"𝚀𝚞𝚊𝚍𝚊𝚖 𝚍𝚒𝚎 𝚏𝚞𝚒 𝚍𝚘𝚖𝚒𝚗𝚞𝚜 𝚖𝚘𝚛𝚝𝚒𝚜 𝚎𝚝 𝚗𝚞𝚗𝚌 𝚗𝚎 𝚖𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚍𝚎𝚖 𝚟𝚒𝚍𝚎𝚛𝚎 𝚙𝚘𝚝𝚎𝚜𝚝."
El mundo seguía cambiando y evolucionando con el paso de los siglos y con este, los humanos y sus civilizaciones.
Nath-Rahel permanecía siendo el mismo día tras día, año tras año, siglo tras siglo, procurando adaptarse al mundo que le rodeaba y que parecía pudrirse y deteriorarse cada vez más rápido. Pero claro... ¿Podía alguien podrido y roto como él realmente quejarse del declive de la humanidad?
Siglo tras siglo intentaba hallar la forma de recuperar su magnificencia, su inconmensurado poder, aquel que esa odiosa bruja que le maldijo, le arrebató.
Buscaba en libros, viajaba a variados lugares del mundo en busca de posibles respuestas. Necesitaba volver a ser el poderoso y temido nigromante que un día fue. Y juraba vengarse de todo el linaje existente de aquella bruja una vez lo consiguiera.
Ya hacía varios años que ejercía la misma profesión, debiendo mudarse a diversas ciudades y países cada ciertos años para no levantar sospechas por su carencia de rasgos de senectud, a pesar de sobrepasar con creces la esperanza de vida humana. Albañil. Ese era el empleo por el que optó y se le daba bastante bien, un lugar donde ejercer cierta fuerza para cansarse un poco, tranquilo, nadie le molestaba.
Sus compañeros le tenían por alguien sombrío y solitario, pero a pesar de ello le creían muy buen hombre, amable, atento y de grato conversar. Una perfecta ilusión en la caía casi todo aquel que le conociera.
[...]
Ese día se encontraba trabajando en una obra relativamente nueva, a penas estaban empezando con los cimientos del edificio.
Nath era un hombre que a simple vista podía parecer común, del montón, pero de cerca y con detalle tenía ciertas características que le hacían destacar. Alto, con un cuerpo tan bien trabajado que parecía piedra tallada por un cincel divino. Un rostro de facciones varoniles pero no muy abruptas, cabello del más oscuro azabache y sus ojos, aquello que más podía llamar la atención, unos bellos zafiros bordeados por marcadas y oscuras ojeras.
Por supuesto que más de una vez se aprovechó de su para nada desagradable apariencia para atraer a alguien con quien experimentar e intentar recuperar parte de su poder y conocimientos.
Ya había perdido la cuenta de cuántos cadáveres tuvo que deshacerse a lo largo de los últimos años.
"𝚀𝚞𝚊𝚍𝚊𝚖 𝚍𝚒𝚎 𝚏𝚞𝚒 𝚍𝚘𝚖𝚒𝚗𝚞𝚜 𝚖𝚘𝚛𝚝𝚒𝚜 𝚎𝚝 𝚗𝚞𝚗𝚌 𝚗𝚎 𝚖𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚍𝚎𝚖 𝚟𝚒𝚍𝚎𝚛𝚎 𝚙𝚘𝚝𝚎𝚜𝚝."
El mundo seguía cambiando y evolucionando con el paso de los siglos y con este, los humanos y sus civilizaciones.
Nath-Rahel permanecía siendo el mismo día tras día, año tras año, siglo tras siglo, procurando adaptarse al mundo que le rodeaba y que parecía pudrirse y deteriorarse cada vez más rápido. Pero claro... ¿Podía alguien podrido y roto como él realmente quejarse del declive de la humanidad?
Siglo tras siglo intentaba hallar la forma de recuperar su magnificencia, su inconmensurado poder, aquel que esa odiosa bruja que le maldijo, le arrebató.
Buscaba en libros, viajaba a variados lugares del mundo en busca de posibles respuestas. Necesitaba volver a ser el poderoso y temido nigromante que un día fue. Y juraba vengarse de todo el linaje existente de aquella bruja una vez lo consiguiera.
Ya hacía varios años que ejercía la misma profesión, debiendo mudarse a diversas ciudades y países cada ciertos años para no levantar sospechas por su carencia de rasgos de senectud, a pesar de sobrepasar con creces la esperanza de vida humana. Albañil. Ese era el empleo por el que optó y se le daba bastante bien, un lugar donde ejercer cierta fuerza para cansarse un poco, tranquilo, nadie le molestaba.
Sus compañeros le tenían por alguien sombrío y solitario, pero a pesar de ello le creían muy buen hombre, amable, atento y de grato conversar. Una perfecta ilusión en la caía casi todo aquel que le conociera.
[...]
Ese día se encontraba trabajando en una obra relativamente nueva, a penas estaban empezando con los cimientos del edificio.
Nath era un hombre que a simple vista podía parecer común, del montón, pero de cerca y con detalle tenía ciertas características que le hacían destacar. Alto, con un cuerpo tan bien trabajado que parecía piedra tallada por un cincel divino. Un rostro de facciones varoniles pero no muy abruptas, cabello del más oscuro azabache y sus ojos, aquello que más podía llamar la atención, unos bellos zafiros bordeados por marcadas y oscuras ojeras.
Por supuesto que más de una vez se aprovechó de su para nada desagradable apariencia para atraer a alguien con quien experimentar e intentar recuperar parte de su poder y conocimientos.
Ya había perdido la cuenta de cuántos cadáveres tuvo que deshacerse a lo largo de los últimos años.