• La habitación estaba cubierta por un resplandor carmesí. La luz atravesaba las cortinas rotas, bañando los muros con la intensidad de una herida abierta. El aire olía a metal… a peligro… a tentación.

    El sonido de un jadeo ahogado rompió el silencio.
    Blade la sostenía con fuerza, una mano firmemente posada en su pecho, la otra sujetando su cintura. La respiración de ambos se entrecruzaba, pesada, densa, cargada de furia contenida y algo más oscuro.

    La mujer, una criatura marcada por el símbolo del vacío en su frente, dejó escapar una risa quebrada.

    — ¿Así que el cazador también muerde?

    Susurró con una mezcla de burla y dolor. Blade no respondió de inmediato. Sus colmillos aún estaban al descubierto, las gotas carmesí cayendo lentamente de ellos, trazando una línea hasta su mentón. El brillo de sus lentes ocultaba sus ojos, pero su voz, grave y controlada, bastó para cortar la tensión.

    — No confundas necesidad con deseo

    Gruñó, apartándose lentamente, la sangre evaporándose al contacto con su piel.

    — Si te sigo con vida, es porque aún necesito respuestas… no redención.

    Ella sonrió débilmente, aún temblando.

    — Me pregunto quién es más monstruo de los dos, cazador.

    Blade limpió sus labios con el dorso de su mano, sin apartar la mirada.

    — La diferencia es que yo lo admito.

    — 𝐁𝐋𝐀𝐃𝐄
    𝐓𝐡𝐞 𝐃𝐚𝐲𝐰𝐚𝐥𝐤𝐞𝐫
    刃影 · 인영
    La habitación estaba cubierta por un resplandor carmesí. La luz atravesaba las cortinas rotas, bañando los muros con la intensidad de una herida abierta. El aire olía a metal… a peligro… a tentación. El sonido de un jadeo ahogado rompió el silencio. Blade la sostenía con fuerza, una mano firmemente posada en su pecho, la otra sujetando su cintura. La respiración de ambos se entrecruzaba, pesada, densa, cargada de furia contenida y algo más oscuro. La mujer, una criatura marcada por el símbolo del vacío en su frente, dejó escapar una risa quebrada. — ¿Así que el cazador también muerde? Susurró con una mezcla de burla y dolor. Blade no respondió de inmediato. Sus colmillos aún estaban al descubierto, las gotas carmesí cayendo lentamente de ellos, trazando una línea hasta su mentón. El brillo de sus lentes ocultaba sus ojos, pero su voz, grave y controlada, bastó para cortar la tensión. — No confundas necesidad con deseo Gruñó, apartándose lentamente, la sangre evaporándose al contacto con su piel. — Si te sigo con vida, es porque aún necesito respuestas… no redención. Ella sonrió débilmente, aún temblando. — Me pregunto quién es más monstruo de los dos, cazador. Blade limpió sus labios con el dorso de su mano, sin apartar la mirada. — La diferencia es que yo lo admito. — 𝐁𝐋𝐀𝐃𝐄 𝐓𝐡𝐞 𝐃𝐚𝐲𝐰𝐚𝐥𝐤𝐞𝐫 刃影 · 인영
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  • 🕯Gala del Reflejo- Noche de Halloween en MIRROR HAUTE COUTURE
    Fandom OC
    Categoría Original
    Evento privado : Solo con invitación física.
    Localización: Salón del Reflejo, Piso 44, MIRROR Headquarters, Seúl.

    La medianoche cayó sobre Seúl envuelta en una bruma espesa, casi líquida.
    El edificio de MIRROR Haute Couture se erguía como un prisma oscuro sobre la avenida vacía, sus ventanales destellando reflejos esmeralda que palpitaban al ritmo del viento.
    Esa noche, la ciudad parecía sostener la respiración.

    No había cámaras. No había prensa.
    Solo un ascensor sin botones, activado por una llave grabada con el emblema del ojo y el espejo entrelazados.
    Quienes poseían esa llave sabían que el acceso no era un privilegio: era una prueba.

    Al abrirse las puertas del piso 44, un corredor alfombrado en terciopelo negro guiaba hasta el Salón del Reflejo, clausurado desde hacía más de una década.
    Dentro, los muros eran espejos antiguos, agrietados en ciertos puntos, cubiertos de símbolos casi imperceptibles. La luz se movía como un organismo vivo: a veces fría, azulada; otras, cálida y dorada.
    El aire olía a incienso, madera quemada y algo metálico, como electricidad contenida.

    En el centro del salón, Yunseok Wang esperaba.
    Vestía un traje de terciopelo oscuro y una camisa negra con detalles metálicos que parecían nacer de su piel. Su mano derecha estaba cubierta por un guante articulado de plata, y una máscara ornamentada plateada, filigranada, ocultaba su expresión, revelando apenas la intensidad de sus ojos.
    Detrás de él, un espejo roto devolvía reflejos fragmentados que se movían con independencia del resto.

    Cuando el último invitado cruzó el umbral, la puerta se cerró por sí sola, sellando el salón con un suave chasquido.
    El silencio fue total.

    —Bienvenidos a la Noche de los Reflejos...

    Anunció Yunseok, su voz grave resonando como un eco contenido en el mármol

    — Una velada donde las máscaras no ocultan… revelan la verdad.

    El humo de incienso verdoso comenzó a elevarse desde el suelo, extendiéndose en espirales que parecían tomar forma. Los espejos vibraron, proyectando imágenes fugaces de los invitados: versiones distorsionadas, futuras, o pasadas. Ninguna idéntica a la que mostraba la realidad.

    —Cada uno de ustedes fue elegido por lo que esconde

    Continuó Yunseok, avanzando entre los presentes con la calma de quien domina la escena

    — Un deseo. Una verdad. Un secreto que aún no ha sido pronunciado.

    Se detuvo frente al espejo principal, tocando con el guante metálico una de sus grietas. La superficie emitió un sonido leve, como un suspiro.

    —Esta noche, el reflejo no miente

    Dijo con una media sonrisa apenas perceptible

    — Pero cuidado… lo que devuelva puede no pertenecerles ya.

    Las luces descendieron de golpe.
    El sonido del cristal quebrándose rompió el silencio.
    Una ráfaga helada recorrió la sala, y por un instante, las sombras sobre los muros parecieron moverse con vida propia.

