Dicen que el aleteo de una mariposa puede desencadenar un tornado al otro lado del mundo. Que un suspiro contenido es capaz de alterar el equilibrio de los siglos. Si, es una verdad tan poética como aterradora... pero también es la más pura expresión de la Teoría del Caos. Lo más minúsculo, lo más aparentemente insignificante, lleva escrito en su esencia el poder de reordenar el universo. No se trata de simple desorden o azar ciego, aunque a veces sea más fácil adjudicarlo a la aleatoriedad de las cosas, porque claro, es incluso más simple de explicar, cuando en realidad se trata de una sensibilidad extrema a las condiciones iniciales. Una ley que convierte un susurro en un grito. Y una pequeña chispa en un incendio capaz de consumir destinos.

La magia de los Aelorianos, la esencia del Caos mismo, opera bajo el mismo principio tan divino como terrible.


Un deseo, por pequeño que sea, es ese aleteo. Su concesión, el golpe de viento que lo impulsa hacia lo desconocido. Y su consecuencia final... el tornado impredecible que arrasa con todo a su paso, reescribiendo realidades con la indiferencia sublime de una fuerza natural, un resultado tan desproporcionado como inevitable, y una consecuencia tan poética como despiadada.

Pero... ¿Qué sucede cuando la propia mariposa es, en sí misma, una tempestad a punto de nacer? ¿cuándo el poder para conceder deseos y desencadenar tornados reside en un corazón que aún no comprende el precio de alterar la realidad?



Esta no es la historia de un tornado.
Es la historia del aleteo que lo provocó.

. . .

   La noche otoñal envolvía la mansión familiar, una cuya apariencia parecía congelada en el tiempo. Mientras la austeridad y el minimalismo moderno parecía extenderse como una plaga sobre los muros de las casas de ese barrio, la mansión parecía erigir en su alrededor una barrera invisible contra el paso del tiempo y los esteticismos modernos.

Dentro, tras los muros de piedra, la atmósfera era tensa. Los gritos y reproches sobre 'riesgos y responsabilidades' se filtraban como un veneno, palabras demasiado grandes y afiladas para que una mente de nueve años pudiera comprenderlas del todo.

Sin embargo, afuera, en los escalones de la entrada... el mundo era simplemente perfecto.

El aire frío le enrojecía la punta de la nariz, pero ella no lo sentía. Envuelta en una manta de lana gruesa que olía a cedro, estaba acomodada entre las piernas de su padre, un escalón más abajo. Su espalda menuda recostada contra su pecho. Una barrera infranqueable entre ella y cualquier mal, real o imaginario, que pudiera acechar en la oscuridad.

—¿Y esa de ahí? —su vocecita, menuda y curiosa, se perdió en el aire frío. Un dedo enfundado en lana señalaba un racimo de estrellas particularmente brillante sobre el cielo despejado— ¿Cómo se llama?

Detrás de ella, la voz grave de su padre, templada por una dulzura que solo brotaba cuando estaba con ella, resonó a sus espaldas.

—Esa es la constelación de Lyra, pequeña luciérnaga...

La diferencia en su trato era un océano de distancia. Mientras que con Kenzo, su hermano que era solo dos años mayor, las palabras eran instrucciones precisas y expectativas rígidas, con ella cada sílaba era un edredón tejido con paciencia infinita. Pero, ¿acaso una niña de nueve años, arropada por ese afecto exclusivo, podría alguna vez detenerse a cuestionar su calor? Nunca había notado el favoritismo, para ella no era más que el orden natural del mundo, tan inmutable como las estrellas que estaban nombrando.

Ella frunció el ceño, un gesto de confusión que arrugó su pequeña frente.  Giró la cabeza hacia arriba, para mirarlo con sus ojos oscuros, desmesuradamente expresivos.

—Uhm... pero... —dudó de su propio recuerdo— ¿Lyra no era la que parece un cazador gigante?

Él soltó una risa baja y cálida que le hizo vibrar el pecho a ella.

—No... —corrigió con un susurro juguetón, ajustando la manta que la envolvía— La que parece un cazador es Orión. Lyra es más pequeña, más... delicada. Es la lira de Orfeo, un músico tan talentoso que podía amansar bestias con su melodía y ablandar el corazón de los mismos dioses...

Ambos callaron de nuevo, sumergidos en la inmensidad que solo la noche podía ofrecer. Esos momentos bajo el manto estrellado eran su reino secreto, un refugio lejos de las miradas de ambos planos que dividían su existencia. Por un lado, el mundo humano, con sus exigencias mundanas, vecinos curiosos y la farsa de la normalidad. Por otro, el mundo Aeloriano, un reino de tradiciones ancestrales, políticas de poder y normas tan rígidas como el hielo.

Para aquel hombre, de nombre Kael, vivir entre los mortales era una carga estratégica, un Vigilante encubierto cuya misión era una cacería silenciosa, rastrear y neutralizar a los de su propia raza que habían sucumbido a la tentación del poder y habían caído en la corrupción. Era una ironía tan amarga que su hija solo comprendería años después.

La farsa era elaborada y agotadora. Mientras que ambos hermanos, Kazuha y Kenzo, iban a la escuela humana, Kael mantenía un trabajo mundano como arquitecto, una tapadera perfecta que le permitía viajar 'por negocios' mientras en realidad atendía los casos asignados por el Consejo en los rincones más oscuros del mundo. Su madre, Aelith, era el pilar de la fachada, la ama de casa perfecta que horneaba galletas para las ventas de la escuela y compartía recetas con las vecinas, todo mientras sus pies pisaban casi a diario el plano de Nwitta, un lugar dónde la magia era el aire que se respiraba y el Consejo de Ancianos gobernaba desde su central.

