• #DiezCosasSobre Ivory Mora Nonn

    Ivory es una quimera, mitad conejo mitad humano, creado en Lunetheria (la tierra de donde nace la magia) por el alquimista Nonn, quien usó el alma de su único amor (muerto por suicidio) para darle conciencia humana.

    Su parte conejo es curiosa, vital y afectuosa; su parte humana es introspectiva, doliente y autodestructiva, lo que lo convierte en un ser fracturado, inestable.

    Aunque parece temer al dolor físico, en realidad lo disfruta como una forma de reconectar con el mundo y con su propia humanidad.

    Su apariencia y su comportamiento oscilan entre la adolescencia y la madurez, lo que genera confusión en quienes lo rodean.

    Le cuesta demasiado confiar, pero, cuando lo logra, lo hace con una entrega total, a veces ciega. Idealiza y se aferra a quienes le brindan seguridad.

    Le es imposible quedarse callado. Habla como si cada palabra pudiera ser parte de un poema o un estocada al corazón; mezcla lirismo con ironía, dulzura con veneno.

    Tiende a desobedecer, provocar y desafiar a figuras de poder, especialmente si siente que lo infantilizan o lo juzgan.

    Ivory no sabe con certeza si es bueno o malo, niño o adulto. Se redefine constantemente a través del vínculo emocional con otros.

    A veces sueña con desaparecer, con saltar, con dejarse ir. Pero también quiere vivir, sentir, ser amado. Su existencia es un vaivén entre ambos extremos.

    Escribe, dibuja, pinta, garabatea… No se considera un artista, para él el arte es terapéutico, una forma de procesar lo que siente.
    #DiezCosasSobre Ivory Mora Nonn Ivory es una quimera, mitad conejo mitad humano, creado en Lunetheria (la tierra de donde nace la magia) por el alquimista Nonn, quien usó el alma de su único amor (muerto por suicidio) para darle conciencia humana. Su parte conejo es curiosa, vital y afectuosa; su parte humana es introspectiva, doliente y autodestructiva, lo que lo convierte en un ser fracturado, inestable. Aunque parece temer al dolor físico, en realidad lo disfruta como una forma de reconectar con el mundo y con su propia humanidad. Su apariencia y su comportamiento oscilan entre la adolescencia y la madurez, lo que genera confusión en quienes lo rodean. Le cuesta demasiado confiar, pero, cuando lo logra, lo hace con una entrega total, a veces ciega. Idealiza y se aferra a quienes le brindan seguridad. Le es imposible quedarse callado. Habla como si cada palabra pudiera ser parte de un poema o un estocada al corazón; mezcla lirismo con ironía, dulzura con veneno. Tiende a desobedecer, provocar y desafiar a figuras de poder, especialmente si siente que lo infantilizan o lo juzgan. Ivory no sabe con certeza si es bueno o malo, niño o adulto. Se redefine constantemente a través del vínculo emocional con otros. A veces sueña con desaparecer, con saltar, con dejarse ir. Pero también quiere vivir, sentir, ser amado. Su existencia es un vaivén entre ambos extremos. Escribe, dibuja, pinta, garabatea… No se considera un artista, para él el arte es terapéutico, una forma de procesar lo que siente.
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  • Domingo 4 de mayo, 2025.
    Charming Cemetery, California.

    A veces me preguntan por qué miento. Y la verdad es que no sé si es para proteger a los demás… o solo a mí mismo. Pero sé esto: decir la verdad significaría poner todo ese dolor sobre los hombros de alguien más. Y yo ya cargo con suficiente oscuridad como para seguir repartiéndola. No importa cuánto lo intente, cuántas veces me prometa hacer las cosas bien… al final, siempre termino jodiéndolo todo. Porque ese es el tipo de hombre que soy. Uno roto. Uno que aprendió a sobrevivir entre la violencia, la traición y la culpa. Yo no sé amar sin lastimar. No sé querer sin destruir. Por eso, cuando pienso en alguien sano, alguien bueno… sé que no merezco estar cerca. Porque tarde o temprano, todo lo que toco se corrompe. Y eso no es amor. Es veneno. Por eso miento. Porque la verdad, mi verdad… solo hiere.

