• Entre Flores y Sombras.

    Nikolai caminaba por las calles vacías de la ciudad, con las primeras luces del amanecer filtrándose entre los edificios. El familiar malestar comenzó a instalarse en su cuerpo; no quedaba mucho tiempo antes de que el sol ascendiera por completo. "Maldición...". El lugar más cercano era una pequeña tienda de flores, cuyo letrero gastado apenas se distinguía: Lepus Bloom.

    Sin pensar demasiado, empujó la puerta, que cedió con un tintineo suave. El aroma de flores y hierbas lo envolvió de inmediato, un contraste inusual para alguien que solía evitar lugares tan... vivos. Detrás del mostrador, una figura femenina con cabello blanco como la luna y una mirada imperturbable lo observaba. Sus ojos turquesa se fijaron en él, curiosos, pero sin sorpresa, como si hubiera estado esperando su llegada.

    "Necesito... un lugar donde el sol no me alcance," murmuró Nikolai, casi sin aliento. Sabía que había cometido un error al subestimar la noche, pero ahora no tenía tiempo para arrepentimientos.

    La mujer —Dahlia, según un pequeño cartel— inclinó ligeramente la cabeza, con un aire de serena comprensión. Sin decir una palabra, señaló la puerta trasera de la tienda, una habitación oculta entre las sombras. Parecía un simple trastero, pero para Nikolai, era el único refugio antes de que el día comenzara.

    "Te debes a alguien, ¿verdad?" dijo ella, con una voz suave pero llena de misterio. "Un vampiro nunca llega por accidente."

    Nikolai la miró de reojo, sorprendido por la precisión de sus palabras, pero no tenía tiempo para preguntas. Se adentró en la penumbra, agradecido de que, por una vez, el azar lo hubiera llevado a un lugar seguro... aunque se preguntaba quién, o qué, era realmente esa extraña florista.

    Dahlia
    Entre Flores y Sombras. Nikolai caminaba por las calles vacías de la ciudad, con las primeras luces del amanecer filtrándose entre los edificios. El familiar malestar comenzó a instalarse en su cuerpo; no quedaba mucho tiempo antes de que el sol ascendiera por completo. "Maldición...". El lugar más cercano era una pequeña tienda de flores, cuyo letrero gastado apenas se distinguía: Lepus Bloom. Sin pensar demasiado, empujó la puerta, que cedió con un tintineo suave. El aroma de flores y hierbas lo envolvió de inmediato, un contraste inusual para alguien que solía evitar lugares tan... vivos. Detrás del mostrador, una figura femenina con cabello blanco como la luna y una mirada imperturbable lo observaba. Sus ojos turquesa se fijaron en él, curiosos, pero sin sorpresa, como si hubiera estado esperando su llegada. "Necesito... un lugar donde el sol no me alcance," murmuró Nikolai, casi sin aliento. Sabía que había cometido un error al subestimar la noche, pero ahora no tenía tiempo para arrepentimientos. La mujer —Dahlia, según un pequeño cartel— inclinó ligeramente la cabeza, con un aire de serena comprensión. Sin decir una palabra, señaló la puerta trasera de la tienda, una habitación oculta entre las sombras. Parecía un simple trastero, pero para Nikolai, era el único refugio antes de que el día comenzara. "Te debes a alguien, ¿verdad?" dijo ella, con una voz suave pero llena de misterio. "Un vampiro nunca llega por accidente." Nikolai la miró de reojo, sorprendido por la precisión de sus palabras, pero no tenía tiempo para preguntas. Se adentró en la penumbra, agradecido de que, por una vez, el azar lo hubiera llevado a un lugar seguro... aunque se preguntaba quién, o qué, era realmente esa extraña florista. [Lepus_Constellation]
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  • La habitación estaba en completa penumbra, iluminada únicamente por la luz trémula de dos velas: una blanca y una negra. El aire era denso, cargado con el peso de las emociones que resonaban en el silencio. Frente a Lepus, una mujer de mirada perdida sostenía un pergamino en blanco y una pluma. Sus manos temblaban.

    —¿Estás segura de que esto es lo que deseas? —preguntó Lepus, su voz suave pero firme, reverberando en el pequeño cuarto como un eco distante.

    La mujer asintió lentamente, sus ojos turbios de lágrimas contenidas. Había venido en busca de olvido, de la paz que no lograba encontrar. Lepus la observó un momento más antes de hacer un leve gesto con la mano, indicándole que comenzara.