    Entonces, una melodía empezó a sonar: cuerdas, percusión suave, un vals antiguo reimaginado con ecos electrónicos.
    El ritual había comenzado.
    Evento privado : Solo con invitación física. Localización: Salón del Reflejo, Piso 44, MIRROR Headquarters, Seúl. La medianoche cayó sobre Seúl envuelta en una bruma espesa, casi líquida. El edificio de MIRROR Haute Couture se erguía como un prisma oscuro sobre la avenida vacía, sus ventanales destellando reflejos esmeralda que palpitaban al ritmo del viento. Esa noche, la ciudad parecía sostener la respiración. No había cámaras. No había prensa. Solo un ascensor sin botones, activado por una llave grabada con el emblema del ojo y el espejo entrelazados. Quienes poseían esa llave sabían que el acceso no era un privilegio: era una prueba. Al abrirse las puertas del piso 44, un corredor alfombrado en terciopelo negro guiaba hasta el Salón del Reflejo, clausurado desde hacía más de una década. Dentro, los muros eran espejos antiguos, agrietados en ciertos puntos, cubiertos de símbolos casi imperceptibles. La luz se movía como un organismo vivo: a veces fría, azulada; otras, cálida y dorada. El aire olía a incienso, madera quemada y algo metálico, como electricidad contenida. En el centro del salón, Yunseok Wang esperaba. Vestía un traje de terciopelo oscuro y una camisa negra con detalles metálicos que parecían nacer de su piel. Su mano derecha estaba cubierta por un guante articulado de plata, y una máscara ornamentada plateada, filigranada, ocultaba su expresión, revelando apenas la intensidad de sus ojos. Detrás de él, un espejo roto devolvía reflejos fragmentados que se movían con independencia del resto. Cuando el último invitado cruzó el umbral, la puerta se cerró por sí sola, sellando el salón con un suave chasquido. El silencio fue total. —Bienvenidos a la Noche de los Reflejos... Anunció Yunseok, su voz grave resonando como un eco contenido en el mármol — Una velada donde las máscaras no ocultan… revelan la verdad. El humo de incienso verdoso comenzó a elevarse desde el suelo, extendiéndose en espirales que parecían tomar forma. Los espejos vibraron, proyectando imágenes fugaces de los invitados: versiones distorsionadas, futuras, o pasadas. Ninguna idéntica a la que mostraba la realidad. —Cada uno de ustedes fue elegido por lo que esconde Continuó Yunseok, avanzando entre los presentes con la calma de quien domina la escena — Un deseo. Una verdad. Un secreto que aún no ha sido pronunciado. Se detuvo frente al espejo principal, tocando con el guante metálico una de sus grietas. La superficie emitió un sonido leve, como un suspiro. —Esta noche, el reflejo no miente Dijo con una media sonrisa apenas perceptible — Pero cuidado… lo que devuelva puede no pertenecerles ya. Las luces descendieron de golpe. El sonido del cristal quebrándose rompió el silencio. Una ráfaga helada recorrió la sala, y por un instante, las sombras sobre los muros parecieron moverse con vida propia. Entonces, una melodía empezó a sonar: cuerdas, percusión suave, un vals antiguo reimaginado con ecos electrónicos. El ritual había comenzado.
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  • El principe y un ladrón
    Fandom Devil May Cry y hazbin hotel
    Categoría Fantasía
    El viento del amanecer soplaba con un leve aroma a incienso y ceniza. Los templos del valle aún resonaban con los tambores de la mañana, y el murmullo de los monjes se mezclaba con el bullicio del mercado. Entre los puestos de arroz y telas, un joven de cabellos plateados se movía con la agilidad de un felino: Dante, huérfano sin techo y maestro del kung fu del dragón dormido, un estilo que solo él parecía dominar.

    Con una sonrisa ladina, arrebató una manzana del puesto de un mercader y desapareció entre los callejones antes de que los guardias pudieran reaccionar.

    A varios kilómetros de allí, dentro del palacio imperial, los gong sonaban con solemnidad. Alastor, hijo del rey, se arrodillaba frente al trono. Su padre, debilitado por la enfermedad, le extendía el cetro dorado.
    —El reino te necesita… hijo mío —susurró el anciano—. Pero recuerda: el poder sin alma… es solo otra forma de vacío.

    Alastor alzó la vista, su expresión fría, casi imperturbable. Sin embargo, detrás de esa máscara de nobleza había curiosidad, una chispa de algo que no se podía sofocar: el deseo de ver el mundo más allá de los muros del palacio.

    Ese mismo día, los destinos de ambos se cruzarían.
    Uno buscaba comida… el otro, sentido.
    Y el destino, caprichoso como el fuego, los uniría en medio del caos que comenzaba a arder sobre el reino.
    El viento del amanecer soplaba con un leve aroma a incienso y ceniza. Los templos del valle aún resonaban con los tambores de la mañana, y el murmullo de los monjes se mezclaba con el bullicio del mercado. Entre los puestos de arroz y telas, un joven de cabellos plateados se movía con la agilidad de un felino: Dante, huérfano sin techo y maestro del kung fu del dragón dormido, un estilo que solo él parecía dominar. Con una sonrisa ladina, arrebató una manzana del puesto de un mercader y desapareció entre los callejones antes de que los guardias pudieran reaccionar. A varios kilómetros de allí, dentro del palacio imperial, los gong sonaban con solemnidad. Alastor, hijo del rey, se arrodillaba frente al trono. Su padre, debilitado por la enfermedad, le extendía el cetro dorado. —El reino te necesita… hijo mío —susurró el anciano—. Pero recuerda: el poder sin alma… es solo otra forma de vacío. Alastor alzó la vista, su expresión fría, casi imperturbable. Sin embargo, detrás de esa máscara de nobleza había curiosidad, una chispa de algo que no se podía sofocar: el deseo de ver el mundo más allá de los muros del palacio. Ese mismo día, los destinos de ambos se cruzarían. Uno buscaba comida… el otro, sentido. Y el destino, caprichoso como el fuego, los uniría en medio del caos que comenzaba a arder sobre el reino.
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  • 𝐂𝐀𝐍𝐆𝐑𝐄𝐉𝐎 - 𝐕𝐈
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    ────Yo, Anquises, hijo de Capis, descendiente Dárdano, presento ahora a mi hijo Eneas ante los dioses para pedir su protección y sus bendiciones.

    Al tercer día, como dictaban las costumbres de los troyanos, Anquises había alzado a su hijo frente al fuego del hogar, en una pequeña ceremonia a la que asistieron algunas de las familias nobles de las ciudades aliadas de Dardania. Luego, se volvió hacia el sacerdote, quién posó su mano sobre la cabeza de su hijo para bendecirlo.

    El sacerdote comenzó a recitar plegarias sagradas para el Portador de Tormentas, pero su voz, vieja y astillada como la corteza de un viejo roble, flotó a un lugar lejano para Afro. Ocupaba su sitio junto al resto de los sirvientes congregados en el patio del palacio, entre las sombras que retrocedían ante el fuego de las antorchas dispuestas a su alrededor. Se refugio bajo el largo velo que caía detrás de su espalda. Aunque era una noche de verano, el aire cargado del dulce aroma del incienso y jazmín estaba bastante fresco.

