La verdadera relación entre nosotros y el mundo. ¿Un cambio en el contrato?
“Doctor en ecología, divulgador, científico, asesor político y tirador profesional. Tras el discurso de la legisladora Marianne Bigum, los colores políticos se desdibujaron y el silencio se apoderó del Folketing. De la asamblea danesa al mundo: una viralidad tan inesperada como estremecedora.
Lejos de las redes, más allá de las dunas del Parque Nacional de Thy, una comitiva de la Aarhus Universitet levantaba campamento tras completar la recolección de muestras sedimentarias. El grupo se preparaba para regresar al laboratorio y realizar los análisis pertinentes, una práctica habitual que permitía a los estudiantes avanzar en sus tesis y, de paso, curtirse en el trabajo de campo.
Al frente estaba Ívar Helgisson. Suplente en la misma universidad donde se formó, desde sus primeros pasos académicos dejó en claro que no se conformaba con estudiar el mundo, quería cuestionar la forma en que lo habitamos. Entre debates intensos e interrogantes incómodos, su entusiasmo se tradujo en un desempeño académico impecable. No tardó en convertirse en una figura destacada dentro del entorno universitario: brillante, accesible y con una conciencia ambiental y social que no pasaba desapercibida. Un activista de expresión serena, capaz de desarmar tanto a detractores como a aliados con argumentos precisos.
Dentro de su círculo siempre llamó la atención, pero fue un repentino estallido mediático lo que lo catapultó más allá de Dinamarca. Viejas intervenciones como activista comenzaron a circular en redes, luego llegaron los recortes sobre sus logros académicos y, finalmente, su trabajo como ecologista. Muchas de las imágenes que hoy lo definen surgieron de su colaboración con National Geographic, donde las costas danesas quedaron inmortalizadas.
Con la popularidad en alza, ni lento ni perezoso, el doctor Helgisson no perdió tiempo. Aprovechó el impulso para difundir algunas de sus ideas más provocadoras: habló sin rodeos sobre la interdependencia entre la cultura occidental y el ambiente, recuperó una comparación tan llamativa como polémica entre la microbiota intestinal y la homogeneización alimentaria y puso sobre la mesa la ética detrás de la normalización del consumo excesivo de carne. El revuelo no tardó en llegar, especialmente entre los simpatizantes del partido socialista Green Left, eco que alcanzó a sus dirigentes, quienes lo invitaron a sumarse como asesor.
Una apuesta acertada. En el reciente discurso de la legisladora Marianne Bigum, en defensa del proyecto nacional que propone gravar las emisiones de carbono de la agricultura, no solo hubo una arremetida política y filosófica, sino también el anticipo de un futuro proyecto de ley orientado a incentivar la ganadería regenerativa. La contundencia, la crudeza y la claridad de los planteamientos fueron tales que figuras de peso internacional, como los economistas Joan Martínez Alier y Kate Raworth, señalaron el discurso como ejemplar. Citando a la propia Bigum, una de las frases que más fuerza cobró en redes decía…”
La revista se cierra; cae sobre el sillón cuando su lector la arroja al levantarse del asiento.
Una mirada fría, de tono rojizo, contempla el rostro de un hombre apoyado contra un escritorio de madera. La figura, de casi un metro noventa, permanece con los brazos cruzados antes de encontrarse con la mirada del otro. La postura se rompe al acompañar sus palabras con un leve ademán de la diestra.
—¿Qué te parece? ¿Voy por buen camino? —pregunta con una voz suspendida en un punto ambiguo entre la calidez y la frialdad, lo suficientemente profunda como para resultar arrulladora.
La otra persona, quién hasta entonces había mantenido una expresión severa, cierra los ojos y exhala con la pesadez de la resignación. Su ceño fruncido se relaja, al igual que su postura.
—Eres demasiado paciente y compasivo —replica—. Si por mí fuera, impondría nuestro progreso por la fuerza sobre estos salvajes.
