFRE MI COMPOSICIÓN,
    PORQUE NO SOY LA MEJOR, SOY LA QUE VIENE DESPUÉS DE LA PALABRA PERFECCIÓN!
    ¡MI NOMBRE ES LA META QUE NUNCA TOCARÁS,
    SOY EL HORIZONTE QUE SIEMPRE VERÁS... A LO LEJOS!

    https://www.youtube.com/watch?v=MHY79OdNQ2Y&list=RDMHY79OdNQ2Y&start_radio=1

    No sigo caminos. Los inauguro. Mi mapa es el eco de mis propios pasos. ( Toma pluma y se sienta en su pequeño estudio y escribe en silencio solo sus pensamientos ) Veo cómo estudian mis movimientos, buscando el secreto en mis cimientos. Toman notas, intentan replicar la fuerza que emana de mi singular andar. Levantan sus muros con miedo y con prisa... Donde otros ven límites, yo construyo oportunidades. Convierto sus finales en mi punto de acción, soy la arquitecta de mi propia rebelión. () Y me observas, anhelando entender el fuego que tengo, mi forma de ser. Pero es inútil, no pierdas tu aliento... No se puede copiar lo que se lleva por dentro. () ¡Porque soy el ejemplo que los demás intentan imitar y jamás logran alcanzar! ¡Soy el diseño maestro, el plan original! ¡No hay manual que descifre mi composición, porque no soy la mejor, soy la que viene después de la palabra perfección! Mi nombre es la meta que nunca tocarás, soy el horizonte que siempre verás... a lo lejos. () Para el que lucha, soy su inspiración, la prueba viviente de que existe la opción. Me ven y entienden que se puede volar más allá de este cielo, más allá del mar. Pero para el que cede, el que vive en temor... mi simple existencia es un cruel recordatorio de su error. Soy la inspiración de los que aspiran y la pesadilla de los que fracasan. () Me preguntas por qué no me uno a tu juego, por qué no respondo a tu infantil ruego. La respuesta es simple, es una ley natural, un axioma que tu mente no puede procesar... No compito, porque donde estoy no hay rivales. (se para deja la pluma en su diario y grita por la ventana ala fría noche ) ¡PORQUE SOY EL EJEMPLO QUE LOS DEMÁS INTENTAN IMITAR Y JAMÁS LOGRAN ALCANZAR! ¡SOY EL DISEÑO MAESTRO, EL PLAN ORIGINAL! ¡NO HAY MANUAL QUE DESCIFRE MI COMPOSICIÓN, PORQUE NO SOY LA MEJOR, SOY LA QUE VIENE DESPUÉS DE LA PALABRA PERFECCIÓN! ¡MI NOMBRE ES LA META QUE NUNCA TOCARÁS, SOY EL HORIZONTE QUE SIEMPRE VERÁS... A LO LEJOS! https://www.youtube.com/watch?v=MHY79OdNQ2Y&list=RDMHY79OdNQ2Y&start_radio=1
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  • «Escena cerrada»

    El juicio de los Dioses.

    Todo acto tiene una consecuencia, y Kazuo lo sabía muy bien. Por eso no le sorprendió ser convocado ante los dioses en el Reikai, el mundo de los espíritus, donde kamis y seres sobrenaturales vivían sin tener que esconderse del plano mortal.

    Kazuo había sido testigo de cómo la demonio Nekomata Reiko borraba las pruebas de su “delito”. Había matado a un humano, un infeliz que, a criterio del propio Kazuo, se lo merecía. La conocía desde semanas atrás, en circunstancias un tanto peculiares. Pero, de alguna forma, dos seres que por naturaleza debían repelerse conectaron de una manera difícil de explicar. Hubo comprensión en el dolor del otro, forjando un pacto silencioso en el que, incluso entre enemigos, existía un respeto mutuo.

    Pero eso, a ojos de los dioses, era intolerable. A su juicio, la Nekomata había matado por placer, segando una vida humana “indefensa”. Kazuo, como mensajero y ser bendecido por lo celestial, debería haber sido el verdugo de aquel ser corrupto. Sin embargo, buscó —quizá— una “excusa conveniente” para no cumplir con lo que debía ser su deber.

    El zorro tenía sus propias reglas, sus convicciones y su moral. A veces, aquellas ideas no encajaban con las estrictas normas del plano ancestral. Era un ser de más de mil doscientos años que había vivido brutalidades en las que ni su madre, Inari, pudo protegerlo siempre; un dios debe velar por un bien general, no puede estar observando eternamente a un único ser. Por ese libre albedrío Kazuo era conocido en aquel reino como el “Mensajero Problemático”, el hijo predilecto de Inari. Nadie entendía por qué los dioses eran tan permisivos con él, por qué su madre miraba hacia otro lado cuando actuaba por su cuenta. Era como si la diosa confiara ciegamente en su criterio, aunque este fuese en contra de los demás kamis.

    Kazuo era respetado en aquel reino por la mayoría de criaturas sobrenaturales; sin embargo, entre los seres de rango superior, era temido y respetado a partes iguales. Fue por esa “popularidad” que todos acudieron al llamado: al juicio en el que Kazuo sería sometido a sentencia.