    ────¡Zeus Cronión! Portador del rayo, centelleante, tonante, fulminante; escúchanos ahora…

    Afro apretó las manos frente a su estómago y observó con cierto anhelo a los nobles aglomerados en el interior. No iba a negarlo: le habría encantado tener un sitio delante de todo ese gran gentío, a un lado de la reina Temiste, presenciando la ceremonia como lo que realmente era: la madre de Eneas. No obstante, estar hasta atrás también tenía sus ventajas; y es que mientras la ceremonia transcurría, Afro había tenido la ocasión de examinar con ojo curioso a los invitados.

    Observó sus ropajes, la calidad de las telas que eran superiores a lo que ella llevaba puesto, los colores, los bordados tan finos hechos con hilos de oro. Un hermoso collar de cuentas de ámbar rodeaba el cuello de una noble, resaltando el color de sus ojos felinos. «Ah, esta sabe perfectamente lo que lleva sobre las clavículas. Es su mejor arma, es obvio que acaparará todas las miradas. Y ya veo algunos cuellos curiosos erguidos en su dirección». Pensó Afro, apenas disimulando una sonrisa.

    En el otro extremo del salón, un hombre de túnica azul oscuro estaba parado a un costado de una columna, Afro arqueó una ceja. No parecía haber recibido la invitación con mucha antelación; había sido uno de los últimos invitados en atravesar las puertas y su sonrisa, aunque amable y cortes, supo ocultar el color en sus mejillas. ¿Habría corrido a toda prisa para llegar hasta el palacio? Una pulsera de diminutas conchas rodeaba su muñeca. Eso le hizo sospechar que quizás el hombre venía de las costas de Licia.

    Pero de todos los invitados, un grupo en particular llamó su atención. Nunca había visto a ninguno, a pesar de que había escuchado sus nombres; hacían compañía a la reina Temiste. La cercanía en su trato, la naturalidad con la que hablaban, tan amena y cercana, le indicó que ya existía confianza entre ellos desde hace un tiempo. Más tarde, Anquises se encargaría de contarle que se trataba de la casa real de Ilión (Troya). El rey Príamo con su corona de lapislázuli que resaltaba sobre la cascada de cabellos negros, llevaba del brazo a la reina Hécuba de mirada vivas y gentil. Y a su lado, se encontraban sus hijos, sosteniendo ramas de olivo y laurel entre sus manitas. Por la forma en que sus dedos jugueteaban con los tallos frescos, era evidente el gran esfuerzo que estaban poniendo en no pelear, ni bostezar.

    Que buenos estaban siendo esos niños, había pensado para sus adentros. Si ella tuviera ese nivel de paciencia, probablemente habría hecho grandes proezas hace mucho. Era un logro que debía reconocerse.

    Y casi como si le hubiera leído las palabras en la mente, la hija pequeña de Príamo giró la cabeza, en su dirección.

    Afro contuvo la respiración cuando esos ojos de obsidiana cruzaron con los suyos. ¿Por qué… esa niña la miraba así? Era la expresión de alguien que había encontrado un cabello en su comida y empieza, meticulosamente, a hacer una lista mental de posibles cabezas sospechosas a quién podría pertenecer esa hebra. Era la primera vez que un niño mortal la observaba de esa manera, con tanta suspicacia, y eso, para su propia sorpresa, le provocó un ligero nerviosismo.

    Forzó una sonrisa, la más amable que sus labios consiguieron esbozar y discretamente levantó la mano para saludarla. Pero su gesto se derritió al instante, como la nieve bajo el sol de primavera. La niña no solo no le devolvió el saludo, sino que su expresión ceñuda se tornó aún más analítica. Tragó saliva, aunque incomoda, Afro no se achicó, ni rompió el contacto visual. Dejó que la niña hiciera su análisis sobre ella, convirtiéndose en el objetivo de contemplación de su estudio. Creyó que la descomponía pieza por pieza, hasta entender cada función, o al menos, eso intentaba ¿Podía culparla? En su edad más temprana, motivada por la curiosidad inocente, Afro habría hecho lo mismo con una ostra y un cangrejo que encontró en las orillas de la playa de Chipre, la primera vez que pisó tierra firme después de su nacimiento en el seno de las profundidades del mar. Los dioses crecían a una velocidad alarmante, así que cuando el oleaje terminó de dar forma a la carne y la sangre celestial de su padre que habían sido arrojados al mar, las olas expulsaron a la superficie a una niña que, aunque frágil, tenía la fuerza suficiente en las extremidades para nadar hasta la costa.

    Su conocimiento sobre el mundo era limitado y sin nadie quién la supervisara, se dedicó a caminar por la playa desierta. La playa de arenas blancas era enorme, los árboles frondosos que se alzaban a la distancia no le inspiraron el menor deseo de adentrarse en su espesura. Vagó sin rumbo hasta que algo capturó su atención: una ostra. Era liviana entre sus manos y al no oír sonido alguno al sacudirla junto a su oído, la abrió con ayuda de una piedra de punta afilada. Dentro encontró un par de perlas que después convertiría en los pendientes que ahora llevaba puestos.

    Más adelante halló un cangrejo caminando detrás de una roca enorme. Se acuclilló para observarlo, fascinada por esa forma tan peculiar de moverse de lado. Cada vez que intentaba llegar al mar, ella le cortaba el paso con la mano. El pequeño insistía, avanzando primero hacia un lado y luego hacia el otro, y ella, divertida, volvía a interponerse. Un duelo de paciencia que él perdió primero. Entre risas, cuando volvió a bloquearle el camino, el cangrejo esa vez cerró sus pinzas con firmeza alrededor de su dedo.

    Aún recordaba el dolor que aquello le causó, tan vivido y punzante que podría jurar que, después de años, el cangrejo seguía aferrado a su dedo solo para darle una lección de límites. Y vaya que lo consiguió; aquella punzada fantasma bastó para devolverla, de golpe, a la realidad.

    «Está bien. Ganaste esta ronda, amigo crustáceo».

    Hizo una leve mueca, el recuerdo tardío de esas pinzas que, al parecer, aún tenían algo que reclamarle, antes de que el murmullo de la ceremonia la alcanzara en los oídos.

    Moiras santas. Eso... eso dolió bastante...

    Gracias a los dioses, el sacerdote terminó su labor, poniendo fin al análisis de aquella niña troyana. La reina Hécuba tomó de la mano a la niña para conducirla junto a sus hermanos al frente, y fue entonces que Afro descubrió el nombre de aquella chiquilla.

    ────Ven, Cassandra ─le dijo su madre─. Vamos a llevarle nuestros regalos al príncipe.