    La pluma rozó el pergamino, y las palabras fluyeron como una herida abierta. La mujer escribió con un frenesí desesperado, dejando que los recuerdos se derramaran a través de la tinta: momentos, voces, rostros que deseaba borrar de su mente. Cada trazo parecía un paso hacia el alivio, aunque el dolor aún palpaba en el aire.

    Cuando terminó, Lepus se inclinó hacia las velas. Colocó el pergamino entre sus manos y lo sostuvo sobre la llama negra.

    —Al hacerlo —dijo Lepus, su tono solemne—, este recuerdo dejará de atormentarte. Se desvanecerá como el humo, y el dolor perderá su fuerza. No desaparecerá por completo, pero su peso ya no será el mismo.

    La mujer cerró los ojos y asintió de nuevo, sus labios temblorosos mientras se despedía de los fantasmas que tanto la habían consumido. Lepus dejó caer el pergamino en la llama negra, y el fuego lo devoró lentamente, consumiendo cada palabra escrita hasta que solo quedaron cenizas.

    El silencio que siguió fue profundo, como si el tiempo mismo hubiera hecho una pausa.

    Lepus recogió las cenizas con cuidado y caminó hacia la ventana abierta. El viento nocturno entraba suave y fresco. Con un movimiento delicado, dejó que las cenizas volaran hacia la oscuridad, llevándose consigo los fragmentos de aquel dolor.

    La mujer abrió los ojos, respirando profundamente por primera vez en lo que parecían años. La sensación de alivio era sutil pero presente, como un peso que se había levantado, aunque las cicatrices invisibles aún estaban allí.

    —Gracias —murmuró, apenas un susurro.

    Lepus no respondió. Simplemente la observó un instante más, su rostro oculto tras la máscara de conejo, antes de desaparecer en las sombras, dejando tras de sí una paz que poco a poco envolvería a aquella alma herida.
    La habitación estaba en completa penumbra, iluminada únicamente por la luz trémula de dos velas: una blanca y una negra. El aire era denso, cargado con el peso de las emociones que resonaban en el silencio. Frente a Lepus, una mujer de mirada perdida sostenía un pergamino en blanco y una pluma. Sus manos temblaban. —¿Estás segura de que esto es lo que deseas? —preguntó Lepus, su voz suave pero firme, reverberando en el pequeño cuarto como un eco distante. La mujer asintió lentamente, sus ojos turbios de lágrimas contenidas. Había venido en busca de olvido, de la paz que no lograba encontrar. Lepus la observó un momento más antes de hacer un leve gesto con la mano, indicándole que comenzara. La pluma rozó el pergamino, y las palabras fluyeron como una herida abierta. La mujer escribió con un frenesí desesperado, dejando que los recuerdos se derramaran a través de la tinta: momentos, voces, rostros que deseaba borrar de su mente. Cada trazo parecía un paso hacia el alivio, aunque el dolor aún palpaba en el aire. Cuando terminó, Lepus se inclinó hacia las velas. Colocó el pergamino entre sus manos y lo sostuvo sobre la llama negra. —Al hacerlo —dijo Lepus, su tono solemne—, este recuerdo dejará de atormentarte. Se desvanecerá como el humo, y el dolor perderá su fuerza. No desaparecerá por completo, pero su peso ya no será el mismo. La mujer cerró los ojos y asintió de nuevo, sus labios temblorosos mientras se despedía de los fantasmas que tanto la habían consumido. Lepus dejó caer el pergamino en la llama negra, y el fuego lo devoró lentamente, consumiendo cada palabra escrita hasta que solo quedaron cenizas. El silencio que siguió fue profundo, como si el tiempo mismo hubiera hecho una pausa. Lepus recogió las cenizas con cuidado y caminó hacia la ventana abierta. El viento nocturno entraba suave y fresco. Con un movimiento delicado, dejó que las cenizas volaran hacia la oscuridad, llevándose consigo los fragmentos de aquel dolor. La mujer abrió los ojos, respirando profundamente por primera vez en lo que parecían años. La sensación de alivio era sutil pero presente, como un peso que se había levantado, aunque las cicatrices invisibles aún estaban allí. —Gracias —murmuró, apenas un susurro. Lepus no respondió. Simplemente la observó un instante más, su rostro oculto tras la máscara de conejo, antes de desaparecer en las sombras, dejando tras de sí una paz que poco a poco envolvería a aquella alma herida.
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  • La noche envolvía la ciudad en un manto de silencio interrumpido solo por el sonido lejano de automóviles y el murmullo ocasional de los transeúntes. Las luces parpadeantes de los edificios iluminaban las calles empedradas, y entre las sombras, una figura caminaba con pasos ligeros, casi flotando sobre el suelo.

