Lepus, o mejor dicho, Iona, observaba el reflejo de la luna desde la ventana de su pequeño departamento en la ciudad. La luz plateada iluminaba las orquídeas que tenía cuidadosamente alineadas en el borde de la ventana y su sombra se proyectaba suavemente sobre las paredes llenas de estanterías con libros y objetos místicos. En su mano sostenía la máscara de conejo, su símbolo, y la giraba entre los dedos mientras pensaba.
La Sociedad de las Luminarias siempre le había parecido un conjunto peculiar de entidades, cada una con sus propias reglas, costumbres, y excentricidades. Iona, había aprendido a mantener cierta distancia de ellos, no por desagrado, sino por la simple y llana extrañeza que le inspiraban.
— ¿Quién podría ser considerado 'normal' en este grupo?—, se preguntaba mientras recordaba las reuniones donde cada uno de los miembros parecía estar en su propio mundo. Había quienes se presentaban en formas casi humanas, apenas perceptibles en su naturaleza divina, mientras otros preferían apariencias más aterradoras o fantásticas. Uno de ellos, que tenía la costumbre de adornar su cabello con plumas de aves que cambiaban de color con cada amanecer, le hablaba de sus viajes a otros planos como si se tratara de excursiones de un día.
—¿Y qué hay de aquel que nunca muestra su rostro? La entidad que siempre está envuelta en sombras, su presencia más sentida que vista…—. Iona no sabía si era un efecto deliberado o simplemente su naturaleza, pero cada vez que intentaba recordar cómo lucía, su mente parecía escaparle.
Había, por supuesto, aquellos que se tomaban demasiado en serio, que veían en la Sociedad un deber solemne, una cruzada contra lo ordinario. A Iona, por otro lado, le causaba gracia cómo algunos hablaban de los humanos como si fueran insectos, mientras otros parecían fascinados por ellos, casi obsesionados con las emociones y costumbres de los mortales.
Lepus, o Iona, era la que más disfrutaba de ese contraste. Le gustaba vagar entre los humanos, adoptar su forma, perderse en la cotidianidad de sus vidas mientras mantenía sus secretos bajo llave. Pero era imposible negar que, a pesar de lo que pudieran pensar los otros, a ella también le resultaban fascinantes. Sin embargo, las reuniones con los demás Luminarias eran un recordatorio de que el mundo en el que se movía estaba lejos de ser normal, y que cada uno de ellos era una pieza en un rompecabezas que nunca encajaría del todo.
—Todos son extraños. — pensó con una sonrisa ligera, —pero, ¿acaso yo no lo soy también?—. La máscara de conejo en su mano parecía mirarla de vuelta, como si compartiera el pensamiento. —Después de todo, nadie mejor que yo entiende el encanto de lo inusual.—
La Sociedad de las Luminarias siempre le había parecido un conjunto peculiar de entidades, cada una con sus propias reglas, costumbres, y excentricidades. Iona, había aprendido a mantener cierta distancia de ellos, no por desagrado, sino por la simple y llana extrañeza que le inspiraban.
— ¿Quién podría ser considerado 'normal' en este grupo?—, se preguntaba mientras recordaba las reuniones donde cada uno de los miembros parecía estar en su propio mundo. Había quienes se presentaban en formas casi humanas, apenas perceptibles en su naturaleza divina, mientras otros preferían apariencias más aterradoras o fantásticas. Uno de ellos, que tenía la costumbre de adornar su cabello con plumas de aves que cambiaban de color con cada amanecer, le hablaba de sus viajes a otros planos como si se tratara de excursiones de un día.
—¿Y qué hay de aquel que nunca muestra su rostro? La entidad que siempre está envuelta en sombras, su presencia más sentida que vista…—. Iona no sabía si era un efecto deliberado o simplemente su naturaleza, pero cada vez que intentaba recordar cómo lucía, su mente parecía escaparle.