    No ofreció resistencia, aun así fue apresado con cadenas doradas, unas de las que ningún ser celestial —ni siquiera los dioses— sería capaz de escapar. Se arrodilló con esa calma y templanza que tanto lo caracterizaban, la mirada fija en los dioses que lo habían convocado sin titubear, mostrando el orgullo inherente a él. Inari era la única en contra de aquel espectáculo; por su cercanía con el acusado no se le permitió participar en aquel teatro. Porque eso era: un teatro. No un juicio, sino un paripé para justificar el castigo.

    Una voz recitó en alto los cargos en su contra. Como kitsune del más alto rango, había hecho la “vista gorda” ante un crimen que debía haber sido ajusticiado con la muerte de la Nekomata. Le otorgaron el don de la palabra. Pensó en no decir nada, pero tras unos largos segundos decidió hablar.

    —No pediré perdón. Soy consciente de mis actos y, a mi juicio, el ojo por ojo fue justificación suficiente. No saldrá clemencia de mis labios, porque aunque aquí termine mi camino, lo haré en paz, siendo fiel a mis convicciones. Y si salgo de esta, estaré dispuesto a afrontar cuantos juicios vengan detrás de este, si creen que debo ser sometido a ellos —habló con esa seguridad tan propia de él.

    A pesar de estar de rodillas y encadenado como el perro en que querían convertirlo, su aura y convicción mantenían su dignidad intacta.

    Pero, pese a aquellas palabras, la sentencia fue firme: latigazos hasta que se arrepintiera. Kazuo no agachó la cabeza; mantuvo la mirada fija, y sus ojos color zafiro centellearon con ese orgullo inquebrantable. Un látigo dorado cayó con fuerza sobre su espalda en cada brazada. Aquel látigo estaba bendecido igual que las cadenas, lo que significaba que las heridas no podrían curarse con su poder de regeneración ni con ningún otro. Aquellas cicatrices tardarían meses en desaparecer, si es que sobrevivía al castigo.

    Inari sollozaba con cada golpe en la espalda de su amado hijo, y los sonidos de estremecimiento del público se mezclaban con el chasquido del látigo. Kazuo no gritó, no lloró, no suplicó. Se mantuvo entero, incluso cuando sus ropas se desgarraron tras cada impacto. La sangre brotaba, su piel lacerada hasta el músculo. Cada latigazo hacía tensar su cuerpo, apretando los dientes para que ni un solo gemido escapara de sus labios sellados. La sangre salió también de su boca: no solo su espalda estaba siendo castigada, sino también el interior de su cuerpo, sacudido con violencia.

    Aquello duró un día… dos… tres. El único momento de descanso era el cambio de verdugo, unos minutos para recobrar el aliento. Kazuo era obstinado: jamás cedería, aunque le costara la vida. En sus momentos de flaqueza solo podía pensar en una cosa: ¿qué estaría haciendo Melina? ¿Lo estaría esperando? Seguro estaba enfadada, creyendo que había escapado al bosque. Estaría preparando su discurso para darle un merecido sermón. No había tenido tiempo de avisarla, de decirle que esa noche no llegaría a casa… o que tal vez no lo haría nunca.

    Al tercer día, los ánimos de los espíritus del reino estaban caldeados. Ya no eran murmuros: eran gritos, reproches y súplicas de clemencia. La misma que Kazuo se negaba a pedir. La presión que los jueces recibían era asfixiante. A Inari no le quedaban lágrimas; pedía perdón en nombre de su hijo, rogando a los kamis mayores que pusieran fin a aquella barbarie. El castigo había sido ejemplar. Demasiado, quizá.

    Finalmente, tras tres días de sentencia implacable, los latigazos cesaron. Las cadenas se aflojaron y se deshicieron como arena dorada, llevadas por la primera brisa.

    Kazuo, aún de rodillas, se tambaleaba. Inari corrió por fin hacia él y se arrodilló a su lado. Él intentó enfocar su mirada y, solo cuando la reconoció, se dejó vencer por el cansancio y el dolor. Cayó como peso muerto sobre el regazo de su diosa.

    —Lo siento… Necesito ir… a casa —fue lo único que alcanzó a decir, con un hilo de voz tras tres días de tormento.

