Huía del calor infernal de la ciudad. Últimamente pasaba más tiempo en compañía de la soledad, el mar y la arena que con compañía humana. Incluso los encargos habían disminuido drásticamente, no sabía si por el calor o porque la gente subyugada había aprendido la lección y no había que asustarlos. O, simplemente, sus jefes preferían pasar el verano tranquilos y en el próximo otoño se cobrarían los impagos con importantes intereses.
Lo único que tenía Tahara en la playa era paz. Tenía toda una habitación dedicada a la pintura; si cualquiera quisiera pisar su casa, tendría que ir al sofá. Claro que había una gran excepción: Baxter era el rey de la casa, podía hacer lo que quisiera: corretear por la casa, escaparse a la playa y volver empapado, ladrarle a los desconocidos o incluso hurgar en sus pinturas y crear cuadros esperpénticos que de cierto renombre podrían valer millones. ¿Por qué se lo permitía?
Fácil. Porque Tahara sabía que Baxter no haría nada si ella no se lo pidiera.
Aún era un cachorro y las ganas de jugar seguían intactas, pero su entrenamiento como profesional de las sombras iba tal cual se había planeado. Su propio tutor se dedicó a ello, imponiendo una disciplina disfrazada de juegos que hizo que el boyero de berna la atacase sin rechistar. Tal vez debía empezar su trabajo más pronto que tarde, y Tahara ya no estaría protegida en los trabajos sencillos como hasta ahora. Aunque era la mejor en su trabajo, siempre la reservaban para las largas distancias.
El verano transcurría con serenidad. Los días monótonos y sencillos, perdida en un mundo de silencio y soledad. No echaba de menos a la gente. Disfrutaba estando sola. Le permitía conversar consigo misma, rumiar aquellos recuerdos que tanto echaba de menos. Le permitía observar el comportamiento de la gente; recordar sus vidas y descubrir ciertas mentiras que la vecina silenciosa atesoraba en su fuero interno. Ser testigo de infidelidades y amores prohibidos, amores adolescentes y corazones rotos. Amistades de verano y peleas de críos.
A veces esa soledad pesaba. A veces, aunque sólo fuese por unos segundos, echaba de menos la compañía humana. La voz mandona y aguardientosa de García, el extraño cabello azul de Hyweon o las visitas inesperadas de su vecina de arriba con un tupper vacío o pinturas para adornar su piel. Qué extraño el ser humano, colmado de deseos que chocaban entre sí. A veces, Amón trataba de entenderlos, pero era algo que escapaba de su control. Eran curiosos y lejanos, algo que no llegaba a comprender por mucho que los estudiaba.
Y esta chiquilla solitaria, cuyo animal de cuatro patas hablaba un extraño idioma a base de ladridos, a base de gruñidos y miradas cargadas de amor perruno. Gimoteos cuando tenía hambre, gruñidos cuando algún extraño se acercaba. ¿Era acaso eso el amor? Esa palabra que tantas veces había escuchado pero que nunca había sentido. ¿O sí? ¿Eran los demonios capaces de amar? Siempre había sido un mero espectador, desde la inocencia más pura al deseo más incontrolable. Podía sentir las llamadas emociones a través de Tahara y su corazón demasiado roto, escocían como el agua oxigenada en una herida abierta. Chisporroteaba en su interior.
Parecía infeliz, a veces. Parecía feliz, conforme en su soledad. Como un luto eterno, detenido en el tiempo hasta que llegase alguien lo suficientemente valiente como para romper su corazón de piedra y hacerla feliz de nuevo. Hasta entonces, tendría que conformarse.
Lo único que tenía Tahara en la playa era paz. Tenía toda una habitación dedicada a la pintura; si cualquiera quisiera pisar su casa, tendría que ir al sofá. Claro que había una gran excepción: Baxter era el rey de la casa, podía hacer lo que quisiera: corretear por la casa, escaparse a la playa y volver empapado, ladrarle a los desconocidos o incluso hurgar en sus pinturas y crear cuadros esperpénticos que de cierto renombre podrían valer millones. ¿Por qué se lo permitía?
Fácil. Porque Tahara sabía que Baxter no haría nada si ella no se lo pidiera.
Aún era un cachorro y las ganas de jugar seguían intactas, pero su entrenamiento como profesional de las sombras iba tal cual se había planeado. Su propio tutor se dedicó a ello, imponiendo una disciplina disfrazada de juegos que hizo que el boyero de berna la atacase sin rechistar. Tal vez debía empezar su trabajo más pronto que tarde, y Tahara ya no estaría protegida en los trabajos sencillos como hasta ahora. Aunque era la mejor en su trabajo, siempre la reservaban para las largas distancias.
El verano transcurría con serenidad. Los días monótonos y sencillos, perdida en un mundo de silencio y soledad. No echaba de menos a la gente. Disfrutaba estando sola. Le permitía conversar consigo misma, rumiar aquellos recuerdos que tanto echaba de menos. Le permitía observar el comportamiento de la gente; recordar sus vidas y descubrir ciertas mentiras que la vecina silenciosa atesoraba en su fuero interno. Ser testigo de infidelidades y amores prohibidos, amores adolescentes y corazones rotos. Amistades de verano y peleas de críos.
