• Recuerdos de un zorro

    Kuragari: La oscuridad creciente (Parte 1)

    //Estas son crónicas del pasado de Kazuo. Ocurrieron alrededor de mil años atrás.//

    “No quiero herir con lo que siento. No quiero herirme con lo que muestro.”



    No siempre hubo luz en aquellos ojos de un azul tan puro y etéreo.
    Hubo un tiempo en el que su brillo fue devorado por su propia alma.

    “Demasiado dolor para una sola alma que calla.
    Araña las paredes de mi mente. Me siento exhausto.”


    No lo vio venir. Su cuerpo se había convertido en un recipiente lleno de odio, amargura, tristeza… y un deseo de venganza insaciable.
    Los hombres le habían causado demasiado dolor. Nada bueno le fue concedido por ellos. Y su madre, su diosa, en aquel entonces parecía mirar hacia otro lado.
    “Una forma retorcida de castigarme por aquello que pienso y callo”, pensó.

    Aquella vorágine de sentimientos comenzó a tomar forma. Era como si su alma se hubiera dividido en dos.
    Por un lado, la bondad y la pureza que luchaban por no ser consumidas.
    Por el otro… Él.

    Lucía como Kazuo, pero al mismo tiempo era algo completamente distinto.
    Su cuerpo era más delgado, con las mejillas hundidas, como si algo le devorase por dentro. Su belleza estaba distorsionada, como una burda copia mal interpretada.
    Su piel, tan blanca, dejaba ver unas venas del color de la noche, que serpenteaban bajo la superficie. Y sus ojos… negros; Tan oscuros que parecía que se habían tragado todo atisbo de luz; unos ojos capaces de arrebatarte lo poco que te quedase de cordura.

    Todo lo malo y oscuro que Kazuo albergaba en su corazón había tomado forma hecha carne.
    Sus miedos.
    Su ira.
    Sus deseos más viscerales.
    Su sed de sangre.

    Kuragari. El anochecer que no se va.

    Le susurraba al oído cada noche, llenando su mente de tanta maldad que habría preferido estar muerto.
    Manipulaba sus pensamientos, convenciéndolo de buscar placer en el dolor ajeno, en el sufrimiento de aquellos que tanto daño le habían hecho.
    Lo seducía con caricias envueltas en un fingido cariño, con promesas de amor y una paz que jamás llegaría.

    Kuragari había tomado su propia forma, construyendo una especie de alma nacida del miedo y el silencio del noble zorro.
    Todo lo que Kazuo había callado y encerrado en lo más profundo de su ser, había despertado con voz propia.

    -Nadie te ama.Solo yo te entiendo, mi Kazuo.Déjame enseñarte lo que es ser amado.- Le decía Kuragari en las noches más frías y solitarias.

    Se pegaba a su espalda, con su pecho desnudo, helado y sin vida.
    Sus manos, huesudas, acariciaban su torso, haciendo estremecer al kitsune, haciéndole creer, aunque fuera por un instante, que podía ser amado.

    Cada palabra era pronunciada en un ronroneo pegado a su oído, provocando un escalofrío que le recorría la columna.
    Su lengua bífida deslizándose por el lateral de su cuello hasta alcanzar el lóbulo de su oreja, que mordía con suavidad, de forma seductora, en un intento desesperado por arrastrarlo a una oscuridad sin fin.

    Kazuo suspiraba, dejándose llevar por breves momentos por aquel placer tan fácil… tan inmediato… que casi lograba convencerlo de rendirse.

    -Déjame…- Decía el zorro de forma entrecortada.

    -No te puedo dejar, al igual que tú no puedes dejarme a mí. Soy parte de tu todo, sin mi solo eres alguien incompleto.- Decía mientras una de sus manos se volaban desde su espalda hasta el vientre del zorro.

    Kuragari pasaba sus dedos por todo el abdomen de Yōkai, dejando que sus largas uñas dejasen un recorrido de marcas rojizas. A Kazuo le costaba respirar, como si su simple toque provocase que el aire escapase de sus pulmones.

    No era amor, ni nada que se le pareciera. Era un deseo vacío, uno que Kuragari intentaba despertar. Su mano descendió aún más, llegando a su bajo vientre, hasta quedar a escasos sentimientos de la virilidad del zorro.

    Fue entonces que Kazuo reaccionó. Se volteó, llevando su mano en puño hacia atrás, creando un arco para asestar un golpe certero. En ese momento Kuragari se volvió humo, desapareciendo, dejando una risa maliciosa suspendida en el aire.

    Los rayos del sol comenzaron a filtrarse a través de la ventana de una choza abandonada, que estaba usando como refugio provisional. Estos anunciaban el fin de la oscuridad. Al menos, hasta que la noche volviera a caer, Kuragari se mantendría lejos.

    En aquel entonces, Kazuo era aún joven.
    Apenas había cumplido los doscientos años.
    Un yōkai inexperto.
    Un zorro marcado por un siglo de amargura inconsolable.

    La muerte de quienes había considerado su familia lo dejó anclado en un ciclo perpetuo de tristeza y deseo de venganza.

    Y así nació Kuragari:

    Un ente vengativo y lleno de dolor.
    Una sombra con voz, intentando arrastrar a su creador al mismo abismo del que surgió.

    Pero Kazuo fue más fuerte;
    Recordó la bondad de sus padres, la inocencia de sus hermanos, y el amor verdadero.Un amor que Kuragari no podía ofrecer de forma genuina.

    Entonces comprendió que ese ser nacido de su sufrimiento debía ser detenido.Pero destruirlo no era una opción.Compartían alma.Y si Kuragari era destruido, parte del alma de Kazuo moriría con él, dejándolo incompleto. Una criatura fragmentada vagando por la tierra.

    Lo único que podía hacer con el poder que tenía entonces fue sellarlo.

    “Para siempre.”

    O al menos… eso pensó.