    Lepus avanzaba sin ser vista, su presencia etérea se deslizaba entre los humanos como un susurro en la oscuridad. Su cabello blanco como la luna se movía con la brisa nocturna, y sus ojos turquesa observaban el mundo a su alrededor, siempre alerta, siempre observadora. Aunque sus pies tocaban la acera, no dejaban huella, y su sombra nunca se proyectaba bajo las farolas. Nadie la percibía; para los humanos, era tan invisible como el viento.

    A su paso, las figuras humanas continuaban con sus vidas, indiferentes a la presencia de una entidad que existía más allá de su comprensión. Iona, como en tantas otras noches, sentía una mezcla de curiosidad y distanciamiento. Miraba los rostros de los caminantes, sus expresiones cargadas de pensamientos que jamás serían pronunciados. Eran secretos tan profundos como el abismo del que ella venía, y por un breve momento, se preguntaba qué sería vivir con una fragilidad tan presente, donde cada paso parecía impulsado por el temor de lo efímero.

    Bajo su capa oscura, los símbolos esotéricos apenas eran visibles, pero resonaban con el poder de lo oculto. En sus manos, el pequeño amuleto de conejo, su símbolo, descansaba con una ligera vibración. El viento frío le trajo el aroma de las flores de una tienda cercana, y su mente divagó hacia los rituales que la aguardaban, las invocaciones que surgirían al amanecer. Aquellos que la necesitaban vendrían, como siempre, aunque no supieran que la habían llamado.

    Se detuvo frente a una vieja librería, observando cómo un anciano cerraba la puerta y apagaba las luces del interior. En sus ojos brillaba una tristeza profunda, algo que Lepus reconocía de inmediato. Una parte de ella quiso acercarse, pero sabía que no era el momento. No todos los que sufrían debían verla, no todos podían recordar su rostro cuando la oscuridad se disipaba. Así era su labor, y ella aceptaba el papel que le había sido impuesto por el destino.

    El viento susurró su nombre en algún rincón lejano de la ciudad, y Lepus lo escuchó. Era hora de partir. Con un último vistazo a las calles vacías, siguió su camino, invisible, inalcanzable, pero siempre presente.

    La noche envolvía la ciudad en un manto de silencio interrumpido solo por el sonido lejano de automóviles y el murmullo ocasional de los transeúntes. Las luces parpadeantes de los edificios iluminaban las calles empedradas, y entre las sombras, una figura caminaba con pasos ligeros, casi flotando sobre el suelo. Lepus avanzaba sin ser vista, su presencia etérea se deslizaba entre los humanos como un susurro en la oscuridad. Su cabello blanco como la luna se movía con la brisa nocturna, y sus ojos turquesa observaban el mundo a su alrededor, siempre alerta, siempre observadora. Aunque sus pies tocaban la acera, no dejaban huella, y su sombra nunca se proyectaba bajo las farolas. Nadie la percibía; para los humanos, era tan invisible como el viento. A su paso, las figuras humanas continuaban con sus vidas, indiferentes a la presencia de una entidad que existía más allá de su comprensión. Iona, como en tantas otras noches, sentía una mezcla de curiosidad y distanciamiento. Miraba los rostros de los caminantes, sus expresiones cargadas de pensamientos que jamás serían pronunciados. Eran secretos tan profundos como el abismo del que ella venía, y por un breve momento, se preguntaba qué sería vivir con una fragilidad tan presente, donde cada paso parecía impulsado por el temor de lo efímero. Bajo su capa oscura, los símbolos esotéricos apenas eran visibles, pero resonaban con el poder de lo oculto. En sus manos, el pequeño amuleto de conejo, su símbolo, descansaba con una ligera vibración. El viento frío le trajo el aroma de las flores de una tienda cercana, y su mente divagó hacia los rituales que la aguardaban, las invocaciones que surgirían al amanecer. Aquellos que la necesitaban vendrían, como siempre, aunque no supieran que la habían llamado. Se detuvo frente a una vieja librería, observando cómo un anciano cerraba la puerta y apagaba las luces del interior. En sus ojos brillaba una tristeza profunda, algo que Lepus reconocía de inmediato. Una parte de ella quiso acercarse, pero sabía que no era el momento. No todos los que sufrían debían verla, no todos podían recordar su rostro cuando la oscuridad se disipaba. Así era su labor, y ella aceptaba el papel que le había sido impuesto por el destino. El viento susurró su nombre en algún rincón lejano de la ciudad, y Lepus lo escuchó. Era hora de partir. Con un último vistazo a las calles vacías, siguió su camino, invisible, inalcanzable, pero siempre presente.
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  • Iona, bajo su identidad como Lepus, se sienta en el rincón de su pequeña y oscura habitación, el aire denso y cálido apenas iluminado por la luz de una vela. La llama parpadea en su máscara de conejo, creando sombras danzantes en las paredes. La ciudad afuera bulle de vida, pero dentro de este espacio, el silencio es casi tangible. Es en momentos como este que su mente vuelve a la sociedad de Luminarias.

