El Renacer
ᬊᬁ 𝗦𝗧𝗔𝗥𝗧𝗘𝗥 ᬊᬁ
𝙵𝚃: Sukuna リョーメン
Aquel día, en el que Sukuna murió, el corazón de Uraume se rompió en miles de pedazos. Un lacerante e insoportable dolor se alojó en su pecho. Era como si le estuvieran arrancando el corazón a dolor vivo con un afilado puñal cuyo filo estaba revestido por un veneno.
Con un sentimiento de odio, había visto como los hechiceros se alegraban por la muerte de su señor Sukuna. Lo más insoportable para ella es que nadie imaginaba cuán horrible era su sufrimiento, nadie imaginaba cuánto le dolía la muerte de su Señor... Ella, a diferencia del resto de hechiceros, ni siquiera tenía a nadie con quien compartir su dolor.
Desde el día del enfrentamiento entre Sukuna y Yuji, los hechiceros creían que Sukuna y ella habían muerto, a fin de cuentas solo Hakari sabía lo que ocurrió con ella y el hechicero la daba por muerta.
Sin embargo, Uraume no se había suicidado aquel día tras la muerte de Sukuna, solo había recurrido a una técnica de desvanecimiento físico.
Los días posteriores a la muerte de Sukuna no fueron mucho mejores para Uraume. El dolor no cesaba, a pesar de que aún se aferraba desesperadamente a una efímera posibilidad por volver a verle, sus ojos estaban enrojecidos e inflamados de llorar y no lograba descansar pues el sufrimiento no se lo permitía.
La mujer vagaba cada día siguiendo meticulosamente los pasos de un complejo plan y, cuando no podía avanzar más con la ejecución de aquel plan, se escondía en un pequeño templo abandonado a las afueras de Tokio.
Los días fueron pasando lentamente y pronto estos se convirtieron en semanas, pero Uraume no había descansado ni un solo día.
En aquel pequeño templo olvidado, Uraume se escondía aquella noche. Un altar de mármol blanco en el centro de la estancia se encontraba envuelto en llamas.
A los pies de Uraume se encontraba un dedo de Sukuna. El último de los veinte. Dedo que ahora y sin que nadie lo supiera, excepto Uraume, albergaba toda el alma del Rey de las Maldiciones.
Junto al dedo había un puñal de largas dimensiones.
—Cerrad la boca o será peor.
Dijo la mujer de cabellos blancos dirigiéndose a alguien que gimoteaba en un rincón oscuro de aquel templo. Tan solo la luz que desprendían las llamas del altar permitían ver que, en aquel rincón, se encontraban un numeroso grupo formado por varios hombres, mujeres y niños, los cuales estaban atrapados en un enorme bloque de hielo. Eran hechiceros.
Uraume volvió a centrar su mirada en aquel enorme fuego que crepitaba delante de ella. De forma lenta, delicada y formal, Uraume se agachó en el suelo y tomó entre sus manos el dedo de Sukuna. Lo hizo con un cuidado y un cariño extremos.
Con pasos lentos pero decididos, Uraume se aproximó al fuego.
—Ofrenda sagrada, con su alma sellada.
Tras aquellas palabras, Uraume lanzó el dedo de Sukuna al fuego. Aquel simple gesto hizo que las llamas se avivaran tanto que ahora alcanzaban el alto techo y ocupaban la mayor parte de la estancia, tan solo parecían respetar el espacio que Uraume ocupaba.
—Carne de un inocente, en pureza entregada, restaurarás al rey con su alma condenada.
En aquel momento Uraume giró sobre sí misma y clavó su mirada en el grupo de hechiceros atrapados en el hielo. Elevó una de sus manos y controló el hielo haciendo que este creciera y dirigiera a aquellas personas al fuego.
Los gritos de dolor resonaron en el templo cuando los hechiceros cayeron al interior de aquellas llamas, pero aquel fuego era tan abrasador que pronto los gritos cesaron.
—Sangre del fiel. Ofrenda consagrada.
Con manos temblorosas Uraume tomó el puñal que aún yacía en el suelo, lo sostuvo en el aire con ambas manos.
—Mi sangre te devolverá tu grandeza, mi Señor.
Y tras aquellas palabras, Uraume clavó aquel puñal en su propio abdomen.
Gritó de dolor y cayó de rodillas al suelo. Su ropa se bañó de aquel líquido carmesí y la sangre que iba cayendo al suelo, ahora mezclada con las lágrimas de dolor que emanaban de sus ojos, comenzó a hacer un camino directo hacia el fuego.
Uraume fue incapaz de ver su propia sangre dirigiéndose al fuego, ni siquiera pudo ver si el ritual surtió efecto alguno o no. Su vista se nubló, su mente se convirtió en un espacio denso y oscuro, y la mujer cayó en el suelo como si la vida se hubiera esfumado de su cuerpo, de hecho no tardaría mucho en morir.