    Recuerdos de un zorro Kuragari: La oscuridad creciente (Parte 1) //Estas son crónicas del pasado de Kazuo. Ocurrieron alrededor de mil años atrás.// “No quiero herir con lo que siento. No quiero herirme con lo que muestro.” No siempre hubo luz en aquellos ojos de un azul tan puro y etéreo. Hubo un tiempo en el que su brillo fue devorado por su propia alma. “Demasiado dolor para una sola alma que calla. Araña las paredes de mi mente. Me siento exhausto.” No lo vio venir. Su cuerpo se había convertido en un recipiente lleno de odio, amargura, tristeza… y un deseo de venganza insaciable. Los hombres le habían causado demasiado dolor. Nada bueno le fue concedido por ellos. Y su madre, su diosa, en aquel entonces parecía mirar hacia otro lado. “Una forma retorcida de castigarme por aquello que pienso y callo”, pensó. Aquella vorágine de sentimientos comenzó a tomar forma. Era como si su alma se hubiera dividido en dos. Por un lado, la bondad y la pureza que luchaban por no ser consumidas. Por el otro… Él. Lucía como Kazuo, pero al mismo tiempo era algo completamente distinto. Su cuerpo era más delgado, con las mejillas hundidas, como si algo le devorase por dentro. Su belleza estaba distorsionada, como una burda copia mal interpretada. Su piel, tan blanca, dejaba ver unas venas del color de la noche, que serpenteaban bajo la superficie. Y sus ojos… negros; Tan oscuros que parecía que se habían tragado todo atisbo de luz; unos ojos capaces de arrebatarte lo poco que te quedase de cordura. Todo lo malo y oscuro que Kazuo albergaba en su corazón había tomado forma hecha carne. Sus miedos. Su ira. Sus deseos más viscerales. Su sed de sangre. Kuragari. El anochecer que no se va. Le susurraba al oído cada noche, llenando su mente de tanta maldad que habría preferido estar muerto. Manipulaba sus pensamientos, convenciéndolo de buscar placer en el dolor ajeno, en el sufrimiento de aquellos que tanto daño le habían hecho. Lo seducía con caricias envueltas en un fingido cariño, con promesas de amor y una paz que jamás llegaría. Kuragari había tomado su propia forma, construyendo una especie de alma nacida del miedo y el silencio del noble zorro. Todo lo que Kazuo había callado y encerrado en lo más profundo de su ser, había despertado con voz propia. -Nadie te ama.Solo yo te entiendo, mi Kazuo.Déjame enseñarte lo que es ser amado.- Le decía Kuragari en las noches más frías y solitarias. Se pegaba a su espalda, con su pecho desnudo, helado y sin vida. Sus manos, huesudas, acariciaban su torso, haciendo estremecer al kitsune, haciéndole creer, aunque fuera por un instante, que podía ser amado. Cada palabra era pronunciada en un ronroneo pegado a su oído, provocando un escalofrío que le recorría la columna. Su lengua bífida deslizándose por el lateral de su cuello hasta alcanzar el lóbulo de su oreja, que mordía con suavidad, de forma seductora, en un intento desesperado por arrastrarlo a una oscuridad sin fin. Kazuo suspiraba, dejándose llevar por breves momentos por aquel placer tan fácil… tan inmediato… que casi lograba convencerlo de rendirse. -Déjame…- Decía el zorro de forma entrecortada. -No te puedo dejar, al igual que tú no puedes dejarme a mí. Soy parte de tu todo, sin mi solo eres alguien incompleto.- Decía mientras una de sus manos se volaban desde su espalda hasta el vientre del zorro. Kuragari pasaba sus dedos por todo el abdomen de Yōkai, dejando que sus largas uñas dejasen un recorrido de marcas rojizas. A Kazuo le costaba respirar, como si su simple toque provocase que el aire escapase de sus pulmones. No era amor, ni nada que se le pareciera. Era un deseo vacío, uno que Kuragari intentaba despertar. Su mano descendió aún más, llegando a su bajo vientre, hasta quedar a escasos sentimientos de la virilidad del zorro. Fue entonces que Kazuo reaccionó. Se volteó, llevando su mano en puño hacia atrás, creando un arco para asestar un golpe certero. En ese momento Kuragari se volvió humo, desapareciendo, dejando una risa maliciosa suspendida en el aire. Los rayos del sol comenzaron a filtrarse a través de la ventana de una choza abandonada, que estaba usando como refugio provisional. Estos anunciaban el fin de la oscuridad. Al menos, hasta que la noche volviera a caer, Kuragari se mantendría lejos. En aquel entonces, Kazuo era aún joven. Apenas había cumplido los doscientos años. Un yōkai inexperto. Un zorro marcado por un siglo de amargura inconsolable. La muerte de quienes había considerado su familia lo dejó anclado en un ciclo perpetuo de tristeza y deseo de venganza. Y así nació Kuragari: Un ente vengativo y lleno de dolor. Una sombra con voz, intentando arrastrar a su creador al mismo abismo del que surgió. Pero Kazuo fue más fuerte; Recordó la bondad de sus padres, la inocencia de sus hermanos, y el amor verdadero.Un amor que Kuragari no podía ofrecer de forma genuina. Entonces comprendió que ese ser nacido de su sufrimiento debía ser detenido.Pero destruirlo no era una opción.Compartían alma.Y si Kuragari era destruido, parte del alma de Kazuo moriría con él, dejándolo incompleto. Una criatura fragmentada vagando por la tierra. Lo único que podía hacer con el poder que tenía entonces fue sellarlo. “Para siempre.” O al menos… eso pensó.
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  • The Princess & The Vagabond - Hogwarts' Legacy.
    Fandom Jujutsu Kaisen/Harry Potter.
    Categoría Fantasía
    ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀Fueras de Hogwarts, 20:09 hs
    ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀Entrada Norte.

    ⠀⠀La noche caía sobre Hogwarts, la institución arcana. Fría pero acogedora, estrellas por doquier, contrastando los peligros dormidos tras sus paredes.

    ⠀⠀Una sombra se deslizaba más allá de los límites del Bosque Prohibido, abriéndose paso entre raíces como si el suelo lo temiera, las hierbas se retraían en su presencia, su silueta dibujó huellas en el pastizal. Tascio caminaba con las manos en los bolsillos, encorvado apenas. Vestía de negro, pero no de ese negro ceremonial de los magos modernos, si no de la discreción, el subterfugio. Y sobre su espalda, colgaba una mochila de cuero la cual depositó en el suelo.

    ⠀⠀Se detuvo.

    ⠀⠀Un leve zumbido al conjurar un ademán, la presencia de esa mochila se desvaneció como el viento. Luego miró al castillo a la lejanía.

    ⠀⠀⸻ "Ahí estás…" ⸻ Murmuró con una sonrisa ladeada, clavando la vista en un tramo de tierra húmeda junto al lago.

    ⠀⠀Era débil, casi imperceptible, pero estaba: un rastro maldito, un eco de algo vivo y viejo. Demasiado viejo para seguir existiendo sin ayuda, probablemente tenía un soporte, no creía que fuera artificial. Apoyó dos dedos contra el suelo, cerró los ojos y dejó que la maldición hablara. No en palabras, sino en sensaciones: soledad, hambre, ira. Una criatura herida, atrapada entre planos, aferrándose a lo que quedaba de sí misma.

    ⠀⠀La energía estaba mal contenida. Como si alguien hubiera querido encerrarla… sin entender lo que estaba sellando. Era extraño, en su mente surgió la forma de una bestia, un animal... ¿Qué diantres era esto? Tascio se incorporó con lentitud. Miró hacia los muros de piedra del castillo, alzándose contra el cielo, ajenos a lo que latía bajo ellos.

    ⠀⠀⸻ "Hogwarts… " ⸻ Dijo, casi con desdén ⸻ "Siempre escondiendo cosas." ⸻

    ⠀⠀Se movió con naturalidad, como si no estuviera cometiendo una violación grave a las leyes mágicas. Lo suyo no era infiltrarse, pero de que sabía ser sigiloso, lo sabía. Un giro de muñeca, una cortina de energía maldita cubrió su silueta, el aire alrededor se onduló. Ocultación arcana, de las buenas, qué poco práctico sería tenerlo en algo como una capa, ¿verdad?

    ⠀⠀Pasó entre los límites del castillo cuando las protecciones bajaban por el cambio de turno de los elfos domésticos. Un resquicio en las barreras, él sabía dónde estaban, sabía de estas cosas, eran su especialidad. Tascio no corría, pero se escondía, esquivando gentes con túnicas largas, aurores, guardias... ¡Hasta un gato! Uno muy maloliente además. Los cuadros hablaban, qué cosa más rara...

