Una mañana cualquiera, bajo la luz suave que se colaba por las ventanas del dojo, Takeru dirigía una clase exigente, el sudor marcando el esfuerzo colectivo. Sus instrucciones eran firmes, su voz tan serena como siempre. Pero, de pronto, se detuvo en seco.
Uno de los alumnos lo notó antes que nadie: Takeru había llevado una mano a su pecho. Su respiración, normalmente controlada, se volvió irregular, forzada. Durante un segundo, pareció que lo disimularía con la misma dignidad que siempre cargaba… pero sus rodillas tocaron el tatami.
No perdió el conocimiento, ni gritó, ni pidió ayuda. Pero por primera vez en años, el hombre al que todos creían inquebrantable… necesitó que lo sostuvieran.
Una mañana cualquiera, bajo la luz suave que se colaba por las ventanas del dojo, Takeru dirigía una clase exigente, el sudor marcando el esfuerzo colectivo. Sus instrucciones eran firmes, su voz tan serena como siempre. Pero, de pronto, se detuvo en seco.
Uno de los alumnos lo notó antes que nadie: Takeru había llevado una mano a su pecho. Su respiración, normalmente controlada, se volvió irregular, forzada. Durante un segundo, pareció que lo disimularía con la misma dignidad que siempre cargaba… pero sus rodillas tocaron el tatami.
No perdió el conocimiento, ni gritó, ni pidió ayuda. Pero por primera vez en años, el hombre al que todos creían inquebrantable… necesitó que lo sostuvieran.