En lo Profundo
con Nairis de Tzelmúr
Damian Rivas. Periodista independiente. 27 años. Solía cubrir casos de desapariciones y fenómenos paranormales. Seguido por nichos ocultistas. Un hombre solitario, algo paranoico. Curioso. Demasiado curioso y entrometido. Brillante, hasta que conoció a la persona equivocada. O lo que creyó que era una persona.
Monster adoptó su rostro. Su voz. Su rutina. Ya se cumplen 17 días desde que mató a Damian, pulcro y preciso, asegurándose de no dejar nada más que el recuerdo difuso de alguien que “trabaja mucho” y “se aleja de todos”.
- o - o -
Una vez Nairis accede a acompañarle, el monstruo paga la cuenta sin hacer alarde. Lo hace con un gesto distraído, como si el dinero fuese un concepto sin importancia para él.
La puerta de la cafetería se cierra tras ellos con un chirrido y el aire de la calle les recibe con ese sabor ácido de ciudad. Recorren unas pocas calles, sin prisa.
— No es lejos de aquí, serán diez minutos andando.
Un par de calles después, el paisaje cambia. Las luces se vuelven más débiles, las calles más sucias, el bullicio desaparece para dejar paso a murmullos y sirenas lejanas, puertas cerradas y barrotes en las ventas.
La zona pobre de la ciudad.
El corazón olvidado de la urbe.
— Siempre me ha gustado esta parte de la ciudad. No por bonita, claro… Aquí la vida es honesta, cruda. Nadie se molesta en fingir.
Mantiene la conversación ligera. Habla de trivialidades tanto como escucha cualquier retribución de su acompañante.
— ¿Te molesta la decadencia? Hay gente que no soporta la fealdad cuando la perfección sabe a plástico. No me lo explico.
Aquí las viviendas se amontonan unas sobre otras cual cuerpos sin sepultura. Edificios grises, viejos, cuya pintura se descascara como la piel de un leproso. No hay árboles. No hay flores. Solo concreto vandalizado y abandono.
— La gente pinta cosas para sentirse inmortal —con un gesto, señala los gaffitis en la fachada del edificio— Y luego otros las borran para sentirse poderosos.
Monster no pierde la amabilidad en su voz mientras se detiene frente a uno de esos edificios desgastados. Abre una reja oxidada y le guía por una escalera estrecha, húmeda, mal iluminada, apenas estable. Bajando un piso por debajo del nivel de la calle, llegan a una puerta metálica, marcada con el número 3B.
— No es el sitio más bonito, lo sé —dice con una sonrisa torcida—, pero me permite estar cerca de la acción. No necesito más.
Habla como si el entorno no importara más que un cuadro en la pared, como si tuviera sentido estar ahí.
El departamento de Damian, ahora el del monstruo, es un monoambiente pequeño. Al entrar, lo primero que llega es el olor: una mezcla de humedad, tinta de impresora y ropa sin lavar. Desordenado pero funcional.
Una mesa con papeles amontonados entre los que se cuentan cartas y facturas vencidas, un ordenador, varias pantallas, tazas sin lavar en el fregadero.
Hay una cama sin hacer, un perchero con dos chaquetas, una estantería vencida repleta de libros sobre conspiraciones, teorías arcanas, tratados antiguos y una Biblia Negra.
Ninguna ventana.
Ni un rastro de sangre.
Nada lujoso.
Todo auténtico.
Monster cierra la puerta tras Nairis y, por primera vez desde que la conoció, guarda silencio. Porque ahora está dentro. Y puede observar más de cerca.
Damian Rivas. Periodista independiente. 27 años. Solía cubrir casos de desapariciones y fenómenos paranormales. Seguido por nichos ocultistas. Un hombre solitario, algo paranoico. Curioso. Demasiado curioso y entrometido. Brillante, hasta que conoció a la persona equivocada. O lo que creyó que era una persona.
Monster adoptó su rostro. Su voz. Su rutina. Ya se cumplen 17 días desde que mató a Damian, pulcro y preciso, asegurándose de no dejar nada más que el recuerdo difuso de alguien que “trabaja mucho” y “se aleja de todos”.
- o - o -
Una vez Nairis accede a acompañarle, el monstruo paga la cuenta sin hacer alarde. Lo hace con un gesto distraído, como si el dinero fuese un concepto sin importancia para él.
La puerta de la cafetería se cierra tras ellos con un chirrido y el aire de la calle les recibe con ese sabor ácido de ciudad. Recorren unas pocas calles, sin prisa.
— No es lejos de aquí, serán diez minutos andando.
Un par de calles después, el paisaje cambia. Las luces se vuelven más débiles, las calles más sucias, el bullicio desaparece para dejar paso a murmullos y sirenas lejanas, puertas cerradas y barrotes en las ventas.
La zona pobre de la ciudad.
El corazón olvidado de la urbe.
— Siempre me ha gustado esta parte de la ciudad. No por bonita, claro… Aquí la vida es honesta, cruda. Nadie se molesta en fingir.
Mantiene la conversación ligera. Habla de trivialidades tanto como escucha cualquier retribución de su acompañante.
— ¿Te molesta la decadencia? Hay gente que no soporta la fealdad cuando la perfección sabe a plástico. No me lo explico.
