• — Entraré en sus sueños, últimamente nadie me nombra… y empiezo a sospechar que hasta el insomnio tiene más fama que yo. Antes me temían, me veneraban, ahora me cambian por pastillas y café. ¡Café! ¿Qué clase de divinidad moderna es esa?

    Suspira, cruzando los brazos con aire teatral.

    —  Bueno, quizá deba actualizarme… ¿cómo era eso? ¿Sueños en alta definición? ¿Pesadillas interactivas? Tal vez deba abrir una cuenta para recordarles que sigo aquí, dando servicio nocturno desde el principio de los tiempos. Gratis, sin anuncios y con efectos especiales incluidos.

    Sonríe con ironía, su voz se vuelve un murmullo que roza la frontera entre la burla y la melancolía.

    — En fin… si no me invocan, me infiltraré. Al fin y al cabo, nadie escapa del sueño, aunque finjan estar despiertos.

    Y no... no los haré soñar con gente desnuda.
    — Entraré en sus sueños, últimamente nadie me nombra… y empiezo a sospechar que hasta el insomnio tiene más fama que yo. Antes me temían, me veneraban, ahora me cambian por pastillas y café. ¡Café! ¿Qué clase de divinidad moderna es esa? Suspira, cruzando los brazos con aire teatral. —  Bueno, quizá deba actualizarme… ¿cómo era eso? ¿Sueños en alta definición? ¿Pesadillas interactivas? Tal vez deba abrir una cuenta para recordarles que sigo aquí, dando servicio nocturno desde el principio de los tiempos. Gratis, sin anuncios y con efectos especiales incluidos. Sonríe con ironía, su voz se vuelve un murmullo que roza la frontera entre la burla y la melancolía. — En fin… si no me invocan, me infiltraré. Al fin y al cabo, nadie escapa del sueño, aunque finjan estar despiertos. Y no... no los haré soñar con gente desnuda.
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  • - Huesos El Mercader puede que necesitemos mas que una pocion para atraparla....por la jaula creo que es mi hermana delia.... quizas?- aquella jaula andante correteaba como gallina sin cabeza sin embargo al girar creaba torbellinos que alzaban los pocos arboles que quedaban en aquel valle


    //quize ponerme creativo haciendo a las brujas un poco ams extrañas para estas chocoaventuras jajaja
    - [Huesos_27666] puede que necesitemos mas que una pocion para atraparla....por la jaula creo que es mi hermana delia.... quizas?- aquella jaula andante correteaba como gallina sin cabeza sin embargo al girar creaba torbellinos que alzaban los pocos arboles que quedaban en aquel valle //quize ponerme creativo haciendo a las brujas un poco ams extrañas para estas chocoaventuras jajaja
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  • Cuando el Alba Tocó al Ocaso por Primera Vez
    Categorรญa Acción


    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—.

    Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—.

    Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira.

    El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo.

    Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí.

    Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino.

    Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora.

    El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse.

    Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora.

    Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte.

    Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso.
    Y entonces lo sentiste.

    No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar.

    Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable.

    Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas?

    Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia.

    Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto.

    Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable.

    Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel.
    Uno... Dos... ¡TRES!

    El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse.

    El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya.

    Pero el aire no obedeció.

    A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista.

    Él había llegado.

    Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura.

    Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas.
    Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista.
    Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida.

    El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya.

    Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste.
    El tiempo se dobló como un velo.
    Las sombras se detuvieron a escuchar.
    Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar.

    Por primera vez... y quizá por última.
    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—. Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—. Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira. El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo. Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí. Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino. Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora. El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse. Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora. Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte. Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso. Y entonces lo sentiste. No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar. Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable. Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas? Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia. Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto. Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable. Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel. Uno... Dos... ¡TRES! El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse. El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya. Pero el aire no obedeció. A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista. Él había llegado. Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura. Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas. Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista. Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida. El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya. Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste. El tiempo se dobló como un velo. Las sombras se detuvieron a escuchar. Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar. Por primera vez... y quizá por última.
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  • Hm no estaré muy elegante para lo que deseó o quizás muy casual?