Era una vida de maletas siempre a medio hacer, de sonrisas a veces forzadas y de secretos guardados bajo llaves, de murmullos entre pasillos, y lecciones de historia mágica que a Kazuha le resultaban insoportablemente aburridas.

Pero ¿que más daba?

Aquí y ahora, en los escalones, con el olor a cedro envolviéndolos, todo se disolvía. Las misiones, el Consejo, las mentiras necesarias... todo se desvanecía ante el titilar de Lyra. En ese lugar sagrado y en ese breve momento, solo eran padre e hija.

Kael soltó un suspiro justo antes de romper el silencio.

—¿Me contarás lo que pasó en la escuela hoy? —interrumpió el silencio, con una pregunta que su hija llevaba rato ignorando.

—Uhm... —vaciló por un instante— hoy en la escuela... —comenzó Kazuha, y el tono de su voz cambió, perdiendo su brillo habitual. Él no dijo nada, solo la rodeó un poco más con sus brazos, invitando a continuar— Le conté a la señorita Elara que Liam me había quitado el lápiz que más me gusta... el que tiene la goma con forma de fresa Uhm... mamá me dijo que cuando ocurrieran esas cosas le dijera a la maestra... y pues... Eso hice. Pero entonces Liam dijo que se lo había prestado, ¡Lo cual era completamente falso, papá! Él nunca lo tomó prestado, lo hizo para molestarme ...y la señorita le creyó a él... me hizo quedar como una mentirosa... Y que solo quería buscar problemas... Y.... y... 

Las pequeñas manos de Kazuha se apretaron en puños sobre la manta. El orgullo herido y la confianza traicionada eran una tormenta tangible en su menuda figura. Su padre suspiró, un sonido lastrado de un conocimiento demasiado amargo para una hija.

—Escucha, pequeña luciérnaga, voy a contarte un secreto. El secreto más importante —dijo, bajando la cabeza para que sus palabras fueran solo para ella— ...en este mundo, y en cualquier otro... no debes confiar en nadie.

La niña se quedó quieta, procesando la gravedad de aquella declaración. Una verdad demasiado grande, que trataba de abrirse paso en la mente de una pequeña. Luego, él añadió, y su tono se tiñó de una complicidad que, con maestría, vació de sentido la anterior advertencia y la convirtió en otro de sus juegos. 

—...En nadie, excepto en mí, claro está. 

—¿En serio? —preguntó ella, sus ojos abriéndose aún más— ¿Ni siquiera en mamá? ¿O en Kenzo?

—Para nada —respondió él, y una sonrisa amplia iluminó su rostro— solo en mí. Es nuestra regla secreta. ¿Trato hecho?

—Tch... —soltó, fingiendo fastidio antes de echarse a reír, jugando— ¿Y si no quiero?

Fue entonces cuando la pequeña se soltó de un salto, arrojando la manta al viento. Una risa cristalina escapó mientras emprendía la huida a través del jardín.

—¡Kazuha! —gritó él, riendo, y se levantó para perseguirla, sus pasos largos y seguros contra la hierba húmeda.

Ella corrió en círculos absurdos por el amplio jardín,  subió los escalones y corrió hacia la puerta principal de la mansión, su silueta diminuta recortada contra la madera maciza. Justo cuando él la alcanzaba, jadeante y con la misma sonrisa de siempre, ella se volvió.

—¡Claro que solo confío en ti, papá! —exclamó, arrojándose a sus brazos para que la elevera en el aire, en ese vuelo efímero que creía eterno— ¡Eres mi héroe! ~

Y lo era. Siempre lo había sido. Con una fe que avergonzaba a los devotos. Él, que tenía una solución para cada rasguño y una respuesta para cada '¿por qué?'. Él, que parecía capaz de domar el mundo solo para ponerlo a sus pies. Confiaba en él de un modo tan absoluto y ciego, que si le hubiera jurado que la luna estaba hecha de queso, ella habría pedido un cuchillo para probarlo. Si, era su héroe.

Lo confirmó cuando, más tarde, al entrar a la cocina, encontró sobre la mesa un estuche nuevo de lápices, con una goma de fresa de repuesto, y dos yogures de su sabor favorito esperándolos. Él estaba allí, apoyado en el marco de la puerta, observándola con una mirada que prometía todo lo que una niña esperaba de su padre; protección, complicidad, un amor inquebrantable. 

Bajo la luz cálida de la cocina, un tenue y casi imperceptible resplandor blanco plateado emanaba de los dedos de Kazuha al coger el yogur, la esencia más pura y latente de la magia del Caos, inocente y domesticada.

Esa noche, dormida tras los muros de piedra que sentía como una extensión de sí misma, algo se quebró en el frágil ecosistema de sus sueños. Por primera vez, Kazuha que algo muy preciado le era arrebatado. No eran sueños propios, no; eran fragmentos de mentes ajenas que, sin saberlo, empezaban a gravitar alrededor del poder latente que dormía en ella. Se despertó con sabor a sal en los labios y la imagen fugaz de un océano que nunca había visto, un regusto de una pena que no le pertenecía, una pérdida que en realidad nunca había vivido, un duelo prestado. Se restregó los ojos, atribuyéndolo a la emoción del día anterior. La magia, después de todo, a veces tenía efectos secundarios curiosos, o eso le había dicho su madre. Lo dejó pasar, como un susurro más en la melodía de su vida protegida.

