A veces se pregunta por qué a la gente todo le da igual. Cómo pueden vivir sin detenerse, sin mirar atrás, sin necesitar entender nada. Los ve seguir con sus vidas como si nada hubiera pasado, como si el dolor fuera algo opcional. Y luego está él, que nunca supo hacer eso. Él sigue buscando el porqué, aun sabiendo que cada respuesta le va a doler más que el silencio.

Se pregunta por qué ella se fue. Por qué lo dejó solo con una hija cuando él todavía estaba aprendiendo a no romperse. Se pregunta en qué momento dejó de ser suficiente, qué no vio venir, qué hizo mal. Sabe que esas preguntas no la traen de vuelta, pero tampoco sabe cómo vivir sin hacérselas. Dejar de preguntar sería aceptar que todo ocurrió sin sentido, y eso le resulta insoportable.

Mientras otros pasan página sin leerla, él se queda atrapado en cada línea. Fue él quien se quedó, quien tuvo que ser fuerte a la fuerza, quien aprendió a sonreír por su hija mientras por dentro se vaciaba. No cree que haya sido elegido por algo especial; simplemente fue el que no se fue. Y eso, aunque nadie lo diga, también pesa.

A veces piensa que los demás son más felices porque pasan de todo. Luego entiende que quizá no es felicidad, sino huida. Él no sabe huir. Él se queda con la ausencia, con la rabia, con el amor que no se fue del todo. Se queda preguntándose por qué fue él quien tuvo que convertirse en lo que ahora es: más duro, más callado, más consciente de que querer no siempre basta.

Sabe que no todas las preguntas tienen respuesta. Lo sabe. Pero aun así sigue haciéndolas. No porque espere justicia, ni cierre, ni consuelo, sino porque entender —aunque duela— es la única forma que conoce de seguir adelante sin perderse del todo. Porque comprender es su manera de sobrevivir.

Mientras el mundo sigue pasando de todo, él sigue adelante sin entusiasmo, sin épica. No porque haya sanado, sino porque aprendió a cargar. Entendió que no todo se supera, que algunas cosas solo se arrastran con dignidad y aceptó que no hay respuestas para sus preguntas.
A veces se pregunta por qué a la gente todo le da igual. Cómo pueden vivir sin detenerse, sin mirar atrás, sin necesitar entender nada. Los ve seguir con sus vidas como si nada hubiera pasado, como si el dolor fuera algo opcional. Y luego está él, que nunca supo hacer eso. Él sigue buscando el porqué, aun sabiendo que cada respuesta le va a doler más que el silencio. Se pregunta por qué ella se fue. Por qué lo dejó solo con una hija cuando él todavía estaba aprendiendo a no romperse. Se pregunta en qué momento dejó de ser suficiente, qué no vio venir, qué hizo mal. Sabe que esas preguntas no la traen de vuelta, pero tampoco sabe cómo vivir sin hacérselas. Dejar de preguntar sería aceptar que todo ocurrió sin sentido, y eso le resulta insoportable. Mientras otros pasan página sin leerla, él se queda atrapado en cada línea. Fue él quien se quedó, quien tuvo que ser fuerte a la fuerza, quien aprendió a sonreír por su hija mientras por dentro se vaciaba. No cree que haya sido elegido por algo especial; simplemente fue el que no se fue. Y eso, aunque nadie lo diga, también pesa. A veces piensa que los demás son más felices porque pasan de todo. Luego entiende que quizá no es felicidad, sino huida. Él no sabe huir. Él se queda con la ausencia, con la rabia, con el amor que no se fue del todo. Se queda preguntándose por qué fue él quien tuvo que convertirse en lo que ahora es: más duro, más callado, más consciente de que querer no siempre basta. Sabe que no todas las preguntas tienen respuesta. Lo sabe. Pero aun así sigue haciéndolas. No porque espere justicia, ni cierre, ni consuelo, sino porque entender —aunque duela— es la única forma que conoce de seguir adelante sin perderse del todo. Porque comprender es su manera de sobrevivir. Mientras el mundo sigue pasando de todo, él sigue adelante sin entusiasmo, sin épica. No porque haya sanado, sino porque aprendió a cargar. Entendió que no todo se supera, que algunas cosas solo se arrastran con dignidad y aceptó que no hay respuestas para sus preguntas.
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