    ⠀⠀Y mientras los estudiantes dormían, sus pasos no se oían... O eso creía. Porque ni el olfato de un sabueso es infalible, cuando se tropezó con algo, con alguien. Cabellos ondulados de casi blanquecino pálido le hicieron perder la concentración, ¡la cortina se fue! Y él estaba expuesto como beluga al desnudo.

    ⠀⠀⸻ "Oh mier-" ⸻ Pasos se escucharon... ¡Venía gente, aurores!

    Ryna Scamander
    ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀Fueras de Hogwarts, 20:09 hs ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀Entrada Norte. ⠀ ⠀⠀La noche caía sobre Hogwarts, la institución arcana. Fría pero acogedora, estrellas por doquier, contrastando los peligros dormidos tras sus paredes. ⠀⠀Una sombra se deslizaba más allá de los límites del Bosque Prohibido, abriéndose paso entre raíces como si el suelo lo temiera, las hierbas se retraían en su presencia, su silueta dibujó huellas en el pastizal. Tascio caminaba con las manos en los bolsillos, encorvado apenas. Vestía de negro, pero no de ese negro ceremonial de los magos modernos, si no de la discreción, el subterfugio. Y sobre su espalda, colgaba una mochila de cuero la cual depositó en el suelo. ⠀⠀Se detuvo. ⠀⠀Un leve zumbido al conjurar un ademán, la presencia de esa mochila se desvaneció como el viento. Luego miró al castillo a la lejanía. ⠀⠀⸻ "Ahí estás…" ⸻ Murmuró con una sonrisa ladeada, clavando la vista en un tramo de tierra húmeda junto al lago. ⠀⠀Era débil, casi imperceptible, pero estaba: un rastro maldito, un eco de algo vivo y viejo. Demasiado viejo para seguir existiendo sin ayuda, probablemente tenía un soporte, no creía que fuera artificial. Apoyó dos dedos contra el suelo, cerró los ojos y dejó que la maldición hablara. No en palabras, sino en sensaciones: soledad, hambre, ira. Una criatura herida, atrapada entre planos, aferrándose a lo que quedaba de sí misma. ⠀⠀La energía estaba mal contenida. Como si alguien hubiera querido encerrarla… sin entender lo que estaba sellando. Era extraño, en su mente surgió la forma de una bestia, un animal... ¿Qué diantres era esto? Tascio se incorporó con lentitud. Miró hacia los muros de piedra del castillo, alzándose contra el cielo, ajenos a lo que latía bajo ellos. ⠀⠀⸻ "Hogwarts… " ⸻ Dijo, casi con desdén ⸻ "Siempre escondiendo cosas." ⸻ ⠀⠀Se movió con naturalidad, como si no estuviera cometiendo una violación grave a las leyes mágicas. Lo suyo no era infiltrarse, pero de que sabía ser sigiloso, lo sabía. Un giro de muñeca, una cortina de energía maldita cubrió su silueta, el aire alrededor se onduló. Ocultación arcana, de las buenas, qué poco práctico sería tenerlo en algo como una capa, ¿verdad? ⠀⠀Pasó entre los límites del castillo cuando las protecciones bajaban por el cambio de turno de los elfos domésticos. Un resquicio en las barreras, él sabía dónde estaban, sabía de estas cosas, eran su especialidad. Tascio no corría, pero se escondía, esquivando gentes con túnicas largas, aurores, guardias... ¡Hasta un gato! Uno muy maloliente además. Los cuadros hablaban, qué cosa más rara... ⠀⠀Y mientras los estudiantes dormían, sus pasos no se oían... O eso creía. Porque ni el olfato de un sabueso es infalible, cuando se tropezó con algo, con alguien. Cabellos ondulados de casi blanquecino pálido le hicieron perder la concentración, ¡la cortina se fue! Y él estaba expuesto como beluga al desnudo. ⠀⠀⸻ "Oh mier-" ⸻ Pasos se escucharon... ¡Venía gente, aurores! ⠀ [ember_jade_snake_251]
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  • ❝ Sargento 𝑻𝒐𝒃𝒊𝒂𝒔 𝑹𝒆𝒂𝒑𝒆𝒓 ❞

    Pronunció con un nombre falso. ¿su misión? Infiltrarse en las fuerzas policiales rumanas y asesinar 𝐞𝐧 𝐬𝐢𝐥𝐞𝐧𝐜𝐢𝐨....

    ¿Quieres ser víctima de Reaper?
    ❝ Sargento 𝑻𝒐𝒃𝒊𝒂𝒔 𝑹𝒆𝒂𝒑𝒆𝒓 ❞ Pronunció con un nombre falso. ¿su misión? Infiltrarse en las fuerzas policiales rumanas y asesinar 𝐞𝐧 𝐬𝐢𝐥𝐞𝐧𝐜𝐢𝐨.... ¿Quieres ser víctima de Reaper?
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  • Un encuentro fortuito en la selva invertida.
    Fandom Made in Abyss
    Categoría Aventura
    Rol con: Richard Karter

    La Selva Invertida – El Jardín de lo Que No Debería Crecer, la segunda capa del abismo, un bosque que ha olvidado el cielo, donde las raíces cuelgan desde las alturas como si la tierra hubiera sido volteada, y la gravedad respondiera a otra ley. Árboles imposibles se aferran a techos de roca, colgando boca abajo como condenados suspendidos en una danza sin fin. Sus ramas no buscan la luz: la rehúyen, enredándose en sí mismas como si quisieran ocultar su propia existencia.

    El aire aquí es denso, húmedo, cargado de una fragancia espesa, dulce como la descomposición de una flor demasiado madura. No hay brisa, solo el aliento caliente del Abismo, que exhala entre las hojas y murmura en lenguas vegetales a los que se atreven a cruzar su umbral.

    La luz apenas sobrevive en este mundo. La poca que logra filtrarse desde las capas superiores llega rota, teñida de verde y oro sucio, y cae en haces irregulares como manchas de pintura enferma. Bajo esa luz, la vegetación brilla con un tono malsano. Hojas que sudan savia negra, hongos que respiran con un latido lento, y flores que se abren solo cuando escuchan pasos.

    Aquí no hay depredadores ni presas, solo habitantes de un ecosistema que no perdona el error de existir sin entender sus reglas. Un paso en falso no lleva a la muerte, sino a una lenta digestión por parte de algo que no tiene rostro ni intención: solo hambre.

    Y sobre todo, la Selva Invertida escucha.
    Escucha los pasos, las respiraciones contenidas, las súplicas susurradas a una madre que no puede oír. Porque en este nivel, el Abismo ya te ha empezado a probar.

    En este despiadado lugar, un alma poco afortunada parece perdida, un hombre, proveniente de algún otro lugar desconocido pareció llegar a través de una brecha, y, tras su encuentro con Ozen La Inamovible, la actitud de la mujer le dejó claro que el abismo no es lugar para gente débil, o te devoran sus habitantes, o es el propio abismo el que lo hace... Y dicha persona estaba a punto de vivir la bienvenida que le da el abismo a todos.

    -------------------------------

    Ozen estaba desde su campamento observando tranquilamente los alrededores como solía hacer en momentos de aburrimiento, cosa que el abismo rara vez dejaba ocurrir.

