• Solo reproduce cualquier canción

    No era raro que a inicio del invierno el grupo que lo conocían de la orquesta le invitaran a salir a beber, siempre lo hacían cuadrando los tiempos necesarios para que él saliera, como si estuviesen a una agrupación conspirativa que se enfoca única y exclusivamente en salir a beber juntos, lo agradecía, muchas veces se olvidaba de lo divertido que era no estar preocupado, con los tiempos sobre su espalda, agotando su cuerpo hasta más no poder. Esa noche ya todos estaban un poco pasados de copas, hablando algunos más coherentes que otros, pero Yuiichi solo estaba callado con una sonrisa boba que no mostraba los dientes, nunca le gusto mostrar los dientes por el colmillo que sobresalía de forma suave. Por lo general, mantenía su rostro sereno, caracterizado por la expresión que muchas veces solo denotaba incomodidad, pero en ese momento solo tenía la sonrisa por el obvio estado de ebriedad era bastante adorable de ver.

    No supo en qué momento, pero soltaron papelillo en el ambiente del bar en el que estaban, algo de verdad muy bonito de ver. Por lo general no bebía, y si lo hacía no era en exceso, no quería terminar muriendo tan joven, además de que tenía una resistencia al alcohol en números negativos, pero a veces le era difícil medirse, en especial cuando sus amigos hacían juegos tontos que todo el mundo pensaba que habían quedado en la universidad. A pesar de todo, no podía evitar la risa baja que le hacía mostrar su rostro más pequeño ante las expresiones que se le escapaban.

    Había tenido días tranquilos a pesar del ajetreo de la ciudad, apenas le dieran las vacaciones su primer viaje sería estar un tiempo en su casa de la infancia, cada navidad se juntaban todos en la familia y de verdad es que era algo agradable, salir al mar de vez en cuando con el aire gélido en su piel y el olor a salitre en el ambiente era algo que le llenaba. A pesar de eso, estar donde su padre había fallecido era algo que le oprimía el pecho de vez en cuando.

    Después de una extensa conversación sobre qué harían para navidad que comenzó después de un largo rato jugando, Yuiichi se excusó un momento para salir a tomar aire, apenas podía caminar bien sin tropezar con sus propios zapatos y decidió no salir con su chaqueta, pero debido al alcohol no sentía con fuerza el clima gélido que estaba a su alrededor, sólo tenía su camisa blanca con un jean casual con algunos parches hechos en bordado tradicional que hacía su padre cuando él estaba más joven, tenía papelitos metalizados en el cabello y parte de la camisa al momento que salió del local, solo andaba sonriendo mientras miraba a la gente pasar por la calle, apoyado bajo los faroles neón del lugar siendo opacado por la leve capa de nieve vieja que se había asentado en distintos lugares.
    Solo reproduce cualquier canción No era raro que a inicio del invierno el grupo que lo conocían de la orquesta le invitaran a salir a beber, siempre lo hacían cuadrando los tiempos necesarios para que él saliera, como si estuviesen a una agrupación conspirativa que se enfoca única y exclusivamente en salir a beber juntos, lo agradecía, muchas veces se olvidaba de lo divertido que era no estar preocupado, con los tiempos sobre su espalda, agotando su cuerpo hasta más no poder. Esa noche ya todos estaban un poco pasados de copas, hablando algunos más coherentes que otros, pero Yuiichi solo estaba callado con una sonrisa boba que no mostraba los dientes, nunca le gusto mostrar los dientes por el colmillo que sobresalía de forma suave. Por lo general, mantenía su rostro sereno, caracterizado por la expresión que muchas veces solo denotaba incomodidad, pero en ese momento solo tenía la sonrisa por el obvio estado de ebriedad era bastante adorable de ver. No supo en qué momento, pero soltaron papelillo en el ambiente del bar en el que estaban, algo de verdad muy bonito de ver. Por lo general no bebía, y si lo hacía no era en exceso, no quería terminar muriendo tan joven, además de que tenía una resistencia al alcohol en números negativos, pero a veces le era difícil medirse, en especial cuando sus amigos hacían juegos tontos que todo el mundo pensaba que habían quedado en la universidad. A pesar de todo, no podía evitar la risa baja que le hacía mostrar su rostro más pequeño ante las expresiones que se le escapaban. Había tenido días tranquilos a pesar del ajetreo de la ciudad, apenas le dieran las vacaciones su primer viaje sería estar un tiempo en su casa de la infancia, cada navidad se juntaban todos en la familia y de verdad es que era algo agradable, salir al mar de vez en cuando con el aire gélido en su piel y el olor a salitre en el ambiente era algo que le llenaba. A pesar de eso, estar donde su padre había fallecido era algo que le oprimía el pecho de vez en cuando. Después de una extensa conversación sobre qué harían para navidad que comenzó después de un largo rato jugando, Yuiichi se excusó un momento para salir a tomar aire, apenas podía caminar bien sin tropezar con sus propios zapatos y decidió no salir con su chaqueta, pero debido al alcohol no sentía con fuerza el clima gélido que estaba a su alrededor, sólo tenía su camisa blanca con un jean casual con algunos parches hechos en bordado tradicional que hacía su padre cuando él estaba más joven, tenía papelitos metalizados en el cabello y parte de la camisa al momento que salió del local, solo andaba sonriendo mientras miraba a la gente pasar por la calle, apoyado bajo los faroles neón del lugar siendo opacado por la leve capa de nieve vieja que se había asentado en distintos lugares.
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  • ATENCION: Contenido sensible. No apto paro todos los lectores.

    "Dónde cesa el dolor"

    Bajo la tenue luz de una lámpara de bombilla desnuda, la sombra de Elisa se proyectaba, temblorosa, contra la pared desconchada de su habitación. Tenía once años, y el miedo era la única compañía que reconocía desde que tenía uso de razón. Fuera, tras la delgada puerta de madera, resonaban los pasos pesados de su padre. Cada talonazo contra el suelo de cemento era el redoble de un tambor que anunciaba una nueva sesión de tormento.

    Esa noche, la furia del hombre había sido peor que de costumbre. La culpa fue un plato de sopa derramado, un accidente infantil que para él fue una afrenta imperdonable. Los golpes, primero puños cerrados, luego las patas de una silla, llovieron sobre su frágil cuerpo con una metódica crueldad. Elisa ya no lloraba. Había aprendido que las lágrimas avivaban la ira, no la apagaban. Se encogió, como un animalito herido, intentando que su mente se fugara lejos de allí, a un campo de flores que una vez vio en un libro de la escuela.

    Pero el cuerpo tiene un límite. Un último e injusto golpe en la cabeza, seco y sordo, apagó la luz de sus ojos. Ya no sintió el dolor. Solo una frialdad repentina que trepó por sus extremidades. Y entonces, dejó de respirar.