𝙵𝚃: Sukuna リョーメン
Aquel día, en el que Sukuna murió, el corazón de Uraume se rompió en miles de pedazos. Un lacerante e insoportable dolor se alojó en su pecho. Era como si le estuvieran arrancando el corazón a dolor vivo con un afilado puñal cuyo filo estaba revestido por un veneno.
Con un sentimiento de odio, había visto como los hechiceros se alegraban por la muerte de su señor Sukuna. Lo más insoportable para ella es que nadie imaginaba cuán horrible era su sufrimiento, nadie imaginaba cuánto le dolía la muerte de su Señor... Ella, a diferencia del resto de hechiceros, ni siquiera tenía a nadie con quien compartir su dolor.
Desde el día del enfrentamiento entre Sukuna y Yuji, los hechiceros creían que Sukuna y ella habían muerto, a fin de cuentas solo Hakari sabía lo que ocurrió con ella y el hechicero la daba por muerta.
Sin embargo, Uraume no se había suicidado aquel día tras la muerte de Sukuna, solo había recurrido a una técnica de desvanecimiento físico.
Los días posteriores a la muerte de Sukuna no fueron mucho mejores para Uraume. El dolor no cesaba, a pesar de que aún se aferraba desesperadamente a una efímera posibilidad por volver a verle, sus ojos estaban enrojecidos e inflamados de llorar y no lograba descansar pues el sufrimiento no se lo permitía.
La mujer vagaba cada día siguiendo meticulosamente los pasos de un complejo plan y, cuando no podía avanzar más con la ejecución de aquel plan, se escondía en un pequeño templo abandonado a las afueras de Tokio.
Los días fueron pasando lentamente y pronto estos se convirtieron en semanas, pero Uraume no había descansado ni un solo día.
En aquel pequeño templo olvidado, Uraume se escondía aquella noche. Un altar de mármol blanco en el centro de la estancia se encontraba envuelto en llamas.
A los pies de Uraume se encontraba un dedo de Sukuna. El último de los veinte. Dedo que ahora y sin que nadie lo supiera, excepto Uraume, albergaba toda el alma del Rey de las Maldiciones.
Junto al dedo había un puñal de largas dimensiones.
—Cerrad la boca o será peor.
Dijo la mujer de cabellos blancos dirigiéndose a alguien que gimoteaba en un rincón oscuro de aquel templo. Tan solo la luz que desprendían las llamas del altar permitían ver que, en aquel rincón, se encontraban un numeroso grupo formado por varios hombres, mujeres y niños, los cuales estaban atrapados en un enorme bloque de hielo. Eran hechiceros.
Uraume volvió a centrar su mirada en aquel enorme fuego que crepitaba delante de ella. De forma lenta, delicada y formal, Uraume se agachó en el suelo y tomó entre sus manos el dedo de Sukuna. Lo hizo con un cuidado y un cariño extremos.
Con pasos lentos pero decididos, Uraume se aproximó al fuego.
—Ofrenda sagrada, con su alma sellada.
Tras aquellas palabras, Uraume lanzó el dedo de Sukuna al fuego. Aquel simple gesto hizo que las llamas se avivaran tanto que ahora alcanzaban el alto techo y ocupaban la mayor parte de la estancia, tan solo parecían respetar el espacio que Uraume ocupaba.
—Carne de un inocente, en pureza entregada, restaurarás al rey con su alma condenada.
En aquel momento Uraume giró sobre sí misma y clavó su mirada en el grupo de hechiceros atrapados en el hielo. Elevó una de sus manos y controló el hielo haciendo que este creciera y dirigiera a aquellas personas al fuego.
Los gritos de dolor resonaron en el templo cuando los hechiceros cayeron al interior de aquellas llamas, pero aquel fuego era tan abrasador que pronto los gritos cesaron.
—Sangre del fiel. Ofrenda consagrada.
Con manos temblorosas Uraume tomó el puñal que aún yacía en el suelo, lo sostuvo en el aire con ambas manos.
—Mi sangre te devolverá tu grandeza, mi Señor.
Y tras aquellas palabras, Uraume clavó aquel puñal en su propio abdomen.
Gritó de dolor y cayó de rodillas al suelo. Su ropa se bañó de aquel líquido carmesí y la sangre que iba cayendo al suelo, ahora mezclada con las lágrimas de dolor que emanaban de sus ojos, comenzó a hacer un camino directo hacia el fuego.
Uraume fue incapaz de ver su propia sangre dirigiéndose al fuego, ni siquiera pudo ver si el ritual surtió efecto alguno o no. Su vista se nubló, su mente se convirtió en un espacio denso y oscuro, y la mujer cayó en el suelo como si la vida se hubiera esfumado de su cuerpo, de hecho no tardaría mucho en morir.