    Dedicándole una última mirada que prometía continuar con el estudio de su persona más tarde y sin hacer más, obediente, Cassandra dio media vuelta y se perdió entre la multitud de nobles que se amontonaba junto a sus hijos para presentar sus regalos a Eneas. Su familia se situó en el lugar de preeminencia que les correspondía, siendo ellos los primeros en entregar sus obsequios. Solo los hijos mayores de Príamo pasaron al frente para ofrecer las ramitas de olivo y laurel al pequeño príncipe. Claro, Eneas los observaba confundido con sus grandes ojitos. No comprendía lo que estaba ocurriendo. Pero su hijo ya desde bebé era valiente, ninguna sombra de duda o temor cubrió su rostro ante ninguno de esos extraños que se acercaron a darle la bienvenida al mundo.

    El banquete dio inicio y el palacio se llenó de música, cantos y risas. Las antorchas danzaban en los muros y las voces se mezclaron con el sonido de las copas. En lo que restó de la noche, Afro no volvió a saber nada de Cassandra ni de sus analíticos ojos de obsidiana. Por un momento, Afro se sintió como aquel cangrejo en la playa, solo que, a diferencia de él, ella ahora no tenía pinzas con que defenderse.

    Y no las necesitaba.
    𝐂𝐀𝐍𝐆𝐑𝐄𝐉𝐎 - 𝐕𝐈 🦀 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 ────Yo, Anquises, hijo de Capis, descendiente Dárdano, presento ahora a mi hijo Eneas ante los dioses para pedir su protección y sus bendiciones. Al tercer día, como dictaban las costumbres de los troyanos, Anquises había alzado a su hijo frente al fuego del hogar, en una pequeña ceremonia a la que asistieron algunas de las familias nobles de las ciudades aliadas de Dardania. Luego, se volvió hacia el sacerdote, quién posó su mano sobre la cabeza de su hijo para bendecirlo. El sacerdote comenzó a recitar plegarias sagradas para el Portador de Tormentas, pero su voz, vieja y astillada como la corteza de un viejo roble, flotó a un lugar lejano para Afro. Ocupaba su sitio junto al resto de los sirvientes congregados en el patio del palacio, entre las sombras que retrocedían ante el fuego de las antorchas dispuestas a su alrededor. Se refugio bajo el largo velo que caía detrás de su espalda. Aunque era una noche de verano, el aire cargado del dulce aroma del incienso y jazmín estaba bastante fresco. ────¡Zeus Cronión! Portador del rayo, centelleante, tonante, fulminante; escúchanos ahora… Afro apretó las manos frente a su estómago y observó con cierto anhelo a los nobles aglomerados en el interior. No iba a negarlo: le habría encantado tener un sitio delante de todo ese gran gentío, a un lado de la reina Temiste, presenciando la ceremonia como lo que realmente era: la madre de Eneas. No obstante, estar hasta atrás también tenía sus ventajas; y es que mientras la ceremonia transcurría, Afro había tenido la ocasión de examinar con ojo curioso a los invitados. Observó sus ropajes, la calidad de las telas que eran superiores a lo que ella llevaba puesto, los colores, los bordados tan finos hechos con hilos de oro. Un hermoso collar de cuentas de ámbar rodeaba el cuello de una noble, resaltando el color de sus ojos felinos. «Ah, esta sabe perfectamente lo que lleva sobre las clavículas. Es su mejor arma, es obvio que acaparará todas las miradas. Y ya veo algunos cuellos curiosos erguidos en su dirección». Pensó Afro, apenas disimulando una sonrisa. En el otro extremo del salón, un hombre de túnica azul oscuro estaba parado a un costado de una columna, Afro arqueó una ceja. No parecía haber recibido la invitación con mucha antelación; había sido uno de los últimos invitados en atravesar las puertas y su sonrisa, aunque amable y cortes, supo ocultar el color en sus mejillas. ¿Habría corrido a toda prisa para llegar hasta el palacio? Una pulsera de diminutas conchas rodeaba su muñeca. Eso le hizo sospechar que quizás el hombre venía de las costas de Licia. Pero de todos los invitados, un grupo en particular llamó su atención. Nunca había visto a ninguno, a pesar de que había escuchado sus nombres; hacían compañía a la reina Temiste. La cercanía en su trato, la naturalidad con la que hablaban, tan amena y cercana, le indicó que ya existía confianza entre ellos desde hace un tiempo. Más tarde, Anquises se encargaría de contarle que se trataba de la casa real de Ilión (Troya). El rey Príamo con su corona de lapislázuli que resaltaba sobre la cascada de cabellos negros, llevaba del brazo a la reina Hécuba de mirada vivas y gentil. Y a su lado, se encontraban sus hijos, sosteniendo ramas de olivo y laurel entre sus manitas. Por la forma en que sus dedos jugueteaban con los tallos frescos, era evidente el gran esfuerzo que estaban poniendo en no pelear, ni bostezar. Que buenos estaban siendo esos niños, había pensado para sus adentros. Si ella tuviera ese nivel de paciencia, probablemente habría hecho grandes proezas hace mucho. Era un logro que debía reconocerse. Y casi como si le hubiera leído las palabras en la mente, la hija pequeña de Príamo giró la cabeza, en su dirección. Afro contuvo la respiración cuando esos ojos de obsidiana cruzaron con los suyos. ¿Por qué… esa niña la miraba así? Era la expresión de alguien que había encontrado un cabello en su comida y empieza, meticulosamente, a hacer una lista mental de posibles cabezas sospechosas a quién podría pertenecer esa hebra. Era la primera vez que un niño mortal la observaba de esa manera, con tanta suspicacia, y eso, para su propia sorpresa, le provocó un ligero nerviosismo. Forzó una sonrisa, la más amable que sus labios consiguieron esbozar y discretamente levantó la mano para saludarla. Pero su gesto se derritió al instante, como la nieve bajo el sol de primavera. La niña no solo no le devolvió el saludo, sino que su expresión ceñuda se tornó aún más analítica. Tragó saliva, aunque incomoda, Afro no se achicó, ni rompió el contacto visual. Dejó que la niña hiciera su análisis sobre ella, convirtiéndose en el objetivo de contemplación de su estudio. Creyó que la descomponía pieza por pieza, hasta entender cada función, o al menos, eso intentaba ¿Podía culparla? En su edad más temprana, motivada por la curiosidad inocente, Afro habría hecho lo mismo con una ostra y un cangrejo que encontró en las orillas de la playa de Chipre, la primera vez que pisó tierra firme después de su nacimiento en el seno de las profundidades del mar. Los dioses crecían a una velocidad alarmante, así que cuando el oleaje terminó de dar forma a la carne y la sangre celestial de su padre que habían sido arrojados al mar, las olas expulsaron a la superficie a una niña que, aunque frágil, tenía la fuerza suficiente en las extremidades para nadar hasta la costa. Su conocimiento sobre el mundo era limitado y sin nadie quién la supervisara, se dedicó a caminar por la playa desierta. La playa de arenas blancas era enorme, los árboles frondosos que se alzaban a la distancia no le inspiraron el menor deseo de adentrarse en su espesura. Vagó sin rumbo hasta que algo capturó su atención: una ostra. Era liviana entre sus manos y al no oír sonido alguno al sacudirla junto a su oído, la abrió con ayuda de una piedra de punta afilada. Dentro encontró un par de perlas que después convertiría en los pendientes que ahora llevaba puestos. Más adelante halló un cangrejo caminando detrás de una roca enorme. Se acuclilló para observarlo, fascinada por esa forma tan peculiar de moverse de lado. Cada vez que intentaba llegar al mar, ella le cortaba el paso con la mano. El pequeño insistía, avanzando primero hacia un lado y luego hacia el otro, y ella, divertida, volvía a interponerse. Un duelo de paciencia que él perdió primero. Entre risas, cuando volvió a