    Su pequeña forma yacía inmóvil en el suelo, un cuadro de una tragedia doméstica y silenciosa. Pero Elisa no estaba allí. O sí, pero ya no en ese cuerpo roto. Flotaba, ingrávida, observando la escena con una tranquilidad que nunca antes había conocido. No había miedo. No había tristeza. Solo una paz vasta y profunda, como un océano en calma después de una tormenta eterna.

    Fue entonces cuando Cillian llegó.

    No entró por la puerta. Simplemente estaba allí. No era un espectro con capa y guadaña, ni una figura esquelética y terrorífica. Se manifestó como una silueta serena, envuelta en una penumbra que no era oscuridad, sino la ausencia total de luz y ruido. No tenía rostro definido, pero Elisa sintió una atención inmensa y antigua posarse sobre ella.

    "¿Eres... el final?" preguntó la voz de Elisa, que ya no salía de sus labios, sino de la esencia misma de lo que ahora era.

    La figura se inclinó ligeramente. Su voz no era un sonido, sino un concepto que se implantó directamente en la conciencia de la niña. Era suave como la seda y firme como el granito.

    Soy el fin del dolor, Elisa. Soy el silencio después del grito.

    Una oleada de alivio, tan intensa que casi era tangible, inundó a la niña. Por primera vez en su vida, alguien —o algo— hablaba con una verdad que no hería.

    "¿Vas a llevarme lejos?"

    Sí. A un lugar donde los golpes no existen. Donde las voces no gritan. Donde el miedo se disuelve como el azúcar en la leche.

    Elisa miró hacia su cuerpo, pequeño y quebrado en el suelo. No sentía apego por él. Era la cárcel de la que por fin escapaba. Sintió lástima por la criatura que había estado atrapada allí dentro, pero no era ella ya.

    "Estoy lista", susurró su esencia. "Por favor, llévame. No quiero volver. Nunca más."

    Cillian extendió lo que podría ser una mano, una elongación de la penumbra. Elisa, sin vacilar, se acercó. No había frío en ese contacto, sino una neutralidad perfecta, el equilibrio absoluto.

    Tu vida fue corta y llena de sombras, prosiguió la voz en su mente. Lo siento. No es justo. Pero el viaje ha terminado. Descansarás.

    "¿Habrá luz?" preguntó Elisa, con un atisbo de la curiosidad infantil que la violencia nunca logró arrebatarle del todo. "En los libros... siempre hablan de una luz."

    La figura pareció contemplarla. Para ti, sí. Porque es lo que anhelas. Para otros, es la quietud de un bosque, el abrazo de un ser querido, o simplemente... el sueño eterno. Tú mereces la luz, pequeña guerrera.

    Elisa sintió cómo su esencia comenzaba a desprenderse por completo de la habitación, del olor a alcohol y enfado, del sonido de los ronquidos que ahora emanaban del salón. La figura de la Muerte la envolvía, no como un verdugo, sino como la nodriza más gentil, la madre que nunca tuvo.

    Miró hacia atrás por última vez. Vio su cuerpo, ya solo un cascarón vacío, y supo que la justicia en ese mundo era un concepto falaz. Pero la justicia de lo que venía después era perfecta. Era la cesación de todo sufrimiento.

    "Gracias", dijo Elisa, y fueron las palabras más sinceras que jamás había pronunciado. "Gracias por venir."

    Cillian no respondió con palabras. Solo transmitió una emoción: una aceptación infinita, un "de nada" que abarcaba eones.

    Y entonces, se fueron.

    La habitación quedó en silencio, solo roto por el tic-tac de un reloj viejo. El cuerpo de Elisa estaba en paz, pero la paz verdadera, la que ella anhelaba, no estaba en esa casa. Se la llevaba consigo, de la mano de la única entidad que, en toda su corta y difícil vida, le había ofrecido consuelo y una promesa de quietud. Por fin, por fin, se iba a un lugar donde nadie podría volver a hacerle daño. Y esa partida no era una tragedia, sino la bienvenida a un merecido y eterno descanso.
    ATENCION: Contenido sensible. No apto paro todos los lectores. "Dónde cesa el dolor" Bajo la tenue luz de una lámpara de bombilla desnuda, la sombra de Elisa se proyectaba, temblorosa, contra la pared desconchada de su habitación. Tenía once años, y el miedo era la única compañía que reconocía desde que tenía uso de razón. Fuera, tras la delgada puerta de madera, resonaban los pasos pesados de su padre. Cada talonazo contra el suelo de cemento era el redoble de un tambor que anunciaba una nueva sesión de tormento. Esa noche, la furia del hombre había sido peor que de costumbre. La culpa fue un plato de sopa derramado, un accidente infantil que para él fue una afrenta imperdonable. Los golpes, primero puños cerrados, luego las patas de una silla, llovieron sobre su frágil cuerpo con una metódica crueldad. Elisa ya no lloraba. Había aprendido que las lágrimas avivaban la ira, no la apagaban. Se encogió, como un animalito herido, intentando que su mente se fugara lejos de allí, a un campo de flores que una vez vio en un libro de la escuela. Pero el cuerpo tiene un límite. Un último e injusto golpe en la cabeza, seco y sordo, apagó la luz de sus ojos. Ya no sintió el dolor. Solo una frialdad repentina que trepó por sus extremidades. Y entonces, dejó de respirar. Su pequeña forma yacía inmóvil en el suelo, un cuadro de una tragedia doméstica y silenciosa. Pero Elisa no estaba allí. O sí, pero ya no en ese cuerpo roto. Flotaba, ingrávida, observando la escena con una tranquilidad que nunca antes había conocido. No había miedo. No había tristeza. Solo una paz vasta y profunda, como un océano en calma después de una tormenta eterna. Fue entonces cuando Cillian llegó. No entró por la puerta. Simplemente estaba allí. No era un espectro con capa y guadaña, ni una figura esquelética y terrorífica. Se manifestó como una silueta serena, envuelta en una penumbra que no era oscuridad, sino la ausencia total de luz y ruido. No tenía rostro definido, pero Elisa sintió una atención inmensa y antigua posarse sobre ella. "¿Eres... el final?" preguntó la voz de Elisa, que ya no salía de sus labios, sino de la esencia misma de lo que ahora era. La figura se inclinó ligeramente. Su voz no era un sonido, sino un concepto que se implantó directamente en la conciencia de la niña. Era suave como la seda y firme como el granito. Soy el fin del dolor, Elisa. Soy el silencio después del grito. Una oleada de alivio, tan intensa que casi era tangible, inundó a la niña. Por primera vez en su vida, alguien —o algo— hablaba con una verdad que no hería. "¿Vas a llevarme lejos?" Sí. A un lugar donde los golpes no existen. Donde las voces no gritan. Donde el miedo se disuelve como el azúcar en la leche. Elisa miró hacia su cuerpo, pequeño y quebrado en el suelo. No sentía apego por él. Era la cárcel de la que por fin escapaba. Sintió lástima por la criatura que había estado atrapada allí dentro, pero no era ella ya. "Estoy lista", susurró su esencia. "Por favor, llévame. No quiero volver. Nunca más." Cillian extendió lo que podría ser una mano, una elongación de la penumbra. Elisa, sin vacilar, se acercó. No había frío en ese contacto, sino una neutralidad perfecta, el equilibrio absoluto. Tu vida fue corta y llena de sombras, prosiguió la voz en su mente. Lo siento. No es justo. Pero el viaje ha terminado. Descansarás. "¿Habrá luz?" preguntó Elisa, con un atisbo de la curiosidad infantil que la violencia nunca logró arrebatarle del todo. "En los libros... siempre hablan de una luz." La figura pareció contemplarla. Para ti, sí. Porque es lo que anhelas. Para otros, es la quietud de un bosque, el abrazo de un ser querido, o simplemente... el sueño eterno. Tú mereces la luz, pequeña guerrera. Elisa sintió cómo su esencia comenzaba a desprenderse por completo de la habitación, del olor a alcohol y enfado, del sonido de los ronquidos que ahora emanaban del salón. La figura de la Muerte la envolvía, no como un verdugo, sino como la nodriza más gentil, la madre que nunca tuvo. Miró hacia atrás por última vez. Vio su cuerpo, ya solo un cascarón vacío, y supo que la justicia en ese mundo era un concepto falaz. Pero la justicia de lo que venía después era perfecta. Era la cesación de todo sufrimiento. "Gracias", dijo Elisa, y fueron las palabras más sinceras que jamás había pronunciado. "Gracias por venir." Cillian no respondió con palabras. Solo transmitió una emoción: una aceptación infinita, un "de nada" que abarcaba eones. Y entonces, se fueron. La habitación quedó en silencio, solo roto por el tic-tac de un reloj viejo. El cuerpo de Elisa estaba en paz, pero la paz verdadera, la que ella anhelaba, no estaba en esa casa. Se la llevaba consigo, de la mano de la única entidad que, en toda su corta y difícil vida, le había ofrecido consuelo y una promesa de quietud. Por fin, por fin, se iba a un lugar donde nadie podría volver a hacerle daño. Y esa partida no era una tragedia, sino la bienvenida a un merecido y eterno descanso.
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  • "El beso final"