    Domingo 4 de mayo, 2025. Charming Cemetery, California. A veces me preguntan por qué miento. Y la verdad es que no sé si es para proteger a los demás… o solo a mí mismo. Pero sé esto: decir la verdad significaría poner todo ese dolor sobre los hombros de alguien más. Y yo ya cargo con suficiente oscuridad como para seguir repartiéndola. No importa cuánto lo intente, cuántas veces me prometa hacer las cosas bien… al final, siempre termino jodiéndolo todo. Porque ese es el tipo de hombre que soy. Uno roto. Uno que aprendió a sobrevivir entre la violencia, la traición y la culpa. Yo no sé amar sin lastimar. No sé querer sin destruir. Por eso, cuando pienso en alguien sano, alguien bueno… sé que no merezco estar cerca. Porque tarde o temprano, todo lo que toco se corrompe. Y eso no es amor. Es veneno. Por eso miento. Porque la verdad, mi verdad… solo hiere.
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  • Una gota es arte, droga, veneno. El eco rojo de siglos de vida, de un poder ancestral, de la noche y el hedonismo.

    Una sola gota entre los labios, mínima, imperceptible, basta para encender los nervios con fuego de otro mundo.

    El pulso se acelera como tambor de caza.
    Los sentidos se abren, como flores al tacto de la luna.
    Los colores arden.
    La música acaricia el alma con dedos de terciopelo.
    Y el roce de otra piel se vuelve anhelo.

    La mente se eleva, lucidez febril en el entendimiento, pero el cuerpo se relaja, flota trasladado a un sueño donde el deseo y la realidad se enredan en un baile lento y sensual.

    En el alma, algo se enreda suavemente.
    Las barreras caen como hojas secas, pero las raíces se extienden.
    Afloran confesiones y una sed distinta nace.

    A veces, entre suspiros y miradas perdidas, aparecen visiones, fragmentos de vidas ajenas, memorias que no se han vivido… aún.

    Todo depende del corazón que bebe.

    Pero todo tiene un precio y el elixir que corre por las venas del vampiro no está exento.

    Una resonancia queda, como una cuerda que vibra en lo profundo. Un hilo invisible, una conexión que, al verse de nuevo, temblará.

    Por eso se ofrece con cuidado.
    Y no se acepta sin consecuencias.
    Una gota es arte, droga, veneno. El eco rojo de siglos de vida, de un poder ancestral, de la noche y el hedonismo. Una sola gota entre los labios, mínima, imperceptible, basta para encender los nervios con fuego de otro mundo. El pulso se acelera como tambor de caza. Los sentidos se abren, como flores al tacto de la luna. Los colores arden. La música acaricia el alma con dedos de terciopelo. Y el roce de otra piel se vuelve anhelo. La mente se eleva, lucidez febril en el entendimiento, pero el cuerpo se relaja, flota trasladado a un sueño donde el deseo y la realidad se enredan en un baile lento y sensual. En el alma, algo se enreda suavemente. Las barreras caen como hojas secas, pero las raíces se extienden. Afloran confesiones y una sed distinta nace. A veces, entre suspiros y miradas perdidas, aparecen visiones, fragmentos de vidas ajenas, memorias que no se han vivido… aún. Todo depende del corazón que bebe. Pero todo tiene un precio y el elixir que corre por las venas del vampiro no está exento. Una resonancia queda, como una cuerda que vibra en lo profundo. Un hilo invisible, una conexión que, al verse de nuevo, temblará. Por eso se ofrece con cuidado. Y no se acepta sin consecuencias.
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  • #MonoRol

    𝐶𝑟𝑖𝑡𝑖𝑐𝑎... 𝐴 𝑙𝑎 𝑠𝑢𝑝𝑒𝑟𝑓𝑖𝑐𝑖𝑎𝑙𝑖𝑑𝑎𝑑 𝑦 𝑙𝑜 𝑣𝑎𝑐𝑖𝑜

    La música, que para los demás era un símbolo de alegría y celebración, para él joven peliblanco se convirtió en un telón de fondo para el dilema que comenzaba a consumirlo. Sus ojos, que antes buscaban escapar, ahora estaban fijos en... La chica que le gustaba....