    Desde la distancia observó al hombre que antes irrumpió en su hogar, ahora huyendo despavorido de una criatura.

    Ozen dejó salir un suspiro y se dirigió adentro, su forma desapareciendo en el laberinto de su hogar.

    La criatura perseguía incansable, emitiendo chillidos provenientes de otro mundo, que harían temblar la mente de cualquiera.
    El hombre podía sentir su estómago revolverse y su cuerpo más pesado, probablemente debido a la maldición que carga el abismo.

    Su cuerpo pareció rendirse. La criatura saltó, con mandíbulas abiertas, preparadas para acabar con la vida del hombre, entonces...

    El suelo tembló.
    El aire se partió en dos.
    Y la bestia se detuvo en seco, su cabeza girando sin su cuerpo, su columna partida como una caña seca entre dedos de hierro.

    Ella estaba allí...

    Ozen.

    No llegó corriendo, no llegó gritando, simplemente estaba, como si siempre hubiera estado. Su silueta era una torre ennegrecida por la ceniza, envuelta en placas de hierro que no brillaban, pero que pesaban en el aire como un juicio. El cadáver del monstruo aún se estremecía a su lado, colapsando lentamente, como si se negara a morir del todo.

    Ozen no miró a la criatura, solo al hombre, como si el cádaver de esa criatura fuera algo común en su día a día.

    Su rostro era inexpresivo, inmóvil, más muerto que vivo, sus ojos no tenían ira, ni compasión, ni alivio, solo presencia. Un vacío que no juzga, no salva... solo decide.

    Se acercó y se inclinó un poco, el metal de su armadura crujió como una tumba abriéndose.

    — Sigues vivo. — Su voz fue un golpe seco. — Te había dicho que esperases a que hubiera una brecha, este lugar no está hecho para ti, ¿Qué es lo que buscas? — Su tono de voz era firme, no parecía enfadada, más bien parecía una advertencia.
    Rol con: [Skynight86] La Selva Invertida – El Jardín de lo Que No Debería Crecer, la segunda capa del abismo, un bosque que ha olvidado el cielo, donde las raíces cuelgan desde las alturas como si la tierra hubiera sido volteada, y la gravedad respondiera a otra ley. Árboles imposibles se aferran a techos de roca, colgando boca abajo como condenados suspendidos en una danza sin fin. Sus ramas no buscan la luz: la rehúyen, enredándose en sí mismas como si quisieran ocultar su propia existencia. El aire aquí es denso, húmedo, cargado de una fragancia espesa, dulce como la descomposición de una flor demasiado madura. No hay brisa, solo el aliento caliente del Abismo, que exhala entre las hojas y murmura en lenguas vegetales a los que se atreven a cruzar su umbral. La luz apenas sobrevive en este mundo. La poca que logra filtrarse desde las capas superiores llega rota, teñida de verde y oro sucio, y cae en haces irregulares como manchas de pintura enferma. Bajo esa luz, la vegetación brilla con un tono malsano. Hojas que sudan savia negra, hongos que respiran con un latido lento, y flores que se abren solo cuando escuchan pasos. Aquí no hay depredadores ni presas, solo habitantes de un ecosistema que no perdona el error de existir sin entender sus reglas. Un paso en falso no lleva a la muerte, sino a una lenta digestión por parte de algo que no tiene rostro ni intención: solo hambre. Y sobre todo, la Selva Invertida escucha. Escucha los pasos, las respiraciones contenidas, las súplicas susurradas a una madre que no puede oír. Porque en este nivel, el Abismo ya te ha empezado a probar. En este despiadado lugar, un alma poco afortunada parece perdida, un hombre, proveniente de algún otro lugar desconocido pareció llegar a través de una brecha, y, tras su encuentro con Ozen La Inamovible, la actitud de la mujer le dejó claro que el abismo no es lugar para gente débil, o te devoran sus habitantes, o es el propio abismo el que lo hace... Y dicha persona estaba a punto de vivir la bienvenida que le da el abismo a todos. ------------------------------- Ozen estaba desde su campamento observando tranquilamente los alrededores como solía hacer en momentos de aburrimiento, cosa que el abismo rara vez dejaba ocurrir. Desde la distancia observó al hombre que antes irrumpió en su hogar, ahora huyendo despavorido de una criatura. Ozen dejó salir un suspiro y se dirigió adentro, su forma desapareciendo en el laberinto de su hogar. La criatura perseguía incansable, emitiendo chillidos provenientes de otro mundo, que harían temblar la mente de cualquiera. El hombre podía sentir su estómago revolverse y su cuerpo más pesado, probablemente debido a la maldición que carga el abismo. Su cuerpo pareció rendirse. La criatura saltó, con mandíbulas abiertas, preparadas para acabar con la vida del hombre, entonces... El suelo tembló. El aire se partió en dos. Y la bestia se detuvo en seco, su cabeza girando sin su cuerpo, su columna partida como una caña seca entre dedos de hierro. Ella estaba allí... Ozen. No llegó corriendo, no llegó gritando, simplemente estaba, como si siempre hubiera estado. Su silueta era una torre ennegrecida por la ceniza, envuelta en placas de hierro que no brillaban, pero que pesaban en el aire como un juicio. El cadáver del monstruo aún se estremecía a su lado, colapsando lentamente, como si se negara a morir del todo. Ozen no miró a la criatura, solo al hombre, como si el cádaver de esa criatura fuera algo común en su día a día. Su rostro era inexpresivo, inmóvil, más muerto que vivo, sus ojos no tenían ira, ni compasión, ni alivio, solo presencia. Un vacío que no juzga, no salva... solo decide. Se acercó y se inclinó un poco, el metal de su armadura crujió como una tumba abriéndose. — Sigues vivo. — Su voz fue un golpe seco. — Te había dicho que esperases a que hubiera una brecha, este lugar no está hecho para ti, ¿Qué es lo que buscas? — Su tono de voz era firme, no parecía enfadada, más bien parecía una advertencia.
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  • Operación Boreal
    Fandom Marbella Vice
    Categoría Original
    La joven eslava, de cabellos plateados como la luna y ojos grises que ocultaban tormentas, descendió del avión con el corazón encogido y la mente afilada como una cuchilla. Atrás quedaban los campos helados de Rusia, los barracones militares y los años de obediencia ciega al uniforme. Había sido soldado: entrenada para sobrevivir, para matar si era necesario, y para desaparecer sin dejar huellas. Ahora, su batalla era distinta, más silenciosa y mucho más peligrosa.

    Durante tres años se preparó para ese momento: idiomas, acentos, gestos, modales. Practicó hasta la perfección su historia falsa, cada detalle de su nueva identidad, como si de ello dependiera su vida. Porque, de hecho, así era. Sus documentos decían que era una joven desesperada, venida del este en busca de dinero fácil para ayudar a su familia pobre en Rusia. La verdad, sin embargo, era una operación encubierta, una misión suicida entre sombras.

    Canadá la recibió con un frío distinto al de Rusia: no el del clima, sino el de lo incierto. En el aeropuerto, entre turistas felices y ejecutivos apurados, ella era una sombra con un propósito. Su única maleta —vieja, discreta, con más secretos que ropa— parecía arrastrarla más a ella que al revés. En su interior, todo estaba calculado: herramientas, recuerdos falsos y rastros cuidadosamente seleccionados para sostener la mentira.

