Sus días de relax habían llegado a su fin. Volvía a enfundar el negro para cumplir con el encargo que la chica de cabellos azules había dejado en sus manos. Aunque había sido un encuentro corto y sutil, había voces en su cabeza que le decían que iban a reencontrarse más de una vez, así que lo mejor era tenerla contenta. Tras esa faz de dulce niña se escondía algo que poco tenía que ver con lo que mostraba de cara al público.
Más o menos, como ella misma. ¿Quién se iba a imaginar que una simple dibujante sin carrera, que se divertía pintando por las calles era en realidad una asesina a sueldo? El que fuera tan solitaria y con un gusto excelso por el vino y ciertos excesos podía ser una pista más que determinante, la vestimenta cara que solía llevar no podía proceder únicamente de esos encargos y los dibujos que vendía por la calle. Y, por supuesto, su propio hogar. Un loft en una de las zonas más prestigiosas de la ciudad. Si bien poco decorado, necesitaba espacio para su propia soledad, para dejar pasar el rato entre armas pulcramente limpias y suciedad en las uñas debido a los ataques de inspiración que necesitaba plasmar en un lienzo antes de que la epifanía pictórica terminase.
Pero esa noche no había sitio para epifanías. No había sitio para su nombre. Esa noche Tahara desaparecía para convertirse en la joven promesa que ya era, cargando a su espalda con un maletín que poco llamaba la atención en medio del montón de gente que se agolpaba en la fiesta que se estaba celebrando en la azotea del hotel Meleys, en pleno centro de la ciudad.
Dandelion no necesitó llevar información. Tenía todo lo que necesitaba en su memoria. Qué lástima de mundo, debía cargarse al anfitrión de la fiesta. Un chico bastante mono aunque ya peinaba ciertas canas, ataviado con un precioso traje y con un maltrecho gusto por las drogas de diseño. Algo que no debió probar.
Se coló entre la muchedumbre como una invitada más, llevando un traje negro que se ajustaba a sus medidas, camisa blanca impoluta y un lazo que le servía cual pajarita. El cabello castaño lo tenía recogido en un moño alto, donde varios mechones se escapaban alrededor de su rostro. Y un mínimo de maquillaje, habiendo engañado a su vecina de arriba; pocas veces se había visto tan guapa. Pocas veces se lo decía a sí misma, pero esa noche era… diferente. No iba a liquidar a distancia como estaba acostumbraba, llevaba un pequeño revólver escondido en algún lugar de su ropa, lo suficientemente holgada como para que nadie lo detectase.
Arribó a la fiesta casi pasadas las doce, cuando todos estaban a medio camino entre la lucidez y la obnubilación. El olor a alcohol caro se mascaba en el ambiente, sudor entremezclado con perfumes inasequibles para el populacho creaba un ambiente tóxico para cualquier sobrio que quedase en pie en aquel lugar.
Dandelion no dejó de mirar a su objetivo de aquella noche. Debía conseguir pillarlo a solas, pero pocas veces sus guardaespaldas se alejaban. Era un incordio verse encajonada en aquel lugar, ¿por qué no había subido a la azotea contigua y de un disparo certero terminaba con su encargo? No, García no quería eso. Quería ver su lado más sanguinario y poderoso. Que no se dejase llevar por lo fácil.
Y que era mejor tener a esa chica de cabellos azules contenta.
Así que aprovechó la única ocasión que encontró para colarse en las habitaciones más privadas de la fiesta, de un golpe noqueó al enorme guardaespaldas que su objetivo acompañaba hasta para ir a mear. El cuerpo cayó inerte al suelo, pero Dandelion fue capaz de sostenerlo y dejarlo en silencio sobre la costosa alfombra que llegaba casi a la puerta de los lavabos.
Entonces entró y cerró la puerta tras de sí. Todavía podía oír el chorro cuando la voz anodina del objetivo se quejó de su falta de intimidad.
—¡Venga ya, Richard! ¿Es que ni mear puedo hacerlo solo?
—Qué voz tan anodina para un rostro tan inmaculado como el tuyo —murmuró Dandelion, haciendo que el pobre capo se girase y un charco se formase sobre sus pies, ensuciando sus caros zapatos con su propia orina.
—¿Y tú quién coño eres?
—Eso no te importa. Tan sólo debería importarte algo. O… más bien, alguien —y dicho aquello, se acercó con sigilo a su objetivo. Parecía estar encantado con tener a una chica guapa para él esa noche, poco le importaba si era en los simples servicios. En peores lugares había estado. Embriagado por su belleza, Dandelion sacó una minúscula navaja y se la clavó en el cuello, por el lado romo—. ¿Acaso te creías que iba a acostarme contigo? ¿Tú, un simple hombre? Qué pena me das.
Acto seguido, con una rapidez sobrehumana, sacó el pequeño revólver y se lo colocó bajo la mandíbula, disparando utilizando la mano del contrario. La bala, pequeña pero rápida, le atravesó el cráneo. La agonía duró poco más de unos segundos.
—Hyweon te manda recuerdos.
Antes de que nadie más se diese cuenta, limpió el revólver y lo depositó con suma delicadeza en las manos del objetivo inerte. Con rapidez pero con encanto al mismo tiempo, escapó por las escaleras traseras del enorme edificio, dejando que el viento nocturno del largo verano, demasiado fresco a esas horas, le enfriase la piel. Tahara disfrutaba de esas noches de verano, con un trabajo recién hecho y la promesa de un pago más que merecido.