    A la única a quien Kazuo guardaba el máximo respeto era a su diosa; a aquella que lo había “bendecido” al nacer. Era instintivo, imposible de ignorar. Solo quería volver a casa, a su templo, junto a ella.
    «Escena cerrada» El juicio de los Dioses. Todo acto tiene una consecuencia, y Kazuo lo sabía muy bien. Por eso no le sorprendió ser convocado ante los dioses en el Reikai, el mundo de los espíritus, donde kamis y seres sobrenaturales vivían sin tener que esconderse del plano mortal. Kazuo había sido testigo de cómo la demonio Nekomata Reiko borraba las pruebas de su “delito”. Había matado a un humano, un infeliz que, a criterio del propio Kazuo, se lo merecía. La conocía desde semanas atrás, en circunstancias un tanto peculiares. Pero, de alguna forma, dos seres que por naturaleza debían repelerse conectaron de una manera difícil de explicar. Hubo comprensión en el dolor del otro, forjando un pacto silencioso en el que, incluso entre enemigos, existía un respeto mutuo. Pero eso, a ojos de los dioses, era intolerable. A su juicio, la Nekomata había matado por placer, segando una vida humana “indefensa”. Kazuo, como mensajero y ser bendecido por lo celestial, debería haber sido el verdugo de aquel ser corrupto. Sin embargo, buscó —quizá— una “excusa conveniente” para no cumplir con lo que debía ser su deber. El zorro tenía sus propias reglas, sus convicciones y su moral. A veces, aquellas ideas no encajaban con las estrictas normas del plano ancestral. Era un ser de más de mil doscientos años que había vivido brutalidades en las que ni su madre, Inari, pudo protegerlo siempre; un dios debe velar por un bien general, no puede estar observando eternamente a un único ser. Por ese libre albedrío Kazuo era conocido en aquel reino como el “Mensajero Problemático”, el hijo predilecto de Inari. Nadie entendía por qué los dioses eran tan permisivos con él, por qué su madre miraba hacia otro lado cuando actuaba por su cuenta. Era como si la diosa confiara ciegamente en su criterio, aunque este fuese en contra de los demás kamis. Kazuo era respetado en aquel reino por la mayoría de criaturas sobrenaturales; sin embargo, entre los seres de rango superior, era temido y respetado a partes iguales. Fue por esa “popularidad” que todos acudieron al llamado: al juicio en el que Kazuo sería sometido a sentencia. No ofreció resistencia, aun así fue apresado con cadenas doradas, unas de las que ningún ser celestial —ni siquiera los dioses— sería capaz de escapar. Se arrodilló con esa calma y templanza que tanto lo caracterizaban, la mirada fija en los dioses que lo habían convocado sin titubear, mostrando el orgullo inherente a él. Inari era la única en contra de aquel espectáculo; por su cercanía con el acusado no se le permitió participar en aquel teatro. Porque eso era: un teatro. No un juicio, sino un paripé para justificar el castigo. Una voz recitó en alto los cargos en su contra. Como kitsune del más alto rango, había hecho la “vista gorda” ante un crimen que debía haber sido ajusticiado con la muerte de la Nekomata. Le otorgaron el don de la palabra. Pensó en no decir nada, pero tras unos largos segundos decidió hablar. —No pediré perdón. Soy consciente de mis actos y, a mi juicio, el ojo por ojo fue justificación suficiente. No saldrá clemencia de mis labios, porque aunque aquí termine mi camino, lo haré en paz, siendo fiel a mis convicciones. Y si salgo de esta, estaré dispuesto a afrontar cuantos juicios vengan detrás de este, si creen que debo ser sometido a ellos —habló con esa seguridad tan propia de él. A pesar de estar de rodillas y encadenado como el perro en que querían convertirlo, su aura y convicción mantenían su dignidad intacta. Pero, pese a aquellas palabras, la sentencia fue firme: latigazos hasta que se arrepintiera. Kazuo no agachó la cabeza; mantuvo la mirada fija, y sus ojos color zafiro centellearon con ese orgullo inquebrantable. Un látigo dorado cayó con fuerza sobre su espalda en cada brazada. Aquel látigo estaba bendecido igual que las cadenas, lo que significaba que las heridas no podrían curarse con su poder de regeneración ni con ningún otro. Aquellas cicatrices tardarían meses en desaparecer, si es que sobrevivía al castigo. Inari sollozaba con cada golpe en la espalda de su amado hijo, y los sonidos de estremecimiento del público se mezclaban con el chasquido del látigo. Kazuo no gritó, no lloró, no suplicó. Se mantuvo entero, incluso cuando sus ropas se desgarraron tras cada impacto. La sangre brotaba, su piel lacerada hasta el músculo. Cada latigazo hacía tensar su cuerpo, apretando los dientes para que ni un solo gemido escapara de sus labios sellados. La sangre salió también de su boca: no solo su espalda estaba siendo castigada, sino también el interior de su cuerpo, sacudido con violencia. Aquello duró un día… dos… tres. El único momento de descanso era el cambio de verdugo, unos minutos para recobrar el aliento. Kazuo era obstinado: jamás cedería, aunque le costara la vida. En sus momentos de flaqueza solo podía pensar en una cosa: ¿qué estaría haciendo Melina? ¿Lo estaría esperando? Seguro estaba enfadada, creyendo que había escapado al bosque. Estaría preparando su discurso para darle un merecido sermón. No había tenido tiempo de avisarla, de decirle que esa noche no llegaría a casa… o que tal vez no lo haría nunca. Al tercer día, los ánimos de los espíritus del reino estaban caldeados. Ya no eran murmuros: eran gritos, reproches y súplicas de clemencia. La misma que Kazuo se negaba a pedir. La presión que los jueces recibían era asfixiante. A Inari no le quedaban lágrimas; pedía perdón en nombre de su hijo, rogando a los kamis mayores que pusieran fin a aquella barbarie. El castigo había sido ejemplar. Demasiado, quizá. Finalmente, tras tres días de sentencia implacable, los latigazos cesaron. Las cadenas se aflojaron y se deshicieron como arena dorada, llevadas por la primera brisa. Kazuo, aún de rodillas, se tambaleaba. Inari corrió por fin hacia él y se arrodilló a su lado. Él intentó enfocar su mirada y, solo cuando la reconoció, se dejó vencer por el cansancio y el dolor. Cayó como peso muerto sobre el regazo de su diosa. —Lo siento… Necesito ir… a casa —fue lo único que alcanzó a decir, con un hilo de voz tras tres días de tormento. A la única a quien Kazuo guardaba el máximo respeto era a su diosa; a aquella que lo había “bendecido” al nacer. Era instintivo, imposible de ignorar. Solo quería volver a casa, a su templo, junto a ella.
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  • El umbral del recuerdo.
    Categoría Drama
    Rol con: Alak–il