    Piensa en Destino, esa presencia enigmática cuya voz ha resonado en su mente como un eco lejano, siempre presente y a la vez inalcanzable. La imagen de la primera vez que escuchó aquella voz vuelve a ella. Despertó en medio de aquella fiesta del té, rodeada de las demás entidades, como si siempre hubiera estado ahí. Una bienvenida sin palabras, solo miradas y gestos que sugerían comprensión y, tal vez, un rastro de curiosidad. No era la primera Lepus, lo supo desde el primer instante, pero era como si la sociedad la hubiera estado esperando, o tal vez, como si Destino hubiera decidido que era el momento adecuado para su aparición.

    Los miembros de Luminarias, todos seres de antiguos planos, con sus nombres tomados de constelaciones y sus formas adoptadas de animales. Hay una sensación de seguridad entre ellos, una certeza de que cada uno tiene su propósito, aunque la forma en que lo cumplan sea única. Iona se pregunta a menudo qué habrá sido del Lepus anterior. Nadie habla de él, o de ella, y ella ha aprendido a no preguntar. Tal vez el misterio es parte de la magia de la sociedad, ese constante recordar que nada es permanente, que incluso ellos, entidades de la sombra y la luz, pueden desaparecer sin dejar rastro.

    El Fénix es una presencia que trae consuelo a sus pensamientos. Su figura se alza en su mente, medio humano, medio pájaro, siempre rodeado de un resplandor cálido. Él la trata con cariño, casi como si fuera una hermana menor. Los dulces que le ofrece en cada encuentro son un recordatorio de que, aunque sea la más joven, es aceptada. La idea de la resurrección que él representa la ha hecho reflexionar más de una vez. ¿Qué significa realmente renacer? ¿Es posible que ella misma esté en un proceso de constante renacimiento, aprendiendo de cada encuentro, de cada alma que asiste?

    Iona se pregunta si alguna vez llegará a ser como ellos, si con el tiempo perderá esa sensibilidad que la hace tambalear en sus decisiones, que la llena de dudas cuando se enfrenta a los humanos. Los otros la tranquilizan, le dicen que con el tiempo aprenderá a desligarse, a ser más eficiente en su labor. Sin embargo, una parte de ella teme ese cambio. Su empatía, su capacidad de sentir lo que sienten los demás, es lo que la hace quien es, lo que la conecta con el mundo humano que tanto le fascina y desconcierta.

    Los recuerdos de las reuniones la envuelven. Escuchar las historias de los demás es su forma de aprender, de prepararse para lo que pueda venir. Cada anécdota es una lección, un fragmento de sabiduría que atesora en su mente. A veces, desearía poder hablar más, compartir sus propios miedos y preguntas, pero se contiene. La percepción de los otros hacia ella, como si fuera una infante entre gigantes, la hace dudar. Aun así, el apoyo silencioso de sus compañeros le da la fortaleza que necesita para seguir adelante.

    En el fondo, Iona sabe que la sociedad de Luminarias es más que una reunión de entidades poderosas. Es una familia disfuncional, un grupo de seres que, a pesar de sus diferencias y orígenes, se unen por un propósito mayor. Cada uno cumple un rol, una función en el gran entramado de la existencia, y aunque sus caminos a veces se crucen solo en esos extraños y oníricos encuentros, hay un lazo inquebrantable que los mantiene unidos.

    Con un suspiro, Iona se levanta y apaga la vela. El cuarto queda sumido en la oscuridad, pero no es una oscuridad que la asuste. Es la oscuridad de la reflexión, de la conexión con lo que es y lo que será. Las Luminarias están con ella, incluso en este pequeño rincón del mundo humano, y esa certeza le da la calma para continuar.