    Jade.

    La veía con otros ojos, ojos cargados de una mezcla de tristeza y resentimiento.

    En la academia se había inaugurado un baile de celebración y él... Quería bailar con aquella chica pero... No sabía y aunque lo intentó...

    Ella prefirió el dulce veneno... Que al pan salado e incipido.

    La oportunidad perdida pesaba sobre él. No era solo el rechazo; era la herida que había llegado para quedarse, una marca que no desaparecería fácilmente. Dorian, en su juventud e inseguridad, se encontró atrapado en una pregunta que parecía tan antigua como el tiempo mismo:

    ¿Por qué las mujeres prefieren a los chicos malos?

    El chico popular que bailaba con Jade, con su porte robusto y su sonrisa pícara, era todo lo que Dorian no era. Elegante, audaz, seductor. Y mientras ella se movía al ritmo de la música en los brazos de aquel hombre, Dorian no podía evitar compararse, buscar en sí mismo las razones de su insuficiencia.

    "¿Qué me falta? ¿Por qué no soy suficiente?"

    Pensamientos que se repetían... Cada uno más doloroso que el anterior.

    La tristeza que lo invadió no era solo por Jade....

    Era por él mismo.

    Quizás ese dilema, no lo dejaría dormir esa noche. Porque, las heridas no solo se sienten; se quedan, se convierten en parte de quienes las llevan....
    #MonoRol 𝐶𝑟𝑖𝑡𝑖𝑐𝑎... 𝐴 𝑙𝑎 𝑠𝑢𝑝𝑒𝑟𝑓𝑖𝑐𝑖𝑎𝑙𝑖𝑑𝑎𝑑 𝑦 𝑙𝑜 𝑣𝑎𝑐𝑖𝑜 La música, que para los demás era un símbolo de alegría y celebración, para él joven peliblanco se convirtió en un telón de fondo para el dilema que comenzaba a consumirlo. Sus ojos, que antes buscaban escapar, ahora estaban fijos en... La chica que le gustaba.... Jade. La veía con otros ojos, ojos cargados de una mezcla de tristeza y resentimiento. En la academia se había inaugurado un baile de celebración y él... Quería bailar con aquella chica pero... No sabía y aunque lo intentó... Ella prefirió el dulce veneno... Que al pan salado e incipido. La oportunidad perdida pesaba sobre él. No era solo el rechazo; era la herida que había llegado para quedarse, una marca que no desaparecería fácilmente. Dorian, en su juventud e inseguridad, se encontró atrapado en una pregunta que parecía tan antigua como el tiempo mismo: ¿Por qué las mujeres prefieren a los chicos malos? El chico popular que bailaba con Jade, con su porte robusto y su sonrisa pícara, era todo lo que Dorian no era. Elegante, audaz, seductor. Y mientras ella se movía al ritmo de la música en los brazos de aquel hombre, Dorian no podía evitar compararse, buscar en sí mismo las razones de su insuficiencia. "¿Qué me falta? ¿Por qué no soy suficiente?" Pensamientos que se repetían... Cada uno más doloroso que el anterior. La tristeza que lo invadió no era solo por Jade.... Era por él mismo. Quizás ese dilema, no lo dejaría dormir esa noche. Porque, las heridas no solo se sienten; se quedan, se convierten en parte de quienes las llevan....
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  • El bosque respiraba a su alrededor. No con la alegría de siempre, no con ese susurro juguetón que solía acariciar su cabello como un niño que pedía atención. Fauna caminaba descalza sobre la tierra húmeda, sintiendo cada grieta, cada herida abierta en el suelo. Era como si el mundo llorara a través de aquel bosque. Sus dedos se cerraron alrededor de su manzana dorada, pero hoy no brillaba. Hoy pesaba como un pecado.

    "¿Cuántas veces hemos muerto ya?"

    La pregunta flotó en su mente, como respuesta a las visiones que Aika le había mostrado hace unos días. Líneas de tiempo como cicatrices.