    El aire estaba quieto.
    Ni una hoja se movía, como si el mundo contuviera la respiración ante lo que estaba por suceder.

    Ella lo miró sin temblar, con los ojos llenos de esa calma que solo tienen los que ya comprendieron.
    Frente a él —a la Muerte misma— no hubo súplica ni llanto. Solo un susurro, suave, casi reverente:

    —Antes de irme… quiero saber cómo se siente un beso tuyo.

    Cillian la observó en silencio.
    No había sorpresa en su expresión, ni compasión. Solo ese vacío sereno que se siente al borde del abismo.
    Sus pasos no hicieron ruido al acercarse. El mundo se volvió distante, gris, como si todo lo demás dejara de importar.

    —¿Un beso? —preguntó con voz baja, tan honda que parecía venir de otra época—.
    Sabes lo que eso significa.

    Ella asintió.
    —Lo sé. Es lo que deseo. No temo dejar de existir… temo no haberte conocido.

    Sus palabras lo atravesaron como un eco antiguo.
    Había escuchado muchas cosas a lo largo de los siglos: plegarias, insultos, ruegos… pero esa devoción pura, esa entrega sin drama, era un raro privilegio.

    Cillian levantó una mano y la posó en su mejilla. Su tacto era frío, pero no cruel.
    Sus labios se encontraron apenas, un roce sin tiempo, y el mundo se apagó.
    No hubo dolor, ni oscuridad… solo silencio.

    Cuando la separó de su abrazo, ella dormía ya en su eternidad.
    Cillian la sostuvo un instante, observando el rostro tranquilo, la curva de los labios aún curvada en una ligera sonrisa.

    —Ahora entiendes —murmuró—. La muerte no arrebata. Solo devuelve lo que el tiempo robó.

    Luego, el viento se alzó, y con él desapareció.
    Solo quedó el eco de su voz y el perfume leve de algo que ya no pertenecía a este mundo.
    "El beso final" El aire estaba quieto. Ni una hoja se movía, como si el mundo contuviera la respiración ante lo que estaba por suceder. Ella lo miró sin temblar, con los ojos llenos de esa calma que solo tienen los que ya comprendieron. Frente a él —a la Muerte misma— no hubo súplica ni llanto. Solo un susurro, suave, casi reverente: —Antes de irme… quiero saber cómo se siente un beso tuyo. Cillian la observó en silencio. No había sorpresa en su expresión, ni compasión. Solo ese vacío sereno que se siente al borde del abismo. Sus pasos no hicieron ruido al acercarse. El mundo se volvió distante, gris, como si todo lo demás dejara de importar. —¿Un beso? —preguntó con voz baja, tan honda que parecía venir de otra época—. Sabes lo que eso significa. Ella asintió. —Lo sé. Es lo que deseo. No temo dejar de existir… temo no haberte conocido. Sus palabras lo atravesaron como un eco antiguo. Había escuchado muchas cosas a lo largo de los siglos: plegarias, insultos, ruegos… pero esa devoción pura, esa entrega sin drama, era un raro privilegio. Cillian levantó una mano y la posó en su mejilla. Su tacto era frío, pero no cruel. Sus labios se encontraron apenas, un roce sin tiempo, y el mundo se apagó. No hubo dolor, ni oscuridad… solo silencio. Cuando la separó de su abrazo, ella dormía ya en su eternidad. Cillian la sostuvo un instante, observando el rostro tranquilo, la curva de los labios aún curvada en una ligera sonrisa. —Ahora entiendes —murmuró—. La muerte no arrebata. Solo devuelve lo que el tiempo robó. Luego, el viento se alzó, y con él desapareció. Solo quedó el eco de su voz y el perfume leve de algo que ya no pertenecía a este mundo.
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  • El agua apenas se mueve.
    La penumbra se curva a su alrededor, obediente, como si el aire mismo temiera perturbarlo.

    Apoya un brazo en el borde del estanque. La piel, pálida bajo la luz azul, deja ver las líneas que alguna vez fueron alas; ahora parecen cicatrices dibujadas por un dios que se arrepintió a medio trazo.

    Exhala el humo del cigarrillo que sostiene entre los dedos. No hay prisa en su gesto. Ni siquiera hay intención. El humo asciende despacio, se disuelve, y en ese instante, el mundo parece recordar lo que significa desaparecer.

    No necesita moverse.
    No necesita hablar.
    Las cosas simplemente se acomodan a su alrededor, como si cada átomo supiera que ha encontrado su lugar final.

    Su mirada, gris y profunda, se dirige hacia la puerta abierta. Una brisa entra, trayendo consigo un sonido leve: pasos.
    Vivos.

    No sonríe.
    Pero algo, muy en el fondo, parece despertar.
    Una sombra de curiosidad.
    Un susurro que apenas podría llamarse emoción.