    Bueno a fin de cuentas me siento cómoda
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  • โ˜… Desconsuelo โ˜…

    A veces, cuándo mi mente está atrapada en pensamientos sin salida, esboza recuerdos de lo que alguna vez supe ser, recuerdos borrosos y maltratados por él tiempo, corroidos por la densa sal del agua.
    Cuando llegué aquí, era completamente distinto, me pregunto incluso, si queda algo en mi de aquello tan distinto y si mis recuerdos no son quizá, simples fotos de escenarios montados en mi cabeza.

    >>Permanecía allí, contemplando las flores, cuál alma en pena perdida en la niebla de aquella fría mañana. Su corazón, cargado de un sentimiento que no entendía, lo orillaba a buscar motivos, algo con lo cual romper, aquel terrible desconsuelo.<<
    โ˜… Desconsuelo โ˜… A veces, cuándo mi mente está atrapada en pensamientos sin salida, esboza recuerdos de lo que alguna vez supe ser, recuerdos borrosos y maltratados por él tiempo, corroidos por la densa sal del agua. Cuando llegué aquí, era completamente distinto, me pregunto incluso, si queda algo en mi de aquello tan distinto y si mis recuerdos no son quizá, simples fotos de escenarios montados en mi cabeza. >>Permanecía allí, contemplando las flores, cuál alma en pena perdida en la niebla de aquella fría mañana. Su corazón, cargado de un sentimiento que no entendía, lo orillaba a buscar motivos, algo con lo cual romper, aquel terrible desconsuelo.<<
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    Me entristece
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  • Cuando miraba a tus ojos era como ver estrellas, quizá exagero.
    Cuando miraba a tus ojos era como ver estrellas, quizá exagero.
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  • ♥ Older Kisuna
    Fin de semana largo de limpieza, aprovecho para limpiar todo lo que en la semana no pude por el trabajo. Ser adulto es bastante cansador ¿Eh? Quizá esto me ayude a valorar más mis días de estudiante.
    ♥ Older Kisuna Fin de semana largo de limpieza, aprovecho para limpiar todo lo que en la semana no pude por el trabajo. Ser adulto es bastante cansador ¿Eh? Quizá esto me ayude a valorar más mis días de estudiante.
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  • -Quizá no fue como lo imaginábamos…
    pero fue nuestro comienzo.
    El inicio de algo tan grande que aún me cuesta creerlo.
    Vamos a ser una familia...nuestra familia.
    Y no puedo dejar de sonreír al pensar en ti,
    en el hombre que amo, en el que sé que será el mejor papá del mundo.
    Porque si hay alguien capaz de llenar de amor y risas cada rincón de nuestra vida,
    eres tú.
    Gracias por darme este pedacito de cielo, por hacerme sentir completa,
    por convertir lo inesperado en lo más hermoso que me ha pasado.
    Te amo, y amo cada sueño que ahora late dentro de mí…
    porque es nuestro.

    Anyel Martnes
    -Quizá no fue como lo imaginábamos… pero fue nuestro comienzo. El inicio de algo tan grande que aún me cuesta creerlo. Vamos a ser una familia...nuestra familia. Y no puedo dejar de sonreír al pensar en ti, en el hombre que amo, en el que sé que será el mejor papá del mundo. Porque si hay alguien capaz de llenar de amor y risas cada rincón de nuestra vida, eres tú. Gracias por darme este pedacito de cielo, por hacerme sentir completa, por convertir lo inesperado en lo más hermoso que me ha pasado. Te amo, y amo cada sueño que ahora late dentro de mí… porque es nuestro. [Anyel01]
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  • El Rugido del dragon loto
    Fandom N/A
    Categorรญa Fantasía
    * .:๏ฝกโœง*๏พŸ ๏พŸ๏ฝฅ โœง.๏ฝก. * * .:๏ฝกโœง*๏พŸ ๏พŸ๏ฝฅ โœง.๏ฝก. * . *.:๏ฝกโœง *๏พŸ ๏พŸ๏ฝฅ โœง.๏ฝก. *.

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    El Escenario Central: El Palacio Interior

    โš˜.โ”‹El Palacio del Sauce Dormido es un mundo dorado, aislado por altos muros y reglas ancestrales. Es el hogar de cientos de mujeres cuya vida gira en torno a una sola persona: el Emperador.
    โ€‹

    โš˜.โ”‹Las concubinas, a menudo llamadas "Muñecas de Seda" por su apariencia impecable y su limitada libertad, viven en un lujo inimaginable. Sus aposentos están adornados con jade, incienso exótico y sedas finas. Sin embargo, este lujo es una jaula El Único Camino al Poder La verdadera meta de cada concubina es ascender en el Sistema de Rangos (Dama de la 5ta Clase, Concubina Estimada, Consorte Imperial, etc.). El camino más rápido y seguro es dar a luz a una pareja de crios un Príncipe (heredero) y una Princesa (una pieza valiosa en futuras alianzas).