    Iona, bajo su identidad como Lepus, se sienta en el rincón de su pequeña y oscura habitación, el aire denso y cálido apenas iluminado por la luz de una vela. La llama parpadea en su máscara de conejo, creando sombras danzantes en las paredes. La ciudad afuera bulle de vida, pero dentro de este espacio, el silencio es casi tangible. Es en momentos como este que su mente vuelve a la sociedad de Luminarias. Piensa en Destino, esa presencia enigmática cuya voz ha resonado en su mente como un eco lejano, siempre presente y a la vez inalcanzable. La imagen de la primera vez que escuchó aquella voz vuelve a ella. Despertó en medio de aquella fiesta del té, rodeada de las demás entidades, como si siempre hubiera estado ahí. Una bienvenida sin palabras, solo miradas y gestos que sugerían comprensión y, tal vez, un rastro de curiosidad. No era la primera Lepus, lo supo desde el primer instante, pero era como si la sociedad la hubiera estado esperando, o tal vez, como si Destino hubiera decidido que era el momento adecuado para su aparición. Los miembros de Luminarias, todos seres de antiguos planos, con sus nombres tomados de constelaciones y sus formas adoptadas de animales. Hay una sensación de seguridad entre ellos, una certeza de que cada uno tiene su propósito, aunque la forma en que lo cumplan sea única. Iona se pregunta a menudo qué habrá sido del Lepus anterior. Nadie habla de él, o de ella, y ella ha aprendido a no preguntar. Tal vez el misterio es parte de la magia de la sociedad, ese constante recordar que nada es permanente, que incluso ellos, entidades de la sombra y la luz, pueden desaparecer sin dejar rastro. El Fénix es una presencia que trae consuelo a sus pensamientos. Su figura se alza en su mente, medio humano, medio pájaro, siempre rodeado de un resplandor cálido. Él la trata con cariño, casi como si fuera una hermana menor. Los dulces que le ofrece en cada encuentro son un recordatorio de que, aunque sea la más joven, es aceptada. La idea de la resurrección que él representa la ha hecho reflexionar más de una vez. ¿Qué significa realmente renacer? ¿Es posible que ella misma esté en un proceso de constante renacimiento, aprendiendo de cada encuentro, de cada alma que asiste? Iona se pregunta si alguna vez llegará a ser como ellos, si con el tiempo perderá esa sensibilidad que la hace tambalear en sus decisiones, que la llena de dudas cuando se enfrenta a los humanos. Los otros la tranquilizan, le dicen que con el tiempo aprenderá a desligarse, a ser más eficiente en su labor. Sin embargo, una parte de ella teme ese cambio. Su empatía, su capacidad de sentir lo que sienten los demás, es lo que la hace quien es, lo que la conecta con el mundo humano que tanto le fascina y desconcierta. Los recuerdos de las reuniones la envuelven. Escuchar las historias de los demás es su forma de aprender, de prepararse para lo que pueda venir. Cada anécdota es una lección, un fragmento de sabiduría que atesora en su mente. A veces, desearía poder hablar más, compartir sus propios miedos y preguntas, pero se contiene. La percepción de los otros hacia ella, como si fuera una infante entre gigantes, la hace dudar. Aun así, el apoyo silencioso de sus compañeros le da la fortaleza que necesita para seguir adelante. En el fondo, Iona sabe que la sociedad de Luminarias es más que una reunión de entidades poderosas. Es una familia disfuncional, un grupo de seres que, a pesar de sus diferencias y orígenes, se unen por un propósito mayor. Cada uno cumple un rol, una función en el gran entramado de la existencia, y aunque sus caminos a veces se crucen solo en esos extraños y oníricos encuentros, hay un lazo inquebrantable que los mantiene unidos. Con un suspiro, Iona se levanta y apaga la vela. El cuarto queda sumido en la oscuridad, pero no es una oscuridad que la asuste. Es la oscuridad de la reflexión, de la conexión con lo que es y lo que será. Las Luminarias están con ella, incluso en este pequeño rincón del mundo humano, y esa certeza le da la calma para continuar.
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  • Iona, conocida entre unos pocos como Lepus, es una entidad mística que elige cuándo y cómo revelarse a los humanos. Habita en la ciudad moderna, oculta entre la multitud, pero su verdadera naturaleza solo es perceptible bajo condiciones muy particulares. Existen varias formas en las que alguien puede verla o interactuar con ella:

    1. Cuando ella lo decide: Iona controla cuándo desea ser vista. Si decide mostrarse, lo hará con intención, permitiendo que una persona la perciba. Sin embargo, su presencia no es fácil de retener en la memoria: aquellos que la ven suelen olvidarla poco después, como si su mente se negase a reconocer lo sobrenatural de su existencia.