    Ogidnew despertó sin recordar en qué momento se había quedado dormido.

    Estaba de pie en un pasillo largo y estéril, iluminado solo por una línea de luces amarillas que parpadeaban ocasionalmente. A ambos lados había puertas idénticas: grises, sin manijas, sin señalización.
    Todas cerradas. Todas silenciosas.

    Sentía que ya había estado allí.
    Pero no sabía cuándo.
    Ni por qué.

    El aire tenía un olor leve a humedad… y algo más.
    Algo parecido a ceniza y metal.

    Intentó retroceder, pero el pasillo seguía, idéntico, interminable.
    No avanzaba.
    No retrocedía.
    Solo existía.

    Su respiración empezó a agitarse.
    Una puerta, tres metros frente a él, tembló ligeramente.
    Como si algo del otro lado hubiese apoyado su mano sobre ella.

    Se acercó lentamente y la puerta se abrió ligeramente...
    Se detuvo, pero nada salió de dicha puerta.
    Continuó acercándose, hasta que el olor a muerte inundó su nariz, no pudo evitar sentir náuseas, pero ¿Por qué? Ya había olido la muerte de cerca, entonces...

    Entonces ¿Por qué su cuerpo le gritaba que no abriera la puerta?

    Acercó la mano para abrirla a pesar de todo, y el segundo que vio la escena frente a él fue suficiente para hacer que volviera al mundo real.

    Dio un salto en la cama y miró alrededor.
    Apenas podía respirar.
    Su corazón parecía que iba a escapar de su pecho en cualquier momento.

    Se echó una mano a la sien y cerró los ojos. — No era real... Tranquilo... — Se murmuró a si mismo.
    Pero la imagen no desaparecería de su cabeza tan fácilmente.

    Pasado el rato, Ogidnew se levantó de la cama, vistiéndose con su ropa usual y salió de su habitación.

    El olor a comida inundaba el pasillo de la posada, tenía hambre... Pero también tenía prisa.
    Los rumores de las ruinas de una aldea chamánica habían llamado su atención, pues puede que allí encontrara pistas sobre lo que llevaba tanto tiempo buscando.

    Una técnica de resurrección, no solo corpórea, sino también espiritual.

    Salió de la posada ofreciéndole una leve sonrisa al empleado que lo atendió la noche anterior.
    El sol apenas se asomaba cuando salió de la posada. Había venido a Cuyán con un propósito concreto, y las pesadillas no iban a desviarlo.

    El aire matutino olía a tierra húmeda. El terreno alrededor de Cuyán era agreste, quebrado, lleno de senderos que parecían cambiar bajo los pies. Ogidnew sabía que ciertas ruinas chamánicas estaban dispersas entre los riscos, pero no había un mapa fiable, dependía de su intuición y de algo más profundo: ese pulso oculto que a veces lo guiaba hacia lo que debía encontrar.

    Horas después, tras atravesar grietas que parecían heridas antiguas del mundo, vio algo.

    Primero fueron restos dispersos, piedras pintadas con pigmentos desvaídos, los aparentes restos de tótems, o puede que simplemente fueran animales muertos.

    Pero lo imposible estaba al final del camino.

    Un templo.

    Erguido.
    Intacto.
    Demasiado intacto.

    La estructura no parecía resistir al tiempo sino que más bien lo ignoraba. Los muros estaban cubiertos de símbolos, y la entrada, medianamente obstruida, tenía una clara entrada.

    Al acercarse a dicha entrada, el aire cambió, se respiraba una penumbra tibia, casi expectante.