Sus días de relax habían llegado a su fin. Volvía a enfundar el negro para cumplir con el encargo que la chica de cabellos azules había dejado en sus manos. Aunque había sido un encuentro corto y sutil, había voces en su cabeza que le decían que iban a reencontrarse más de una vez, así que lo mejor era tenerla contenta. Tras esa faz de dulce niña se escondía algo que poco tenía que ver con lo que mostraba de cara al público.
Más o menos, como ella misma. ¿Quién se iba a imaginar que una simple dibujante sin carrera, que se divertía pintando por las calles era en realidad una asesina a sueldo? El que fuera tan solitaria y con un gusto excelso por el vino y ciertos excesos podía ser una pista más que determinante, la vestimenta cara que solía llevar no podía proceder únicamente de esos encargos y los dibujos que vendía por la calle. Y, por supuesto, su propio hogar. Un loft en una de las zonas más prestigiosas de la ciudad. Si bien poco decorado, necesitaba espacio para su propia soledad, para dejar pasar el rato entre armas pulcramente limpias y suciedad en las uñas debido a los ataques de inspiración que necesitaba plasmar en un lienzo antes de que la epifanía pictórica terminase.
Pero esa noche no había sitio para epifanías. No había sitio para su nombre. Esa noche Tahara desaparecía para convertirse en la joven promesa que ya era, cargando a su espalda con un maletín que poco llamaba la atención en medio del montón de gente que se agolpaba en la fiesta que se estaba celebrando en la azotea del hotel Meleys, en pleno centro de la ciudad.
Dandelion no necesitó llevar información. Tenía todo lo que necesitaba en su memoria. Qué lástima de mundo, debía cargarse al anfitrión de la fiesta. Un chico bastante mono aunque ya peinaba ciertas canas, ataviado con un precioso traje y con un maltrecho gusto por las drogas de diseño. Algo que no debió probar.
Se coló entre la muchedumbre como una invitada más, llevando un traje negro que se ajustaba a sus medidas, camisa blanca impoluta y un lazo que le servía cual pajarita. El cabello castaño lo tenía recogido en un moño alto, donde varios mechones se escapaban alrededor de su rostro. Y un mínimo de maquillaje, habiendo engañado a su vecina de arriba; pocas veces se había visto tan guapa. Pocas veces se lo decía a sí misma, pero esa noche era… diferente. No iba a liquidar a distancia como estaba acostumbraba, llevaba un pequeño revólver escondido en algún lugar de su ropa, lo suficientemente holgada como para que nadie lo detectase.
Arribó a la fiesta casi pasadas las doce, cuando todos estaban a medio camino entre la lucidez y la obnubilación. El olor a alcohol caro se mascaba en el ambiente, sudor entremezclado con perfumes inasequibles para el populacho creaba un ambiente tóxico para cualquier sobrio que quedase en pie en aquel lugar.
Dandelion no dejó de mirar a su objetivo de aquella noche. Debía conseguir pillarlo a solas, pero pocas veces sus guardaespaldas se alejaban. Era un incordio verse encajonada en aquel lugar, ¿por qué no había subido a la azotea contigua y de un disparo certero terminaba con su encargo? No, García no quería eso. Quería ver su lado más sanguinario y poderoso. Que no se dejase llevar por lo fácil.
Y que era mejor tener a esa chica de cabellos azules contenta.
Así que aprovechó la única ocasión que encontró para colarse en las habitaciones más privadas de la fiesta, de un golpe noqueó al enorme guardaespaldas que su objetivo acompañaba hasta para ir a mear. El cuerpo cayó inerte al suelo, pero Dandelion fue capaz de sostenerlo y dejarlo en silencio sobre la costosa alfombra que llegaba casi a la puerta de los lavabos.
Entonces entró y cerró la puerta tras de sí. Todavía podía oír el chorro cuando la voz anodina del objetivo se quejó de su falta de intimidad.
—¡Venga ya, Richard! ¿Es que ni mear puedo hacerlo solo?
—Qué voz tan anodina para un rostro tan inmaculado como el tuyo —murmuró Dandelion, haciendo que el pobre capo se girase y un charco se formase sobre sus pies, ensuciando sus caros zapatos con su propia orina.
—¿Y tú quién coño eres?
—Eso no te importa. Tan sólo debería importarte algo. O… más bien, alguien —y dicho aquello, se acercó con sigilo a su objetivo. Parecía estar encantado con tener a una chica guapa para él esa noche, poco le importaba si era en los simples servicios. En peores lugares había estado. Embriagado por su belleza, Dandelion sacó una minúscula navaja y se la clavó en el cuello, por el lado romo—. ¿Acaso te creías que iba a acostarme contigo? ¿Tú, un simple hombre? Qué pena me das.
Acto seguido, con una rapidez sobrehumana, sacó el pequeño revólver y se lo colocó bajo la mandíbula, disparando utilizando la mano del contrario. La bala, pequeña pero rápida, le atravesó el cráneo. La agonía duró poco más de unos segundos.
—Hyweon te manda recuerdos.
Antes de que nadie más se diese cuenta, limpió el revólver y lo depositó con suma delicadeza en las manos del objetivo inerte. Con rapidez pero con encanto al mismo tiempo, escapó por las escaleras traseras del enorme edificio, dejando que el viento nocturno del largo verano, demasiado fresco a esas horas, le enfriase la piel. Tahara disfrutaba de esas noches de verano, con un trabajo recién hecho y la promesa de un pago más que merecido.