    2. Buscando sus servicios: Hay quienes, sin saber cómo, encuentran el camino hacia su tienda de flores, atraídos por la necesidad de olvidar algo: un recuerdo doloroso, un secreto imposible de cargar, o la esperanza de liberarse de un pasado que los atormenta. Estas personas no saben conscientemente que buscan a Iona, pero el destino parece guiarlos hasta su puerta. Al cruzar el umbral de su tienda, sienten una extraña familiaridad, aunque el cómo llegaron hasta allí se disuelve en un vacío de memoria.

    3. Iona te encuentra: En ocasiones, Iona misma toma la iniciativa. Si su papel como guardiana del olvido es necesario, puede aparecer en la vida de alguien sin previo aviso. A veces lo hace a través de sutiles señales, otras, de manera más directa. Su llegada puede manifestarse en sueños o en momentos de confusión, dejando una huella difícil de definir pero imposible de ignorar.

    4. A través de un ritual: Solo aquellos que conocen el verdadero nombre de Iona y los secretos de la constelación Lepus pueden invocarla mediante un ritual esotérico. Este ritual requiere precisión y ciertos objetos específicos, como una máscara de conejo, para llamarla. Si la invocación es realizada correctamente, Iona siempre aparece. Sin embargo, sus servicios como guardiana del olvido tienen un precio, aunque este no siempre es de naturaleza tangible.

    Independientemente de cómo ocurra el encuentro, Iona siempre es la que tiene el control. La mayoría de las personas que interactúan con ella no son plenamente conscientes de su naturaleza ni del impacto que tiene en sus vidas, y cuando el trabajo de Iona concluye, el olvido vuelve a sellar la experiencia, tal y como ella lo prefiere.
    Iona, conocida entre unos pocos como Lepus, es una entidad mística que elige cuándo y cómo revelarse a los humanos. Habita en la ciudad moderna, oculta entre la multitud, pero su verdadera naturaleza solo es perceptible bajo condiciones muy particulares. Existen varias formas en las que alguien puede verla o interactuar con ella: 1. Cuando ella lo decide: Iona controla cuándo desea ser vista. Si decide mostrarse, lo hará con intención, permitiendo que una persona la perciba. Sin embargo, su presencia no es fácil de retener en la memoria: aquellos que la ven suelen olvidarla poco después, como si su mente se negase a reconocer lo sobrenatural de su existencia. 2. Buscando sus servicios: Hay quienes, sin saber cómo, encuentran el camino hacia su tienda de flores, atraídos por la necesidad de olvidar algo: un recuerdo doloroso, un secreto imposible de cargar, o la esperanza de liberarse de un pasado que los atormenta. Estas personas no saben conscientemente que buscan a Iona, pero el destino parece guiarlos hasta su puerta. Al cruzar el umbral de su tienda, sienten una extraña familiaridad, aunque el cómo llegaron hasta allí se disuelve en un vacío de memoria. 3. Iona te encuentra: En ocasiones, Iona misma toma la iniciativa. Si su papel como guardiana del olvido es necesario, puede aparecer en la vida de alguien sin previo aviso. A veces lo hace a través de sutiles señales, otras, de manera más directa. Su llegada puede manifestarse en sueños o en momentos de confusión, dejando una huella difícil de definir pero imposible de ignorar. 4. A través de un ritual: Solo aquellos que conocen el verdadero nombre de Iona y los secretos de la constelación Lepus pueden invocarla mediante un ritual esotérico. Este ritual requiere precisión y ciertos objetos específicos, como una máscara de conejo, para llamarla. Si la invocación es realizada correctamente, Iona siempre aparece. Sin embargo, sus servicios como guardiana del olvido tienen un precio, aunque este no siempre es de naturaleza tangible. Independientemente de cómo ocurra el encuentro, Iona siempre es la que tiene el control. La mayoría de las personas que interactúan con ella no son plenamente conscientes de su naturaleza ni del impacto que tiene en sus vidas, y cuando el trabajo de Iona concluye, el olvido vuelve a sellar la experiencia, tal y como ella lo prefiere.
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  • Lepus, o mejor dicho, Iona, observaba el reflejo de la luna desde la ventana de su pequeño departamento en la ciudad. La luz plateada iluminaba las orquídeas que tenía cuidadosamente alineadas en el borde de la ventana y su sombra se proyectaba suavemente sobre las paredes llenas de estanterías con libros y objetos místicos. En su mano sostenía la máscara de conejo, su símbolo, y la giraba entre los dedos mientras pensaba.