    Y algo dentro de Ogidnew sabía que no estaría solo ahí dentro...
    Rol con: [Absolute_Annihilation] Ogidnew despertó sin recordar en qué momento se había quedado dormido. Estaba de pie en un pasillo largo y estéril, iluminado solo por una línea de luces amarillas que parpadeaban ocasionalmente. A ambos lados había puertas idénticas: grises, sin manijas, sin señalización. Todas cerradas. Todas silenciosas. Sentía que ya había estado allí. Pero no sabía cuándo. Ni por qué. El aire tenía un olor leve a humedad… y algo más. Algo parecido a ceniza y metal. Intentó retroceder, pero el pasillo seguía, idéntico, interminable. No avanzaba. No retrocedía. Solo existía. Su respiración empezó a agitarse. Una puerta, tres metros frente a él, tembló ligeramente. Como si algo del otro lado hubiese apoyado su mano sobre ella. Se acercó lentamente y la puerta se abrió ligeramente... Se detuvo, pero nada salió de dicha puerta. Continuó acercándose, hasta que el olor a muerte inundó su nariz, no pudo evitar sentir náuseas, pero ¿Por qué? Ya había olido la muerte de cerca, entonces... Entonces ¿Por qué su cuerpo le gritaba que no abriera la puerta? Acercó la mano para abrirla a pesar de todo, y el segundo que vio la escena frente a él fue suficiente para hacer que volviera al mundo real. Dio un salto en la cama y miró alrededor. Apenas podía respirar. Su corazón parecía que iba a escapar de su pecho en cualquier momento. Se echó una mano a la sien y cerró los ojos. — No era real... Tranquilo... — Se murmuró a si mismo. Pero la imagen no desaparecería de su cabeza tan fácilmente. Pasado el rato, Ogidnew se levantó de la cama, vistiéndose con su ropa usual y salió de su habitación. El olor a comida inundaba el pasillo de la posada, tenía hambre... Pero también tenía prisa. Los rumores de las ruinas de una aldea chamánica habían llamado su atención, pues puede que allí encontrara pistas sobre lo que llevaba tanto tiempo buscando. Una técnica de resurrección, no solo corpórea, sino también espiritual. Salió de la posada ofreciéndole una leve sonrisa al empleado que lo atendió la noche anterior. El sol apenas se asomaba cuando salió de la posada. Había venido a Cuyán con un propósito concreto, y las pesadillas no iban a desviarlo. El aire matutino olía a tierra húmeda. El terreno alrededor de Cuyán era agreste, quebrado, lleno de senderos que parecían cambiar bajo los pies. Ogidnew sabía que ciertas ruinas chamánicas estaban dispersas entre los riscos, pero no había un mapa fiable, dependía de su intuición y de algo más profundo: ese pulso oculto que a veces lo guiaba hacia lo que debía encontrar. Horas después, tras atravesar grietas que parecían heridas antiguas del mundo, vio algo. Primero fueron restos dispersos, piedras pintadas con pigmentos desvaídos, los aparentes restos de tótems, o puede que simplemente fueran animales muertos. Pero lo imposible estaba al final del camino. Un templo. Erguido. Intacto. Demasiado intacto. La estructura no parecía resistir al tiempo sino que más bien lo ignoraba. Los muros estaban cubiertos de símbolos, y la entrada, medianamente obstruida, tenía una clara entrada. Al acercarse a dicha entrada, el aire cambió, se respiraba una penumbra tibia, casi expectante. Y algo dentro de Ogidnew sabía que no estaría solo ahí dentro...
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    La Torre del Olvido.

    La encontré entre las ventanas. Una realidad que no debía existir, pero existe. Una madre que no partió en busca de su alma gemela.
    Una Jennifer que no olvidó… pero que tampoco recordó lo que la hacía humana.

    Al principio, gobernó con justicia, aprendió de otros reinos, mejoró el suyo., pero sin el viaje, sin el dolor, sin el amor perdido… Algo en ella quedó incompleto Y ese vacío se disfrazó de hambre, hambre por saberlo todo.

    La Torre del Conocimiento creció como una herida que no cerraba.
    Libros, esferas, memorias robadas, personas convertidas en despojos, en bestias sin alma. Todo por llenar su hambre de conocimiento.

    Y entonces llegó Ayane. La princesa que buscaba a su madre, Sasha. Jennifer al ver a Ayane quedo cautivada, fue amor a primera vista, Ayane también lo sintió. Porque el amor no entiende de realidades, ni de advertencias.

    Estuvieron juntas, rieron, compartieron noches, Ayane creyó en ella, pero un día Ayane llegó a la torre sin que Jennifer lo supiera. El aire era espeso, como si los muros respiraran. Cada paso resonaba con ecos que no eran suyos. Tenía miedo, no por lo que sabía, sino por lo que aún no había visto.

    Mientras ascendía por los pasillos de piedra, vio por primera vez a los Despojos. Hombres bestia, deformes, con cabezas de perro y ojos apagados. Algunos arrastraban piedras. Otros simplemente deambulaban. Uno de ellos murmuraba, sin rumbo:

    —Tantos esclavos… cada vez son más esclavos… ¿cuándo terminará esta maldita torre?

    Ayane se acercó. —¿Quién eres?— Preguntó con voz temblorosa.

    El hombre la miró con ojos rotos. —Fui enviado por el reino vecino. Jennifer nos invitó. Pero atrapó a todos mis soldados. No le importó que esto iniciara una guerra.