    El hostal que la esperaba era una habitación con baño propio, paredes desconchadas y olor a humedad. Un lugar de paso, de olvido, perfecto para lo que debía hacer. En ese mundo, cada mirada sería una amenaza, cada palabra, una prueba. Tenía que infiltrarse en la mafia canadiense, escalar, ganar confianza… y desmantelarla desde dentro.

    Su rostro no mostraba emoción, pero bajo la calma latía un fuego antiguo: el de la disciplina, el de la rabia contenida, el de alguien que ya había sobrevivido a una guerra. Porque esto, aunque disfrazado de civilización, también lo era.

    Lo sabía bien.

    Lo había aprendido años atrás, en una aldea de Chechenia, con el fusil helado entre las manos y el corazón acelerado bajo el chaleco antibalas. El cielo gris parecía más bajo allá, como si el mundo pesara sobre ellos. Tenía solo diecinueve años cuando recibió su primera orden de combate. El pueblo estaba “limpio”, dijeron, pero los gritos, los disparos y el olor a pólvora les dijeron otra cosa. Ella no dudó. El entrenamiento, brutal y constante, había enterrado cualquier temblor. Disparó antes de pensar, mató antes de preguntar. Sobrevivió. Cuando la misión terminó, vomitó detrás de una casa quemada y se quedó allí un largo rato, con las manos ensangrentadas, entendiendo que ya no volvería a ser la misma.

    Esa misma frialdad la acompañaba ahora. La necesitaba.

    Durante días lo observó. Lo siguió sin ser vista por las calles húmedas de Montreal. Era cuidadosa, calculadora. No usaba la misma ruta dos veces. Cambiaba de ropa, de ritmo, de expresión. Lo vigiló desde un viejo edificio de oficinas abandonado, a través del reflejo de una vitrina, entre el humo de una esquina mal iluminada. Aprendió la forma en que caminaba, cómo encendía sus cigarrillos, los lugares donde se detenía, los hombres con los que hablaba. Era uno de los suyos: no un pez grande, pero lo bastante cerca del núcleo como para llevarla hasta allí.

    Sabía a qué hora salía del club clandestino en el que trabajaba como "portero", cómo caminaba hacia su auto sin mirar atrás. Esa noche, él dobló por un callejón lateral para evitar una calle con demasiadas cámaras. Ella ya lo esperaba allí. No frente a él. No como una aparición. Desde la oscuridad.

    Apenas se oyó el clic de su encendedor cuando lo encendió para prender otro cigarro. Entonces ella se movió, solo un poco, dejando que el tacón de su bota resonara una vez sobre el concreto húmedo.

    El se giró, alerta.

    Pero no vio a nadie.

    Ella ya había desaparecido entre las sombras, dejando la inquietud suficiente para sembrar curiosidad, no sospecha. Era un juego psicológico. La manipulación comenzaba antes del primer contacto.

    No era casualidad. Era estrategia.

    La joven eslava, de cabellos plateados como la luna y ojos grises que ocultaban tormentas, descendió del avión con el corazón encogido y la mente afilada como una cuchilla. Atrás quedaban los campos helados de Rusia, los barracones militares y los años de obediencia ciega al uniforme. Había sido soldado: entrenada para sobrevivir, para matar si era necesario, y para desaparecer sin dejar huellas. Ahora, su batalla era distinta, más silenciosa y mucho más peligrosa. Durante tres años se preparó para ese momento: idiomas, acentos, gestos, modales. Practicó hasta la perfección su historia falsa, cada detalle de su nueva identidad, como si de ello dependiera su vida. Porque, de hecho, así era. Sus documentos decían que era una joven desesperada, venida del este en busca de dinero fácil para ayudar a su familia pobre en Rusia. La verdad, sin embargo, era una operación encubierta, una misión suicida entre sombras. Canadá la recibió con un frío distinto al de Rusia: no el del clima, sino el de lo incierto. En el aeropuerto, entre turistas felices y ejecutivos apurados, ella era una sombra con un propósito. Su única maleta —vieja, discreta, con más secretos que ropa— parecía arrastrarla más a ella que al revés. En su interior, todo estaba calculado: herramientas, recuerdos falsos y rastros cuidadosamente seleccionados para sostener la mentira. El hostal que la esperaba era una habitación con baño propio, paredes desconchadas y olor a humedad. Un lugar de paso, de olvido, perfecto para lo que debía hacer. En ese mundo, cada mirada sería una amenaza, cada palabra, una prueba. Tenía que infiltrarse en la mafia canadiense, escalar, ganar confianza… y desmantelarla desde dentro. Su rostro no mostraba emoción, pero bajo la calma latía un fuego antiguo: el de la disciplina, el de la rabia contenida, el de alguien que ya había sobrevivido a una guerra. Porque esto, aunque disfrazado de civilización, también lo era. Lo sabía bien. Lo había aprendido años atrás, en una aldea de Chechenia, con el fusil helado entre las manos y el corazón acelerado bajo el chaleco antibalas. El cielo gris parecía más bajo allá, como si el mundo pesara sobre ellos. Tenía solo diecinueve años cuando recibió su primera orden de combate. El pueblo estaba “limpio”, dijeron, pero los gritos, los disparos y el olor a pólvora les dijeron otra cosa. Ella no dudó. El entrenamiento, brutal y constante, había enterrado cualquier temblor. Disparó antes de pensar, mató antes de preguntar. Sobrevivió. Cuando la misión terminó, vomitó detrás de una casa quemada y se quedó allí un largo rato, con las manos ensangrentadas, entendiendo que ya no volvería a ser la misma. Esa misma frialdad la acompañaba ahora. La necesitaba. Durante días lo observó. Lo siguió sin ser vista por las calles húmedas de Montreal. Era cuidadosa, calculadora. No usaba la misma ruta dos veces. Cambiaba de ropa, de ritmo, de expresión. Lo vigiló desde un viejo edificio de oficinas abandonado, a través del reflejo de una vitrina, entre el humo de una esquina mal iluminada. Aprendió la forma en que caminaba, cómo encendía sus cigarrillos, los lugares donde se detenía, los hombres con los que hablaba. Era uno de los suyos: no un pez grande, pero lo bastante cerca del núcleo como para llevarla hasta allí. Sabía a qué hora salía del club clandestino en el que trabajaba como "portero", cómo caminaba hacia su auto sin mirar atrás. Esa noche, él dobló por un callejón lateral para evitar una calle con demasiadas cámaras. Ella ya lo esperaba allí. No frente a él. No como una aparición. Desde la oscuridad. Apenas se oyó el clic de su encendedor cuando lo encendió para prender otro cigarro. Entonces ella se movió, solo un poco, dejando que el tacón de su bota resonara una vez sobre el concreto húmedo. El se giró, alerta. Pero no vio a nadie. Ella ya había desaparecido entre las sombras, dejando la inquietud suficiente para sembrar curiosidad, no sospecha. Era un juego psicológico. La manipulación comenzaba antes del primer contacto. No era casualidad. Era estrategia.
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  • El atardecer bañaba de rojo la azotea de la ciudad, pero Atropos ya no miraba el horizonte con la melancolía de otros tiempos. Sus ojos, que alguna vez encontraron belleza en el caos humano, ahora solo veían hastío. Harta del bullicio, del eco de vidas efímeras que no significaban nada, se levantó de su vieja silla de hierro forjado. No más paredes grafiteadas, no más humo, no más risas vacías flotando en el aire como burbujas a punto de estallar.