    Un estremecimiento recorrió su espalda. Las flores a sus pies se cerraron al contacto con sus lágrimas. Veneno. Ella, que solo sabía sanar, ahora goteaba amargura.

    — ¡No debería doler tanto! —golpeó el tronco de un roble, y al instante, la corteza se agrietó bajo sus nudillos.

    Retrocedió al instante, horrorizada. Ese no era su poder. El roble murió en segundos, sus hojas volviéndose polvo entre sus dedos.

    Algo crecía dentro de ella.

    No era solo la furia de la naturaleza, no era el vendaval que solía invocar cuando defendia a los suyos. Era algo más profundo, más oscuro. Como esos sucesos que Aika le mostró en un futuro dónde todo se perdía: raíces negras, retorciéndose en su pecho, ahogando su luz.

    — ¿Que debo hacer? ¿Matar? ¿Convertirme en tormenta hasta que nadie se atreva a alzar la voz? —se hundió de rodillas, y la tierra gritó a su alrededor. Los pájaros callaron. Las lágrimas no paraban de salir.

    Entonces lo vio: Un brote verde, frágil, abriéndose paso entre la tierra agrietada. Vida. Aún aquí. Aún a pesar de todo. Contuvo el aliento, y algo se quebró dentro de su pecho.

    Volvió a alzar la manzana dorado, y por primera vez tras varios días, un destello bailó en la superficie. No era la paz ingenua de antes. No era la furia ciega de la naturaleza herida. Era elección.

    — Si debo ser un huracán... al menos debería ser uno que siembre semillas en la destrucción...

    Cuando se levantó, el bosque retumbó con ella. Cerró los ojos, dejando que la brisa jugará con su cabello una vez más, como si las memorias de los caídos pudieran trenzarse entre sus hebras verdes y azules.

    — ¿De que servirán las líneas del tiempo si todas se tiñen igual?

    No importaba quien alzaba la espada primero, ni quien gritaba más fuerte. Al final, en todas las líneas de tiempo, el suelo siempre quedaba salpicado de lo mismo: Lágrimas. Dolor. Pérdida. Arrepentímiento.

    — Tal vez... el error está en creer que alguien tiene que ganar...
    El bosque respiraba a su alrededor. No con la alegría de siempre, no con ese susurro juguetón que solía acariciar su cabello como un niño que pedía atención. Fauna caminaba descalza sobre la tierra húmeda, sintiendo cada grieta, cada herida abierta en el suelo. Era como si el mundo llorara a través de aquel bosque. Sus dedos se cerraron alrededor de su manzana dorada, pero hoy no brillaba. Hoy pesaba como un pecado. "¿Cuántas veces hemos muerto ya?" La pregunta flotó en su mente, como respuesta a las visiones que Aika le había mostrado hace unos días. Líneas de tiempo como cicatrices. Un estremecimiento recorrió su espalda. Las flores a sus pies se cerraron al contacto con sus lágrimas. Veneno. Ella, que solo sabía sanar, ahora goteaba amargura. — ¡No debería doler tanto! —golpeó el tronco de un roble, y al instante, la corteza se agrietó bajo sus nudillos. Retrocedió al instante, horrorizada. Ese no era su poder. El roble murió en segundos, sus hojas volviéndose polvo entre sus dedos. Algo crecía dentro de ella. No era solo la furia de la naturaleza, no era el vendaval que solía invocar cuando defendia a los suyos. Era algo más profundo, más oscuro. Como esos sucesos que Aika le mostró en un futuro dónde todo se perdía: raíces negras, retorciéndose en su pecho, ahogando su luz. — ¿Que debo hacer? ¿Matar? ¿Convertirme en tormenta hasta que nadie se atreva a alzar la voz? —se hundió de rodillas, y la tierra gritó a su alrededor. Los pájaros callaron. Las lágrimas no paraban de salir. Entonces lo vio: Un brote verde, frágil, abriéndose paso entre la tierra agrietada. Vida. Aún aquí. Aún a pesar de todo. Contuvo el aliento, y algo se quebró dentro de su pecho. Volvió a alzar la manzana dorado, y por primera vez tras varios días, un destello bailó en la superficie. No era la paz ingenua de antes. No era la furia ciega de la naturaleza herida. Era elección. — Si debo ser un huracán... al menos debería ser uno que siembre semillas en la destrucción... Cuando se levantó, el bosque retumbó con ella. Cerró los ojos, dejando que la brisa jugará con su cabello una vez más, como si las memorias de los caídos pudieran trenzarse entre sus hebras verdes y azules. — ¿De que servirán las líneas del tiempo si todas se tiñen igual? No importaba quien alzaba la espada primero, ni quien gritaba más fuerte. Al final, en todas las líneas de tiempo, el suelo siempre quedaba salpicado de lo mismo: Lágrimas. Dolor. Pérdida. Arrepentímiento. — Tal vez... el error está en creer que alguien tiene que ganar...
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  • — Otro jueves más. La monotonía es un veneno. —
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  • ¿Sabéis qué ocurre cuando un hada se queda sin su polvo especial?
    Ese polvo dorado que emana del Gran Árbol de las Hadas, la esencia misma de su existencia. Sin él, un hada deja de serlo. Sus alas se marchitan, su luz se apaga y su alma se convierte en un reflejo opaco de lo que fue.

