Conviviendo entre mortales
Bajo el mismo cielo.
Fangjiang — Earthrrealm.
(Autoconclusivo)
El alba se filtraba con timidez entre las ramas de los cerezos que bordeaban la aldea de Fang Jiang. El rocío colgaba de las hojas como diminutas joyas, y el murmullo del viento apenas osaba perturbar la quietud del amanecer. Desde su cabaña, a las afueras del pueblo, Mei abrió los ojos al canto lejano de un gallo y los pájaros. No era un sonido nuevo para ella, pero aún le resultaba extraño no despertar con los cánticos celestiales o las plegarias entonadas en el templo del cielo. En su lugar, ahora la recibía el aroma a madera, a tierra húmeda y a arroz cocido con lentitud.
Sentada en el borde del futón, con los pies desnudos tocando el suelo frío, Mei respiró hondo. Había algo profundamente humano en esa incomodidad matinal, en ese cansancio leve que no provenía de la batalla, sino del trabajo cotidiano. Se cubrió con un kimono sencillo de lino, recogió su cabello en una trenza descuidada y abrió la puerta de su hogar.
La luz dorada del sol acarició su rostro. Frente a ella, el jardín susurraba vida: flores silvestres, hierbas curativas y pequeños cultivos que habían brotado bajo su cuidado. A un lado, las gallinas correteaban impacientes, las ovejas daban los buenos días a su modo, aún adormiladas y un par de patos chapoteaban en el estanque que ella lea habia construido cuidadosamente. No usó su poder para alimentarlos, ni para limpiar, ni siquiera para calentar el agua. Cada acto, por pequeño que fuera, lo hacía con sus propias manos, como había decidido desde el día que llegó.
Ese era su voto: vivir como los mortales, sentir como ellos, errar como ellos.
A media mañana, ya había hervido arroz, recogido huevos, lavado ropa y podado el borde del sendero que llevaba a su casa. Fue entonces cuando escuchó los pasos apresurados de una mujer. Alzó la mirada y vio a una madre con el rostro pálido, cargando a un niño que temblaba de fiebre. No hubo presentaciones. Solo necesidad.
Mei no hizo preguntas. Llevó al pequeño a una de las esteras tejidas junto al hogar, preparó con precisión un cataplasma de raíz de jengibre, fenogreco y flores de caléndula. Mientras lo aplicaba, murmuraba palabras suaves en una lengua antigua, la lengua de la vida y la luz, que no eran conjuros, sino caricias para el alma. Mojó un paño en agua tibia con lavanda y lo colocó sobre la frente del niño, cuidando de no alterar el equilibrio de su energía.
—Esta noche descansará mejor —susurró con una sonrisa apacible.
No hubo destellos divinos. Ningún milagro evidente. Solo conocimiento, ternura… y tiempo.
Su jardín, el rincón más sagrado de su hogar, era un mapa de su alma. Allí crecían desde la valeriana hasta la ambrosía, pasando por helechos que susurraban secretos traídos del cielo. En el centro, una piedra blanca tallada con el símbolo del viento y la vida reposaba como un pequeño altar silencioso. Mei solía sentarse frente a ella al atardecer, los ojos cerrados, el corazón calmo. No oraba como en el templo. Solo escuchaba. El susurro de la tierra, el canto de las hojas… y, a veces, el recuerdo de su padre riendo entre las nubes.
Un día, mientras recogía flores de loto en el borde del estanque, un anciano de la aldea se le acercó. Caminaba con lentitud, pero sus ojos conservaban la chispa de la sabiduría.
—Usted no es de aquí, ¿no es asi jovencita? —dijo con voz ronca, pero firme—. Y, sin embargo, ha hecho más por esta tierra que muchos que han nacido en ella.
Mei bajó la mirada, incómoda con el elogio.
—No soy nada especial —respondió con humildad—. Solo… estoy aprendiendo.
—Para nosotros, es un honor tenerla morando en nuestro pacífico pueblo, muchos dicen que es una especie de oráculo —dijo él, sin dudar—. No de esos que predicen tormentas, sino de los que enseñan a sembrar después de ellas.
Se marchó dejándola en silencio, no sin antes dejarle como regalo una canasta llena de frutas y verduras cosechadas en Fangjiang, ella asintió con dulzura hacia el regalo que, indirectamente, se traduce como ofrenda, luego que el anciano se retiró del sitio, Mei observó sus manos —callosas, con tierra bajo las uñas— y sonrió. Tal vez, en ese mundo tan distante al suyo, por fin estaba encontrando un propósito que ni los dioses antiguos quisieron darle.
Y así pasaban los días. Entre el canto de las aves, el tacto de la arcilla, los suspiros de niños sanados y los ocasos silenciosos. No necesitaba trono, ni corona, ni alabanza. Solo necesitaba sentirse viva… bajo el mismo cielo que cubría tanto a dioses como a mortales.