    Con un simple gesto, invocó las antiguas fuerzas que todavía recordaban su nombre. Los objetos en su pequeña guarida —libros encuadernados en piel, relojes detenidos, hilos de vida entrelazados— comenzaron a flotar a su alrededor, envueltos en un halo de sombras vivas. Atropos no necesitaba más de este mundo que su soledad y su propósito.

    Esa noche, mientras la ciudad dormía, abrió un portal que olía a tierra mojada, a raíces antiguas y a musgo. La entrada era apenas una grieta invisible para los ojos humanos, pero para ella era un camino abierto hacia un lugar olvidado: un bosque tan denso y oscuro que ni el sol se atrevía a filtrarse entre sus copas. Allí, en lo profundo, la esperaba una mansión antigua, de piedra negra y torres que rozaban las nubes bajas, como si quisieran desgarrarlas.

    La mansión era perfecta. Difícil de encontrar, aún más difícil de recordar. Sus muros susurraban nombres de aquellos que habían intentado acercarse y nunca regresaron. Atropos sonrió por primera vez en siglos. Aquí no habría gritos molestos, ni promesas rotas flotando en el aire. Solo el crujir del viento entre árboles muertos y el latido suave del tiempo detenido.

    Sus cosas aterrizaron suavemente dentro de la casa, ubicándose como si siempre hubieran pertenecido allí. Atropos cerró la pesada puerta de roble detrás de ella, dejando el mundo humano atrás, como un recuerdo desvaído y sin importancia.

    Finalmente, estaba en casa.
    El atardecer bañaba de rojo la azotea de la ciudad, pero Atropos ya no miraba el horizonte con la melancolía de otros tiempos. Sus ojos, que alguna vez encontraron belleza en el caos humano, ahora solo veían hastío. Harta del bullicio, del eco de vidas efímeras que no significaban nada, se levantó de su vieja silla de hierro forjado. No más paredes grafiteadas, no más humo, no más risas vacías flotando en el aire como burbujas a punto de estallar. Con un simple gesto, invocó las antiguas fuerzas que todavía recordaban su nombre. Los objetos en su pequeña guarida —libros encuadernados en piel, relojes detenidos, hilos de vida entrelazados— comenzaron a flotar a su alrededor, envueltos en un halo de sombras vivas. Atropos no necesitaba más de este mundo que su soledad y su propósito. Esa noche, mientras la ciudad dormía, abrió un portal que olía a tierra mojada, a raíces antiguas y a musgo. La entrada era apenas una grieta invisible para los ojos humanos, pero para ella era un camino abierto hacia un lugar olvidado: un bosque tan denso y oscuro que ni el sol se atrevía a filtrarse entre sus copas. Allí, en lo profundo, la esperaba una mansión antigua, de piedra negra y torres que rozaban las nubes bajas, como si quisieran desgarrarlas. La mansión era perfecta. Difícil de encontrar, aún más difícil de recordar. Sus muros susurraban nombres de aquellos que habían intentado acercarse y nunca regresaron. Atropos sonrió por primera vez en siglos. Aquí no habría gritos molestos, ni promesas rotas flotando en el aire. Solo el crujir del viento entre árboles muertos y el latido suave del tiempo detenido. Sus cosas aterrizaron suavemente dentro de la casa, ubicándose como si siempre hubieran pertenecido allí. Atropos cerró la pesada puerta de roble detrás de ella, dejando el mundo humano atrás, como un recuerdo desvaído y sin importancia. Finalmente, estaba en casa.
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  • 𝑬𝒏𝒕𝒓𝒆 𝑷𝒂́𝒈𝒊𝒏𝒂𝒔...
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    〈 Rol con Christopher Baudelair ♡ 〉

    La lluvia caía en un murmullo constante, como si el cielo susurrara secretos antiguos a una ciudad demasiado cansada para escucharlos. Cada gota dibujaba surcos efímeros sobre los cristales, desdibujando los contornos de calles y faroles, transformando el mundo exterior en un lienzo de reflejos temblorosos y luces rotas. Los edificios parecían fundirse con la niebla, y las siluetas de los transeúntes no eran más que sombras pasajeras que se desvanecían entre los pliegues húmedos del día.

    Ella permanecía inmóvil bajo el umbral de una librería olvidada por el tiempo, una de esas que resisten por terquedad más que por necesidad. La capucha caída sobre su rostro proyectaba un velo de sombra que la mantenía a salvo de miradas inoportunas, y sus ropajes, aunque humildes, estaban cuidadosamente escogidos. Eran telas sin historia, ajenas a la memoria, pero tejidas con la intención de ocultar. Cada pliegue parecía adherirse a su figura como si compartiera su deseo de permanecer invisible, como si supieran que algunos secretos no deben ser perturbados.

    El agua chorreaba desde los bordes de su capa, formando pequeños charcos sobre las tablas de madera agrietada del umbral. Las gotas caían con un ritmo suave pero insistente, como si quisieran escribir su presencia en el lenguaje sutil del mundo. A pesar de estar empapada, no parecía sentir el frío; o quizá lo aceptaba como parte de sí, como un eco más de lo que arrastraba dentro. No había prisa en sus gestos. Había llegado allí no para huir, sino para olvidar… O al menos fingir que podía.

    Dentro de la librería, el aire estaba saturado del aroma terroso del papel envejecido, de tinta marchita y madera antigua. Había algo sagrado en ese olor, algo que evocaba recuerdos de tiempos más lentos, de voces susurradas entre páginas, de historias que vivían en silencio esperando ser despertadas. El calor tenue proveniente de una estufa oculta en algún rincón envolvía la estancia como un abrazo que no exigía palabras. Y en medio de todo, el perfume leve del té recién servido, humeando en una taza de porcelana desgastada, se entrelazaba con la quietud de la escena.

    Ella sostuvo la taza entre sus manos enguantadas, dejando que el calor se filtrara poco a poco a través de la tela hasta sus dedos, como si buscara, en ese contacto leve, alguna señal de que aún podía sentir. El dueño del lugar, un hombre encorvado por los años pero con ojos en los que aún brillaba una chispa de humanidad, apenas la miró. Le dedicó un leve asentimiento, sin sorpresa ni curiosidad. La había visto antes. Quizás no en cuerpo, pero sí en espíritu. Algunos clientes no venían a comprar, sino a pertenecer por un instante a algo más íntimo y olvidado. Y él lo entendía. Era mejor no hacer preguntas.

    Entre estantes desbordados de libros sin clasificar, halló un rincón apartado donde la lámpara derramaba una luz cálida sobre la superficie rugosa de una mesa. Se sentó y abrió un tomo antiguo sin mirar el título. Las páginas crujieron con la delicadeza de un suspiro, y sus dedos se deslizaron por ellas con una reverencia casi ritual. No leía, no realmente. Buscaba en los pliegues del papel, en la tinta apenas desvaída, algo que no podía nombrar, una palabra olvidada. Una imagen enterrada. Un fragmento de sí misma que quizás aún vivía entre esas líneas, escondido como un susurro esperando ser oído.