    โš˜.โ”‹La Jerarquía : La vida está gobernada por la Emperatriz (o la Consorte Superior en este caso la madre del emperador) y las reglas de etiqueta. Un paso en falso, una palabra mal dicha o un enemigo en las sombras pueden significar la caída en desgracia, el exilio o la muerte. El respeto es una moneda que solo las más astutas y poderosas pueden poseer.

    La Crisis del Imperio

    • โœพ •Una rara y virulenta epidemia se ha desatado en los distritos pobres de la Capital, conocida popularmente como la "Plaga del Loto Negro" por las manchas oscuras que deja en la piel.
    • โœพ •El Miedo: El miedo de que la enfermedad cruce los muros del palacio es palpable. Se han reforzado las cuarentenas, y los sirvientes que tienen contacto con el exterior son vigilados con recelo.

    • โœพ •La Oportunidad: Esta crisis pone a prueba la piedad del Emperador y la influencia de sus concubinas. ¿Alguna de ellas se atreverá a usar sus conexiones familiares o su ingenio para buscar una cura o ayudar al pueblo, ganando el favor del Emperador? ¿O lo usarán como arma para incriminar a una rival?

    2. La Guerra en la Frontera

    โœงโ‚โœงUna guerra prolongada, ya sea contra un reino vecino o contra una feroz rebelión interna, está drenando las arcas y la moral del imperio.

    โœงโ‚โœงLas Consecuencias: Los suministros de lujo (sedas, inciensos, comida exótica) están escaseando, y las tensiones entre las concubinas por los pocos bienes restantes están al alza.

    โœงโ‚โœงLa Inestabilidad: Familias nobles aliadas con ciertas concubinas están sufriendo derrotas. Esto significa que la posición de la concubina en el palacio es tan segura como la posición de su familia en el campo de batalla. La caída de una familia puede arrastrar consigo a su "Muñeca de Seda".

    ๐‘ท๐’‚๐’“๐’‚ ๐’‘๐’๐’…๐’†๐’“ ๐’•๐’†๐’๐’†๐’“ ๐’–๐’๐’‚ ๐’Ž๐’†๐’‹๐’๐’“ ๐’†๐’™๐’‘๐’†๐’“๐’†๐’๐’„๐’Š๐’‚ ๐’•๐’Š๐’†๐’๐’†๐’ ๐’’๐’–๐’† ๐’•๐’†๐’๐’†๐’“ ๐’†๐’ ๐’„๐’–๐’†๐’๐’•๐’‚ ๐’๐’๐’” ๐’”๐’Š๐’ˆ๐’–๐’Š๐’†๐’๐’•๐’†๐’” ๐’‘๐’–๐’๐’•๐’๐’”

    โ‹†โŒ˜โ‹† โ€‹¿Cuál es mi linaje? ¿Vengo de una familia de guerreros, académicos, o comerciantes ricos? ¿Mi familia es poderosa o está en declive?
    โ€‹¿Cuál es mi debilidad oculta? ¿Soy ingenua, demasiado ambiciosa, impulsiva, o tengo un secreto que arruinaría mi reputación si se revelara?

    โ‹†โŒ˜โ‹† ¿Que tipo de rol quiero tomar?¿aliado?¿traidor?¿sirviente?¿amante secreto? Quiero ser un fiel servidor del emperador dispuesto a dar mi vida por su causa...talvez el amante de alguna de sus concubinas intercambiar leves roses miradas discretas pero en ello se te puede ir la vida quizas ser un comandante de guerra. Dedicarme ala medicina y nacimiento de los principes y Princesas. (Rol abierto usa tu imaginacion )

    โ‹†โŒ˜โ‹† respetar las reglas y modo de rol.