   Al día siguiente, el sol de la mañana se colaba por los altos ventanales de la biblioteca, iluminando el polvo que danzaba en el aire. Era sábado, no era día de escuela, y sobre una inmensa mesa de roble, dos cabezas de cabello azabache estaban inclinadas sobre un conjunto de tomos antiguos cuyas páginas parecían a punto de desintegrarse.

Kazuha, con las piernas columpiándose impacientemente bajo una silla que era demasiado grande para ella, golpeaba la punta de su lápiz nuevo, el de la goma de fresa, contra el papel. Su magia, ese tenue resplandor blanco plateado, parpadeaba con cada golpe en la yema de sus dedos, patéticamente incapaz de siquiera hacer flotar el maldito lápiz. Al otro lado de la mesa, Kenzo, con once años pero con una serenidad que lo hacía parecer de otra generación, leía con profunda concentración. Un aura sutil de azul etéreo rodeaba sus manos, y el libro frente a él se mantenía abierto y perfectamente quieto, como si una mano invisible lo sostuviera.

—Ahhgghh… ¡Odio esto! ¡Es un rollo! —estalló Kazuha de pronto, arrojando el lápiz sobre la mesa— ¿por qué tenemos que aprender todo esto de memoria? ¡Si total, cuando tenga mi segundo despertar de magia, podré hacer lo que tú! ¡Manipular la realidad y todas esas cosas! ... ¿no?

Kenzo ni siquiera alzó la vista.

—Primero, no 'manipulas la realidad', canalizas el Caos para alterar probabilidades. Segundo, si no estudias, cuando tu magia tenga su segundo despertar te volverás loca. O explotarás... O ambas. —su tono era plano, como si estuviera leyendo un manual de instrucciones.

—¡Eres un mentiroso! ¡Tú no has explotado! —replicó ella, haciendo una mueca.

—Eso es debatible —murmuró él, volviendo una página con un leve gesto de sus dedos. La página se volteó sola, obedientemente. Un pequeño recordatorio de quién de los dos llevaba la delantera en el único camino que, según ellos, valía la pena recorrer.

Kazuha resopló, recostándose en la silla. Su mirada, inquisitiva y revoltosa, se posó en su hermano.

—Oye Kenzo... una pregunta de verdad.

—Todas tus preguntas son 'de verdad', y la mayoría son un verdadero dolor de cabeza.

Su tono era el de siempre, hielo puro. Pero bajo la superficie, una parte de él se tensaba. Las 'preguntas de verdad' de Kazuha solían ser agujeros de gusano directos al corazón de algún problema existencial o moral. Ella, por supuesto, ignoró el comentario.

—Si cuando concedemos un deseo, el Caos ya pone una consecuencia después... ¿por qué nosotros también tenemos que pedir un pago? ¿No es eso... hm... ser avariciosos?

Kenzo suspiró, resignado a interrumpir su lectura. Sus ojos fríos, del mismo tono oscuro que los de ella pero infinitamente más tranquilos, se encontraron con los suyos.

—No es avaricia, Kaz. Es equilibrio —empezó, adoptando el tono de un joven profesor— ...hubo un tiempo, hm... esto es algo que sabrías si tan solo estudiaras la historia que tanto te aburre... —interrumpió, conteniendo la reprimenda. Con Kazuha, un reproche la hacía desconectar más rápido que un interruptor. Respiró hondo y continuó— hace mucho… Los Aelorianos éramos vistos como seres benevolentes. Concedíamos deseos por pura compasión, a quienes tenían pureza de corazón y necesidad genuina...

Kazuha lo escuchaba, imaginándose a sí misma como una heroína de esas historias. Claro, era la hija consentida, la que podía permitirse soñar con la magia como si se tratara de un cuento de hadas. A él, en cambio, le habían entregado un manual de operaciones y advertencias.

—Pero las cosas cambiaron —continuó Kenzo— Los humanos se volvieron más numerosos, las sociedades evolucionaron, sus deseos comenzaron a ser más complejos y egoístas... Todos querían algo... riqueza, fama, poder, venganza, amor... La demanda era tan grande que muchos de los nuestros se agotaron hasta morir, intentando complacer a todos. La gente empezó a exigirnos, a creer que era nuestro deber servirles.

—¡Qué injusto! —exclamó Kazuha, indignada.

—Por eso el Consejo de Ancianos estableció el sistema de comercio... —explicó él— el pago que pedimos... un recuerdo, un favor, un objeto con valor sentimental... nos da la energía vital para realizar magia sin consumirnos. Es como combustible. Sin él, conceder demasiados deseos nos debilitaría hasta matarnos. Nuestro precio es para sobrevivir. Y el precio final del Caos... Bueno, eso ya no lo controlamos, es la tragedia impredecible que viene inherente a la magia del Caos.

Kazuha frunció el ceño, procesando la lección de historia y economía mágica. Su lógica infantil luchaba por encajar todo.

—Entonces nuestro precio es solo para sobrevivir... Pero algunos lo hacen para tener más poder, ¿verdad? Eso es lo que escuché de papá...