    La Sociedad de las Luminarias siempre le había parecido un conjunto peculiar de entidades, cada una con sus propias reglas, costumbres, y excentricidades. Iona, había aprendido a mantener cierta distancia de ellos, no por desagrado, sino por la simple y llana extrañeza que le inspiraban.

    — ¿Quién podría ser considerado 'normal' en este grupo?—, se preguntaba mientras recordaba las reuniones donde cada uno de los miembros parecía estar en su propio mundo. Había quienes se presentaban en formas casi humanas, apenas perceptibles en su naturaleza divina, mientras otros preferían apariencias más aterradoras o fantásticas. Uno de ellos, que tenía la costumbre de adornar su cabello con plumas de aves que cambiaban de color con cada amanecer, le hablaba de sus viajes a otros planos como si se tratara de excursiones de un día.

    —¿Y qué hay de aquel que nunca muestra su rostro? La entidad que siempre está envuelta en sombras, su presencia más sentida que vista…—. Iona no sabía si era un efecto deliberado o simplemente su naturaleza, pero cada vez que intentaba recordar cómo lucía, su mente parecía escaparle.

    Había, por supuesto, aquellos que se tomaban demasiado en serio, que veían en la Sociedad un deber solemne, una cruzada contra lo ordinario. A Iona, por otro lado, le causaba gracia cómo algunos hablaban de los humanos como si fueran insectos, mientras otros parecían fascinados por ellos, casi obsesionados con las emociones y costumbres de los mortales.

    Lepus, o Iona, era la que más disfrutaba de ese contraste. Le gustaba vagar entre los humanos, adoptar su forma, perderse en la cotidianidad de sus vidas mientras mantenía sus secretos bajo llave. Pero era imposible negar que, a pesar de lo que pudieran pensar los otros, a ella también le resultaban fascinantes. Sin embargo, las reuniones con los demás Luminarias eran un recordatorio de que el mundo en el que se movía estaba lejos de ser normal, y que cada uno de ellos era una pieza en un rompecabezas que nunca encajaría del todo.

    —Todos son extraños. — pensó con una sonrisa ligera, —pero, ¿acaso yo no lo soy también?—. La máscara de conejo en su mano parecía mirarla de vuelta, como si compartiera el pensamiento. —Después de todo, nadie mejor que yo entiende el encanto de lo inusual.—
    Lepus, o mejor dicho, Iona, observaba el reflejo de la luna desde la ventana de su pequeño departamento en la ciudad. La luz plateada iluminaba las orquídeas que tenía cuidadosamente alineadas en el borde de la ventana y su sombra se proyectaba suavemente sobre las paredes llenas de estanterías con libros y objetos místicos. En su mano sostenía la máscara de conejo, su símbolo, y la giraba entre los dedos mientras pensaba. La Sociedad de las Luminarias siempre le había parecido un conjunto peculiar de entidades, cada una con sus propias reglas, costumbres, y excentricidades. Iona, había aprendido a mantener cierta distancia de ellos, no por desagrado, sino por la simple y llana extrañeza que le inspiraban. — ¿Quién podría ser considerado 'normal' en este grupo?—, se preguntaba mientras recordaba las reuniones donde cada uno de los miembros parecía estar en su propio mundo. Había quienes se presentaban en formas casi humanas, apenas perceptibles en su naturaleza divina, mientras otros preferían apariencias más aterradoras o fantásticas. Uno de ellos, que tenía la costumbre de adornar su cabello con plumas de aves que cambiaban de color con cada amanecer, le hablaba de sus viajes a otros planos como si se tratara de excursiones de un día. —¿Y qué hay de aquel que nunca muestra su rostro? La entidad que siempre está envuelta en sombras, su presencia más sentida que vista…—. Iona no sabía si era un efecto deliberado o simplemente su naturaleza, pero cada vez que intentaba recordar cómo lucía, su mente parecía escaparle. Había, por supuesto, aquellos que se tomaban demasiado en serio, que veían en la Sociedad un deber solemne, una cruzada contra lo ordinario. A Iona, por otro lado, le causaba gracia cómo algunos hablaban de los humanos como si fueran insectos, mientras otros parecían fascinados por ellos, casi obsesionados con las emociones y costumbres de los mortales. Lepus, o Iona, era la que más disfrutaba de ese contraste. Le gustaba vagar entre los humanos, adoptar su forma, perderse en la cotidianidad de sus vidas mientras mantenía sus secretos bajo llave. Pero era imposible negar que, a pesar de lo que pudieran pensar los otros, a ella también le resultaban fascinantes. Sin embargo, las reuniones con los demás Luminarias eran un recordatorio de que el mundo en el que se movía estaba lejos de ser normal, y que cada uno de ellos era una pieza en un rompecabezas que nunca encajaría del todo. —Todos son extraños. — pensó con una sonrisa ligera, —pero, ¿acaso yo no lo soy también?—. La máscara de conejo en su mano parecía mirarla de vuelta, como si compartiera el pensamiento. —Después de todo, nadie mejor que yo entiende el encanto de lo inusual.—
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  • En la penumbra de una luna nueva, cuando las sombras se alargan y el silencio se apodera del mundo, aquellos que buscan la ayuda de Lepus, la enigmática guardiana del olvido, deben seguir un antiguo ritual.