    Eso le pasó a Iera.

    Desterrada. No por un enemigo, no por un extraño… sino por su propio hermano. Aquel a quien amaba más que a nadie, aquél con quien compartió risas bajo la luna plateada, quien una vez le prometió protegerla.

    Pero el amor de su hermano se pudrió en veneno. Y cuando la ambición consumió su corazón, Iera fue la primera en pagar el precio. La arrojó fuera del reino, lejos del Árbol, lejos de todo lo que la mantenía con vida.

    Al principio, luchó. Buscó formas de suplir la magia que le faltaba. Pero el polvo de hada no tiene sustituto. Y pronto llegaron los síntomas.

    Las alas de Iera fueron las primeras en quebrarse, como hojas secas en otoño. Su piel, antaño luminosa, se cubrió de grietas que supuraban dolor. Su voz se tornó un eco débil, incapaz de invocar los hechizos que una vez tejía con facilidad. Y su corazón… su corazón latía con menos fuerza cada día.

    Fue entonces cuando él apareció.

    Con su porte orgulloso y su mirada de hielo, su hermano la contempló con satisfacción. La había estado esperando, saboreando el momento en que la vería arrodillada, hundida en la miseria, más cercana a la muerte que a la vida.

    —Mírate, Iera— susurró, con una sonrisa torcida. —No queda nada de ti—

    Ella no respondió. No tenía fuerzas. Solo lo miró, con esos ojos llenos de tristeza infinita, preguntándose cómo el niño con el que una vez jugó en los jardines de su hogar se había convertido en su peor enemigo.

    Él se inclinó, sujetándola por el mentón con una suavidad cruel.

    —Duele, ¿verdad?— susurró con satisfacción. —Verte convertida en nada, me encanta—

    Las lágrimas resbalaron por el rostro de Iera. No porque temiera morir. Sino porque, en el fondo, aún guardaba un pequeño y absurdo deseo: que su hermano la abrazara como antes, que le dijera que todo había sido un error.

    Pero ese momento nunca llegó.

    Cuando su cuerpo cayó en el agua oscura, cuando su último aliento se escapó de sus labios, él simplemente la observó… y sonrió.

    Porque no hay mayor placer que ver a alguien quebrarse bajo tus propias manos.