    Afuera, la lluvia seguía cayendo, trazando su música líquida contra los ventanales, mientras la ciudad continuaba su marcha incierta. Los ruidos se amortiguaban tras los muros de la librería, convertidos en ecos lejanos, como si pertenecieran a otro mundo. En ese instante suspendido, no existían las sombras que la acechaban, ni las culpas que la desgarraban por dentro. No había promesas incumplidas ni nombres que dolían al recordarse. Solo el latido pausado del tiempo, el aroma del té, el tacto del papel bajo sus dedos… Y una calma ilusoria que, por una vez, no necesitaba justificar su presencia.

    Quizá, si cerraba los ojos el tiempo suficiente, podría imaginar que alguna vez ese mundo le había pertenecido. No como guerrera, ni como sombra, ni como huella que se desvanece al amanecer. Sino como alguien sencilla, alguien real. Alguien que aún podía sentarse en una librería bajo la lluvia, y creer —aunque fuera por un suspiro— que el pasado no dolía tanto y el futuro aún no era una condena escrita.

    Y aunque sabía que esa quietud era frágil como la cáscara de una llama en el viento, no la rompió. Porque en ese instante, en esa diminuta burbuja de existencia, ella no era una amenaza. No era una fugitiva. No era nada que debiera temer. Era solo una mujer bajo la lluvia, con una taza entre las manos, buscando algo perdido entre las páginas de un libro.
    〈 Rol con [frost_topaz_hare_445] ♡ 〉 La lluvia caía en un murmullo constante, como si el cielo susurrara secretos antiguos a una ciudad demasiado cansada para escucharlos. Cada gota dibujaba surcos efímeros sobre los cristales, desdibujando los contornos de calles y faroles, transformando el mundo exterior en un lienzo de reflejos temblorosos y luces rotas. Los edificios parecían fundirse con la niebla, y las siluetas de los transeúntes no eran más que sombras pasajeras que se desvanecían entre los pliegues húmedos del día. Ella permanecía inmóvil bajo el umbral de una librería olvidada por el tiempo, una de esas que resisten por terquedad más que por necesidad. La capucha caída sobre su rostro proyectaba un velo de sombra que la mantenía a salvo de miradas inoportunas, y sus ropajes, aunque humildes, estaban cuidadosamente escogidos. Eran telas sin historia, ajenas a la memoria, pero tejidas con la intención de ocultar. Cada pliegue parecía adherirse a su figura como si compartiera su deseo de permanecer invisible, como si supieran que algunos secretos no deben ser perturbados. El agua chorreaba desde los bordes de su capa, formando pequeños charcos sobre las tablas de madera agrietada del umbral. Las gotas caían con un ritmo suave pero insistente, como si quisieran escribir su presencia en el lenguaje sutil del mundo. A pesar de estar empapada, no parecía sentir el frío; o quizá lo aceptaba como parte de sí, como un eco más de lo que arrastraba dentro. No había prisa en sus gestos. Había llegado allí no para huir, sino para olvidar… O al menos fingir que podía. Dentro de la librería, el aire estaba saturado del aroma terroso del papel envejecido, de tinta marchita y madera antigua. Había algo sagrado en ese olor, algo que evocaba recuerdos de tiempos más lentos, de voces susurradas entre páginas, de historias que vivían en silencio esperando ser despertadas. El calor tenue proveniente de una estufa oculta en algún rincón envolvía la estancia como un abrazo que no exigía palabras. Y en medio de todo, el perfume leve del té recién servido, humeando en una taza de porcelana desgastada, se entrelazaba con la quietud de la escena. Ella sostuvo la taza entre sus manos enguantadas, dejando que el calor se filtrara poco a poco a través de la tela hasta sus dedos, como si buscara, en ese contacto leve, alguna señal de que aún podía sentir. El dueño del lugar, un hombre encorvado por los años pero con ojos en los que aún brillaba una chispa de humanidad, apenas la miró. Le dedicó un leve asentimiento, sin sorpresa ni curiosidad. La había visto antes. Quizás no en cuerpo, pero sí en espíritu. Algunos clientes no venían a comprar, sino a pertenecer por un instante a algo más íntimo y olvidado. Y él lo entendía. Era mejor no hacer preguntas. Entre estantes desbordados de libros sin clasificar, halló un rincón apartado donde la lámpara derramaba una luz cálida sobre la superficie rugosa de una mesa. Se sentó y abrió un tomo antiguo sin mirar el título. Las páginas crujieron con la delicadeza de un suspiro, y sus dedos se deslizaron por ellas con una reverencia casi ritual. No leía, no realmente. Buscaba en los pliegues del papel, en la tinta apenas desvaída, algo que no podía nombrar, una palabra olvidada. Una imagen enterrada. Un fragmento de sí misma que quizás aún vivía entre esas líneas, escondido como un susurro esperando ser oído. Afuera, la lluvia seguía cayendo, trazando su música líquida contra los ventanales, mientras la ciudad continuaba su marcha incierta. Los ruidos se amortiguaban tras los muros de la librería, convertidos en ecos lejanos, como si pertenecieran a otro mundo. En ese instante suspendido, no existían las sombras que la acechaban, ni las culpas que la desgarraban por dentro. No había promesas incumplidas ni nombres que dolían al recordarse. Solo el latido pausado del tiempo, el aroma del té, el tacto del papel bajo sus dedos… Y una calma ilusoria que, por una vez, no necesitaba justificar su presencia. Quizá, si cerraba los ojos el tiempo suficiente, podría imaginar que alguna vez ese mundo le había pertenecido. No como guerrera, ni como sombra, ni como huella que se desvanece al amanecer. Sino como alguien sencilla, alguien real. Alguien que aún podía sentarse en una librería bajo la lluvia, y creer —aunque fuera por un suspiro— que el pasado no dolía tanto y el futuro aún no era una condena escrita. Y aunque sabía que esa quietud era frágil como la cáscara de una llama en el viento, no la rompió. Porque en ese instante, en esa diminuta burbuja de existencia, ella no era una amenaza. No era una fugitiva. No era nada que debiera temer. Era solo una mujer bajo la lluvia, con una taza entre las manos, buscando algo perdido entre las páginas de un libro.
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  • ・‥...━━━━━━ꜱᴛᴀʀᴛᴇʀ━━━━━━━…‥・
    Detenida en el centro del puente carcomido por los siglos y la desmemoria, se hallaba ella, envuelta por los últimos jirones de un sol sin coraje, cuya luz apenas lograba filtrarse entre los tallos de bambú antiguos.

    Y entonces, desde lo alto descendió una criatura preciosa, surgido quizá de algún pliegue en la realidad, donde la belleza y el dolor son una misma sustancia. Sus alas, vestidas de fuego melancólico, no quemaban, sino que parecían sangrar memoria. Ella, sin sobresalto, extendió la mano, y la criatura se inclinó, sellando un instante tan perfecto que la lógica del universo pareció tambalearse.