    Luego, con voz quebrada, dijo: —Antes la llamaban la hija del monstruo. Pero cuando selló a su propio padre y tomó el reino, la llamaron Jennifer la sabia… Jennifer la maga… Jennifer la encantadora. Y todo… todo para construir esta torre. Una torre tan alta que pudiera contener todos los conocimientos. Todos los secretos, todas las leyendas, todos los recuerdos. Nada iguala a su biblioteca universal.

    —Desde el ocaso de la tierra vieja— Continuó— Los pergaminos sustituyeron las tabletas de arcilla. Los libros a los pergaminos. Y ahora, las esferas mágicas a los libros. Jennifer lo quiere todo. Y cuando un reino se acerca… ya no sale.

    —Tiene miles de sortilegios. Convierte a las personas en Despojos. Les roba sus recuerdos, su pasado. Los hace olvidar quiénes fueron. Y les obliga a poner piedra tras piedra. La torre sube. Siempre más alto. Cuando Jennifer obtenga todo el conocimiento… será más poderosa que todos los dioses juntos. Los mismos dioses que su padre eliminó… uno por uno. Todo por eso. Solo por eso.

    Ayane no respondió, el hombre transformado en Despojo cerro los ojos, acepto su realidad y el pequeño brillo que poseia en sus ojos se apago y solo siguió caminando. Ayane no pudo hacer nada por el, pero luego la vio... Sasha, su madre.

    Deambulaba sin rumbo, como los demás. Pero aún conservaba su forma humana. Sus ojos estaban vacíos, pero su cuerpo no había sido deformado. Ayane corrió hacia ella. La abrazó. Sasha no respondió. Pero algo en su piel, en su calor, le dijo que aún estaba viva. Aún estaba ahí.

    Ayane lloró, y en ese momento, supo que ya no podía confiar en Jennifer. Aunque la amara, aunque su corazón se rompiera, la verdad era más fuerte que el amor. Ayane saco a su madre de esa maldita torre, le ordeno a sus soldados que la ocultaran.

    Ayane no huyó, no la enfrentó, solo esperó a que cayera la noche, y cuando compartía el lecho con Jennifer aprovecho que esta dormía y le arrancó el corazón con lágrimas, con amor, con culpa.

    Jennifer no murió pero quedó en un sueño profundo, sellada en lo más hondo de su torre. Ayane escapó con su madre y cuando pudo regresar a su tierra natal dio a luz a Yuna. unos meses despues.
    La hija que, según la profecía, será quien enfrente a Jennifer cuando despierte, tal como está enfrento a su padre Ozma.

    Y yo… yo vi todo. Desde mi sala de espejos... Desde mi rincón fuera del tiempo. Esta vez no rei, no hice bromas, solo lloré.

    Porque amo a mis madres, Jennifer y Ayane... Y aunque estas no sean las que yo conozco… El dolor es real, el amor también.

    Esta historia no es canon en mi mundo.
    Pero lo es en otro. Y en la telaraña infinita, todo lo que duele… es verdad en algún lugar.