    Y él se aseguró de que Iera sufriera hasta el último instante.
    ¿Sabéis qué ocurre cuando un hada se queda sin su polvo especial? Ese polvo dorado que emana del Gran Árbol de las Hadas, la esencia misma de su existencia. Sin él, un hada deja de serlo. Sus alas se marchitan, su luz se apaga y su alma se convierte en un reflejo opaco de lo que fue. Eso le pasó a Iera. Desterrada. No por un enemigo, no por un extraño… sino por su propio hermano. Aquel a quien amaba más que a nadie, aquél con quien compartió risas bajo la luna plateada, quien una vez le prometió protegerla. Pero el amor de su hermano se pudrió en veneno. Y cuando la ambición consumió su corazón, Iera fue la primera en pagar el precio. La arrojó fuera del reino, lejos del Árbol, lejos de todo lo que la mantenía con vida. Al principio, luchó. Buscó formas de suplir la magia que le faltaba. Pero el polvo de hada no tiene sustituto. Y pronto llegaron los síntomas. Las alas de Iera fueron las primeras en quebrarse, como hojas secas en otoño. Su piel, antaño luminosa, se cubrió de grietas que supuraban dolor. Su voz se tornó un eco débil, incapaz de invocar los hechizos que una vez tejía con facilidad. Y su corazón… su corazón latía con menos fuerza cada día. Fue entonces cuando él apareció. Con su porte orgulloso y su mirada de hielo, su hermano la contempló con satisfacción. La había estado esperando, saboreando el momento en que la vería arrodillada, hundida en la miseria, más cercana a la muerte que a la vida. —Mírate, Iera— susurró, con una sonrisa torcida. —No queda nada de ti— Ella no respondió. No tenía fuerzas. Solo lo miró, con esos ojos llenos de tristeza infinita, preguntándose cómo el niño con el que una vez jugó en los jardines de su hogar se había convertido en su peor enemigo. Él se inclinó, sujetándola por el mentón con una suavidad cruel. —Duele, ¿verdad?— susurró con satisfacción. —Verte convertida en nada, me encanta— Las lágrimas resbalaron por el rostro de Iera. No porque temiera morir. Sino porque, en el fondo, aún guardaba un pequeño y absurdo deseo: que su hermano la abrazara como antes, que le dijera que todo había sido un error. Pero ese momento nunca llegó. Cuando su cuerpo cayó en el agua oscura, cuando su último aliento se escapó de sus labios, él simplemente la observó… y sonrió. Porque no hay mayor placer que ver a alguien quebrarse bajo tus propias manos. Y él se aseguró de que Iera sufriera hasta el último instante.
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  • La mansión estaba en completo silencio, excepto por el eco de los pasos apresurados de un sirviente que intentaba escapar. Su respiración entrecortada dejaba claro su pánico, pero sabía que no podía huir.

    —¿A dónde crees que vas? —la voz de Aiko resonó en el pasillo como un dulce veneno.

    El hombre se detuvo en seco y giró lentamente. Aiko estaba de pie junto a la ventana, bañada por la luz de la luna. Su vestido rojo abrazaba su figura con una elegancia letal, y su mirada carmesí brillaba con furia contenida. Sus labios estaban fruncidos en un puchero adorable, pero la amenaza en sus ojos era inconfundible.

    —¿De verdad pensaste que podías mentirme, Kazuki? —preguntó, dando un paso adelante.

    —M-mi lady… No fue mi intención… —balbuceó el sirviente, temblando.

    Aiko inclinó la cabeza, sus largos mechones dorados cayendo sobre su hombro. Parecía una muñeca perfecta, pero la tensión en su mandíbula delataba su enojo.

    —Dijiste que habías traído mi copa de vino… pero esta estaba vacía. —Sus labios se curvaron en una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. ¿Acaso querías verme de mal humor?

    Kazuki cayó de rodillas. —¡No, por favor! Fue un error, no me di cuenta…

    Aiko suspiró dramáticamente y cruzó los brazos bajo su pecho. —Qué problema… Tendré que castigarte, pero no te preocupes, seré tierna…

    Antes de que el sirviente pudiera reaccionar, Aiko ya estaba a su lado, sujetándolo con delicadeza por la barbilla. Sus labios rozaron su cuello, y una risa suave escapó de ella.

    —No te preocupes, solo tomaré un poco… —susurró, justo antes de clavar sus colmillos con una dulzura que contrastaba con su ferocidad.

