La noche envolvía la ciudad en un manto de silencio interrumpido solo por el sonido lejano de automóviles y el murmullo ocasional de los transeúntes. Las luces parpadeantes de los edificios iluminaban las calles empedradas, y entre las sombras, una figura caminaba con pasos ligeros, casi flotando sobre el suelo.

Lepus avanzaba sin ser vista, su presencia etérea se deslizaba entre los humanos como un susurro en la oscuridad. Su cabello blanco como la luna se movía con la brisa nocturna, y sus ojos turquesa observaban el mundo a su alrededor, siempre alerta, siempre observadora. Aunque sus pies tocaban la acera, no dejaban huella, y su sombra nunca se proyectaba bajo las farolas. Nadie la percibía; para los humanos, era tan invisible como el viento.

A su paso, las figuras humanas continuaban con sus vidas, indiferentes a la presencia de una entidad que existía más allá de su comprensión. Iona, como en tantas otras noches, sentía una mezcla de curiosidad y distanciamiento. Miraba los rostros de los caminantes, sus expresiones cargadas de pensamientos que jamás serían pronunciados. Eran secretos tan profundos como el abismo del que ella venía, y por un breve momento, se preguntaba qué sería vivir con una fragilidad tan presente, donde cada paso parecía impulsado por el temor de lo efímero.

Bajo su capa oscura, los símbolos esotéricos apenas eran visibles, pero resonaban con el poder de lo oculto. En sus manos, el pequeño amuleto de conejo, su símbolo, descansaba con una ligera vibración. El viento frío le trajo el aroma de las flores de una tienda cercana, y su mente divagó hacia los rituales que la aguardaban, las invocaciones que surgirían al amanecer. Aquellos que la necesitaban vendrían, como siempre, aunque no supieran que la habían llamado.

Se detuvo frente a una vieja librería, observando cómo un anciano cerraba la puerta y apagaba las luces del interior. En sus ojos brillaba una tristeza profunda, algo que Lepus reconocía de inmediato. Una parte de ella quiso acercarse, pero sabía que no era el momento. No todos los que sufrían debían verla, no todos podían recordar su rostro cuando la oscuridad se disipaba. Así era su labor, y ella aceptaba el papel que le había sido impuesto por el destino.

El viento susurró su nombre en algún rincón lejano de la ciudad, y Lepus lo escuchó. Era hora de partir. Con un último vistazo a las calles vacías, siguió su camino, invisible, inalcanzable, pero siempre presente.

La noche envolvía la ciudad en un manto de silencio interrumpido solo por el sonido lejano de automóviles y el murmullo ocasional de los transeúntes. Las luces parpadeantes de los edificios iluminaban las calles empedradas, y entre las sombras, una figura caminaba con pasos ligeros, casi flotando sobre el suelo. Lepus avanzaba sin ser vista, su presencia etérea se deslizaba entre los humanos como un susurro en la oscuridad. Su cabello blanco como la luna se movía con la brisa nocturna, y sus ojos turquesa observaban el mundo a su alrededor, siempre alerta, siempre observadora. Aunque sus pies tocaban la acera, no dejaban huella, y su sombra nunca se proyectaba bajo las farolas. Nadie la percibía; para los humanos, era tan invisible como el viento. A su paso, las figuras humanas continuaban con sus vidas, indiferentes a la presencia de una entidad que existía más allá de su comprensión. Iona, como en tantas otras noches, sentía una mezcla de curiosidad y distanciamiento. Miraba los rostros de los caminantes, sus expresiones cargadas de pensamientos que jamás serían pronunciados. Eran secretos tan profundos como el abismo del que ella venía, y por un breve momento, se preguntaba qué sería vivir con una fragilidad tan presente, donde cada paso parecía impulsado por el temor de lo efímero. Bajo su capa oscura, los símbolos esotéricos apenas eran visibles, pero resonaban con el poder de lo oculto. En sus manos, el pequeño amuleto de conejo, su símbolo, descansaba con una ligera vibración. El viento frío le trajo el aroma de las flores de una tienda cercana, y su mente divagó hacia los rituales que la aguardaban, las invocaciones que surgirían al amanecer. Aquellos que la necesitaban vendrían, como siempre, aunque no supieran que la habían llamado. Se detuvo frente a una vieja librería, observando cómo un anciano cerraba la puerta y apagaba las luces del interior. En sus ojos brillaba una tristeza profunda, algo que Lepus reconocía de inmediato. Una parte de ella quiso acercarse, pero sabía que no era el momento. No todos los que sufrían debían verla, no todos podían recordar su rostro cuando la oscuridad se disipaba. Así era su labor, y ella aceptaba el papel que le había sido impuesto por el destino. El viento susurró su nombre en algún rincón lejano de la ciudad, y Lepus lo escuchó. Era hora de partir. Con un último vistazo a las calles vacías, siguió su camino, invisible, inalcanzable, pero siempre presente.
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