𝐃𝐄𝐒𝐏𝐄𝐃𝐈𝐃𝐀𝐒 𝐘 𝐏𝐑𝐎𝐌𝐄𝐒𝐀𝐒
𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬
El sonido de las flautas y los tambores retumbó en el bosque, entrelazándose con los rezos funerarios. Pero ella los escuchaba distantes, como ecos que pertenecían a otro mundo.
────Y ahora derramo estas libaciones para los ancestros y los espíritus guardianes de esta tierra... paz con la naturaleza... paz con los dioses.
La madre del príncipe se acercó a la pira de madera y derramó el vino, la miel dorada y la gotas blancas de leche que oscurecieron la tierra húmeda al caer.
Los dedos helados de Afro se cerraron con fuerza alrededor de la antorcha. Inspiró hondo el aire impregnado de neblina; los ojos le escocían y parpadeó varias veces, conteniendo las lágrimas.
Todas las miradas se volvieron hacia ella. Había llegado la hora.
Avanzó hacia la pira y el fuego de la antorcha se desató en llamas. Las flamas danzantes envolieron el cuerpo del príncipe en su cálido abrazo y lo consumieron. Ella se encogió detrás de su velo.
Ella misma lo había preparado con cuidado como si temiera romperlo. Le vistió con la túnica que a él tanto le gustaba; la misma que llevó la noche en que escaparon del palacio real y se unieron a la celebración anual en la gran plaza, mezclándose con la multitud cómo dos ciudadanos comunes.
Ahora las llamas devoraron ese recuerdo, junto a muchos otros: la primera vez que sus miradas se encontraron, su voz llamándola entre risas.
El humo ascendía, y con él todo lo que vivieron se elevó hacia un lugar que ella no podía alcanzar.
La urna con cenizas fue colocada frente a la estela con su nombre grabado en piedra. Ella permaneció de rodillas junto a esta, inmóvil, con el corazón destrozado y escuchando cómo los demás se alejaban rumbo al palacio.
La madre del príncipe se detuvo a su lado. Con un gesto contenido, posó la mano sobre su hombro, tan cálida y familiar.
────Hija de la espuma y el cielo, su espíritu ha partido con honor. Esta tierra resguardará su nombre. Mientras el fuego de este reino permanezca encendido, él seguirá con nosotros.
Entonces, inclinándose apenas hacia ella, su tono se suavizó.
────Él te amó y yo lo sé. Guárdalo y llévalo contigo. Porque ni las llamas, ni la muerte pueden arrebatárleto.
El peso de su mano fue firme, a pesar del suave temblor que advirtió en su agarre. Luego se retiró en silencio, dejándole el espacio que ella necesitaba.
Una sonrisa frágil asomó en los labios de Afro, entre la humedad de sus lágrimas.Tenue, pero sincera. Siempre había admirado eso de ella: incluso en la adversidad, se levantaba con la frente en alto. Con la espalda recta, los hombros firmes y esa mirada desafiando al mundo, con la fuerza de quién ha enfrentando mil batallas y era capaz de sostener el mundo sin vacilar.
En ese instante, la diosa quiso beber de esa fortaleza.
Los dedos de Afro rozaron la cerámica aún tibia. Eso... eso era lo único que quedaba del príncipe Anquises en el mundo.
Apoyó su frente contra la estela y susurró plegarias sagradas que se mezclaron con el humo y la bruma. Con cuidado, colocó una corona de laurel y flores que ella misma había hecho y vertió una última libación de vino, dejando que el líquido humedeciera la piedra como un puente entre los vivos y los que ya no lo eran. Rozó la estela con un beso, un último beso de despedida, sellando su memoria en ese lugar.
La ciudad estaba en luto por la pérdida de su príncipe. Ella lo estaba por algo más profundo: había perdido a quién había sido su confidente, su amigo, el hombre que la diosa había escogido. Con quién había compartido secretos, risas y sueños que ahora parecían evaporarse en el aire. Cada rincón del palacio, cada recuerdo que contenía en sus paredes, dolía como un eco que retumbaba sin parar.