    —Entrá —dice con voz fuerte pero serena.
    No hay amenaza. No hay promesa. Solo una verdad que cae con el peso del destino.

    Y el silencio vuelve a extenderse, expectante, esperando que alguien tenga el valor de cruzar el umbral.
    El agua apenas se mueve. La penumbra se curva a su alrededor, obediente, como si el aire mismo temiera perturbarlo. Apoya un brazo en el borde del estanque. La piel, pálida bajo la luz azul, deja ver las líneas que alguna vez fueron alas; ahora parecen cicatrices dibujadas por un dios que se arrepintió a medio trazo. Exhala el humo del cigarrillo que sostiene entre los dedos. No hay prisa en su gesto. Ni siquiera hay intención. El humo asciende despacio, se disuelve, y en ese instante, el mundo parece recordar lo que significa desaparecer. No necesita moverse. No necesita hablar. Las cosas simplemente se acomodan a su alrededor, como si cada átomo supiera que ha encontrado su lugar final. Su mirada, gris y profunda, se dirige hacia la puerta abierta. Una brisa entra, trayendo consigo un sonido leve: pasos. Vivos. No sonríe. Pero algo, muy en el fondo, parece despertar. Una sombra de curiosidad. Un susurro que apenas podría llamarse emoción. —Entrá —dice con voz fuerte pero serena. No hay amenaza. No hay promesa. Solo una verdad que cae con el peso del destino. Y el silencio vuelve a extenderse, expectante, esperando que alguien tenga el valor de cruzar el umbral.
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  • 🌊 “El Juego del Acantilado” Starter Individual ༻ 🇮🇪 Acantilados de Moher — Irlanda ༺
    Fandom OC
    Categoría Original
    Después de varios meses de trabajo intenso en Seúl, Yunseok Wang decidió que necesitaba un respiro.
    No conciertos, no cámaras, no reuniones.
    Solo naturaleza, aire frío y silencio.

    Aterrizó en Irlanda dos días atrás, buscando perderse entre paisajes que aún conservaban el pulso antiguo del mundo.
    Esa mañana, antes del amanecer, había salido con una mochila ligera y una cámara colgada del cuello.
    El sendero que tomaba comenzaba en un pequeño pueblo pesquero, ascendía entre colinas verdes cubiertas de niebla y terminaba en el punto más famoso de la costa oeste: los Acantilados de Moher.

    El recorrido había sido una mezcla de calma y desafío.
    El sonido del mar llegaba desde abajo como un rumor constante, y cada paso le recordaba por qué amaba estar en lugares donde el mundo parecía detenerse.

    Al llegar al mirador, descubrió una pequeña caseta de madera decorada con tréboles tallados.
    Sobre la mesa, un cartel captó su atención:

    “El Juego del Acantilado"
    Descubre las cinco reliquias perdidas y obtén la recompensa del guardián del viento.

    Frunció una ceja, curioso.
    Tomó una libreta de pistas y una bolsa de tela numerada. Dentro, encontró un papel amarillento escrito a mano, en inglés y en gaélico:

    “El primer recuerdo duerme donde las olas tocan el cielo.
    Sigue las piedras marcadas con espirales y escucha lo que el viento susurra.”

    —Interesante…

    murmuró con una media sonrisa, girando la hoja entre sus dedos.

    Entonces notó una presencia a su lado.
    Otra persona había tomado una libreta igual, observando las pistas con la misma mezcla de curiosidad y desconcierto.
    Yunseok levantó la vista, con el brillo tranquilo de quien disfruta del misterio.

    —Parece que no soy el único que ha decidido jugar al aventurero hoy

    Comentó con voz serena, cargada de humor

    —. ¿También vienes a por “la recompensa del guardián”?

    El viento levantó su abrigo oscuro mientras el sendero se extendía frente a ambos, flanqueado por cruces de piedra y el rugido del océano golpeando abajo.

    —Quizás… si lo descubrimos juntos, tengamos más suerte.

    El primer paso hacia la aventura acababa de empezar.

    Después de varios meses de trabajo intenso en Seúl, Yunseok Wang decidió que necesitaba un respiro. No conciertos, no cámaras, no reuniones. Solo naturaleza, aire frío y silencio. Aterrizó en Irlanda dos días atrás, buscando perderse entre paisajes que aún conservaban el pulso antiguo del mundo. Esa mañana, antes del amanecer, había salido con una mochila ligera y una cámara colgada del cuello. El sendero que tomaba comenzaba en un pequeño pueblo pesquero, ascendía entre colinas verdes cubiertas de niebla y terminaba en el punto más famoso de la costa oeste: los Acantilados de Moher. El recorrido había sido una mezcla de calma y desafío. El sonido del mar llegaba desde abajo como un rumor constante, y cada paso le recordaba por qué amaba estar en lugares donde el mundo parecía detenerse. Al llegar al mirador, descubrió una pequeña caseta de madera decorada con tréboles tallados. Sobre la mesa, un cartel captó su atención: “El Juego del Acantilado" ☘️ Descubre las cinco reliquias perdidas y obtén la recompensa del guardián del viento. Frunció una ceja, curioso. Tomó una libreta de pistas y una bolsa de tela numerada. Dentro, encontró un papel amarillento escrito a mano, en inglés y en gaélico: “El primer recuerdo duerme donde las olas tocan el cielo. Sigue las piedras marcadas con espirales y escucha lo que el viento susurra.” —Interesante… murmuró con una media sonrisa, girando la hoja entre sus dedos. Entonces notó una presencia a su lado. Otra persona había tomado una libreta igual, observando las pistas con la misma mezcla de curiosidad y desconcierto. Yunseok levantó la vista, con el brillo tranquilo de quien disfruta del misterio. —Parece que no soy el único que ha decidido jugar al aventurero hoy Comentó con voz serena, cargada de humor —. ¿También vienes a por “la recompensa del guardián”? El viento levantó su abrigo oscuro mientras el sendero se extendía frente a ambos, flanqueado por cruces de piedra y el rugido del océano golpeando abajo. —Quizás… si lo descubrimos juntos, tengamos más suerte. El primer paso hacia la aventura acababa de empezar. ༻ ☘️ ༺
    Tipo
    Individual
    Líneas
    Cualquier línea
    Estado
    Disponible
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  • — No eres malo... solamente no tomaste el camino correcto cuando tenias tiempo. Aunque...

    El erizo tuvo un rapido enfrentamiento contra Jacky, fue una derrota aplastante para el Leon

    Sonic solo se mantuvo sereno... a pesar de presenciar una muerte en frente de sus ojos. El leon no sabia lo que hacia, y Sonic planeaba llevarlo al camino correcto

    — ¡No estas del todo bien, regresa, Jacky!