    Bienvenido a la Telaraña de Loki. Hoy no hay juego.
    Solo memoria.
    La Torre del Olvido. La encontré entre las ventanas. Una realidad que no debía existir, pero existe. Una madre que no partió en busca de su alma gemela. Una Jennifer que no olvidó… pero que tampoco recordó lo que la hacía humana. Al principio, gobernó con justicia, aprendió de otros reinos, mejoró el suyo., pero sin el viaje, sin el dolor, sin el amor perdido… Algo en ella quedó incompleto Y ese vacío se disfrazó de hambre, hambre por saberlo todo. La Torre del Conocimiento creció como una herida que no cerraba. Libros, esferas, memorias robadas, personas convertidas en despojos, en bestias sin alma. Todo por llenar su hambre de conocimiento. Y entonces llegó Ayane. La princesa que buscaba a su madre, Sasha. Jennifer al ver a Ayane quedo cautivada, fue amor a primera vista, Ayane también lo sintió. Porque el amor no entiende de realidades, ni de advertencias. Estuvieron juntas, rieron, compartieron noches, Ayane creyó en ella, pero un día Ayane llegó a la torre sin que Jennifer lo supiera. El aire era espeso, como si los muros respiraran. Cada paso resonaba con ecos que no eran suyos. Tenía miedo, no por lo que sabía, sino por lo que aún no había visto. Mientras ascendía por los pasillos de piedra, vio por primera vez a los Despojos. Hombres bestia, deformes, con cabezas de perro y ojos apagados. Algunos arrastraban piedras. Otros simplemente deambulaban. Uno de ellos murmuraba, sin rumbo: —Tantos esclavos… cada vez son más esclavos… ¿cuándo terminará esta maldita torre? Ayane se acercó. —¿Quién eres?— Preguntó con voz temblorosa. El hombre la miró con ojos rotos. —Fui enviado por el reino vecino. Jennifer nos invitó. Pero atrapó a todos mis soldados. No le importó que esto iniciara una guerra. Luego, con voz quebrada, dijo: —Antes la llamaban la hija del monstruo. Pero cuando selló a su propio padre y tomó el reino, la llamaron Jennifer la sabia… Jennifer la maga… Jennifer la encantadora. Y todo… todo para construir esta torre. Una torre tan alta que pudiera contener todos los conocimientos. Todos los secretos, todas las leyendas, todos los recuerdos. Nada iguala a su biblioteca universal. —Desde el ocaso de la tierra vieja— Continuó— Los pergaminos sustituyeron las tabletas de arcilla. Los libros a los pergaminos. Y ahora, las esferas mágicas a los libros. Jennifer lo quiere todo. Y cuando un reino se acerca… ya no sale. —Tiene miles de sortilegios. Convierte a las personas en Despojos. Les roba sus recuerdos, su pasado. Los hace olvidar quiénes fueron. Y les obliga a poner piedra tras piedra. La torre sube. Siempre más alto. Cuando Jennifer obtenga todo el conocimiento… será más poderosa que todos los dioses juntos. Los mismos dioses que su padre eliminó… uno por uno. Todo por eso. Solo por eso. Ayane no respondió, el hombre transformado en Despojo cerro los ojos, acepto su realidad y el pequeño brillo que poseia en sus ojos se apago y solo siguió caminando. Ayane no pudo hacer nada por el, pero luego la vio... Sasha, su madre. Deambulaba sin rumbo, como los demás. Pero aún conservaba su forma humana. Sus ojos estaban vacíos, pero su cuerpo no había sido deformado. Ayane corrió hacia ella. La abrazó. Sasha no respondió. Pero algo en su piel, en su calor, le dijo que aún estaba viva. Aún estaba ahí. Ayane lloró, y en ese momento, supo que ya no podía confiar en Jennifer. Aunque la amara, aunque su corazón se rompiera, la verdad era más fuerte que el amor. Ayane saco a su madre de esa maldita torre, le ordeno a sus soldados que la ocultaran. Ayane no huyó, no la enfrentó, solo esperó a que cayera la noche, y cuando compartía el lecho con Jennifer aprovecho que esta dormía y le arrancó el corazón con lágrimas, con amor, con culpa. Jennifer no murió pero quedó en un sueño profundo, sellada en lo más hondo de su torre. Ayane escapó con su madre y cuando pudo regresar a su tierra natal dio a luz a Yuna. unos meses despues. La hija que, según la profecía, será quien enfrente a Jennifer cuando despierte, tal como está enfrento a su padre Ozma. Y yo… yo vi todo. Desde mi sala de espejos... Desde mi rincón fuera del tiempo. Esta vez no rei, no hice bromas, solo lloré. Porque amo a mis madres, Jennifer y Ayane... Y aunque estas no sean las que yo conozco… El dolor es real, el amor también. Esta historia no es canon en mi mundo. Pero lo es en otro. Y en la telaraña infinita, todo lo que duele… es verdad en algún lugar. Bienvenido a la Telaraña de Loki. Hoy no hay juego. Solo memoria.
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  • Tu que todo lo sabes y todo lo ves, dime....
    ¿Como se supone que sacaré a alastor de su escondite si no sale de allí?
    Para ser un pecador es más astuto que mi hermano

    -y no menciona a sesshomaru como ofensa, respetaba la inteligencia y estrategia que su hermano tenía en vida llegando a ser su personaje influyente y ejemplo de vida. Acaricio una fe las orejas del gato -

    Necesito sacar a lucifer de su hogar el tiempo suficiente para engañar a alastor y arrastrarlo al Japón feudal para dárselo de regalo a mis novios... Lo agradecerán... Pero como.... ¿Se te ocurre algo?
    No sé tipo, decirle que un demonio a raptado a su hijo y están escondidos en el mundo humano pero sin decirle en qué lugar o tiempo....

    Ja!! Que listo eres señor gato, con razon sesshomaru te quiere tanto koto. Es una idea excelente!!!

    -se puso de pie emocionado de la nueva idea que según el fue idea del gato aunque este solo se la paso lamiéndose el pelaje desinteresado de la presencia del híbrido -

    Esconderé a Sebastián mientras desaparezco a lucifer luego lo regreso a su cuna

    -dicho y hecho se trepó los muros de la mansión fisgoneando en dónde andaría el pequeño Sebastián Michaelis no le costó demasiado gracias a su olfato había logrado dar con el cachorro. Con cuidado lo agarro sacándolo de la casa para dejarlo escondido en el jardín con pieles muertas de animales para que no pudiera lucifer encontrarlo con su olfato. Una vez oculto al cachorro, con sus propias garras se fragelo la carne exagerando los cortes para que pareciera que había luchado con quoen sabe de amenaza, una vez tenía su fachada hecha se acercó al marco de la ventana en dónde sabía podría encontrarse Lucifer 𝕾𝖆𝖒𝖆𝖊𝖑 𝕸𝖔𝖗𝖓𝖎𝖓𝖌𝖘𝖙𝖆𝖗 recostando medio cuerpo en el marco, jadeando fingiendo que en cualquier momento se desmayaría por la perdida de sangre -

    Amo disculpe por interrumpir cuando me dijo que dejara de hacerlo. Pero creo que le importa la información que tengo.... Un humano... Y... No...no se que era lo otro.... Entraron a su hogar y se llevaron al joven príncipe trate de detenerlos pero..... Uhmmm....