    La mansión estaba en completo silencio, excepto por el eco de los pasos apresurados de un sirviente que intentaba escapar. Su respiración entrecortada dejaba claro su pánico, pero sabía que no podía huir. —¿A dónde crees que vas? —la voz de Aiko resonó en el pasillo como un dulce veneno. El hombre se detuvo en seco y giró lentamente. Aiko estaba de pie junto a la ventana, bañada por la luz de la luna. Su vestido rojo abrazaba su figura con una elegancia letal, y su mirada carmesí brillaba con furia contenida. Sus labios estaban fruncidos en un puchero adorable, pero la amenaza en sus ojos era inconfundible. —¿De verdad pensaste que podías mentirme, Kazuki? —preguntó, dando un paso adelante. —M-mi lady… No fue mi intención… —balbuceó el sirviente, temblando. Aiko inclinó la cabeza, sus largos mechones dorados cayendo sobre su hombro. Parecía una muñeca perfecta, pero la tensión en su mandíbula delataba su enojo. —Dijiste que habías traído mi copa de vino… pero esta estaba vacía. —Sus labios se curvaron en una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. ¿Acaso querías verme de mal humor? Kazuki cayó de rodillas. —¡No, por favor! Fue un error, no me di cuenta… Aiko suspiró dramáticamente y cruzó los brazos bajo su pecho. —Qué problema… Tendré que castigarte, pero no te preocupes, seré tierna… Antes de que el sirviente pudiera reaccionar, Aiko ya estaba a su lado, sujetándolo con delicadeza por la barbilla. Sus labios rozaron su cuello, y una risa suave escapó de ella. —No te preocupes, solo tomaré un poco… —susurró, justo antes de clavar sus colmillos con una dulzura que contrastaba con su ferocidad.
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  • «Fibrosarcoma.

    ¿Sabes cómo se pesca a los calamares? Los viajes duran meses, incluso años. Los trabajadores siempre son gente pobre, enferma, ex-convictos, ancianos que no encuentran otro modo de sobrevivir; gente que ha sido marginada y olvidada. Solos en la mitad del oceáno, los extraños se convierten en familia.

    No por gusto, claro. Es necesidad. La necesidad humana de tener algo de lo cual sostenerse cuando no hay nada más que oscuridad.

    Oscuridad. ¿Hay mejor palabra para describir al mar por la noche. Un vacío insondable que te hace encarar cosas que no sabían que estaban dentro de ti. El calamar se pesca de noche, después de todo, cuando sus hábitos de caza y reproducción los acercan a la superficie.

    "¿Qué los atrae?"

    ¿Nadie se había hecho antes esa pregunta? Los incandescentes faros del barco pesquero en medio de la penumbra deberían ser como los ojos de un monstruo para los calamares. ¿Puedes imaginarlo? ¿Ser uno de ellos, en tu elemento, en tu cotidianidad, y ser extraído por seres incomprensibles que irrumper en tu mundo desde lo incognoscible?

    ¿Qué los atrae? ¿Por qué no huyen al ver la luz? Nadie me respondió. Nadie lo sabía. A nadie le importaba.

    El compuesto en la tinta del calamar es tóxico, pero sólo para ciertas células.

    Es veneno.

    Pero un veneno selectivo. Amable, casi. Las células de fibrosarcoma, una especie de tumor maligno, son especialmente suceptibles a los compuestos tóxicos de la tinta del calamar.

    Esas células, y ninguna otra. Veneno que se vuelve cura.

    ¿Qué los atrae? ¿Qué es lo que encuentran tan atractivo de la luz, si tras ella sólo hay muerte y crueldad? De esa muerte, sin embargo, nace una esperanza, un veneno que no es veneno, sangre que no es sangre pero da vida de cualquier manera.