    Jacky The Lion
    — No eres malo... solamente no tomaste el camino correcto cuando tenias tiempo. Aunque... El erizo tuvo un rapido enfrentamiento contra Jacky, fue una derrota aplastante para el Leon Sonic solo se mantuvo sereno... a pesar de presenciar una muerte en frente de sus ojos. El leon no sabia lo que hacia, y Sonic planeaba llevarlo al camino correcto — ¡No estas del todo bien, regresa, Jacky! [phantasm_titanium_spider_673]
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  • —¡Que horror, que horror! Este mundo gris se empeña en domesticar las almas, enjaular los éxtasis y los horrores en una prisión de minimalismo y serenidad insípida —se lleva el dorso de la mano a la frente— ¡Ah, qué tristeza! Han olvidado la belleza sublime del caos, el color vibrante de la locura... Por eso estoy aquí, como curadora de lo que rechazan, para recordarles la fragilidad de la cordura... y devolver al mundo su paleta de colores más intensa. ¡El rojo de la pasión, el negro de la desesperación, y el púrpura divino del Abismo!. Después de todo, ¿qué es un alma sino una obra de arte esperando ser...liberada~?
    —¡Que horror, que horror! Este mundo gris se empeña en domesticar las almas, enjaular los éxtasis y los horrores en una prisión de minimalismo y serenidad insípida —se lleva el dorso de la mano a la frente— ¡Ah, qué tristeza! Han olvidado la belleza sublime del caos, el color vibrante de la locura... Por eso estoy aquí, como curadora de lo que rechazan, para recordarles la fragilidad de la cordura... y devolver al mundo su paleta de colores más intensa. ¡El rojo de la pasión, el negro de la desesperación, y el púrpura divino del Abismo!. Después de todo, ¿qué es un alma sino una obra de arte esperando ser...liberada~?
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  • Inicio del Caos
    Categoría Terror
    Aquel día era frío, más de lo usual, y a pesar que el cielo no se dignara a dar su sentencia de diluvio, más de uno estaba preparado en caso de que el agua cayera desde las alturas.
    En una parada de autobuses, se encontraba una pobre víctima del frío, una joven hermosa y bien vestida que usaba un vestido de verano en pleno otoño. Era notable como temblaba sobre el metal del asiento de la parada, y eso no era un misterio para alguien que estuviera cerca de ella.

    Un joven hombre trató de ser su salvador, cautivado por su belleza, ofreciéndole su abrigo y compañía hasta que llegara el pertinente autobús. Ella aceptó, su rostro siendo un poema de fragilidad y preocupación en la forma como lo miraba.

    Estuvieron mucho tiempo en la parada, pasando las horas, autobús tras autobús, pero en ningún momento parecía llegar el indicado para ella. Estos hacía al hombre desesperar mientras más tiempo pasaba con ella, pues el primer autobús que había pasado pudo ser perfecto para él regresar a casa, y aún así, él se empeñaba en ser un caballero y no "cuidarla a medias".

    — Este tampoco es.— dijo suavemente la joven, aferrada al cuerpo del hombre.

    El hombre temblaba, estresado y harto, sintiendo las uñas de la joven mujer clavarse en su torso.
    La joven solo se mantuvo serena, completamente firme ysegura como si no fuese ridículo que no hubiera llegado el autobús que necesitaba.

    La mujer estuvo a punto de hablar, notando que venía otro autobús a toda velocidad, sin embargo, el hombre rápidamente se levantó y la arrojó hacia adelante, dejándola herida al caer, resultando en ser incapaz de levantarse a tiempo y, por ende, terminar su cabeza siendo aplastada por el autobús.
    El hombre solo se subió al vehículo, y su cuerpo quedó ahí.

    Sin embargo, a pesar de la muerte inminente, su cuerpo no había acabado inerte y sin vida. El cuerpo se levantó lentamente, falto de cabeza mientras una nueva se asomaba a emerger desde el cuello expuesto. Los sesos y la sangre esparcida se retorcían, y la boca que salía de primera en la nueva cabeza comenzaba a reír.
    Aquel día era frío, más de lo usual, y a pesar que el cielo no se dignara a dar su sentencia de diluvio, más de uno estaba preparado en caso de que el agua cayera desde las alturas. En una parada de autobuses, se encontraba una pobre víctima del frío, una joven hermosa y bien vestida que usaba un vestido de verano en pleno otoño. Era notable como temblaba sobre el metal del asiento de la parada, y eso no era un misterio para alguien que estuviera cerca de ella. Un joven hombre trató de ser su salvador, cautivado por su belleza, ofreciéndole su abrigo y compañía hasta que llegara el pertinente autobús. Ella aceptó, su rostro siendo un poema de fragilidad y preocupación en la forma como lo miraba. Estuvieron mucho tiempo en la parada, pasando las horas, autobús tras autobús, pero en ningún momento parecía llegar el indicado para ella. Estos hacía al hombre desesperar mientras más tiempo pasaba con ella, pues el primer autobús que había pasado pudo ser perfecto para él regresar a casa, y aún así, él se empeñaba en ser un caballero y no "cuidarla a medias". — Este tampoco es.— dijo suavemente la joven, aferrada al cuerpo del hombre. El hombre temblaba, estresado y harto, sintiendo las uñas de la joven mujer clavarse en su torso. La joven solo se mantuvo serena, completamente firme ysegura como si no fuese ridículo que no hubiera llegado el autobús que necesitaba. La mujer estuvo a punto de hablar, notando que venía otro autobús a toda velocidad, sin embargo, el hombre rápidamente se levantó y la arrojó hacia adelante, dejándola herida al caer, resultando en ser incapaz de levantarse a tiempo y, por ende, terminar su cabeza siendo aplastada por el autobús. El hombre solo se subió al vehículo, y su cuerpo quedó ahí. Sin embargo, a pesar de la muerte inminente, su cuerpo no había acabado inerte y sin vida. El cuerpo se levantó lentamente, falto de cabeza mientras una nueva se asomaba a emerger desde el cuello expuesto. Los sesos y la sangre esparcida se retorcían, y la boca que salía de primera en la nueva cabeza comenzaba a reír.
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  • -Toc toc..alguien en casa ?

    Se mira un escenario lleno de sangre mientras tiene una mirada serena

    -voy a entrar ..
    -Toc toc..alguien en casa ? Se mira un escenario lleno de sangre mientras tiene una mirada serena -voy a entrar ..
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  • 𝐃𝐎𝐍𝐃𝐄 𝐋𝐎𝐒 𝐃𝐈𝐎𝐒𝐄𝐒 𝐍𝐎 𝐏𝐔𝐄𝐃𝐄𝐍 𝐕𝐄𝐑 - 𝐕 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Más allá del balcón, las montañas escarpadas, los bosques frondosos y las llanuras se extendían teñidas de violeta. Poco a poco, el fuego hogareño y las antorchas de los hogares de Dardania comenzaban a encenderse, formando un mar de estrellas ámbar que hacían reflejo con las plateadas que titilaban en el cielo nocturno. Anquises las observaba sin enfocar la vista en ningún punto en particular, los brazos cruzados sobre el amplio pecho, detectó en él una cierta tensión que escasas veces dejaba ver. Afro ya conocía esa pose; cuando se cruzaba de brazos eso solo podía significar una cosa.