Se enjuagó las lágrimas con el puño y pese al dolor que la atravesaba, volvió a encarnar su papel de nodriza, el papel que el deber le exigía y que le ofreció un ancla en medio de la marea de la tormenta.
Lo encontró sentado en las escaleras; el pequeño príncipe Eneas jugueteaba distraídamente con una figura de madera que tenía entre sus manos, moviendo las piernas como si estuviera en el agua. Un gesto que ella había aprendido de él al observarlo, significaba nerviosismo.
────Hola, mi príncipe... –dijo ella suavemente, con una sonrisa tenue para diluir el luto– ¿Puedo acompañarte?
Eneas levantó la vista. Sus ojos grandes y enrojecidos la buscaron entre la bruma de las lágrimas. Por un instante vaciló y luego asintió con la cabeza, apoyando la figura de madera sobre el peldaño.
────Sí... me... me gustaría que te quedaras.
Ella se sentó a su lado y juntos permanecieron en silencio, dejando que este se transformara en un refugio compartido. Eneas se abrazó a su cintura, rompiendo en llanto y la diosa acarició sus cabellos con suavidad, con ternura maternal.
Por dentro, la pena la consumía como un fuego imposible se apagar, tentándola a ceder, a desbordarse. Pero por más que quisiera, no podía. Debía mantenerse en su papel de nodriza. Debía mantenerse fuerte. Por Eneas. Por Anquises.
Levantó la vista al brumoso cielo blanco fluorescente más allá de la ventana. En su pecho algo se mantuvo intacto: el recuerdo de Anquises y... esperanza. Ahora tenía una promesa que mantener, cuidar de su hijo. Por él, por ella, por ambos. Porque cuidar de su hijo, también era un acto de amor hacia él.
Mientras lo abrazaba, comprendió que proteger a Eneas, enseñarle, sostenerlo, era honrar la memoria de Anquises.
La diosa del amor acompañó a su hijo, sin palabras. No las necesitaban.
Mientras lo sostenía en sus brazos, sintió que la esperanza permanecía firme y luminosa. Un hilo invisible que unía el pasado, el presente y todo lo que aún estaba por venir.
Afro sonrió.
Tenía esperanza.
𝐃𝐄𝐒𝐏𝐄𝐃𝐈𝐃𝐀𝐒 𝐘 𝐏𝐑𝐎𝐌𝐄𝐒𝐀𝐒 🌸
𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬
El sonido de las flautas y los tambores retumbó en el bosque, entrelazándose con los rezos funerarios. Pero ella los escuchaba distantes, como ecos que pertenecían a otro mundo.
────Y ahora derramo estas libaciones para los ancestros y los espíritus guardianes de esta tierra... paz con la naturaleza... paz con los dioses.
La madre del príncipe se acercó a la pira de madera y derramó el vino, la miel dorada y la gotas blancas de leche que oscurecieron la tierra húmeda al caer.
Los dedos helados de Afro se cerraron con fuerza alrededor de la antorcha. Inspiró hondo el aire impregnado de neblina; los ojos le escocían y parpadeó varias veces, conteniendo las lágrimas.
Todas las miradas se volvieron hacia ella. Había llegado la hora.
Avanzó hacia la pira y el fuego de la antorcha se desató en llamas. Las flamas danzantes envolieron el cuerpo del príncipe en su cálido abrazo y lo consumieron. Ella se encogió detrás de su velo.
Ella misma lo había preparado con cuidado como si temiera romperlo. Le vistió con la túnica que a él tanto le gustaba; la misma que llevó la noche en que escaparon del palacio real y se unieron a la celebración anual en la gran plaza, mezclándose con la multitud cómo dos ciudadanos comunes.
Ahora las llamas devoraron ese recuerdo, junto a muchos otros: la primera vez que sus miradas se encontraron, su voz llamándola entre risas.
El humo ascendía, y con él todo lo que vivieron se elevó hacia un lugar que ella no podía alcanzar.
La urna con cenizas fue colocada frente a la estela con su nombre grabado en piedra. Ella permaneció de rodillas junto a esta, inmóvil, con el corazón destrozado y escuchando cómo los demás se alejaban rumbo al palacio.
La madre del príncipe se detuvo a su lado. Con un gesto contenido, posó la mano sobre su hombro, tan cálida y familiar.