bloquearle el camino, el cangrejo esa vez cerró sus pinzas con firmeza alrededor de su dedo. Aún recordaba el dolor que aquello le causó, tan vivido y punzante que podría jurar que, después de años, el cangrejo seguía aferrado a su dedo solo para darle una lección de límites. Y vaya que lo consiguió; aquella punzada fantasma bastó para devolverla, de golpe, a la realidad. «Está bien. Ganaste esta ronda, amigo crustáceo». Hizo una leve mueca, el recuerdo tardío de esas pinzas que, al parecer, aún tenían algo que reclamarle, antes de que el murmullo de la ceremonia la alcanzara en los oídos. Moiras santas. Eso... eso dolió bastante... Gracias a los dioses, el sacerdote terminó su labor, poniendo fin al análisis de aquella niña troyana. La reina Hécuba tomó de la mano a la niña para conducirla junto a sus hermanos al frente, y fue entonces que Afro descubrió el nombre de aquella chiquilla. ────Ven, Cassandra ─le dijo su madre─. Vamos a llevarle nuestros regalos al príncipe. Dedicándole una última mirada que prometía continuar con el estudio de su persona más tarde y sin hacer más, obediente, Cassandra dio media vuelta y se perdió entre la multitud de nobles que se amontonaba junto a sus hijos para presentar sus regalos a Eneas. Su familia se situó en el lugar de preeminencia que les correspondía, siendo ellos los primeros en entregar sus obsequios. Solo los hijos mayores de Príamo pasaron al frente para ofrecer las ramitas de olivo y laurel al pequeño príncipe. Claro, Eneas los observaba confundido con sus grandes ojitos. No comprendía lo que estaba ocurriendo. Pero su hijo ya desde bebé era valiente, ninguna sombra de duda o temor cubrió su rostro ante ninguno de esos extraños que se acercaron a darle la bienvenida al mundo. El banquete dio inicio y el palacio se llenó de música, cantos y risas. Las antorchas danzaban en los muros y las voces se mezclaron con el sonido de las copas. En lo que restó de la noche, Afro no volvió a saber nada de Cassandra ni de sus analíticos ojos de obsidiana. Por un momento, Afro se sintió como aquel cangrejo en la playa, solo que, a diferencia de él, ella ahora no tenía pinzas con que defenderse. Y no las necesitaba.
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  • " Durante un tiempo el Basilio Rey dejo su palacio a cargo de sus Feridas y se retiró a un lugar más tranquilo, en las montañas de Inglaterra en un bosque profundo construyó una cabaña, en ese lugar decidió vivir un tiempo mientras entrenaba y cuidaba de su hija Zelina, la princesa Zeilen, en aquellos días la pequeña princesa llevaba todo tipo de animales a la cabaña, pero Zet constantemente le repetía que no quería animales en la casa, el Basilio es delicado y los animales que Zelina llevaba a la casa en su mayoría eran cachorros de lobo, de jaguar he incluso algunos monos, por más que le llamara la atención la pequeña seguía haciendo de las suyas, el Basilio no tiene experiencia cuidando niños y se le ha hecho difícil, con el tiempo la cabaña fue creciendo hasta ser un complejo grande de tres pisos y varias habitaciones, un día Zet se ve obligado a a salir a un pueblo cercano en busca de algunas cosas, Zelina estaba muy entretenida pintando los muros de la cabaña y haciendo dibujos en sus columnas de madera, a Zet no le preocupa dejarla sola, los Basilios son muy independientes, especialmente las mujeres, y aún siendo una infante Zelina es la criatura más peligrosa de la montaña, no hay animal que pueda herir a la niña, de igual forma nunca está sola, el espíritu de Nomadachi siempre la acompaña y le cuida desde la sombra, el Basilio se fue tranquilamente, el día transcurrió muy rápido, llegó a casa muy tarde, a unos treinta kilómetros de distancia el varón se pone en alerta, un olor desconocido, proviene de la casa, en segundos Zet estaba en la cabaña, todo parecía muy tranquilo y en orden, entra sigilosamente a la cabaña, el olor se hace más intenso, proviene del sótano, dejo las cosas en la mesa sin hacer ruido, bajo las escaleras muy lentamente, y vaya sorpresa la que se encontraría, su pequeña princesa estaba bien dormida acurrucada bajo el cuidado de una Criatura, una bestia que los Basilios conocen como Dagon, una raza de criaturas extrañas, míticas, poderosas y salvajes, normalmente se alejan de la presencia de los Basilios, pero al parecer este había forjado una amistad con la pequeña Zelina, pero desde cuándo ?? Y como el Basilio Rey nunca se dió cuenta de su existencia, el varón si quedó impresionado con aquello que sus ojos veían, pero no le disgusto, recordó que él en su edad de infante era igual, siempre llevando animales al palacio, aquellos le hace sonreír, subió los escalones en silencio y les dejo dormir, aunque parece peligroso de cierta forma también es algo que la da tranquilidad, bajo el cuidado de esa criatura no hay nada que se le pueda acercar a Zelina con malas intenciones .
    " Durante un tiempo el Basilio Rey dejo su palacio a cargo de sus Feridas y se retiró a un lugar más tranquilo, en las montañas de Inglaterra en un bosque profundo construyó una cabaña, en ese lugar decidió vivir un tiempo mientras entrenaba y cuidaba de su hija Zelina, la princesa Zeilen, en aquellos días la pequeña princesa llevaba todo tipo de animales a la cabaña, pero Zet constantemente le repetía que no quería animales en la casa, el Basilio es delicado y los animales que Zelina llevaba a la casa en su mayoría eran cachorros de lobo, de jaguar he incluso algunos monos, por más que le llamara la atención la pequeña seguía haciendo de las suyas, el Basilio no tiene experiencia cuidando niños y se le ha hecho difícil, con el tiempo la cabaña fue creciendo hasta ser un complejo grande de tres pisos y varias habitaciones, un día Zet se ve obligado a a salir a un pueblo cercano en busca de algunas cosas, Zelina estaba muy entretenida pintando los muros de la cabaña y haciendo dibujos en sus columnas de madera, a Zet no le preocupa dejarla sola, los Basilios son muy independientes, especialmente las mujeres, y aún siendo una infante Zelina es la criatura más peligrosa de la montaña, no hay animal que pueda herir a la niña, de igual forma nunca está sola, el espíritu de Nomadachi siempre la acompaña y le cuida desde la sombra, el Basilio se fue tranquilamente, el día transcurrió muy rápido, llegó a casa muy tarde, a unos treinta kilómetros de distancia el varón se pone en alerta, un olor desconocido, proviene de la casa, en segundos Zet estaba en la cabaña, todo parecía muy tranquilo y en orden, entra sigilosamente a la cabaña, el olor se hace más intenso, proviene del sótano, dejo las cosas en la mesa sin hacer ruido, bajo las escaleras muy lentamente, y vaya sorpresa la que se encontraría, su pequeña princesa estaba bien dormida acurrucada bajo el cuidado de una Criatura, una bestia que los Basilios conocen como Dagon, una raza de criaturas extrañas, míticas, poderosas y salvajes, normalmente se alejan de la presencia de los Basilios, pero al parecer este había forjado una amistad con la pequeña Zelina, pero desde cuándo ?? Y como el Basilio Rey nunca se dió cuenta de su existencia, el varón si quedó impresionado con aquello que sus ojos veían, pero no le disgusto, recordó que él en su edad de infante era igual, siempre llevando animales al palacio, aquellos le hace sonreír, subió los escalones en silencio y les dejo dormir, aunque parece peligroso de cierta forma también es algo que la da tranquilidad, bajo el cuidado de esa criatura no hay nada que se le pueda acercar a Zelina con malas intenciones .
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  • Cuando el Alba Tocó al Ocaso por Primera Vez
    Categoría Acción