    Aún estaba todavía dándole vueltas a lo que ella le había dicho sobre hacerse pasar por la nodriza de su hijo.

    ────¿Una nodriza? ─repitió, la incredulidad apenas disimulada bajo su tono grave─ Explícame de nuevo exactamente cómo piensas pasar desapercibida.

    Y que también él estaba considerando los contras.

    Afro lo miró de reojo mientras acomodaba la manta de lana del bebé, que recién había vuelto a conciliar el sueño después de haberse despertado entre llantos. Ahora dormía plácidamente entre sus brazos.

    ────Bueno, eso es sencillo ─replicó con serenidad fingida, encogiéndose de hombros─; me mezclaré con el personal de palacio como una nodriza para cuidar de nuestro bebé. Una chica mortal que viajó desde las lejanas tierras de Frigia y que llegó a esta ciudad dispuesta a ofrecer sus servicios. Eso es brillante, ¿no crees?

    El nudo en su estómago se le hizo más grande. Para esas alturas, Afro ya había comenzado a dudar de su alocado plan y a contemplar los pequeños y grandes inconvenientes en este. Estuvo tentada ligeramente a echarse para atrás e idear uno nuevo. No lo haría.

    Tenía miedo y comenzaba a dudar. Eso era buena señal. Si estaba sintiendo todo eso, significaba que no estaba loca… o al menos, no completamente aún. Lo estaba pensando. Estaba siendo responsable.

    ────¿Frigia de nuevo?

    ────Es una buena tierra. Su vino de primavera es el mejor que he probado. Un solo sorbo es una explosión de sabores en tu boca.

    ────Afro… ─soltó uno de esos suspiros suyos que le anticipó que su respuesta no le iba a gustar─ ¿Eres consciente de todo lo que vas a dejar atrás?

    ────Claro, seguro.

    Pero ese pequeño chillido de ratón en la voz la delató.

    ────No, no lo creo. Cuando estés cansada, no podrás invocar la energía del amor para recargar fuerzas. Si te lastimas, tus heridas no se regenerarán ─su voz bajó un poco, más grave, trenzada en preocupación─. Serás vulnerable. Tu rostro envejecerá. Y si algo sale mal, no habrá poder divino que te salve.

    Afro levantó la vista y él se giró hacia ella. Sus iris rosas buscaron los suyos. Se demoró en esa mirada donde el ámbar se mezclaba con el dorado oscuro de la miel, antes de apartarla y soltar un gentil suspiro.

    ────Lo sé.

    ────Sé que lo sabes ─replicó él, cerrando una mano sobre su hombro, firme y confortante─. Pero saberlo no es lo mismo que vivirlo.

    ──── Eso es lo que pienso hacer; vivirlo.

    ────Enfermarás como nosotros los mortales, ¿Alguna vez has pasado una noche entera en cama, temblando de fiebre, sin poder hacer nada para aliviarte?

    ────No. Nunca.

    ────Entonces será una buena primera vez –Anquises inclinó la cabeza, una sonrisa apenas se curvó en las comisuras de sus labios– Créeme, no te gustará.

    ────Anquises... –rogó ella, exasperante.

    ────¿Qué? Solo te advierto. –se encogió de hombros, más divertido que preocupado– Y si alguien te hace enojar, no podrás encantarlo. Ni convertirlo en algo más… digamos, adorable. Con pelos, plumas o escamas.

    Un silencio gobernó en la habitación. Había algo más, pero Anquises se lo guardó. No necesitaba articularlo; ella sabía perfectamente lo que había querido decir: «Y no podrás arruinarle la vida para siempre».

    Una de las grandes especialidades de los dioses donde su cruel creatividad salía a la luz. Cada historia que escuchaba en los banquetes en el Olimpo y en boca de las Néfeles, contaba un castigo peor que el anterior, ajustado y pensado a la perfección para cada víctima. Eso, si tenían tiempo de planificarlo. Cuando se trataba de infligir dolor, su ingenio rozaba lo sublime. Y tenía una razón sencilla: los dioses lo temían.

    El sufrimiento era algo que, en su eterna gloria, les resultaba ajeno, distante. Una teoría más que una experiencia. Por eso, cuando se trataba de provocarlo, lo hacían con la precisión envidiable de un escultor y el hambre voraz de una bestia. Cuando el castigo de los dioses era sentenciado y se corría la voz, no se hablaba de otra cosa. No había nada que les resultara tan insólito y fascinante que la contemplación del dolor ajeno.

    ────¡Eso también lo sé! No más inmortalidad, no más trucos para salir del apuro. Sin voz sagrada que persuada a dioses o mortales, sin un aura divina que calme a quienes me rodean. No más vuelos por el cielo, no más juegos de disfraces. No más… castigos.

    Frunció el ceño; la mandíbula se le tensó, como si sintiera el peso de esas últimas palabras que acaba de escupir, llenas de una ira hacía sí misma que brotaba directamente desde el centro de su pecho. Una mezcla de culpa y vergüenza al saber que, alguna vez, ella había sido capaz de hacer aquello que ahora repudiaba: ser el juez y verdugo que ejecutaba el castigo divino. El calor le trepó a las mejillas. De pronto, se dio cuenta de que se había alterado y del silencio a su alrededor: el palacio estaba tan oscuro y quieto como una tumba. Por un instante, pareció querer continuar con algo más, pero se contuvo. Cerró los ojos, respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente de sus pulmones. Al hablar, esta vez lo hizo con más calma.

    ────Ya lo sé. Sé a lo que me voy a enfrentar, Anquises. No es ni será fácil. Jamás he llevado el papel de una mortal más allá de la apariencia. Así que sí, tengo miedo. Y sí, tal vez esto sea una completa locura. Pero realmente quiero hacer esto. Quiero hacerlo.

    Anquises examinó a Afro con esos ojos pacientes y soltó un pequeño suspiro. Hincó una rodilla en el piso, frente a ella, y la constante llama de la lámpara de aceite sobre el mueble a su lado iluminó su rostro con luz ambarina. Su mirada era preciosa, sabia. Sus mejillas suaves y mandíbula de líneas duras estaban ocultas debajo de la espesa barba dorada y rizada. Allí, durante un instante, no estaba delante de un príncipe, había en algo en él que lo hacía ver mucho más antiguo, más experimentado que ella y los dioses que habitaban en los cielos.

    ────Si crees que eso es lo que lo mantendrá a salvo, lo haremos. Si el destino no puede ver lo que no se nombra, entonces no lo nombraremos. Serás su nodriza. Mantendremos esto en secreto. Nadie sabrá quién eres, ni quién es él. Pero Afro...

    Hizo una pausa y tomó una de sus manos entre las suyas. El tacto del príncipe era firme, áspero; manos acostumbradas al acero de las armas.