    -apreto los ojos y los labios fingiendo que estaba agonizando del dolor -

    Lo siento amor, no m... No soy tan fuerte como debería.... Pasaron la puerta del Inframundo huyendo al mundo humano

    -movio su cuerpo dejando que la sangre bañara el marco de la ventana con la intención de atraer la atención de Alastor Dëmøń su gusto canibal va a ser su galón de aquiles -
    Tu que todo lo sabes y todo lo ves, dime.... ¿Como se supone que sacaré a alastor de su escondite si no sale de allí? Para ser un pecador es más astuto que mi hermano -y no menciona a sesshomaru como ofensa, respetaba la inteligencia y estrategia que su hermano tenía en vida llegando a ser su personaje influyente y ejemplo de vida. Acaricio una fe las orejas del gato - Necesito sacar a lucifer de su hogar el tiempo suficiente para engañar a alastor y arrastrarlo al Japón feudal para dárselo de regalo a mis novios... Lo agradecerán... Pero como.... ¿Se te ocurre algo? No sé tipo, decirle que un demonio a raptado a su hijo y están escondidos en el mundo humano pero sin decirle en qué lugar o tiempo.... Ja!! Que listo eres señor gato, con razon sesshomaru te quiere tanto koto. Es una idea excelente!!! -se puso de pie emocionado de la nueva idea que según el fue idea del gato aunque este solo se la paso lamiéndose el pelaje desinteresado de la presencia del híbrido - Esconderé a Sebastián mientras desaparezco a lucifer luego lo regreso a su cuna -dicho y hecho se trepó los muros de la mansión fisgoneando en dónde andaría el pequeño [Michaelis] no le costó demasiado gracias a su olfato había logrado dar con el cachorro. Con cuidado lo agarro sacándolo de la casa para dejarlo escondido en el jardín con pieles muertas de animales para que no pudiera lucifer encontrarlo con su olfato. Una vez oculto al cachorro, con sus propias garras se fragelo la carne exagerando los cortes para que pareciera que había luchado con quoen sabe de amenaza, una vez tenía su fachada hecha se acercó al marco de la ventana en dónde sabía podría encontrarse [LuciHe11] recostando medio cuerpo en el marco, jadeando fingiendo que en cualquier momento se desmayaría por la perdida de sangre - Amo disculpe por interrumpir cuando me dijo que dejara de hacerlo. Pero creo que le importa la información que tengo.... Un humano... Y... No...no se que era lo otro.... Entraron a su hogar y se llevaron al joven príncipe trate de detenerlos pero..... Uhmmm.... -apreto los ojos y los labios fingiendo que estaba agonizando del dolor - Lo siento amor, no m... No soy tan fuerte como debería.... Pasaron la puerta del Inframundo huyendo al mundo humano -movio su cuerpo dejando que la sangre bañara el marco de la ventana con la intención de atraer la atención de [Dem0n] su gusto canibal va a ser su galón de aquiles -
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  • No hay muros que puedan contenerme
    No hay muros que puedan contenerme
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  • En el instante en que el mundo contiene su pulso frenético, cuando el último alarido aún serpentea por los muros húmedos, la cazadora alza su arma bajo la luna enferma, esa luna que no concede amparo, sino juicio.

    La sangre reciente, tibia como un juramento quebrado, desciende por el acero y salpica el empedrado.

    Los corredores de la ciudad exhalan vaharadas impuras y aun los cuerpos inmóviles parecen murmurar su desgracia.

    Entre cascotes y barro teñido,
    se estremece el velo que separa lo humano de lo indecible; un susurro antiguo, casi plegaria, se desliza en la penumbra:
    «Recuerda tu nombre… si aún te pertenece.»

    Pero la noche no entrega memoria; solo reclama.

    Erguida sobre la bestia vencida,
    con el último latido apagándose en su mano,
    la cazadora comprende su destino: no persigue horrores…se acerca a su estirpe.

    Porque el alba no pisa esas calles. Solo una cacería eterna, y el sueño corrompido que exige otra muerte para permitirle seguir viviendo.
    En el instante en que el mundo contiene su pulso frenético, cuando el último alarido aún serpentea por los muros húmedos, la cazadora alza su arma bajo la luna enferma, esa luna que no concede amparo, sino juicio. La sangre reciente, tibia como un juramento quebrado, desciende por el acero y salpica el empedrado. Los corredores de la ciudad exhalan vaharadas impuras y aun los cuerpos inmóviles parecen murmurar su desgracia. Entre cascotes y barro teñido, se estremece el velo que separa lo humano de lo indecible; un susurro antiguo, casi plegaria, se desliza en la penumbra: «Recuerda tu nombre… si aún te pertenece.» Pero la noche no entrega memoria; solo reclama. Erguida sobre la bestia vencida, con el último latido apagándose en su mano, la cazadora comprende su destino: no persigue horrores…se acerca a su estirpe. Porque el alba no pisa esas calles. Solo una cacería eterna, y el sueño corrompido que exige otra muerte para permitirle seguir viviendo.
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