Había, por supuesto, aquellos que se tomaban demasiado en serio, que veían en la Sociedad un deber solemne, una cruzada contra lo ordinario. A Iona, por otro lado, le causaba gracia cómo algunos hablaban de los humanos como si fueran insectos, mientras otros parecían fascinados por ellos, casi obsesionados con las emociones y costumbres de los mortales.
Lepus, o Iona, era la que más disfrutaba de ese contraste. Le gustaba vagar entre los humanos, adoptar su forma, perderse en la cotidianidad de sus vidas mientras mantenía sus secretos bajo llave. Pero era imposible negar que, a pesar de lo que pudieran pensar los otros, a ella también le resultaban fascinantes. Sin embargo, las reuniones con los demás Luminarias eran un recordatorio de que el mundo en el que se movía estaba lejos de ser normal, y que cada uno de ellos era una pieza en un rompecabezas que nunca encajaría del todo.
—Todos son extraños. — pensó con una sonrisa ligera, —pero, ¿acaso yo no lo soy también?—. La máscara de conejo en su mano parecía mirarla de vuelta, como si compartiera el pensamiento. —Después de todo, nadie mejor que yo entiende el encanto de lo inusual.—
Lepus, o mejor dicho, Iona, observaba el reflejo de la luna desde la ventana de su pequeño departamento en la ciudad. La luz plateada iluminaba las orquídeas que tenía cuidadosamente alineadas en el borde de la ventana y su sombra se proyectaba suavemente sobre las paredes llenas de estanterías con libros y objetos místicos. En su mano sostenía la máscara de conejo, su símbolo, y la giraba entre los dedos mientras pensaba.
La Sociedad de las Luminarias siempre le había parecido un conjunto peculiar de entidades, cada una con sus propias reglas, costumbres, y excentricidades. Iona, había aprendido a mantener cierta distancia de ellos, no por desagrado, sino por la simple y llana extrañeza que le inspiraban.
— ¿Quién podría ser considerado 'normal' en este grupo?—, se preguntaba mientras recordaba las reuniones donde cada uno de los miembros parecía estar en su propio mundo. Había quienes se presentaban en formas casi humanas, apenas perceptibles en su naturaleza divina, mientras otros preferían apariencias más aterradoras o fantásticas. Uno de ellos, que tenía la costumbre de adornar su cabello con plumas de aves que cambiaban de color con cada amanecer, le hablaba de sus viajes a otros planos como si se tratara de excursiones de un día.
—¿Y qué hay de aquel que nunca muestra su rostro? La entidad que siempre está envuelta en sombras, su presencia más sentida que vista…—. Iona no sabía si era un efecto deliberado o simplemente su naturaleza, pero cada vez que intentaba recordar cómo lucía, su mente parecía escaparle.
Había, por supuesto, aquellos que se tomaban demasiado en serio, que veían en la Sociedad un deber solemne, una cruzada contra lo ordinario. A Iona, por otro lado, le causaba gracia cómo algunos hablaban de los humanos como si fueran insectos, mientras otros parecían fascinados por ellos, casi obsesionados con las emociones y costumbres de los mortales.
Lepus, o Iona, era la que más disfrutaba de ese contraste. Le gustaba vagar entre los humanos, adoptar su forma, perderse en la cotidianidad de sus vidas mientras mantenía sus secretos bajo llave. Pero era imposible negar que, a pesar de lo que pudieran pensar los otros, a ella también le resultaban fascinantes. Sin embargo, las reuniones con los demás Luminarias eran un recordatorio de que el mundo en el que se movía estaba lejos de ser normal, y que cada uno de ellos era una pieza en un rompecabezas que nunca encajaría del todo.
—Todos son extraños. — pensó con una sonrisa ligera, —pero, ¿acaso yo no lo soy también?—. La máscara de conejo en su mano parecía mirarla de vuelta, como si compartiera el pensamiento. —Después de todo, nadie mejor que yo entiende el encanto de lo inusual.—