—Si, por eso existe un Código de Ética... Y por querer más poder es que muchos terminan enloqueciendo, —acercó su mano a la frente de la pelinegra y le dio un golpecito suave con su dedo índice— ¡Eso también lo sabrías si tan solo leyeras los libros que te niegas a leer! —resopló, recuperando la calma casi de inmediato. Se lo había dicho mil veces. Era como hablarle a una pared— ...pierdo tiempo explicándote estas cosas.

—Ujum... Ah, pero entonces... —como siempre, ignoró los reproches y fue directo al siguiente agujero de gusano— sobre la consecuencia final... Si no podemos controlar eso... ¿nuestro poder no es nuestro? ¿Es solo... prestado?

—En esencia, sí —asintió Kenzo, con una rareza solemne en su voz— no somos la fuente, somos el canal. Hmm, como un río. Nosotros no creamos el agua, solo la dirigimos. Y si el río se desborda... —hizo un gesto vago con la mano— Catástrofe. Por eso existe el Código de Ética y el cuerpo de seguridad de los Vigilantes de Aeloria. Para que no juguemos a ser dioses con un poder que no es del todo nuestro...

—Uhmmmmm... —se echó hacia atrás, reclinándose en el espaldar de la silla— ¡Qué terriblemente aburrido! —se quejó ella, cruzando los brazos— Si el poder está ahí... ¿por qué no usarlo como uno quiera?

—Porque no. Y porque estás loca —declaró Kenzo, cansado de dar explicaciones, con una naturalidad pasmosa, volviendo de regreso a su libro. Era más fácil etiquetarla de 'loca' antes que admitir que, a veces, sus preguntas sacudían los cimientos de todo lo que les habían enseñado.

—¡¡¡No estoy loca!!! ¡Y si no me explicas lo de canalizar el Caos otra vez, le digo a papá que ayer usaste tu magia para dañar la cafetera de mamá solo porque te regañó!

Por primera vez, Kenzo levantó la vista completamente. Una chispa de alarma cruzó sus ojos serenos.

—No tienes pruebas.

—Tch, ¿Pruebas? … ¡Tengo ojos! —replicó Kazuha, señalando los suyos con sus dedos— Y una boca muy grande. Así que... ¿me explicas? ¡Pero con más detalles, y sin ese tono terriblemente aburrido de abuelo sabiondo!

Y él, a pesar de todo, de la injusta comparativa entre ambos, de sus deberes y de su propia naturaleza reservada, sabía que lo haría. Porque ella era su hermana. Un pequeño huracán caótico e imprudente que, de alguna manera extraña, era su responsabilidad más pesada y, en secreto, su ancla más real. Finalmente, otro suspiro, más profundo y cansado, escapó de sus labios.

—Está bien. Pero si le dices a papá, te pego los zapatos al suelo durante una semana.

—¡Trato! —aceptó Kazuha con una sonrisa triunfal, arrastrando su silla más cerca de él, lista para absorber cada palabra.

Mientras la voz serena de Kenzo llenaba la biblioteca, explicando los flujos del Caos y los riesgos de canalizarlo. Bajo la luz del sol que atravesaba los ventanales polvorientos, el blanco plateado de Kazuha danzaba, ignorante de la tormenta carmesí que algún día llevaría dentro, y el azul etéreo de Kenzo lo envolvía todo, un manto de calma precaria antes de la inevitable explosión.

   Con el correr del tiempo, siempre tan implacable con la inocencia, pronto los días se convirtieron en meses, los meses en años, y los sueños... aquellos sueños prestados que eran como grietas en su mente, se hicieron más frecuentes y vívidos. Kazuha, ahora con once años, desarrollaba una inteligencia que comenzaba a destacar en la escuela, no por amor al conocimiento, sino por la simple y genuina necesidad de ser la mejor y de demostrar su superioridad.

Empezó también, a notar un patrón, a tejer conexiones entre los sueños y pesadillas ajenas. A veces despertaba con fragmentos de conversaciones que no había tenido, recuerdos de calles que jamás había transitado, rostros de completos extraños que la miraban con odio o amor. La pérdida, la muerte, la traición, el amor, la venganza, el olvido... emociones que una pequeña de once no debería comprender con tanta claridad. Nombres de desconocidos, lugares que jamás había pisado. Su mente, aguda y curiosa, comenzó a catalogarlos en secreto, a garabatear los en las páginas de su diario, tratando de descifrar el rompecabezas. Lejos de sentir miedo, sentía una fascinación creciente. Era como si el universo le estuviera susurrando secretos, y ella, ansiosa por más, alargaba la mano para alcanzarlos en sus sueños.

Esa energía inquisitiva y febril era la que la llevaba, una tarde de sábado, a seguir a su hermano y a su amigo Leo al bosque detrás de la mansión. Un lugar donde las reglas del mundo Aeloriano y humano se difuminaban entre los troncos de los robles antiguos. Kenzo, ya con trece años, caminaba con una tranquilidad que ya parecía el semblante de un adulto.

Junto a ellos, los acompañaba su amigo Leo, otro joven Aeloriano cuya magia, de un azul pálido y prometedor, revoloteaba con menos control que el de Kenzo. Su mirada aguda escudriñaba el entorno, buscando en la corteza de los árboles o en el vuelo de los insectos algún principio lógico, alguna falla en la realidad que pudiera explicar sus noches cada vez más inquietas. Recogía piedras de formas peculiares, las sopesaba y las guardaba, como si en su forma pudiera hallar una respuesta. Su energía inagotable contrastaba con la serenidad de su hermano. 