    Tristeza. Fue la primera vez que sentí tristeza.»
    «Fibrosarcoma. ¿Sabes cómo se pesca a los calamares? Los viajes duran meses, incluso años. Los trabajadores siempre son gente pobre, enferma, ex-convictos, ancianos que no encuentran otro modo de sobrevivir; gente que ha sido marginada y olvidada. Solos en la mitad del oceáno, los extraños se convierten en familia. No por gusto, claro. Es necesidad. La necesidad humana de tener algo de lo cual sostenerse cuando no hay nada más que oscuridad. Oscuridad. ¿Hay mejor palabra para describir al mar por la noche. Un vacío insondable que te hace encarar cosas que no sabían que estaban dentro de ti. El calamar se pesca de noche, después de todo, cuando sus hábitos de caza y reproducción los acercan a la superficie. "¿Qué los atrae?" ¿Nadie se había hecho antes esa pregunta? Los incandescentes faros del barco pesquero en medio de la penumbra deberían ser como los ojos de un monstruo para los calamares. ¿Puedes imaginarlo? ¿Ser uno de ellos, en tu elemento, en tu cotidianidad, y ser extraído por seres incomprensibles que irrumper en tu mundo desde lo incognoscible? ¿Qué los atrae? ¿Por qué no huyen al ver la luz? Nadie me respondió. Nadie lo sabía. A nadie le importaba. El compuesto en la tinta del calamar es tóxico, pero sólo para ciertas células. Es veneno. Pero un veneno selectivo. Amable, casi. Las células de fibrosarcoma, una especie de tumor maligno, son especialmente suceptibles a los compuestos tóxicos de la tinta del calamar. Esas células, y ninguna otra. Veneno que se vuelve cura. ¿Qué los atrae? ¿Qué es lo que encuentran tan atractivo de la luz, si tras ella sólo hay muerte y crueldad? De esa muerte, sin embargo, nace una esperanza, un veneno que no es veneno, sangre que no es sangre pero da vida de cualquier manera. Tristeza. Fue la primera vez que sentí tristeza.»
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  • «Ascetismo.

    El ritual budista de la momificación, Sokushinbutsu, es una de las más tortuosas y horribles formas de morir. Y una de las pocas, aseguran muchos, de alcanzar el verdadero ascetismo.

    Aunque los monjes momificados son bien conocidos, exhibiéndose en algunas ocasiones como atracciones turísticas, el proceso exacto por el que pasan los monjes para alcanzar la iluminación no es precisamente bien conocido.

    Dolor. Dolor trascendental, transformador. No sólo los budistas lo consideran necesario, en muchas culturas y tradiciones alrededor del mundo, se cree que ascender a un estrato distinto de existencia sólo es posible a través del dolor.

    Los monjes que se someten al Sokushinbutsu, se dice, deben morir cuatro veces. Morir, renacer, sufrir, y morir de nuevo.

    Cuatro veces.

    Como el cambio de las estaciones, en las que la naturaleza muere y renace cada año, cuatro veces.

    ¿Es que existe método para alcanzar la muerte múltiples veces? Por supuesto. La respuesta, en realidad, debería ser obvia.

    Veneno.

    Los iluminados son alimentados con veneno. Uno lento, silencioso, tan cruel como paciente. El vómito que provoca, los espasmos que causa, el sudor excesivo que deshidrata, todo busca nada más que purificar.

    Después de todo, ¿qué es la muerte, sino un proceso de purificación? ¿Qué es el veneno, sino un antídoto a la vida?»
    «Ascetismo. El ritual budista de la momificación, Sokushinbutsu, es una de las más tortuosas y horribles formas de morir. Y una de las pocas, aseguran muchos, de alcanzar el verdadero ascetismo. Aunque los monjes momificados son bien conocidos, exhibiéndose en algunas ocasiones como atracciones turísticas, el proceso exacto por el que pasan los monjes para alcanzar la iluminación no es precisamente bien conocido. Dolor. Dolor trascendental, transformador. No sólo los budistas lo consideran necesario, en muchas culturas y tradiciones alrededor del mundo, se cree que ascender a un estrato distinto de existencia sólo es posible a través del dolor. Los monjes que se someten al Sokushinbutsu, se dice, deben morir cuatro veces. Morir, renacer, sufrir, y morir de nuevo. Cuatro veces. Como el cambio de las estaciones, en las que la naturaleza muere y renace cada año, cuatro veces. ¿Es que existe método para alcanzar la muerte múltiples veces? Por supuesto. La respuesta, en realidad, debería ser obvia. Veneno. Los iluminados son alimentados con veneno. Uno lento, silencioso, tan cruel como paciente. El vómito que provoca, los espasmos que causa, el sudor excesivo que deshidrata, todo busca nada más que purificar. Después de todo, ¿qué es la muerte, sino un proceso de purificación? ¿Qué es el veneno, sino un antídoto a la vida?»
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