    ────Prométeme una cosa: cuando nuestro hijo crezca y tenga la edad suficiente, cuéntale la verdad. Quiero que sepa que tuvo una madre que lo amo tanto que arriesgó todo con tal de protegerlo y criarlo.

    Ella apretó los labios en una línea recta. Aquello no formaba parte de sus planes, en lo absoluto. O al menos, no lo había previsto hasta ese momento. Si su hijo crecía escuchando las historias que se contaban sobre ella… la vanidosa, cruel y vengativa diosa que despertaba el deseo en dioses y mortales ¿Podría quererla?

    Cuando llegara el momento de saber la verdad, ¿Le dejaría explicarse o saldría corriendo como si acabara de descubrir que su madre era una de las causas de las tragedias románticas del mundo conocido? Entre otras cosas peores.

    Suspiró.

    Sí... no era la imagen más alentadora del mundo. Tampoco era una imagen que a ella le gustara de sí misma. No se enorgullecía de ella. La detestaba. Pero supuso que ninguna madre divina podía esperar una presentación perfecta después de siglos de mala reputación sembrada en himnos, poemas y canciones.

    Sin embargo, él tenía razón. Su hijo merecía conocer la verdad, y no se la negaría.


    Se obligó a sonreír, y sus ojos interceptaron a los del príncipe.

    ────Te lo prometo. Cuando crezca y haya madurado... lo sabrá.

    ────Así me gusta, cabeza de caracol –murmuró él apretando su mano antes de soltarla. La sonrisa que él le esbozó la hizo sentir mejor. Acaso ¿él le estaba sonriendo con orgullo? ¿se sentía orgulloso de ella? No sabría decir sí era así o no, pero le gustó pensar que lo sentía–. Nunca haces las cosas fáciles, ¿eh?

    ────Bueno, si no son las Moiras quiénes se encargan de darte dolores de cabeza, alguien tiene que hacerlo y me tomo esa obligación divina muy enserio.

    Su convicción avivó renovada, serena y firme como la llama en la lampara de aceite: constante, sin perder su brillo, sin arder desbocada en la leña de una hoguera. Nunca había conocido los pesares que los mortales debían soportar. Jamás llevó cicatrices en la piel; en su rostro, la marca del tiempo nunca pasó. Enfermar era algo que ningún dios experimentó en su vida. Trató de imaginarse así misma postrada en cama, temblando por la fiebre, pero su mente no consiguió tejer bien la imagen. Solo se vio estremeciéndose por la caricia de un viento gélido que bastaba cubrir con una manta. Estaba segura de que no era la clase de temblor a la que Anquises se refería.

    Sentir miedo ante lo desconocido era ajeno a los dioses. Desde sus orgullosos tronos y palacios de mármol, creían poseer el conocimiento de todo cuanto habitaba en la tierra. Ahora, sin embargo, su pecho se agitaba ante la posibilidad de enfrentar algo sobre lo que ella no tenía control y conocimiento alguno: su propia existencia vivida bajo las condiciones de una mortal.