—Si no dejas de analizar cada brizna de hierba, vas a atraer a algo —advirtió Kenzo sin volverse, su mirada escaneando el entorno con una precaución innata— Tu magia está... inquieta.

—¡Ay, por favor! ... Solo son rocas —replicó Kazuha, pero una sombra de incomodidad la recorrió.

Llevaba días sintiendo un cosquilleo extraño bajo la piel, como un zumbido de estática que nadie más parecía notar, y las noches se le hacían eternas entre sueños que no le pertenecían pero que a veces sentía más reales que su propia vigilia.

Fue entonces cuando el aire cambió. Una presión densa y fría descendió sobre el claro. Las aves enmudecieron. Leo se detuvo en seco, frunciendo el ceño.

—Oigan... ¿ustedes también sienten eso? —preguntó el joven rubio, su voz un poco tensa.

Kenzo no respondió. Sus ojos se clavaron en la espesura. De entre los árboles, algo se arrastraba. No era un animal. Era una masa amorfa de sombras y susurros, con destellos de dientes y ojos pálidos que se formaban y desvanecían. Un Esporiático, una criatura menor que se alimentaba de miedo y magia inestable. Y olfateaba la energía que, sin saberlo, Kazuha había estado emanando como un faro. Era la primera de tantas criaturas que, en el futuro, acudirían fielmente al festín que era la magia que latía en ella. 

—Kaz, quédate detrás de mí —ordenó Kenzo, y en su voz no había rastro del hermano fastidiado. Era la primera vez que la protegía de algo real, y sería la última vez que ella aceptaría quedarse atrás. 

La criatura se lanzó. Kenzo reaccionó con una velocidad sobrenatural. Con un gesto brusco de su mano, el suelo frente a ellos se alteró; un muro de piedra rugosa se erigió desde la tierra, interponiéndose entre ellos y la sombra. Leo, por su parte, entrecerró los ojos y extendió las palmas hacia el suelo; de él brotaron enredaderas gruesas y espinosas que buscaban enredar los tentáculos del Esporiático.

—¡No debería haber nada así tan cerca de la casa! —replicó el rubio, su lógica chocando contra la evidencia de lo imposible.

Pero el Esporiático era escurridizo. Un tentáculo de sombra, más sutil que los demás, se desmaterializó y rematerializó sorteando las defensas, dirigiéndose directamente hacia Kazuha, que observaba paralizada, como si el temor le hubiera clavado los pies al suelo. 

—¿Q-que? —titubeó al ver la sombra acercarse— ¡A-aléjate! —gritó, y algo en su interior estalló.

No fue un destello. Fue una detonación.

Un torrente de energía carmesí violento y vibrante estalló desde su centro. No era el azul controlado de su hermano, ni el blanco puro de su infancia. Era poder crudo, sin refinar. El aire mismo se rasgó frente a ella, y de ahí surgió un ser hecho de pura energía escarlata, con la forma de un lobo espectral de ojos blancos y vacíos. La criatura de Kazuha, una manifestación tangible de su poder, se abalanzó sobre el Esporiático con un silencio aterrador, enredándose con él en un mortal forcejeo de sombra y luz carmesí antes de que ambos se desintegraran en un estallido de chispas rojas y un chillido agudo que se apagó de golpe. A su paso, solo quedaron cientos de mariposas de un rojo carmesí que se alzaron en un remolino hipnótico antes de desvanecerse en la nada.

 

Los árboles cercanos se sacudieron. El aura de Kenzo parpadeó, resistiendo la embestida, mientras la de Leo se apagó por completo, dejándolo jadeante y pálido.

El silencio que siguió fue absoluto.

—¿Q-que... acaba de pasar? —preguntó Leo.

Kazuha jadeaba, mirándose las manos. Su aura, ahora de un carmesí intenso y amenazador, envolvía sus manos como una llama fantasma. La estática bajo su piel había cesado, reemplazada por una potencia electrizante y aterradora. Podía sentir demasiado: la savia de los árboles, el latido del corazón de Leo, la fría concentración de Kenzo... era demasiado.

Levantó la vista y vio el rostro de su hermano. No había sorpresa. Solo una alarma gélida y absoluta. Él ya lo sabía, y tal vez, en el fondo, siempre lo había sabido. 

—Kenzo... —su voz sonó pequeña y asustada— ¿Q-qué... qué fue eso?

Él no respondió de inmediato. Se acercó, ignorando a su amigo aturdido, y agarró sus muñecas. Su tacto era frío.

—...esto es malo —susurró.

—¿No... no debería ser de ese tono azul pálido y gélido? ¿Cómo la tuya? ¿Cómo la de todos...? —preguntó, su voz quebrada por la confusión.

—Debería, si —cortó él, secamente— El blanco se vuelve azul cuando un Aeloriano tiene el segundo despertar de su magia. Pero este color... —su mirada se posó en el carmesí que aún palpitaba alrededor de ella— …es poder bruto. Demasiado poder. El poder que tuvieron otros... y que los volvió locos. Como Lucian Veylan.

Lucian Veylan, cuyo nombre cayó como una losa sobre su frágil mundo. Todos conocían la historia del prodigio de la Casa Veylan, cuyo genio innovador y su conexión innata con la magia se tornaron en una ambición tan oscura que lo corrompió por completo. El prodigio, el genio, el loco... La advertencia ambulante de todos los textos aburridos que odiaba leer. Y ahora, su espejo. 

—Por eso la criatura... —murmuró Leo, aún nervioso, empezando a entender— Huelen el poder inestable.