    (El modo y reglas estaran en la des del chat grupal)

    ๐‘ณ๐’Š๐’”๐’•๐’‚ ๐’…๐’† ๐’“๐’๐’๐’†๐’” ๐’‚๐’ƒ๐’Š๐’†๐’“๐’•๐’๐’” (๐’”๐’Š ๐’ˆ๐’–๐’”๐’•๐’‚๐’” ๐’‚๐’ˆ๐’“๐’†๐’ˆ๐’‚๐’“ ๐’‚๐’๐’ˆ๐’–๐’๐’ ๐’†๐’” ๐’•๐’๐’•๐’‚๐’๐’Ž๐’†๐’๐’•๐’† ๐’ƒ๐’Š๐’†๐’๐’—๐’†๐’๐’Š๐’…๐’)

    โ•”โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•°โ€•°โœฎ°•โ€°โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•—

    เผบFamilia realเผป

    °•Emperador
    •°Gran madre
    °•hermana ~Alikka (yo)
    •°hermano

    (Aqui se pueden agregar las esposas y esposos de los hermanos y hermanas)

    โŠฐโ‰โŠฑ•*•.¸โ™ก Concubinas โ™ก¸.•*
    1•
    2•
    3•
    4•

    โŠฐโ‰โŠฑ•โžถ Sirvientes o damas โžท
    DAMAS
    1•
    2•
    3•
    4•
    5•
    SIRVIENTES
    1•
    2•
    3•
    4•
    (De aqui saldran las damas de compañia de las concubinas y sirvientes posibles amantes secretos)

    โŠฐโ‰โŠฑ•โœžโ˜ ๏ธŽGeneralesโ˜ ๏ธŽโœž
    1•
    2•
    3•
    (Pueden agregar como esposas o parejas a cualquiera incluyendo concubinas mas estos seran secretos si deciden emparejarse con alguna concubina)

    โŠฐโ‰โŠฑ•ใ€๏ฝก_๏ฝกใ€‘ Medic@ y enfermer@ ใ€๏ฝก_๏ฝกใ€‘
    1•
    2•

    โ•šโ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•°โ€•°โœฎ°•โ€°โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•โ•