    Primero, encuentra un rincón apartado de la ciudad, un lugar donde la naturaleza aún respire a través de las grietas del concreto. Allí, bajo la noche estrellada, dibuja un círculo con sal negra y coloca en su centro una máscara de conejo hecha de madera tallada. A su alrededor, dispón flores de dahlia negras y blancas, representando la dualidad de la vida y la muerte, y enciende tres velas: una blanca, una negra y una roja.

    Con las velas encendidas, toma un trozo de pergamino y escribe con tinta plateada las palabras: "Lepus, guardiana del olvido, ven a mi llamado". Coloca el pergamino dentro del círculo y, con voz suave pero firme, repite la invocación tres veces.

    Si tu deseo es puro y tu corazón está alineado con las fuerzas del universo, una brisa fría recorrerá el lugar, apagando las velas una a una. Es entonces cuando Lepus aparecerá, envuelta en sombras, con ojos turquesa que brillan como estrellas lejanas. Su deber es eliminar las memorias que deben ser olvidadas, aquellas que pesan sobre el alma y corrompen el espíritu.

    Pero recuerda, su presencia es efímera, y una vez que Lepus cumpla su tarea, las memorias borradas desaparecerán no solo de tu mente, sino de toda existencia con la llegada de los primeros rayos de sol. El precio de su ayuda es el silencio, pues al amanecer, la memoria de su encuentro se desvanecerá como un sueño olvidado. Nunca reveles su intervención, o arriesgarás traer de vuelta aquello que debía ser olvidado.
    En la penumbra de una luna nueva, cuando las sombras se alargan y el silencio se apodera del mundo, aquellos que buscan la ayuda de Lepus, la enigmática guardiana del olvido, deben seguir un antiguo ritual. Primero, encuentra un rincón apartado de la ciudad, un lugar donde la naturaleza aún respire a través de las grietas del concreto. Allí, bajo la noche estrellada, dibuja un círculo con sal negra y coloca en su centro una máscara de conejo hecha de madera tallada. A su alrededor, dispón flores de dahlia negras y blancas, representando la dualidad de la vida y la muerte, y enciende tres velas: una blanca, una negra y una roja. Con las velas encendidas, toma un trozo de pergamino y escribe con tinta plateada las palabras: "Lepus, guardiana del olvido, ven a mi llamado". Coloca el pergamino dentro del círculo y, con voz suave pero firme, repite la invocación tres veces. Si tu deseo es puro y tu corazón está alineado con las fuerzas del universo, una brisa fría recorrerá el lugar, apagando las velas una a una. Es entonces cuando Lepus aparecerá, envuelta en sombras, con ojos turquesa que brillan como estrellas lejanas. Su deber es eliminar las memorias que deben ser olvidadas, aquellas que pesan sobre el alma y corrompen el espíritu. Pero recuerda, su presencia es efímera, y una vez que Lepus cumpla su tarea, las memorias borradas desaparecerán no solo de tu mente, sino de toda existencia con la llegada de los primeros rayos de sol. El precio de su ayuda es el silencio, pues al amanecer, la memoria de su encuentro se desvanecerá como un sueño olvidado. Nunca reveles su intervención, o arriesgarás traer de vuelta aquello que debía ser olvidado.
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