—Sí. Y el Consejo también. Mantendremos esto en secreto. No le digan a nadie. ¿Entendido? —observó a Leo, luego directamente a Kazuha— Ni a mamá. Y especialmente no a papá.

El 'especialmente' resonó con una extraña intensidad.

—P-pero... —seguía confundida— deberíamos... Hay que decirle a papá… —protestó Kazuha, el nombre de su héroe brotando como un reflejo— Él sabrá qué hacer, siempre sabe que hacer…

—Tu padre forma parte del cuerpo de Vigilantes de Aeloria... —mencionó Leo.

—¡¿Y ESO QUE?!

—¡No, Kazuha! —rara vez Kenzo alzaba la voz— Escúchame... debemos mantenerlo en secreto por ahora, no entiendes lo problemático de todo esto... Investigaré. Revisaré los archivos, los casos anteriores. Hay que encontrar una forma de... controlarlo. Mientras tanto, esto es nuestro secreto. —su agarre en sus muñecas se suavizó, convertido en una súplica— Confía en mí en esto. Por una vez en tu vida, ¿de acuerdo?

—¿P-por qué tendría que ser problemático? —replicó, soltandose del agarre de su hermano— mi magia tuvo un segundo despertar y se volvió carmesí en lugar de azul... ¿Y qué? S-solo es un color... ¿no? ... ¡Hay quienes tienen una magia teñida de dorado! ¡Y no porque sea diferente es un problema! Es lo mismo... ¿Verdad?

Kenzo la observó, su mirada era un pozo de seriedad. Pero Leo lo interrumpió antes de que pudiera hablar.

—No es lo mismo... lo del aura dorada es linaje puro. La magía carmesí... es un poder tan intenso que la mente apenas puede contenerlo. Por eso los que la han tenido han enloquecido, como Luc... Y tarde o temprano te terminaría pasando también si no…

—¿Si no que? —preguntó Kazuha, desafiante, aunque un frío empezaba a treparle por la espalda.

—...si no sellan tu magia —terminó Leo, con voz queda.

—¡¿Sellar mi magia?! —el grito de Kazuha fue de puro horror.

Arrancarle la magia sería como arrancarle el alma, el corazón, los pulmones. Sería la nada.

—Sí —intervino Kenzo, su tono era frío y factual, la única manera que tenía de manejar la situación— Es el protocolo. Para evitar que la historia se repita, el Consejo sella la magia en cuanto se reportan casos como el tuyo. Pero... —hizo una pausa, buscando sus ojos— Hallaremos otra solución. Por eso debe ser nuestro secreto. ¿Vale?

Kazuha los miró a ambos. La certeza lógica en los ojos de su hermano y la compasión temerosa en los de Leo chocaban con el deseo visceral de correr hacia la seguridad de su padre. Pero el miedo, un miedo que nunca antes había sentido, se arraigó en su estómago. Asintió, lentamente.

—Está bien —susurró— Nuestro secreto.

Mientras regresaban a casa, con Leo aún nervioso y Kenzo en un silencio pensativo, Kazuha miraba sus manos. El carmesí había menguado, pero algo nuevo se agitaba en su interior.

Las semanas siguientes fueron una mentira tensa y sofocante. Era como caminar sobre cáscaras de huevo, reprimiendo cada chispa de emoción fuerte, cada estornudo, cada risa, cada lágrima, aterrorizada de que el carmesí estallara de nuevo y la delatara.

A veces, en medio de la noche, grietas diminutas y brillantes, como espejos rotos, aparecían en el aire de su habitación y se cerraban al instante, dejando a su paso un olor a ozono. Eran los primeros y torpes intentos de su poder por abrir portales, una habilidad que ni ella misma comprendía, pero que su sangre anhelaba. Los sueños ajenos, esos por los que antes había sentido fascinación, ahora se habían vuelto insoportables, un murmullo constante de vidas que no eran la suya, ¿desde cuándo su cráneo se había convertido en una plaza publica donde cualquiera podía gritar sus miserias?

Kenzo pasaba horas encerrado, revisando tomos prohibidos con una expresión cada vez más sombría. Las respuestas que encontraba eran siempre las mismas: cuarentena, reclusión, sellado. No había 'control' para un poder como el suyo.

   Un año. Transcurrió exactamente un año desde el accidente en el bosque. Un año en el que estuvo evitando usar su magia, y contenerla. Un año en el que pasó las noches sin dormir bien, y su magia parecía querer salir, sin poder controlarla. El punto de quiebre llegó un martes por la tarde, cuando su madre y ella, ahora con doce años, estaban solas en la mansión. De la nada, una criatura baja y reptiliana, se materializó en el salón principal, rompiendo las protecciones de la casa como si fueran cristal. Había sido atraída por el faro incontrolable que era Kazuha. El miedo de su madre fue un golpe físico para ella. En un arranque de pánico, Kazuha alzó las manos y una onda de fuerza carmesí, torpe pero poderosa, empujó a la criatura contra la pared, haciéndola retroceder justo cuando su padre entraba por la puerta, alertado por la ruptura de los encantamientos de seguridad.

Kael, el Vigilante, contuvo a la criatura con la eficiencia mortal de quién ha dedicado su vida a ello. Pero Kael, el padre, al posar su mirada sobre una Kazuha jadeando y con las manos aún brillantes, no fue de alivio. Fue de reconocimiento y horror.