────Hija de la espuma y el cielo, su espíritu ha partido con honor. Esta tierra resguardará su nombre. Mientras el fuego de este reino permanezca encendido, él seguirá con nosotros.
Entonces, inclinándose apenas hacia ella, su tono se suavizó.
────Él te amó y yo lo sé. Guárdalo y llévalo contigo. Porque ni las llamas, ni la muerte pueden arrebatárleto.
El peso de su mano fue firme, a pesar del suave temblor que advirtió en su agarre. Luego se retiró en silencio, dejándole el espacio que ella necesitaba.
Una sonrisa frágil asomó en los labios de Afro, entre la humedad de sus lágrimas.Tenue, pero sincera. Siempre había admirado eso de ella: incluso en la adversidad, se levantaba con la frente en alto. Con la espalda recta, los hombros firmes y esa mirada desafiando al mundo, con la fuerza de quién ha enfrentando mil batallas y era capaz de sostener el mundo sin vacilar.
En ese instante, la diosa quiso beber de esa fortaleza.
Los dedos de Afro rozaron la cerámica aún tibia. Eso... eso era lo único que quedaba del príncipe Anquises en el mundo.
Apoyó su frente contra la estela y susurró plegarias sagradas que se mezclaron con el humo y la bruma. Con cuidado, colocó una corona de laurel y flores que ella misma había hecho y vertió una última libación de vino, dejando que el líquido humedeciera la piedra como un puente entre los vivos y los que ya no lo eran. Rozó la estela con un beso, un último beso de despedida, sellando su memoria en ese lugar.
La ciudad estaba en luto por la pérdida de su príncipe. Ella lo estaba por algo más profundo: había perdido a quién había sido su confidente, su amigo, el hombre que la diosa había escogido. Con quién había compartido secretos, risas y sueños que ahora parecían evaporarse en el aire. Cada rincón del palacio, cada recuerdo que contenía en sus paredes, dolía como un eco que retumbaba sin parar.
Se enjuagó las lágrimas con el puño y pese al dolor que la atravesaba, volvió a encarnar su papel de nodriza, el papel que el deber le exigía y que le ofreció un ancla en medio de la marea de la tormenta.
Lo encontró sentado en las escaleras; el pequeño príncipe Eneas jugueteaba distraídamente con una figura de madera que tenía entre sus manos, moviendo las piernas como si estuviera en el agua. Un gesto que ella había aprendido de él al observarlo, significaba nerviosismo.
────Hola, mi príncipe... –dijo ella suavemente, con una sonrisa tenue para diluir el luto– ¿Puedo acompañarte?
Eneas levantó la vista. Sus ojos grandes y enrojecidos la buscaron entre la bruma de las lágrimas. Por un instante vaciló y luego asintió con la cabeza, apoyando la figura de madera sobre el peldaño.
────Sí... me... me gustaría que te quedaras.
Ella se sentó a su lado y juntos permanecieron en silencio, dejando que este se transformara en un refugio compartido. Eneas se abrazó a su cintura, rompiendo en llanto y la diosa acarició sus cabellos con suavidad, con ternura maternal.
Por dentro, la pena la consumía como un fuego imposible se apagar, tentándola a ceder, a desbordarse. Pero por más que quisiera, no podía. Debía mantenerse en su papel de nodriza. Debía mantenerse fuerte. Por Eneas. Por Anquises.
Levantó la vista al brumoso cielo blanco fluorescente más allá de la ventana. En su pecho algo se mantuvo intacto: el recuerdo de Anquises y... esperanza. Ahora tenía una promesa que mantener, cuidar de su hijo. Por él, por ella, por ambos. Porque cuidar de su hijo, también era un acto de amor hacia él.
Mientras lo abrazaba, comprendió que proteger a Eneas, enseñarle, sostenerlo, era honrar la memoria de Anquises.
La diosa del amor acompañó a su hijo, sin palabras. No las necesitaban.
Mientras lo sostenía en sus brazos, sintió que la esperanza permanecía firme y luminosa. Un hilo invisible que unía el pasado, el presente y todo lo que aún estaba por venir.
Afro sonrió.
Tenía esperanza.