La habitación estaba en completa penumbra, iluminada únicamente por la luz trémula de dos velas: una blanca y una negra. El aire era denso, cargado con el peso de las emociones que resonaban en el silencio. Frente a Lepus, una mujer de mirada perdida sostenía un pergamino en blanco y una pluma. Sus manos temblaban.

—¿Estás segura de que esto es lo que deseas? —preguntó Lepus, su voz suave pero firme, reverberando en el pequeño cuarto como un eco distante.

La mujer asintió lentamente, sus ojos turbios de lágrimas contenidas. Había venido en busca de olvido, de la paz que no lograba encontrar. Lepus la observó un momento más antes de hacer un leve gesto con la mano, indicándole que comenzara.

La pluma rozó el pergamino, y las palabras fluyeron como una herida abierta. La mujer escribió con un frenesí desesperado, dejando que los recuerdos se derramaran a través de la tinta: momentos, voces, rostros que deseaba borrar de su mente. Cada trazo parecía un paso hacia el alivio, aunque el dolor aún palpaba en el aire.

Cuando terminó, Lepus se inclinó hacia las velas. Colocó el pergamino entre sus manos y lo sostuvo sobre la llama negra.

—Al hacerlo —dijo Lepus, su tono solemne—, este recuerdo dejará de atormentarte. Se desvanecerá como el humo, y el dolor perderá su fuerza. No desaparecerá por completo, pero su peso ya no será el mismo.

La mujer cerró los ojos y asintió de nuevo, sus labios temblorosos mientras se despedía de los fantasmas que tanto la habían consumido. Lepus dejó caer el pergamino en la llama negra, y el fuego lo devoró lentamente, consumiendo cada palabra escrita hasta que solo quedaron cenizas.

El silencio que siguió fue profundo, como si el tiempo mismo hubiera hecho una pausa.

Lepus recogió las cenizas con cuidado y caminó hacia la ventana abierta. El viento nocturno entraba suave y fresco. Con un movimiento delicado, dejó que las cenizas volaran hacia la oscuridad, llevándose consigo los fragmentos de aquel dolor.

La mujer abrió los ojos, respirando profundamente por primera vez en lo que parecían años. La sensación de alivio era sutil pero presente, como un peso que se había levantado, aunque las cicatrices invisibles aún estaban allí.

—Gracias —murmuró, apenas un susurro.

Lepus no respondió. Simplemente la observó un instante más, su rostro oculto tras la máscara de conejo, antes de desaparecer en las sombras, dejando tras de sí una paz que poco a poco envolvería a aquella alma herida.
La habitación estaba en completa penumbra, iluminada únicamente por la luz trémula de dos velas: una blanca y una negra. El aire era denso, cargado con el peso de las emociones que resonaban en el silencio. Frente a Lepus, una mujer de mirada perdida sostenía un pergamino en blanco y una pluma. Sus manos temblaban. —¿Estás segura de que esto es lo que deseas? —preguntó Lepus, su voz suave pero firme, reverberando en el pequeño cuarto como un eco distante. La mujer asintió lentamente, sus ojos turbios de lágrimas contenidas. Había venido en busca de olvido, de la paz que no lograba encontrar. Lepus la observó un momento más antes de hacer un leve gesto con la mano, indicándole que comenzara. La pluma rozó el pergamino, y las palabras fluyeron como una herida abierta. La mujer escribió con un frenesí desesperado, dejando que los recuerdos se derramaran a través de la tinta: momentos, voces, rostros que deseaba borrar de su mente. Cada trazo parecía un paso hacia el alivio, aunque el dolor aún palpaba en el aire. Cuando terminó, Lepus se inclinó hacia las velas. Colocó el pergamino entre sus manos y lo sostuvo sobre la llama negra. —Al hacerlo —dijo Lepus, su tono solemne—, este recuerdo dejará de atormentarte. Se desvanecerá como el humo, y el dolor perderá su fuerza. No desaparecerá por completo, pero su peso ya no será el mismo. La mujer cerró los ojos y asintió de nuevo, sus labios temblorosos mientras se despedía de los fantasmas que tanto la habían consumido. Lepus dejó caer el pergamino en la llama negra, y el fuego lo devoró lentamente, consumiendo cada palabra escrita hasta que solo quedaron cenizas. El silencio que siguió fue profundo, como si el tiempo mismo hubiera hecho una pausa. Lepus recogió las cenizas con cuidado y caminó hacia la ventana abierta. El viento nocturno entraba suave y fresco. Con un movimiento delicado, dejó que las cenizas volaran hacia la oscuridad, llevándose consigo los fragmentos de aquel dolor. La mujer abrió los ojos, respirando profundamente por primera vez en lo que parecían años. La sensación de alivio era sutil pero presente, como un peso que se había levantado, aunque las cicatrices invisibles aún estaban allí. —Gracias —murmuró, apenas un susurro. Lepus no respondió. Simplemente la observó un instante más, su rostro oculto tras la máscara de conejo, antes de desaparecer en las sombras, dejando tras de sí una paz que poco a poco envolvería a aquella alma herida.
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