A pesar de tan belicosa actitud, la mirada azul del otro hombre era capaz de transmitir una calidez que acentuaba el contraste entre ambos. Una sonrisa tenue se dibuja en sus labios, acompañada de un ladeo fraternal del rostro, mientras la mano derecha regresa a su posición inicial, con los brazos cruzados.
—Es un gran halago de tu parte, y te agradezco que no hayas actuado conforme al comportamiento de los terrícolas —responde con gentileza, cargada de un afecto genuino—. La empatía que manifiestan, su resonancia ante la denuncia de injusticias y las imperfecciones de sus esquemas son síntomas más que favorables, unos pocos milenios bastarán para una comunicación directa.
Los grandes ojos carmesí de su interlocutor se abren. La hostilidad no estaba dirigida hacia la persona con la que hablaba, sino hacia su optimismo y una aparente laxitud que sabía que no poseía, pero que, en contraste con la brutalidad de sus propios métodos, podía calificarse como tal.
—Si es que no se extinguen primero.
Ante aquel siseo, el hombre de ojos azules responde con una tenue risa, incluso cuando su contraparte habla con absoluta seriedad. En el silencio posterior, Ívar se separa del escritorio y observa por la ventana de la oficina que utilizaba para trabajar. A pesar de su rol como asesor político, no abandonaba su labor como ecologista… Solo que no empleaba métodos ordinarios para reunir y analizar datos.
La inmensa vista de la ciudad danesa quedaba eclipsada por una infinidad de pantallas holográficas que procesaban una cantidad inconmensurable de información. El mundo estaba desnudo ante ellas, incluso aquello que el hijo del hombre jamás habría imaginado. Para Ívar, no era sino información baladí.
Un parpadeo desvela un brillo sincronizado con una de las pantallas: un nexo tecnológico entre lo observado y el resto de los sentidos. Algo sencillamente inhumano, rozando lo mágico dada la complejidad tecnológica que lo sustentaba y que resultaba cotidiano para ambos.
—No ocurrirá —afirma antes de volver la mirada hacia su interlocutor—. Tú bien sabes la cantidad de intereses en juego; la diversidad biológica es demasiado apabullante como para ser contenida en un solo mundo… He calculado que solo en dos situaciones extremas debería ejecutar los protocolos de salvamento, y dichos eventos son tan improbables que puedo afirmar que no serán necesarios en un futuro cercano.
El otro no se sorprende, pero tampoco duda de la información, entregada de forma deliberadamente vaga. Era consciente de lo que aquellas palabras implicaban y, más importante aún, poseía una confianza ciega en su interlocutor. La disparidad no implicaba incompatibilidad, por el contrario, existía una asociación precisa en la que la violencia resolvía aquello que no podía abordarse con palabras, ideales o compasión.
Ninguno de los dos necesitó profundizar en cuestiones tan naturales como la propia concepción de la realidad.
El rubio de ojos rojos ocultó su rostro, de rasgos casi femeninos, bajo la sombra de una capucha ornamentada con plumas sintéticas. Dio la espalda a su interlocutor (quien le superaba por casi cuarenta centímetros de altura) y, aun así, compartían rasgos que sugerían cierto parentesco. A su manera, ambos se mantenían erguidos con dignidad: meticulosos en sus movimientos, dotados de una fluidez elegante que llamaba la atención incluso en los actos más sutiles.
—En un par de años me marcharé. Toma esta reunión como una despedida formal, Zeraim.
Ni siquiera sus pasos sonaron; solo la figura oculta bajo el abrigo blanco fue perceptible hasta abandonar el encierro de la habitación. Ívar se limitó a inclinar el rostro a modo de reverencia. Ya en soledad, volvió a contemplar las pantallas, fijando la mirada en una en particular: allí, la totalidad del geoide era visible y, junto a su forma imperfecta, una infinidad de eventos atmosféricos se desplegaban con una precisión abrumadora.
—Es extraño que desarrolles este grado de apego… —murmuró—. Solo espero que esto no sea una nueva fuente de sufrimiento, querido Midrash.