    Espero y se animen a participar!^^ a mi me hace mucha ilusion

    * .:๏ฝกโœง*๏พŸ ๏พŸ๏ฝฅ โœง.๏ฝก. * * .:๏ฝกโœง*๏พŸ ๏พŸ๏ฝฅ โœง.๏ฝก. * . *.:๏ฝกโœง *๏พŸ ๏พŸ๏ฝฅ โœง.๏ฝก. *.
    * .:๏ฝกโœง*๏พŸ ๏พŸ๏ฝฅ โœง.๏ฝก. * * .:๏ฝกโœง*๏พŸ ๏พŸ๏ฝฅ โœง.๏ฝก. * . *.:๏ฝกโœง *๏พŸ ๏พŸ๏ฝฅ โœง.๏ฝก. *. ๐‘ฌ๐’”๐’•๐’‚ ๐’‘๐’“๐’๐’‘๐’–๐’†๐’”๐’•๐’‚ ๐’…๐’† ๐’“๐’๐’ ๐’„๐’๐’Ž๐’ƒ๐’Š๐’๐’‚ ๐’๐’‚ ๐’Š๐’๐’•๐’†๐’๐’”๐’‚ ๐’„๐’๐’Ž๐’‘๐’†๐’•๐’†๐’๐’„๐’Š๐’‚ ๐’š ๐’†๐’ ๐’๐’–๐’‹๐’ ๐’”๐’๐’‡๐’๐’„๐’‚๐’๐’•๐’† ๐’…๐’†๐’ ๐‘ท๐’‚๐’๐’‚๐’„๐’Š๐’ ๐‘ฐ๐’๐’•๐’†๐’“๐’Š๐’๐’“ ๐’„๐’๐’ ๐’๐’‚๐’” ๐’„๐’“๐’†๐’„๐’Š๐’†๐’๐’•๐’†๐’” ๐’‚๐’Ž๐’†๐’๐’‚๐’›๐’‚๐’” ๐’…๐’† ๐‘ฎ๐’–๐’†๐’“๐’“๐’‚ ๐’š ๐‘ท๐’†๐’”๐’•๐’† ๐’’๐’–๐’† ๐’‚๐’„๐’†๐’„๐’‰๐’‚๐’ ๐’‚๐’ ๐’Š๐’Ž๐’‘๐’†๐’“๐’Š๐’. El Escenario Central: El Palacio Interior โš˜.โ”‹El Palacio del Sauce Dormido es un mundo dorado, aislado por altos muros y reglas ancestrales. Es el hogar de cientos de mujeres cuya vida gira en torno a una sola persona: el Emperador. โ€‹ โš˜.โ”‹Las concubinas, a menudo llamadas "Muñecas de Seda" por su apariencia impecable y su limitada libertad, viven en un lujo inimaginable. Sus aposentos están adornados con jade, incienso exótico y sedas finas. Sin embargo, este lujo es una jaula El Único Camino al Poder La verdadera meta de cada concubina es ascender en el Sistema de Rangos (Dama de la 5ta Clase, Concubina Estimada, Consorte Imperial, etc.). El camino más rápido y seguro es dar a luz a una pareja de crios un Príncipe (heredero) y una Princesa (una pieza valiosa en futuras alianzas). โš˜.โ”‹La Jerarquía : La vida está gobernada por la Emperatriz (o la Consorte Superior en este caso la madre del emperador) y las reglas de etiqueta. Un paso en falso, una palabra mal dicha o un enemigo en las sombras pueden significar la caída en desgracia, el exilio o la muerte. El respeto es una moneda que solo las más astutas y poderosas pueden poseer. La Crisis del Imperio • โœพ •Una rara y virulenta epidemia se ha desatado en los distritos pobres de la Capital, conocida popularmente como la "Plaga del Loto Negro" por las manchas oscuras que deja en la piel. • โœพ •El Miedo: El miedo de que la enfermedad cruce los muros del palacio es palpable. Se han reforzado las cuarentenas, y los sirvientes que tienen contacto con el exterior son vigilados con recelo. • โœพ •La Oportunidad: Esta crisis pone a prueba la piedad del Emperador y la influencia de sus concubinas. ¿Alguna de ellas se atreverá a usar sus conexiones familiares o su ingenio para buscar una cura o ayudar al pueblo, ganando el favor del Emperador? ¿O lo usarán como arma para incriminar a una rival? 2. La Guerra en la Frontera โœงโ‚โœงUna guerra prolongada, ya sea contra un reino vecino o contra una feroz rebelión interna, está drenando las arcas y la moral del imperio. โœงโ‚โœงLas Consecuencias: Los suministros de lujo (sedas, inciensos, comida exótica) están escaseando, y las tensiones entre las concubinas por los pocos bienes restantes están al alza. โœงโ‚โœงLa Inestabilidad: Familias nobles aliadas con ciertas concubinas están sufriendo derrotas. Esto significa que la posición de la concubina en el palacio es tan segura como la posición de su familia en el campo de batalla. La caída de una familia puede arrastrar consigo a su "Muñeca de Seda". ๐‘ท๐’‚๐’“๐’‚ ๐’‘๐’๐’…๐’†๐’“ ๐’•๐’†๐’๐’†๐’“ ๐’–๐’๐’‚ ๐’Ž๐’†๐’‹๐’๐’“ ๐’†๐’™๐’‘๐’†๐’“๐’†๐’๐’„๐’Š๐’‚ ๐’•๐’Š๐’†๐’๐’†๐’ ๐’’๐’–๐’† ๐’•๐’†๐’๐’†๐’“ ๐’†๐’ ๐’„๐’–๐’†๐’๐’•๐’‚ ๐’๐’๐’” ๐’”๐’Š๐’ˆ๐’–๐’Š๐’†๐’๐’•๐’†๐’” ๐’‘๐’–๐’๐’•๐’๐’” โ‹†โŒ˜โ‹† โ€‹¿Cuál es mi linaje? ¿Vengo de una familia de guerreros, académicos, o comerciantes ricos? ¿Mi familia es poderosa o está en declive? โ€‹¿Cuál es mi debilidad oculta? ¿Soy ingenua, demasiado ambiciosa, impulsiva, o tengo un secreto que arruinaría mi reputación si se revelara? โ‹†โŒ˜โ‹† ¿Que tipo de rol quiero tomar?¿aliado?¿traidor?¿sirviente?¿amante secreto? Quiero ser un fiel servidor del emperador dispuesto a dar mi vida por su causa...talvez el amante de alguna de sus concubinas intercambiar leves roses miradas discretas pero en ello se te puede ir la vida quizas ser un comandante de guerra. 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