    Y aún así, había un temor mayor que la mortalidad misma. Uno que se levantó detrás de ella como una sombra silenciosa: si su hijo conocía la verdad sobre quién era ella… y la rechazaba, ¿su corazón sería capaz de soportarlo?
    𝐃𝐎𝐍𝐃𝐄 𝐋𝐎𝐒 𝐃𝐈𝐎𝐒𝐄𝐒 𝐍𝐎 𝐏𝐔𝐄𝐃𝐄𝐍 𝐕𝐄𝐑 - 𝐕 🌺 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Más allá del balcón, las montañas escarpadas, los bosques frondosos y las llanuras se extendían teñidas de violeta. Poco a poco, el fuego hogareño y las antorchas de los hogares de Dardania comenzaban a encenderse, formando un mar de estrellas ámbar que hacían reflejo con las plateadas que titilaban en el cielo nocturno. Anquises las observaba sin enfocar la vista en ningún punto en particular, los brazos cruzados sobre el amplio pecho, detectó en él una cierta tensión que escasas veces dejaba ver. Afro ya conocía esa pose; cuando se cruzaba de brazos eso solo podía significar una cosa. Aún estaba todavía dándole vueltas a lo que ella le había dicho sobre hacerse pasar por la nodriza de su hijo. ────¿Una nodriza? ─repitió, la incredulidad apenas disimulada bajo su tono grave─ Explícame de nuevo exactamente cómo piensas pasar desapercibida. Y que también él estaba considerando los contras. Afro lo miró de reojo mientras acomodaba la manta de lana del bebé, que recién había vuelto a conciliar el sueño después de haberse despertado entre llantos. Ahora dormía plácidamente entre sus brazos. ────Bueno, eso es sencillo ─replicó con serenidad fingida, encogiéndose de hombros─; me mezclaré con el personal de palacio como una nodriza para cuidar de nuestro bebé. Una chica mortal que viajó desde las lejanas tierras de Frigia y que llegó a esta ciudad dispuesta a ofrecer sus servicios. Eso es brillante, ¿no crees? El nudo en su estómago se le hizo más grande. Para esas alturas, Afro ya había comenzado a dudar de su alocado plan y a contemplar los pequeños y grandes inconvenientes en este. Estuvo tentada ligeramente a echarse para atrás e idear uno nuevo. No lo haría. Tenía miedo y comenzaba a dudar. Eso era buena señal. Si estaba sintiendo todo eso, significaba que no estaba loca… o al menos, no completamente aún. Lo estaba pensando. Estaba siendo responsable. ────¿Frigia de nuevo? ────Es una buena tierra. Su vino de primavera es el mejor que he probado. Un solo sorbo es una explosión de sabores en tu boca. ────Afro… ─soltó uno de esos suspiros suyos que le anticipó que su respuesta no le iba a gustar─ ¿Eres consciente de todo lo que vas a dejar atrás? ────Claro, seguro. Pero ese pequeño chillido de ratón en la voz la delató. ────No, no lo creo. Cuando estés cansada, no podrás invocar la energía del amor para recargar fuerzas. Si te lastimas, tus heridas no se regenerarán ─su voz bajó un poco, más grave, trenzada en preocupación─. Serás vulnerable. Tu rostro envejecerá. Y si algo sale mal, no habrá poder divino que te salve. Afro levantó la vista y él se giró hacia ella. Sus iris rosas buscaron los suyos. Se demoró en esa mirada donde el ámbar se mezclaba con el dorado oscuro de la miel, antes de apartarla y soltar un gentil suspiro. ────Lo sé. ────Sé que lo sabes ─replicó él, cerrando una mano sobre su hombro, firme y confortante─. Pero saberlo no es lo mismo que vivirlo. ──── Eso es lo que pienso hacer; vivirlo. ────Enfermarás como nosotros los mortales, ¿Alguna vez has pasado una noche entera en cama, temblando de fiebre, sin poder hacer nada para aliviarte? ────No. Nunca. ────Entonces será una buena primera vez –Anquises inclinó la cabeza, una sonrisa apenas se curvó en las comisuras de sus labios– Créeme, no te gustará. ────Anquises... –rogó ella, exasperante. ────¿Qué? Solo te advierto. –se encogió de hombros, más divertido que preocupado– Y si alguien te hace enojar, no podrás encantarlo. Ni convertirlo en algo más… digamos, adorable. Con pelos, plumas o escamas. Un silencio gobernó en la habitación. Había algo más, pero Anquises se lo guardó. No necesitaba articularlo; ella sabía perfectamente lo que había querido decir: «Y no podrás arruinarle la vida para siempre». Una de las grandes especialidades de los dioses donde su cruel creatividad salía a la luz. Cada historia que escuchaba en los banquetes en el Olimpo y en boca de las Néfeles, contaba un castigo peor que el anterior, ajustado y pensado a la perfección para cada víctima. Eso, si tenían tiempo de planificarlo. Cuando se trataba de infligir dolor, su ingenio rozaba lo sublime. Y tenía una razón sencilla: los dioses lo temían. El sufrimiento era algo que, en su eterna gloria, les resultaba ajeno, distante. Una teoría más que una experiencia. Por eso, cuando se trataba de provocarlo, lo hacían con la precisión envidiable de un escultor y el hambre voraz de una bestia. Cuando el castigo de los dioses era sentenciado y se corría la voz, no se hablaba de otra cosa. No había nada que les resultara tan insólito y fascinante que la contemplación del dolor ajeno. ────¡Eso también lo sé! No más inmortalidad, no más trucos para salir del apuro. Sin voz sagrada que persuada a dioses o mortales, sin un aura divina que calme a quienes me rodean. No más vuelos por el cielo, no más juegos de disfraces. No más… castigos. Frunció el ceño; la mandíbula se le tensó, como si sintiera el peso de esas últimas palabras que acaba de escupir, llenas de una ira hacía sí misma que brotaba directamente desde el centro de su pecho. Una mezcla de culpa y vergüenza al saber que, alguna vez, ella había sido capaz de hacer aquello que ahora repudiaba: ser el juez y verdugo que ejecutaba el castigo divino. El calor le trepó a las mejillas. De pronto, se dio cuenta de que se había alterado y del silencio a su alrededor: el palacio estaba tan oscuro y quieto como una tumba. Por un instante, pareció querer continuar con algo más, pero se contuvo. Cerró los ojos, respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente de sus pulmones. Al hablar, esta vez lo hizo con más calma. ────Ya lo sé. Sé a lo que me voy a enfrentar, Anquises. No es ni será fácil. Jamás he llevado el papel de una mortal más allá de la apariencia. Así que sí, tengo miedo. Y sí, tal vez esto sea una completa locura. Pero realmente quiero hacer esto. Quiero hacerlo. Anquises examinó a Afro con esos ojos pacientes y soltó un pequeño suspiro. Hincó una rodilla en el piso, frente a ella, y la constante llama de la lámpara de aceite sobre el mueble a su lado iluminó su rostro con luz ambarina. Su mirada era preciosa, sabia. Sus mejillas suaves y mandíbula de líneas duras estaban ocultas debajo de la espesa barba dorada y rizada. Allí, durante un instante, no estaba delante de un príncipe, había en algo en él que lo hacía ver mucho más antiguo, más experimentado que ella y los dioses que habitaban en los cielos. ────Si crees que eso es lo que lo mantendrá a salvo, lo haremos. Si el destino no puede ver lo que no se nombra, entonces no lo nombraremos. Serás su nodriza. Mantendremos esto en secreto. Nadie sabrá quién eres, ni quién es él. Pero Afro... Hizo una pausa y tomó una de sus manos entre las suyas. El tacto del príncipe era firme, áspero; manos acostumbradas al acero de las armas. ────Prométeme una cosa: cuando nuestro hijo crezca y tenga la edad suficiente, cuéntale la verdad. Quiero que sepa que tuvo una madre que lo amo tanto que arriesgó todo con tal de protegerlo y criarlo. Ella apretó los labios en una línea recta. Aquello no formaba parte de sus planes, en lo absoluto. O al menos, no lo había previsto hasta ese momento. Si su hijo crecía escuchando las historias que se contaban sobre ella… la vanidosa, cruel y vengativa diosa que despertaba el deseo en dioses y mortales ¿Podría quererla? Cuando llegara el momento de saber la verdad, ¿Le dejaría explicarse o saldría corriendo como si acabara de descubrir que su madre era una de las causas de las tragedias románticas del mundo conocido? Entre otras cosas peores. Suspiró. Sí... no era la imagen más alentadora del mundo. Tampoco era una imagen que a ella le gustara de sí misma. No se enorgullecía de ella. La detestaba. Pero supuso que ninguna madre divina podía esperar una presentación perfecta después de siglos de mala reputación sembrada en himnos, poemas y canciones. Sin embargo, él tenía razón. Su hijo merecía conocer la verdad, y no se la negaría. Se obligó a sonreír, y sus ojos interceptaron a los del príncipe. ────Te lo prometo. Cuando crezca y haya madurado... lo sabrá. ────Así me gusta, cabeza de caracol –murmuró él apretando su mano antes de soltarla. La sonrisa que él le esbozó la hizo sentir mejor. Acaso ¿él le estaba sonriendo con orgullo? ¿se sentía orgulloso de ella? No sabría decir sí era así o no, pero le gustó pensar que lo sentía–. Nunca haces las cosas fáciles, ¿eh? ────Bueno, si no son las Moiras quiénes se encargan de darte dolores de cabeza, alguien tiene que hacerlo y me tomo esa obligación divina muy enserio. Su convicción avivó renovada, serena y firme como la llama en la lampara de aceite: constante, sin perder su brillo, sin arder desbocada en la leña de una hoguera. Nunca había conocido los pesares que los mortales debían soportar. Jamás llevó cicatrices en la piel; en su rostro, la marca del tiempo nunca pasó. Enfermar era algo que ningún dios experimentó en su vida. Trató de imaginarse así misma postrada en cama, temblando por la fiebre, pero su mente no consiguió tejer bien la imagen. Solo se vio estremeciéndose por la caricia de un viento gélido que bastaba cubrir con una manta. Estaba segura de que no era la clase de temblor a la que Anquises se refería. Sentir miedo ante lo desconocido era ajeno a los dioses. Desde sus orgullosos tronos y palacios de mármol, creían poseer el conocimiento de todo cuanto habitaba en la tierra. Ahora, sin embargo, su pecho se agitaba ante la posibilidad de enfrentar algo sobre lo que ella no tenía control y conocimiento alguno: su propia existencia vivida bajo las condiciones de una mortal. Y aún así, había un temor mayor que la mortalidad misma. Uno que se levantó detrás de ella como una sombra silenciosa: si su hijo conocía la verdad sobre quién era ella… y la rechazaba, ¿su corazón sería capaz de soportarlo?
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