    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—.

    Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—.

    Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira.

    El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo.

    Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí.

    Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino.

    Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora.

    El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse.

    Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora.

    Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte.

    Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso.
    Y entonces lo sentiste.

    No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar.

    Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable.

    Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas?

    Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia.

    Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto.

    Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable.

    Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel.
    Uno... Dos... ¡TRES!

    El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse.

    El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya.

    Pero el aire no obedeció.

    A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista.

    Él había llegado.

    Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura.

    Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas.
    Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista.
    Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida.

    El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya.

    Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste.
    El tiempo se dobló como un velo.
    Las sombras se detuvieron a escuchar.
    Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar.

    Por primera vez... y quizá por última.
    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—. Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—. Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira. El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo. Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí. Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino. Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora. El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse. Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora. Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte. Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso. Y entonces lo sentiste. No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar. Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable. Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas? Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia. Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto. Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable. Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel. Uno... Dos... ¡TRES! El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse. El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya. Pero el aire no obedeció. A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista. Él había llegado. Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura. Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas. Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista. Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida. El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya. Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste. El tiempo se dobló como un velo. Las sombras se detuvieron a escuchar. Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar. Por primera vez... y quizá por última.
    Tipo
    Individual
    Líneas
    10
    Estado
    Disponible
    Me encocora
    1
    1 turno 0 maullidos
  • 🐾 El Día de las Bestias Eternas
    Fandom Mitologica
    Categoría Original
    El Inframundo despierta con un murmullo antiguo.
    Desde los abismos más hondos del Erebo hasta las riberas del Leteo, una vibración recorre las sombras: un llamado que ni los vivos ni los muertos pueden ignorar.
    Hoy no hay lamentos. Hoy no hay castigos.
    Hoy, incluso en la oscuridad más profunda, se celebra la existencia de lo salvaje.
    Es el Día de los Animales, y los reinos del más allá se preparan para honrar a quienes han custodiado las fronteras de la eternidad.

    En el gran salón de obsidiana, donde los muros laten como un corazón dormido, las antorchas se encienden una a una con fuego azul.
    Las criaturas del Inframundo se congregan: lobos de humo, aves de ceniza, serpientes de fuego líquido y caballos hechos de polvo y viento.
    Todas aguardan en silencio.
    El trono vacío brilla con reflejos de piedra viva.
    Y en el centro del salón, Cerbero emerge de las sombras.

    El guardián de las Puertas del Hades camina con paso firme, las tres cabezas en perfecta armonía, los ojos ardiendo como soles en la penumbra.
    A su alrededor, las almas se inclinan, reconociendo en él no solo al protector, sino al símbolo eterno de la lealtad y la fuerza.

    Desde lo alto, Perséfone, Reina del Inframundo, desciende envuelta en un resplandor tenue.
    En sus manos sostiene una corona forjada con hierro de estrella caída, adornada con tres gemas:
    una roja por la furia,
    una negra por la noche,
    y una blanca por la lealtad.

    A su lado, una presencia luminosa se acerca: Albina, la cabra blanca del Inframundo.
    Su pelaje brilla como la luna sobre la piedra, y donde sus pezuñas tocan el suelo, florecen pequeñas flores grises, las únicas que crecen en aquel reino sin sol.
    Las criaturas se apartan en respeto; la conocen como mensajera de paz y consejera de las almas olvidadas.

    Perséfone levanta la corona y, con voz que es decreto y bendición, pronuncia:

    “Hoy, el Inframundo celebra el Día de las Bestias Eternas.
    Hoy, las criaturas que sirven, vigilan y aman son honradas.
    Cerbero, guardián del Umbral, tu lealtad ha sido tu trono.
    Desde este instante, no serás solo guardián… serás Rey de las Bestias Eternas.
    Y tú, Albina, serás su guía, su conciencia, su equilibrio.”

    Cuando la corona toca las tres frentes de Cerbero, una ola de fuego blanco recorre el salón.
    El suelo vibra, los ríos cambian su curso, y las almas aúllan con júbilo.
    Las tres cabezas del nuevo rey alzan su mirada en silencio: no hay palabras, solo un rugido interno que el universo siente.

    Albina da un paso adelante.
    De su presencia emana calma, y una flor nace en medio del fuego: la primera flor del Inframundo.
    La Reina sonríe, y con ese gesto, el orden del reino cambia para siempre.
    El trono ya no pertenece al miedo, sino al equilibrio.

    Entonces, las puertas del salón se abren.
    Una marea de luz y sombras invade el aire.
    Comienza el Desfile de los Fieles.