A veces esa soledad pesaba. A veces, aunque sólo fuese por unos segundos, echaba de menos la compañía humana. La voz mandona y aguardientosa de García, el extraño cabello azul de Hyweon o las visitas inesperadas de su vecina de arriba con un tupper vacío o pinturas para adornar su piel. Qué extraño el ser humano, colmado de deseos que chocaban entre sí. A veces, Amón trataba de entenderlos, pero era algo que escapaba de su control. Eran curiosos y lejanos, algo que no llegaba a comprender por mucho que los estudiaba.
Y esta chiquilla solitaria, cuyo animal de cuatro patas hablaba un extraño idioma a base de ladridos, a base de gruñidos y miradas cargadas de amor perruno. Gimoteos cuando tenía hambre, gruñidos cuando algún extraño se acercaba. ¿Era acaso eso el amor? Esa palabra que tantas veces había escuchado pero que nunca había sentido. ¿O sí? ¿Eran los demonios capaces de amar? Siempre había sido un mero espectador, desde la inocencia más pura al deseo más incontrolable. Podía sentir las llamadas emociones a través de Tahara y su corazón demasiado roto, escocían como el agua oxigenada en una herida abierta. Chisporroteaba en su interior.
Parecía infeliz, a veces. Parecía feliz, conforme en su soledad. Como un luto eterno, detenido en el tiempo hasta que llegase alguien lo suficientemente valiente como para romper su corazón de piedra y hacerla feliz de nuevo. Hasta entonces, tendría que conformarse.
Huía del calor infernal de la ciudad. Últimamente pasaba más tiempo en compañía de la soledad, el mar y la arena que con compañía humana. Incluso los encargos habían disminuido drásticamente, no sabía si por el calor o porque la gente subyugada había aprendido la lección y no había que asustarlos. O, simplemente, sus jefes preferían pasar el verano tranquilos y en el próximo otoño se cobrarían los impagos con importantes intereses.
Lo único que tenía Tahara en la playa era paz. Tenía toda una habitación dedicada a la pintura; si cualquiera quisiera pisar su casa, tendría que ir al sofá. Claro que había una gran excepción: Baxter era el rey de la casa, podía hacer lo que quisiera: corretear por la casa, escaparse a la playa y volver empapado, ladrarle a los desconocidos o incluso hurgar en sus pinturas y crear cuadros esperpénticos que de cierto renombre podrían valer millones. ¿Por qué se lo permitía?
Fácil. Porque Tahara sabía que Baxter no haría nada si ella no se lo pidiera.
Aún era un cachorro y las ganas de jugar seguían intactas, pero su entrenamiento como profesional de las sombras iba tal cual se había planeado. Su propio tutor se dedicó a ello, imponiendo una disciplina disfrazada de juegos que hizo que el boyero de berna la atacase sin rechistar. Tal vez debía empezar su trabajo más pronto que tarde, y Tahara ya no estaría protegida en los trabajos sencillos como hasta ahora. Aunque era la mejor en su trabajo, siempre la reservaban para las largas distancias.
El verano transcurría con serenidad. Los días monótonos y sencillos, perdida en un mundo de silencio y soledad. No echaba de menos a la gente. Disfrutaba estando sola. Le permitía conversar consigo misma, rumiar aquellos recuerdos que tanto echaba de menos. Le permitía observar el comportamiento de la gente; recordar sus vidas y descubrir ciertas mentiras que la vecina silenciosa atesoraba en su fuero interno. Ser testigo de infidelidades y amores prohibidos, amores adolescentes y corazones rotos. Amistades de verano y peleas de críos.
A veces esa soledad pesaba. A veces, aunque sólo fuese por unos segundos, echaba de menos la compañía humana. La voz mandona y aguardientosa de García, el extraño cabello azul de Hyweon o las visitas inesperadas de su vecina de arriba con un tupper vacío o pinturas para adornar su piel. Qué extraño el ser humano, colmado de deseos que chocaban entre sí. A veces, Amón trataba de entenderlos, pero era algo que escapaba de su control. Eran curiosos y lejanos, algo que no llegaba a comprender por mucho que los estudiaba.
Y esta chiquilla solitaria, cuyo animal de cuatro patas hablaba un extraño idioma a base de ladridos, a base de gruñidos y miradas cargadas de amor perruno. Gimoteos cuando tenía hambre, gruñidos cuando algún extraño se acercaba. ¿Era acaso eso el amor? Esa palabra que tantas veces había escuchado pero que nunca había sentido. ¿O sí? ¿Eran los demonios capaces de amar? Siempre había sido un mero espectador, desde la inocencia más pura al deseo más incontrolable. Podía sentir las llamadas emociones a través de Tahara y su corazón demasiado roto, escocían como el agua oxigenada en una herida abierta. Chisporroteaba en su interior.
Parecía infeliz, a veces. Parecía feliz, conforme en su soledad. Como un luto eterno, detenido en el tiempo hasta que llegase alguien lo suficientemente valiente como para romper su corazón de piedra y hacerla feliz de nuevo. Hasta entonces, tendría que conformarse.