Aquí las viviendas se amontonan unas sobre otras cual cuerpos sin sepultura. Edificios grises, viejos, cuya pintura se descascara como la piel de un leproso. No hay árboles. No hay flores. Solo concreto vandalizado y abandono.
— La gente pinta cosas para sentirse inmortal —con un gesto, señala los gaffitis en la fachada del edificio— Y luego otros las borran para sentirse poderosos.
Monster no pierde la amabilidad en su voz mientras se detiene frente a uno de esos edificios desgastados. Abre una reja oxidada y le guía por una escalera estrecha, húmeda, mal iluminada, apenas estable. Bajando un piso por debajo del nivel de la calle, llegan a una puerta metálica, marcada con el número 3B.
— No es el sitio más bonito, lo sé —dice con una sonrisa torcida—, pero me permite estar cerca de la acción. No necesito más.
Habla como si el entorno no importara más que un cuadro en la pared, como si tuviera sentido estar ahí.
El departamento de Damian, ahora el del monstruo, es un monoambiente pequeño. Al entrar, lo primero que llega es el olor: una mezcla de humedad, tinta de impresora y ropa sin lavar. Desordenado pero funcional.
Una mesa con papeles amontonados entre los que se cuentan cartas y facturas vencidas, un ordenador, varias pantallas, tazas sin lavar en el fregadero.
Hay una cama sin hacer, un perchero con dos chaquetas, una estantería vencida repleta de libros sobre conspiraciones, teorías arcanas, tratados antiguos y una Biblia Negra.
Ninguna ventana.
Ni un rastro de sangre.
Nada lujoso.
Todo auténtico.
Monster cierra la puerta tras Nairis y, por primera vez desde que la conoció, guarda silencio. Porque ahora está dentro. Y puede observar más de cerca.
con [Nairis_La_Cartografa]
Damian Rivas. Periodista independiente. 27 años. Solía cubrir casos de desapariciones y fenómenos paranormales. Seguido por nichos ocultistas. Un hombre solitario, algo paranoico. Curioso. Demasiado curioso y entrometido. Brillante, hasta que conoció a la persona equivocada. O lo que creyó que era una persona.
Monster adoptó su rostro. Su voz. Su rutina. Ya se cumplen 17 días desde que mató a Damian, pulcro y preciso, asegurándose de no dejar nada más que el recuerdo difuso de alguien que “trabaja mucho” y “se aleja de todos”.
- o - o -
Una vez Nairis accede a acompañarle, el monstruo paga la cuenta sin hacer alarde. Lo hace con un gesto distraído, como si el dinero fuese un concepto sin importancia para él.
La puerta de la cafetería se cierra tras ellos con un chirrido y el aire de la calle les recibe con ese sabor ácido de ciudad. Recorren unas pocas calles, sin prisa.
— No es lejos de aquí, serán diez minutos andando.
Un par de calles después, el paisaje cambia. Las luces se vuelven más débiles, las calles más sucias, el bullicio desaparece para dejar paso a murmullos y sirenas lejanas, puertas cerradas y barrotes en las ventas.
La zona pobre de la ciudad.
El corazón olvidado de la urbe.
— Siempre me ha gustado esta parte de la ciudad. No por bonita, claro… Aquí la vida es honesta, cruda. Nadie se molesta en fingir.
Mantiene la conversación ligera. Habla de trivialidades tanto como escucha cualquier retribución de su acompañante.
— ¿Te molesta la decadencia? Hay gente que no soporta la fealdad cuando la perfección sabe a plástico. No me lo explico.
Aquí las viviendas se amontonan unas sobre otras cual cuerpos sin sepultura. Edificios grises, viejos, cuya pintura se descascara como la piel de un leproso. No hay árboles. No hay flores. Solo concreto vandalizado y abandono.
— La gente pinta cosas para sentirse inmortal —con un gesto, señala los gaffitis en la fachada del edificio— Y luego otros las borran para sentirse poderosos.
Monster no pierde la amabilidad en su voz mientras se detiene frente a uno de esos edificios desgastados. Abre una reja oxidada y le guía por una escalera estrecha, húmeda, mal iluminada, apenas estable. Bajando un piso por debajo del nivel de la calle, llegan a una puerta metálica, marcada con el número 3B.
— No es el sitio más bonito, lo sé —dice con una sonrisa torcida—, pero me permite estar cerca de la acción. No necesito más.
Habla como si el entorno no importara más que un cuadro en la pared, como si tuviera sentido estar ahí.
El departamento de Damian, ahora el del monstruo, es un monoambiente pequeño. Al entrar, lo primero que llega es el olor: una mezcla de humedad, tinta de impresora y ropa sin lavar. Desordenado pero funcional.
Una mesa con papeles amontonados entre los que se cuentan cartas y facturas vencidas, un ordenador, varias pantallas, tazas sin lavar en el fregadero.
Hay una cama sin hacer, un perchero con dos chaquetas, una estantería vencida repleta de libros sobre conspiraciones, teorías arcanas, tratados antiguos y una Biblia Negra.
Ninguna ventana.
Ni un rastro de sangre.
Nada lujoso.
Todo auténtico.
Monster cierra la puerta tras Nairis y, por primera vez desde que la conoció, guarda silencio. Porque ahora está dentro. Y puede observar más de cerca.
Tipo
Individual
Líneas
Cualquier línea
Estado
Disponible