Fangjiang — Earthrrealm.
(Autoconclusivo)
El alba se filtraba con timidez entre las ramas de los cerezos que bordeaban la aldea de Fang Jiang. El rocío colgaba de las hojas como diminutas joyas, y el murmullo del viento apenas osaba perturbar la quietud del amanecer. Desde su cabaña, a las afueras del pueblo, Mei abrió los ojos al canto lejano de un gallo y los pájaros. No era un sonido nuevo para ella, pero aún le resultaba extraño no despertar con los cánticos celestiales o las plegarias entonadas en el templo del cielo. En su lugar, ahora la recibía el aroma a madera, a tierra húmeda y a arroz cocido con lentitud.
Sentada en el borde del futón, con los pies desnudos tocando el suelo frío, Mei respiró hondo. Había algo profundamente humano en esa incomodidad matinal, en ese cansancio leve que no provenía de la batalla, sino del trabajo cotidiano. Se cubrió con un kimono sencillo de lino, recogió su cabello en una trenza descuidada y abrió la puerta de su hogar.
La luz dorada del sol acarició su rostro. Frente a ella, el jardín susurraba vida: flores silvestres, hierbas curativas y pequeños cultivos que habían brotado bajo su cuidado. A un lado, las gallinas correteaban impacientes, las ovejas daban los buenos días a su modo, aún adormiladas y un par de patos chapoteaban en el estanque que ella lea habia construido cuidadosamente. No usó su poder para alimentarlos, ni para limpiar, ni siquiera para calentar el agua. Cada acto, por pequeño que fuera, lo hacía con sus propias manos, como había decidido desde el día que llegó.
Ese era su voto: vivir como los mortales, sentir como ellos, errar como ellos.
A media mañana, ya había hervido arroz, recogido huevos, lavado ropa y podado el borde del sendero que llevaba a su casa. Fue entonces cuando escuchó los pasos apresurados de una mujer. Alzó la mirada y vio a una madre con el rostro pálido, cargando a un niño que temblaba de fiebre. No hubo presentaciones. Solo necesidad.
Mei no hizo preguntas. Llevó al pequeño a una de las esteras tejidas junto al hogar, preparó con precisión un cataplasma de raíz de jengibre, fenogreco y flores de caléndula. Mientras lo aplicaba, murmuraba palabras suaves en una lengua antigua, la lengua de la vida y la luz, que no eran conjuros, sino caricias para el alma. Mojó un paño en agua tibia con lavanda y lo colocó sobre la frente del niño, cuidando de no alterar el equilibrio de su energía.
—Esta noche descansará mejor —susurró con una sonrisa apacible.
No hubo destellos divinos. Ningún milagro evidente. Solo conocimiento, ternura… y tiempo.
Su jardín, el rincón más sagrado de su hogar, era un mapa de su alma. Allí crecían desde la valeriana hasta la ambrosía, pasando por helechos que susurraban secretos traídos del cielo. En el centro, una piedra blanca tallada con el símbolo del viento y la vida reposaba como un pequeño altar silencioso. Mei solía sentarse frente a ella al atardecer, los ojos cerrados, el corazón calmo. No oraba como en el templo. Solo escuchaba. El susurro de la tierra, el canto de las hojas… y, a veces, el recuerdo de su padre riendo entre las nubes.
Un día, mientras recogía flores de loto en el borde del estanque, un anciano de la aldea se le acercó. Caminaba con lentitud, pero sus ojos conservaban la chispa de la sabiduría.
—Usted no es de aquí, ¿no es asi jovencita? —dijo con voz ronca, pero firme—. Y, sin embargo, ha hecho más por esta tierra que muchos que han nacido en ella.
Mei bajó la mirada, incómoda con el elogio.
—No soy nada especial —respondió con humildad—. Solo… estoy aprendiendo.
—Para nosotros, es un honor tenerla morando en nuestro pacífico pueblo, muchos dicen que es una especie de oráculo —dijo él, sin dudar—. No de esos que predicen tormentas, sino de los que enseñan a sembrar después de ellas.
Se marchó dejándola en silencio, no sin antes dejarle como regalo una canasta llena de frutas y verduras cosechadas en Fangjiang, ella asintió con dulzura hacia el regalo que, indirectamente, se traduce como ofrenda, luego que el anciano se retiró del sitio, Mei observó sus manos —callosas, con tierra bajo las uñas— y sonrió. Tal vez, en ese mundo tan distante al suyo, por fin estaba encontrando un propósito que ni los dioses antiguos quisieron darle.
Y así pasaban los días. Entre el canto de las aves, el tacto de la arcilla, los suspiros de niños sanados y los ocasos silenciosos. No necesitaba trono, ni corona, ni alabanza. Solo necesitaba sentirse viva… bajo el mismo cielo que cubría tanto a dioses como a mortales.
Bajo el mismo cielo.