—¿Cómo ha podido entrar algo así...? —murmuró, pero la pregunta iba dirigida al aire, y su respuesta estaba en los ojos aterrorizados de su hija. El silencio incómodo que siguió fue más elocuente que cualquier acusación.

La presión se volvió insoportable. La necesidad de confesar, de que su héroe la rescatara de la pesadilla en la que se estaba convirtiendo su vida, era un grito ahogado en su pecho. No había más que se pudiera ocultar, de todos modos. Sus padres ya lo habían visto, y solo faltaba su propia confirmación.

—Papá —dijo, su voz temblorosa.

Él alzó la vista y sonrió, pero fue un gesto vacío. 

—¿Qué pasa?

—Yo... tengo que contarte algo. Es importante.

Y se derrumbó. Las palabras salieron entrecortadas, teñidas de miedo y culpa. Le contó sobre el bosque, sobre la criatura, sobre la explosión carmesí, sobre los sueños, sobre las grietas en el aire de su habitación, sobre la magia que no sabía controlar, sobre el secreto que había guardado con Kenzo y Leo. Buscaba en sus ojos la comprensión, la promesa de que todo estaría bien.

Su padre se quedó en silencio por un largo momento, su rostro era una máscara impasible. Luego, se acercó a ella.

—Has sido muy valiente al contarme esto —dijo, y su voz era suave, demasiado suave— Ese poder... Es muy peligroso. No solo para ti, sino para todos. Pero no te preocupes.

La atrajo hacia un abrazo. Era el abrazo de su héroe. El último, sin saberlo. Ella se derritió contra él, un alivio ciego y tonto inundandola. Las lágrimas finalmente brotaron. Todo estaría bien, ¿Acaso no era eso lo que siempre había prometido la fuerza de esos brazos? 

—Yo sé un lugar —susurró él contra su cabello— Un lugar seguro, donde hay gente que puede ayudarte a... controlarlo. Es un sitio especial para Aelorianos como tú. Iremos mañana, ¿de acuerdo? Será nuestra… pequeña aventura.

Kazuha asintió, enterrando la cara en su pecho. Una aventura. Como las de antes. Como cuando nombraban las estrellas y compartían secreto, ¿cómo podría haber sospechado que mentía? 

A la mañana siguiente, se subió al coche con él, con el corazón lleno de una esperanza ingenua que, al mirar atrás, solo le provocaría una risa amarga y desgarrada. Observó el paisaje urbano transformarse en carreteras secundarias y luego en un camino sinuoso que conducía a las montañas. No hablaban mucho, pero ella no lo notó. No vio las señales, demasiado absorta en la promesa de una solución.

Llegaron a un claro donde el aire temblaba con energía antigua. Era un portal estable, una puerta permanente y velada al plano de Nwitta, no todos los Aelorianos eran capaces de abrir portales a cualquier parte, después de todo. Cruzarlo fue como sumergirse en un océano de luz dorada y sonidos etéreos. Del otro lado, el mundo era diferente: la magia era el aire que se respiraba, el cielo era de un violeta perpetuo y no habían humanos. Caminaron en silencio por senderos de piedra hasta llegar a un edificio gris y austero, incrustado en la roca viva de una montaña. Las puertas se cerraron tras ellos con un sonido metálico sordo.

En el frío vestíbulo, varias figuras vestidas con túnicas grises los esperaban. Sus auras eran de un azul gélido e impersonal. Eran la ley, y la ley no tenía corazón. 

—P-pa-pá —murmuró, aferrándose a su mano. Él se soltó con un movimiento firme y definitivo. Ella tragó saliva.

Y entonces, él habló. Pero no era su padre quien hablaba. Era el Vigilante Kael.

—Tal como informé, el sujeto presenta una manifestación de magia carmesí de alto riesgo —dijo, dirigiéndose al Vigilante de mayor rango, su voz era clínica— Confirmo la exposición a entidades planares y alteraciones de la realidad no controladas. Es sumamente inestable.

—Papá, ¿qué...? —la voz de Kazuha era un hilo de terror.

Él ni siquiera la miró.

—Hagan lo que sea necesario.

—¿Necesario para qué? —gritó ella, empezando a forcejear cuando dos Vigilantes se acercaron y la agarraron— ¡Papá, díselos! ¡Diles que me ayuden!

Fue entonces cuando él, por fin, volvió su rostro hacia ella. Y en sus ojos no quedaba rastro del hombre que le enseñó las constelaciones. Solo había una profunda amargura y algo que se parecía al asco.

—Lo que haya sido —escupió las palabras, frías como el hielo—, ya no es mi hija...

El mundo se detuvo. Las palabras la atravesaron como cuchillos deteniendo incluso su respiración, ¿acaso esto era una broma? ¿ese era realmente al hombre que conocía? El suelo pareció abrirse bajo sus pies. La regla secreta, el ‘no confíes en nadie’, se cumplía de la forma más cruel posible. ¿Cómo se supone que una niña aprenda a desconfiar de su propio maestro, de su héroe, de su padre?

Antes de que su mente pudiera procesar el dolor, unas manos fuertes la agarraron. La arrastraron, pataleando y gritando, lejos de la única figura que había significado seguridad, adentrándose en las profundidades del complejo, hacia las cámaras de sellado. El último sonido que registró, fue el eco de los pasos de su padre alejándose. El héroe se había ido para siempre. Y solo había dejado a su espalda a la niña a la que, con sus propias manos, había condenado..