    Por los corredores de piedra líquida, las criaturas del Inframundo marchan en honor a sus nuevos soberanos.
    Los Lobos del Leteo avanzan primero, con pelaje translúcido y ojos de agua.
    Sus pasos resuenan como tambores lejanos.
    Sobre ellos vuelan los Cuervos de Estigia, cuyas plumas de humo caen lentamente como ceniza brillante.
    Las Serpientes del Erebo reptan entre las columnas, formando símbolos sagrados que parpadean con fuego antes de desvanecerse.
    Y desde las llanuras de Tártaro llegan los Caballos de Ceniza, trotando en el aire, dejando huellas de luz efímera.

    Cerbero avanza entre ellos, majestuoso, silencioso.
    Sus cabezas giran lentamente, observando a cada una de las criaturas con atención.
    No impone dominio, sino presencia.
    A su lado, Albina camina despacio, irradiando serenidad.
    Una pequeña alma —una liebre hecha de humo— se acerca temerosa.
    Albina la mira con ternura y, al tocarla con su frente, la transforma en un destello que asciende hasta las estrellas del techo abismal.

    El desfile se extiende durante horas eternas.
    Sobre ellos, el cielo del Inframundo se cubre de luces verdes y violetas: auroras imposibles que ondulan como espíritus danzantes.
    Cada chispa que cae es el eco de un alma animal que regresa por un instante para rendir homenaje.

    Cuando la procesión llega al círculo central, Albina se detiene.
    Su luz se expande como un manto que cubre a Cerbero, a las criaturas, a todo el reino.
    Por un breve momento, el Inframundo entero respira al unísono.
    No hay condena. No hay dolor.
    Solo respeto.
    Solo comunión.

    El fuego se atenúa, las criaturas se disuelven lentamente en el aire, dejando tras de sí rastros de luz.
    El silencio regresa, pero es un silencio distinto: un silencio lleno de vida.
    En el centro, Cerbero permanece inmóvil, imponente.
    Albina se recuesta a su lado, sus ojos reflejando el resplandor de las llamas que no consumen.

    Desde su trono, Perséfone observa en silencio, y una leve sonrisa cruza su rostro.
    El Inframundo ha cambiado.
    Bajo su tierra y bajo su ley, ahora reina la fuerza, pero también la compasión.

    Y así, mientras las últimas brasas del desfile flotan en el aire, los abismos entienden su nueva verdad:
    que incluso en la oscuridad más profunda, los animales tienen un reino, un rey y una guardiana.
    Y que, cada año, en el Día de las Bestias Eternas, el Inframundo entero recordará que la lealtad es la forma más pura del alma.
    El Inframundo despierta con un murmullo antiguo. Desde los abismos más hondos del Erebo hasta las riberas del Leteo, una vibración recorre las sombras: un llamado que ni los vivos ni los muertos pueden ignorar. Hoy no hay lamentos. Hoy no hay castigos. Hoy, incluso en la oscuridad más profunda, se celebra la existencia de lo salvaje. Es el Día de los Animales, y los reinos del más allá se preparan para honrar a quienes han custodiado las fronteras de la eternidad. En el gran salón de obsidiana, donde los muros laten como un corazón dormido, las antorchas se encienden una a una con fuego azul. Las criaturas del Inframundo se congregan: lobos de humo, aves de ceniza, serpientes de fuego líquido y caballos hechos de polvo y viento. Todas aguardan en silencio. El trono vacío brilla con reflejos de piedra viva. Y en el centro del salón, Cerbero emerge de las sombras. El guardián de las Puertas del Hades camina con paso firme, las tres cabezas en perfecta armonía, los ojos ardiendo como soles en la penumbra. A su alrededor, las almas se inclinan, reconociendo en él no solo al protector, sino al símbolo eterno de la lealtad y la fuerza. Desde lo alto, Perséfone, Reina del Inframundo, desciende envuelta en un resplandor tenue. En sus manos sostiene una corona forjada con hierro de estrella caída, adornada con tres gemas: una roja por la furia, una negra por la noche, y una blanca por la lealtad. A su lado, una presencia luminosa se acerca: Albina, la cabra blanca del Inframundo. Su pelaje brilla como la luna sobre la piedra, y donde sus pezuñas tocan el suelo, florecen pequeñas flores grises, las únicas que crecen en aquel reino sin sol. Las criaturas se apartan en respeto; la conocen como mensajera de paz y consejera de las almas olvidadas. Perséfone levanta la corona y, con voz que es decreto y bendición, pronuncia: “Hoy, el Inframundo celebra el Día de las Bestias Eternas. Hoy, las criaturas que sirven, vigilan y aman son honradas. Cerbero, guardián del Umbral, tu lealtad ha sido tu trono. Desde este instante, no serás solo guardián… serás Rey de las Bestias Eternas. Y tú, Albina, serás su guía, su conciencia, su equilibrio.” Cuando la corona toca las tres frentes de Cerbero, una ola de fuego blanco recorre el salón. El suelo vibra, los ríos cambian su curso, y las almas aúllan con júbilo. Las tres cabezas del nuevo rey alzan su mirada en silencio: no hay palabras, solo un rugido interno que el universo siente. Albina da un paso adelante. De su presencia emana calma, y una flor nace en medio del fuego: la primera flor del Inframundo. La Reina sonríe, y con ese gesto, el orden del reino cambia para siempre. El trono ya no pertenece al miedo, sino al equilibrio. Entonces, las puertas del salón se abren. Una marea de luz y sombras invade el aire. Comienza el Desfile de los Fieles. Por los corredores de piedra líquida, las criaturas del Inframundo marchan en honor a sus nuevos soberanos. Los Lobos del Leteo avanzan primero, con pelaje translúcido y ojos de agua. Sus pasos resuenan como tambores lejanos. Sobre ellos vuelan los Cuervos de Estigia, cuyas plumas de humo caen lentamente como ceniza brillante. Las Serpientes del Erebo reptan entre las columnas, formando símbolos sagrados que parpadean con fuego antes de desvanecerse. Y desde las llanuras de Tártaro llegan los Caballos de Ceniza, trotando en el aire, dejando huellas de luz efímera. Cerbero avanza entre ellos, majestuoso, silencioso. Sus cabezas giran lentamente, observando a cada una de las criaturas con atención. No impone dominio, sino presencia. A su lado, Albina camina despacio, irradiando serenidad. Una pequeña alma —una liebre hecha de humo— se acerca temerosa. Albina la mira con ternura y, al tocarla con su frente, la transforma en un destello que asciende hasta las estrellas del techo abismal. El desfile se extiende durante horas eternas. Sobre ellos, el cielo del Inframundo se cubre de luces verdes y violetas: auroras imposibles que ondulan como espíritus danzantes. Cada chispa que cae es el eco de un alma animal que regresa por un instante para rendir homenaje. Cuando la procesión llega al círculo central, Albina se detiene. Su luz se expande como un manto que cubre a Cerbero, a las criaturas, a todo el reino. Por un breve momento, el Inframundo entero respira al unísono. No hay condena. No hay dolor. Solo respeto. Solo comunión. El fuego se atenúa, las criaturas se disuelven lentamente en el aire, dejando tras de sí rastros de luz. El silencio regresa, pero es un silencio distinto: un silencio lleno de vida. En el centro, Cerbero permanece inmóvil, imponente. Albina se recuesta a su lado, sus ojos reflejando el resplandor de las llamas que no consumen. Desde su trono, Perséfone observa en silencio, y una leve sonrisa cruza su rostro. El Inframundo ha cambiado. Bajo su tierra y bajo su ley, ahora reina la fuerza, pero también la compasión. Y así, mientras las últimas brasas del desfile flotan en el aire, los abismos entienden su nueva verdad: que incluso en la oscuridad más profunda, los animales tienen un reino, un rey y una guardiana. Y que, cada año, en el Día de las Bestias Eternas, el Inframundo entero recordará que la lealtad es la forma más pura del alma.
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  • 𝐃𝐞𝐬𝐜𝐫𝐢𝐩𝐜𝐢𝐨𝐧 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐌𝐚𝐧𝐬𝐢𝐨𝐧 𝐓𝐡𝐨𝐫𝐧