    Pero la eternidad nunca es tolerada por este mundo. Un crujido sutil, apenas perceptible, se alzó desde el linde del bosque, y el fénix, erguido de golpe, alzó el vuelo con un estremecimiento de alas que arrastró tras de sí un dejo de desesperanza. Ella no miró su partida. Ya no buscaba entre los bambúes… Solo escuchaba los pasos de quien se acercaba.
    ・‥...━━━━━━ꜱᴛᴀʀᴛᴇʀ━━━━━━━…‥・ Detenida en el centro del puente carcomido por los siglos y la desmemoria, se hallaba ella, envuelta por los últimos jirones de un sol sin coraje, cuya luz apenas lograba filtrarse entre los tallos de bambú antiguos. Y entonces, desde lo alto descendió una criatura preciosa, surgido quizá de algún pliegue en la realidad, donde la belleza y el dolor son una misma sustancia. Sus alas, vestidas de fuego melancólico, no quemaban, sino que parecían sangrar memoria. Ella, sin sobresalto, extendió la mano, y la criatura se inclinó, sellando un instante tan perfecto que la lógica del universo pareció tambalearse. Pero la eternidad nunca es tolerada por este mundo. Un crujido sutil, apenas perceptible, se alzó desde el linde del bosque, y el fénix, erguido de golpe, alzó el vuelo con un estremecimiento de alas que arrastró tras de sí un dejo de desesperanza. Ella no miró su partida. Ya no buscaba entre los bambúes… Solo escuchaba los pasos de quien se acercaba.
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  • //Escena con Ryan

    El plan para joder a todos aquellos mafiosos y acabar con ellos ya hacía un tiempo que estaba en marcha (desapareció de la vista de ellos y sabía que le buscaban) y obviamente, los investigaba poco a poco, a cada uno de sus integrantes.
    Ya había recopilado información de un par de esos sujetos y en ese momento estaba investigando a otros tres entre los cuales, se encontraba aquel hombre de cabello rubio y ojos claros.

    La investigación sobre Ryan no iba mal, lenta pues nunca conseguía contrastar del todo la información, pero estaba haciendo bastantes avances. O al menos eso creía Shinobu.
    Se infiltraba en algunos lugares que el rubio visitaba, lo seguía disimuladamente casi a diario, anotaba cualquier dato que pudiera resultar relevante aunque no lo pareciera. Por ejemplo, que bares o cafeterías solían ser más de su agrado o incluso qué le gustaba tomar en el desayuno. Si tenía algún horario concreto para realizar cualquiera de sus tareas o acciones cotidianas, etc. Una investigación cuanto menos exhaustiva.

    Ya tenía bastantes datos del susodicho, sin embargo no era suficiente. El siguiente paso sería infiltrarse en el apartamento de este (si es que podía), pues de seguro allí encontraría muchísimas cosas útiles. ¿Cómo lo haría? Debía ser muy cuidadoso, sigiloso y no dejar absolutamente nada que le delatase.

    -Vamos... Ya queda poco para que pueda deshacerme de todos vosotros de una vez por todas.- Hablaba consigo mismo en voz muy baja mientras observaba a Ryan de lejos, procurando no ser visto.
    //Escena con [Ryan_Al_72] El plan para joder a todos aquellos mafiosos y acabar con ellos ya hacía un tiempo que estaba en marcha (desapareció de la vista de ellos y sabía que le buscaban) y obviamente, los investigaba poco a poco, a cada uno de sus integrantes. Ya había recopilado información de un par de esos sujetos y en ese momento estaba investigando a otros tres entre los cuales, se encontraba aquel hombre de cabello rubio y ojos claros. La investigación sobre Ryan no iba mal, lenta pues nunca conseguía contrastar del todo la información, pero estaba haciendo bastantes avances. O al menos eso creía Shinobu. Se infiltraba en algunos lugares que el rubio visitaba, lo seguía disimuladamente casi a diario, anotaba cualquier dato que pudiera resultar relevante aunque no lo pareciera. Por ejemplo, que bares o cafeterías solían ser más de su agrado o incluso qué le gustaba tomar en el desayuno. Si tenía algún horario concreto para realizar cualquiera de sus tareas o acciones cotidianas, etc. Una investigación cuanto menos exhaustiva. Ya tenía bastantes datos del susodicho, sin embargo no era suficiente. El siguiente paso sería infiltrarse en el apartamento de este (si es que podía), pues de seguro allí encontraría muchísimas cosas útiles. ¿Cómo lo haría? Debía ser muy cuidadoso, sigiloso y no dejar absolutamente nada que le delatase. -Vamos... Ya queda poco para que pueda deshacerme de todos vosotros de una vez por todas.- Hablaba consigo mismo en voz muy baja mientras observaba a Ryan de lejos, procurando no ser visto.
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  • El agua la envolvía, cálida y sofocante, como un abrazo que no podía rechazar. ***** flotaba en el vacío, sin fuerzas para moverse, observando los reflejos distorsionados de la luz filtrarse a través del líquido espeso.

    No sabía si estaba cayendo o simplemente existiendo en ese espacio sin tiempo. Sus pensamientos eran ecos lejanos, imágenes que se desvanecían antes de que pudiera aferrarse a ellas. Voces sin dueño susurraban en su mente, nombres que deberían significar algo, pero que no despertaban más que una punzada de dolor.

    Se llevó una mano al pecho. Algo dolía allí, algo profundo y antiguo, un vacío tan grande que amenazaba con consumirla.

    —¿Por qué…? —murmuró, pero ni siquiera su propia voz le respondía.

    Todo se sentía irreal. Todo excepto el peso del agua, el ardor en sus pulmones, la sensación de hundirse más y más en un abismo del que no sabía si quería salir.

    La luz titiló.

    Por un instante, creyó ver una sombra al otro lado del vidrio. Una figura que parecía extender la mano hacia ella. ¿Un recuerdo? ¿Un fantasma?

    No importaba.

    Porque, al final, Zorro siempre terminaría solo.
    https://youtu.be/p2DP-L5b-8k?si=3hn2AJnmIl7ezE3U
    El agua la envolvía, cálida y sofocante, como un abrazo que no podía rechazar. ***** flotaba en el vacío, sin fuerzas para moverse, observando los reflejos distorsionados de la luz filtrarse a través del líquido espeso. No sabía si estaba cayendo o simplemente existiendo en ese espacio sin tiempo. Sus pensamientos eran ecos lejanos, imágenes que se desvanecían antes de que pudiera aferrarse a ellas. Voces sin dueño susurraban en su mente, nombres que deberían significar algo, pero que no despertaban más que una punzada de dolor. Se llevó una mano al pecho. Algo dolía allí, algo profundo y antiguo, un vacío tan grande que amenazaba con consumirla. —¿Por qué…? —murmuró, pero ni siquiera su propia voz le respondía. Todo se sentía irreal. Todo excepto el peso del agua, el ardor en sus pulmones, la sensación de hundirse más y más en un abismo del que no sabía si quería salir. La luz titiló. Por un instante, creyó ver una sombra al otro lado del vidrio. Una figura que parecía extender la mano hacia ella. ¿Un recuerdo? ¿Un fantasma? No importaba. Porque, al final, Zorro siempre terminaría solo. https://youtu.be/p2DP-L5b-8k?si=3hn2AJnmIl7ezE3U
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