¿Sabéis qué ocurre cuando un hada se queda sin su polvo especial?
Ese polvo dorado que emana del Gran Árbol de las Hadas, la esencia misma de su existencia. Sin él, un hada deja de serlo. Sus alas se marchitan, su luz se apaga y su alma se convierte en un reflejo opaco de lo que fue.
Eso le pasó a Iera.
Desterrada. No por un enemigo, no por un extraño… sino por su propio hermano. Aquel a quien amaba más que a nadie, aquél con quien compartió risas bajo la luna plateada, quien una vez le prometió protegerla.
Pero el amor de su hermano se pudrió en veneno. Y cuando la ambición consumió su corazón, Iera fue la primera en pagar el precio. La arrojó fuera del reino, lejos del Árbol, lejos de todo lo que la mantenía con vida.
Al principio, luchó. Buscó formas de suplir la magia que le faltaba. Pero el polvo de hada no tiene sustituto. Y pronto llegaron los síntomas.
Las alas de Iera fueron las primeras en quebrarse, como hojas secas en otoño. Su piel, antaño luminosa, se cubrió de grietas que supuraban dolor. Su voz se tornó un eco débil, incapaz de invocar los hechizos que una vez tejía con facilidad. Y su corazón… su corazón latía con menos fuerza cada día.
Fue entonces cuando él apareció.
Con su porte orgulloso y su mirada de hielo, su hermano la contempló con satisfacción. La había estado esperando, saboreando el momento en que la vería arrodillada, hundida en la miseria, más cercana a la muerte que a la vida.
—Mírate, Iera— susurró, con una sonrisa torcida. —No queda nada de ti—
Ella no respondió. No tenía fuerzas. Solo lo miró, con esos ojos llenos de tristeza infinita, preguntándose cómo el niño con el que una vez jugó en los jardines de su hogar se había convertido en su peor enemigo.
Él se inclinó, sujetándola por el mentón con una suavidad cruel.
—Duele, ¿verdad?— susurró con satisfacción. —Verte convertida en nada, me encanta—
Las lágrimas resbalaron por el rostro de Iera. No porque temiera morir. Sino porque, en el fondo, aún guardaba un pequeño y absurdo deseo: que su hermano la abrazara como antes, que le dijera que todo había sido un error.
Pero ese momento nunca llegó.
Cuando su cuerpo cayó en el agua oscura, cuando su último aliento se escapó de sus labios, él simplemente la observó… y sonrió.
Porque no hay mayor placer que ver a alguien quebrarse bajo tus propias manos.
Y él se aseguró de que Iera sufriera hasta el último instante.
Ese polvo dorado que emana del Gran Árbol de las Hadas, la esencia misma de su existencia. Sin él, un hada deja de serlo. Sus alas se marchitan, su luz se apaga y su alma se convierte en un reflejo opaco de lo que fue.
Eso le pasó a Iera.
Desterrada. No por un enemigo, no por un extraño… sino por su propio hermano. Aquel a quien amaba más que a nadie, aquél con quien compartió risas bajo la luna plateada, quien una vez le prometió protegerla.
Pero el amor de su hermano se pudrió en veneno. Y cuando la ambición consumió su corazón, Iera fue la primera en pagar el precio. La arrojó fuera del reino, lejos del Árbol, lejos de todo lo que la mantenía con vida.
Al principio, luchó. Buscó formas de suplir la magia que le faltaba. Pero el polvo de hada no tiene sustituto. Y pronto llegaron los síntomas.
Las alas de Iera fueron las primeras en quebrarse, como hojas secas en otoño. Su piel, antaño luminosa, se cubrió de grietas que supuraban dolor. Su voz se tornó un eco débil, incapaz de invocar los hechizos que una vez tejía con facilidad. Y su corazón… su corazón latía con menos fuerza cada día.
Fue entonces cuando él apareció.
Con su porte orgulloso y su mirada de hielo, su hermano la contempló con satisfacción. La había estado esperando, saboreando el momento en que la vería arrodillada, hundida en la miseria, más cercana a la muerte que a la vida.
—Mírate, Iera— susurró, con una sonrisa torcida. —No queda nada de ti—
Ella no respondió. No tenía fuerzas. Solo lo miró, con esos ojos llenos de tristeza infinita, preguntándose cómo el niño con el que una vez jugó en los jardines de su hogar se había convertido en su peor enemigo.
Él se inclinó, sujetándola por el mentón con una suavidad cruel.
—Duele, ¿verdad?— susurró con satisfacción. —Verte convertida en nada, me encanta—
Las lágrimas resbalaron por el rostro de Iera. No porque temiera morir. Sino porque, en el fondo, aún guardaba un pequeño y absurdo deseo: que su hermano la abrazara como antes, que le dijera que todo había sido un error.
Pero ese momento nunca llegó.
Cuando su cuerpo cayó en el agua oscura, cuando su último aliento se escapó de sus labios, él simplemente la observó… y sonrió.
Porque no hay mayor placer que ver a alguien quebrarse bajo tus propias manos.
Y él se aseguró de que Iera sufriera hasta el último instante.
¿Sabéis qué ocurre cuando un hada se queda sin su polvo especial?
Ese polvo dorado que emana del Gran Árbol de las Hadas, la esencia misma de su existencia. Sin él, un hada deja de serlo. Sus alas se marchitan, su luz se apaga y su alma se convierte en un reflejo opaco de lo que fue.
Eso le pasó a Iera.
Desterrada. No por un enemigo, no por un extraño… sino por su propio hermano. Aquel a quien amaba más que a nadie, aquél con quien compartió risas bajo la luna plateada, quien una vez le prometió protegerla.
Pero el amor de su hermano se pudrió en veneno. Y cuando la ambición consumió su corazón, Iera fue la primera en pagar el precio. La arrojó fuera del reino, lejos del Árbol, lejos de todo lo que la mantenía con vida.
Al principio, luchó. Buscó formas de suplir la magia que le faltaba. Pero el polvo de hada no tiene sustituto. Y pronto llegaron los síntomas.
Las alas de Iera fueron las primeras en quebrarse, como hojas secas en otoño. Su piel, antaño luminosa, se cubrió de grietas que supuraban dolor. Su voz se tornó un eco débil, incapaz de invocar los hechizos que una vez tejía con facilidad. Y su corazón… su corazón latía con menos fuerza cada día.
Fue entonces cuando él apareció.
Con su porte orgulloso y su mirada de hielo, su hermano la contempló con satisfacción. La había estado esperando, saboreando el momento en que la vería arrodillada, hundida en la miseria, más cercana a la muerte que a la vida.
—Mírate, Iera— susurró, con una sonrisa torcida. —No queda nada de ti—
Ella no respondió. No tenía fuerzas. Solo lo miró, con esos ojos llenos de tristeza infinita, preguntándose cómo el niño con el que una vez jugó en los jardines de su hogar se había convertido en su peor enemigo.
Él se inclinó, sujetándola por el mentón con una suavidad cruel.
—Duele, ¿verdad?— susurró con satisfacción. —Verte convertida en nada, me encanta—
Las lágrimas resbalaron por el rostro de Iera. No porque temiera morir. Sino porque, en el fondo, aún guardaba un pequeño y absurdo deseo: que su hermano la abrazara como antes, que le dijera que todo había sido un error.
Pero ese momento nunca llegó.
Cuando su cuerpo cayó en el agua oscura, cuando su último aliento se escapó de sus labios, él simplemente la observó… y sonrió.
Porque no hay mayor placer que ver a alguien quebrarse bajo tus propias manos.
Y él se aseguró de que Iera sufriera hasta el último instante.
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