    La Mansión Thorn no es solo una construcción antigua perdida entre los árboles, es una entidad viva, un ser consciente hecho de piedra, madera y sombras. Respira a través del viento que se filtra por sus pasillos, siente mediante los crujidos de sus suelos y observa desde los retratos que decoran sus muros. Su existencia está entrelazada con la de Arielle Thorn, el cual es es el guardian de la gran mansión y el protector de los seres que en ella habitan, sin embargo el origen de esta es desconocido incluso hasta para las personas mas cercanas a él.

    Se sabe que por generacionesa Mansión Thorn ha servido como un refugio que acoge a quienes buscan paz, pero también enfrenta a cada huésped con la verdad que intenta ocultar. Arielle se encarga de reclutar toda clase de creaturas con diversas habilidades, no solo para protegerlas del mundo exterior, sino para unir sus fuerzas y alimentar el espíritu ancestral que habita en la propia mansión. Cada ser que cruza su umbral aporta una chispa de energía vital, un fragmento de esencia que se entrelaza con la estructura viva del lugar, reforzando sus muros, su magia y su conexión con el plano espiritual.

    Arielle es consciente de su vínculo con la casa, actúa como mediador entre ambos, guiando a las criaturas hacia una coexistencia, ellas encuentran protección y refugio, mientras la mansión alimentada por su poder colectivo se fortalece, extendiendo su influencia más allá del bosque que la rodea.

    Dentro de la mansión las paredes parecen hechas de piedra oscura, pero bajo la luz de las velas se revelan vetas que laten con un brillo sutil, como si un pulso recorriera todo el edificio. Cada rincón guarda un eco, un susurro o una sombra que parece moverse con propósito debido a los espíritus que la habitan.

    El suelo está cubierto por alfombras de tonos verdosos y azul profundo, gastadas pero nunca polvorientas. Candelabros de hierro cuelgan del techo, proyectando una luz temblorosa que hace bailar las sombras en las paredes. Los retratos de antiguos Thorn rostros severos y figuras enigmáticas observan con ojos que parecen seguir al visitante. A veces, sus expresiones cambian levemente cuando alguien pasa frente a ellos.

    Muebles tallados a mano, espejos enmarcados en plata ennegrecida y vitrales de colores sombríos llenan los pasillos. Esta mansión cuenta con un gran jardín, un cementerio y múltiples habitaciones las cuales guardan interminables secretos.
    𝐃𝐞𝐬𝐜𝐫𝐢𝐩𝐜𝐢𝐨𝐧 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐌𝐚𝐧𝐬𝐢𝐨𝐧 𝐓𝐡𝐨𝐫𝐧 La Mansión Thorn no es solo una construcción antigua perdida entre los árboles, es una entidad viva, un ser consciente hecho de piedra, madera y sombras. Respira a través del viento que se filtra por sus pasillos, siente mediante los crujidos de sus suelos y observa desde los retratos que decoran sus muros. Su existencia está entrelazada con la de Arielle Thorn, el cual es es el guardian de la gran mansión y el protector de los seres que en ella habitan, sin embargo el origen de esta es desconocido incluso hasta para las personas mas cercanas a él. Se sabe que por generacionesa Mansión Thorn ha servido como un refugio que acoge a quienes buscan paz, pero también enfrenta a cada huésped con la verdad que intenta ocultar. Arielle se encarga de reclutar toda clase de creaturas con diversas habilidades, no solo para protegerlas del mundo exterior, sino para unir sus fuerzas y alimentar el espíritu ancestral que habita en la propia mansión. Cada ser que cruza su umbral aporta una chispa de energía vital, un fragmento de esencia que se entrelaza con la estructura viva del lugar, reforzando sus muros, su magia y su conexión con el plano espiritual. Arielle es consciente de su vínculo con la casa, actúa como mediador entre ambos, guiando a las criaturas hacia una coexistencia, ellas encuentran protección y refugio, mientras la mansión alimentada por su poder colectivo se fortalece, extendiendo su influencia más allá del bosque que la rodea. Dentro de la mansión las paredes parecen hechas de piedra oscura, pero bajo la luz de las velas se revelan vetas que laten con un brillo sutil, como si un pulso recorriera todo el edificio. Cada rincón guarda un eco, un susurro o una sombra que parece moverse con propósito debido a los espíritus que la habitan. El suelo está cubierto por alfombras de tonos verdosos y azul profundo, gastadas pero nunca polvorientas. Candelabros de hierro cuelgan del techo, proyectando una luz temblorosa que hace bailar las sombras en las paredes. Los retratos de antiguos Thorn rostros severos y figuras enigmáticas observan con ojos que parecen seguir al visitante. A veces, sus expresiones cambian levemente cuando alguien pasa frente a ellos. Muebles tallados a mano, espejos enmarcados en plata ennegrecida y vitrales de colores sombríos llenan los pasillos. Esta mansión cuenta con un gran jardín, un cementerio y múltiples habitaciones las cuales guardan interminables secretos.
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  • - Con un dolor de cabeza enorme y tus compañeros no ayudan(?)-

    Cállateee!!
    O te callo de por vida .

    - dice la mujer del otro lado del pasillo al escuchar los murmuros de los enfermeros-
    - Con un dolor de cabeza enorme y tus compañeros no ayudan(?)- Cállateee!! O te callo de por vida . - dice la mujer del otro lado del pasillo al escuchar los murmuros de los enfermeros-
    Me enjaja
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