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𝙵𝚃: [king_of_cursed]
Aquel día, en el que Sukuna murió, el corazón de Uraume se rompió en miles de pedazos. Un lacerante e insoportable dolor se alojó en su pecho. Era como si le estuvieran arrancando el corazón a dolor vivo con un afilado puñal cuyo filo estaba revestido por un veneno.
Con un sentimiento de odio, había visto como los hechiceros se alegraban por la muerte de su señor Sukuna. Lo más insoportable para ella es que nadie imaginaba cuán horrible era su sufrimiento, nadie imaginaba cuánto le dolía la muerte de su Señor... Ella, a diferencia del resto de hechiceros, ni siquiera tenía a nadie con quien compartir su dolor.
Desde el día del enfrentamiento entre Sukuna y Yuji, los hechiceros creían que Sukuna y ella habían muerto, a fin de cuentas solo Hakari sabía lo que ocurrió con ella y el hechicero la daba por muerta.
Sin embargo, Uraume no se había suicidado aquel día tras la muerte de Sukuna, solo había recurrido a una técnica de desvanecimiento físico.
Los días posteriores a la muerte de Sukuna no fueron mucho mejores para Uraume. El dolor no cesaba, a pesar de que aún se aferraba desesperadamente a una efímera posibilidad por volver a verle, sus ojos estaban enrojecidos e inflamados de llorar y no lograba descansar pues el sufrimiento no se lo permitía.
La mujer vagaba cada día siguiendo meticulosamente los pasos de un complejo plan y, cuando no podía avanzar más con la ejecución de aquel plan, se escondía en un pequeño templo abandonado a las afueras de Tokio.
Los días fueron pasando lentamente y pronto estos se convirtieron en semanas, pero Uraume no había descansado ni un solo día.
En aquel pequeño templo olvidado, Uraume se escondía aquella noche. Un altar de mármol blanco en el centro de la estancia se encontraba envuelto en llamas.
A los pies de Uraume se encontraba un dedo de Sukuna. El último de los veinte. Dedo que ahora y sin que nadie lo supiera, excepto Uraume, albergaba toda el alma del Rey de las Maldiciones.
Junto al dedo había un puñal de largas dimensiones.
—Cerrad la boca o será peor.
Dijo la mujer de cabellos blancos dirigiéndose a alguien que gimoteaba en un rincón oscuro de aquel templo. Tan solo la luz que desprendían las llamas del altar permitían ver que, en aquel rincón, se encontraban un numeroso grupo formado por varios hombres, mujeres y niños, los cuales estaban atrapados en un enorme bloque de hielo. Eran hechiceros.
Uraume volvió a centrar su mirada en aquel enorme fuego que crepitaba delante de ella. De forma lenta, delicada y formal, Uraume se agachó en el suelo y tomó entre sus manos el dedo de Sukuna. Lo hizo con un cuidado y un cariño extremos.
Con pasos lentos pero decididos, Uraume se aproximó al fuego.
—Ofrenda sagrada, con su alma sellada.
Tras aquellas palabras, Uraume lanzó el dedo de Sukuna al fuego. Aquel simple gesto hizo que las llamas se avivaran tanto que ahora alcanzaban el alto techo y ocupaban la mayor parte de la estancia, tan solo parecían respetar el espacio que Uraume ocupaba.
—Carne de un inocente, en pureza entregada, restaurarás al rey con su alma condenada.
En aquel momento Uraume giró sobre sí misma y clavó su mirada en el grupo de hechiceros atrapados en el hielo. Elevó una de sus manos y controló el hielo haciendo que este creciera y dirigiera a aquellas personas al fuego.
Los gritos de dolor resonaron en el templo cuando los hechiceros cayeron al interior de aquellas llamas, pero aquel fuego era tan abrasador que pronto los gritos cesaron.
—Sangre del fiel. Ofrenda consagrada.
Con manos temblorosas Uraume tomó el puñal que aún yacía en el suelo, lo sostuvo en el aire con ambas manos.
—Mi sangre te devolverá tu grandeza, mi Señor.
Y tras aquellas palabras, Uraume clavó aquel puñal en su propio abdomen.
Gritó de dolor y cayó de rodillas al suelo. Su ropa se bañó de aquel líquido carmesí y la sangre que iba cayendo al suelo, ahora mezclada con las lágrimas de dolor que emanaban de sus ojos, comenzó a hacer un camino directo hacia el fuego.
Uraume fue incapaz de ver su propia sangre dirigiéndose al fuego, ni siquiera pudo ver si el ritual surtió efecto alguno o no. Su vista se nubló, su mente se convirtió en un espacio denso y oscuro, y la mujer cayó en el suelo como si la vida se hubiera esfumado de su cuerpo, de hecho no tardaría mucho en morir.
Tipo
Individual
Líneas
Cualquier línea
Estado
Disponible