Fangjiang — Earthrrealm.
(Autoconclusivo)
El alba se filtraba con timidez entre las ramas de los cerezos que bordeaban la aldea de Fang Jiang. El rocío colgaba de las hojas como diminutas joyas, y el murmullo del viento apenas osaba perturbar la quietud del amanecer. Desde su cabaña, a las afueras del pueblo, Mei abrió los ojos al canto lejano de un gallo y los pájaros. No era un sonido nuevo para ella, pero aún le resultaba extraño no despertar con los cánticos celestiales o las plegarias entonadas en el templo del cielo. En su lugar, ahora la recibía el aroma a madera, a tierra húmeda y a arroz cocido con lentitud.
Sentada en el borde del futón, con los pies desnudos tocando el suelo frío, Mei respiró hondo. Había algo profundamente humano en esa incomodidad matinal, en ese cansancio leve que no provenía de la batalla, sino del trabajo cotidiano. Se cubrió con un kimono sencillo de lino, recogió su cabello en una trenza descuidada y abrió la puerta de su hogar.
La luz dorada del sol acarició su rostro. Frente a ella, el jardín susurraba vida: flores silvestres, hierbas curativas y pequeños cultivos que habían brotado bajo su cuidado. A un lado, las gallinas correteaban impacientes, las ovejas daban los buenos días a su modo, aún adormiladas y un par de patos chapoteaban en el estanque que ella lea habia construido cuidadosamente. No usó su poder para alimentarlos, ni para limpiar, ni siquiera para calentar el agua. Cada acto, por pequeño que fuera, lo hacía con sus propias manos, como había decidido desde el día que llegó.
Ese era su voto: vivir como los mortales, sentir como ellos, errar como ellos.
A media mañana, ya había hervido arroz, recogido huevos, lavado ropa y podado el borde del sendero que llevaba a su casa. Fue entonces cuando escuchó los pasos apresurados de una mujer. Alzó la mirada y vio a una madre con el rostro pálido, cargando a un niño que temblaba de fiebre. No hubo presentaciones. Solo necesidad.
Mei no hizo preguntas. Llevó al pequeño a una de las esteras tejidas junto al hogar, preparó con precisión un cataplasma de raíz de jengibre, fenogreco y flores de caléndula. Mientras lo aplicaba, murmuraba palabras suaves en una lengua antigua, la lengua de la vida y la luz, que no eran conjuros, sino caricias para el alma. Mojó un paño en agua tibia con lavanda y lo colocó sobre la frente del niño, cuidando de no alterar el equilibrio de su energía.
—Esta noche descansará mejor —susurró con una sonrisa apacible.
No hubo destellos divinos. Ningún milagro evidente. Solo conocimiento, ternura… y tiempo.
Su jardín, el rincón más sagrado de su hogar, era un mapa de su alma. Allí crecían desde la valeriana hasta la ambrosía, pasando por helechos que susurraban secretos traídos del cielo. En el centro, una piedra blanca tallada con el símbolo del viento y la vida reposaba como un pequeño altar silencioso. Mei solía sentarse frente a ella al atardecer, los ojos cerrados, el corazón calmo. No oraba como en el templo. Solo escuchaba. El susurro de la tierra, el canto de las hojas… y, a veces, el recuerdo de su padre riendo entre las nubes.
Un día, mientras recogía flores de loto en el borde del estanque, un anciano de la aldea se le acercó. Caminaba con lentitud, pero sus ojos conservaban la chispa de la sabiduría.
—Usted no es de aquí, ¿no es asi jovencita? —dijo con voz ronca, pero firme—. Y, sin embargo, ha hecho más por esta tierra que muchos que han nacido en ella.
Mei bajó la mirada, incómoda con el elogio.
—No soy nada especial —respondió con humildad—. Solo… estoy aprendiendo.
—Para nosotros, es un honor tenerla morando en nuestro pacífico pueblo, muchos dicen que es una especie de oráculo —dijo él, sin dudar—. No de esos que predicen tormentas, sino de los que enseñan a sembrar después de ellas.
Se marchó dejándola en silencio, no sin antes dejarle como regalo una canasta llena de frutas y verduras cosechadas en Fangjiang, ella asintió con dulzura hacia el regalo que, indirectamente, se traduce como ofrenda, luego que el anciano se retiró del sitio, Mei observó sus manos —callosas, con tierra bajo las uñas— y sonrió. Tal vez, en ese mundo tan distante al suyo, por fin estaba encontrando un propósito que ni los dioses antiguos quisieron darle.
Y así pasaban los días. Entre el canto de las aves, el tacto de la arcilla, los suspiros de niños sanados y los ocasos silenciosos. No necesitaba trono, ni corona, ni alabanza. Solo necesitaba sentirse viva… bajo el mismo cielo que cubría tanto a dioses como a mortales.
Tipo
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Cualquier línea
Estado
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