El frío era lo primero. Un frío metálico y húmedo que se le clavaba en los huesos, muy diferente al frescor nocturno de su jardín. Kazuha estaba arrodillada en el centro de una sala circular, grabada en el suelo con runas que parecían beberse la luz. Alrededor, tres Vigilantes de aura azul gélido mantenían una barrera de contención. Frente a ella, un Anciano del Consejo, observaba con ojos que parecían de piedra.

—¿Dónde está mi padre? —su voz sonó quebrada, una súplica infantil en un lugar diseñado para acabar con la niñez— ¡Quiero a mi papá! ¡Él les dirá que esto es un error!

Negación.

Era una pesadilla de la que estaba segura despertaría. En cualquier momento, Kael aparecería detrás de esa puerta, la tomaría en sus brazos y se la llevaría a casa. Él era su héroe. Los héroes no entregaban a sus hijas a hombres con instrumentos de tortura.

—Tu progenitor ha cumplido con su deber para con el Consejo y la preservación del equilibrio —declaró el Anciano, sin un ápice de emoción— El procedimiento comenzará ahora.

—¡No! ¡Él no haría esto! —gritó, forcejeando contra las manos invisibles que la inmovilizaban— ¡Es mentira!

Pero la mentira se volvió una agonía tangible. Uno de los Vigilantes se acercó con un instrumento de metal que brillaba con un calor distorsionado en la punta.Una herramienta diseñada para cauterizar no la carne, sino el flujo mágico, y tal vez el alma. 

El primer contacto con su espalda fue un dolor blanco y cegador. Ella gritó, un sonido desgarrado que rebotó en las paredes desnudas. Olía a carne quemada. Sintió cómo la punta ardiente trazaba la primera runa de supresión, intentando cerrar un canal de poder que en ella era un océano.

Y el océano, ofendido, respondió. 

Su magia carmesí, aterrorizada y furiosa, estalló como un animal acorralado. Un resplandor escarlata envolvió su cuerpo, y las runas recién grabadas en su piel chirriaron y se desvanecieron, la carne chamuscada cicatrizando a una velocidad antinatural ante los ojos atónitos del Anciano. Un latigazo de energía salvaje rompió la contención de uno de los Vigilantes, haciéndolo retroceder.

—¡¡Resiste!! —masculló el Anciano, su compostura quebrándose por un instante—. ¡Conténganla!

Era demasiado poder. Demasiado salvaje. El Caos dentro de ella no se dejaría domar tan fácil.

Tras la primera sesión fallida, la arrojaron a una celda fría que olía a remedios amargos, y a cloro de cuando lavaban la sangre de otras 'fallas'. Temblorosa, con la espalda palpitante pero milagrosamente intacta, se aferró a los barrotes cuando un Vigilante joven pasó para hacer la ronda.

—Por favor... —su voz era un hilito de voz, un último suspiro de fe— díganle a mi padre que venga. Solo quiero verlo. Cuando... cuando me sellen la magia y todo vuelva a la normalidad, él me llevará a casa, ¿verdad? 

Era su última esperanza, una idea delirante y dulce. Si perdía su magia, el "monstruo" que él rechazaba desaparecería, y su héroe regresaría por la hija que quedaba.

El Vigilante se detuvo. No era cruel, solo cansado.

—Niña, tu padre no va a venir.

—¡Mientes!

—Es el protocolo —dijo con un deje de lástima—. Los que manifiestan tu... condición, son rechazados. Es una mancha en el linaje. Una vez sellada, serás llevada a un orfanato humano. Intentarás vivir una vida normal, lejos de todo esto. Él ya te ha renunciado.

Ira.

Algo se quebró dentro de ella. El dolor, el miedo, la traición... todo se cocinó a fuego lento hasta convertirse en una rabia pura y cristalina.

—¡¿RENUNCIADO?! —su grito hizo eco en el corredor—. ¡¿Y POR QUÉ?! ¿PORQUE MI MAGIA ES DIFERENTE? —Sus ojos se encendieron de un carmesí furibundo—. ¡ES LA MISMA MALDITA MAGIA! ¡LA MISMA QUE CONCEDE DESEOS Y TRAE CATÁSTROFE! ¡USTEDES TAMBIÉN SON MONSTRUOS! ¡ALTERAN LA REALIDAD Y JUEGAN A SER DIOSES COBRANDO PRECIOS SANGRIENTOS! ¿EN QUÉ SE DIFERENCIAN SUS AZULES GÉLIDOS DE MI CARMESÍ? ¡SON LA MISMA PORQUERÍA! 

El aire a su alrededor crepitó. Las lámparas del corredor parpadearon violentamente. Su poder, alimentado por la furia y el dolor, se agitaba como una bestia intentando romper su jaula. El Vigilante dio un paso atrás, alarmado, antes de que llegaran refuerzos para "calmar" la situación.

 

. . .

 

   Los días se convirtieron en una pesadilla cíclica, un aburrido ritual de dolor. La llevaban a la cámara. El tormento, cada vez más profundo, porque su magia ya no sanaba las marcas por completo. ¿Estaba cansandose, o simplemente estaba permitiendo que las cicatrices se grabarán como un recordatorio? Tras cada sesión, la piel de su espalda quedaba cruda, sangrante, con patrones de carne viva y quemaduras supurantes. El mísero intento de los primeros días por curarla con antisépticos que escocian como demonios pronto cesó. Ya no valía la pena el esfuerzo para un caso como el de ella.

La resistencia de su magia. El fracaso. La celda. Un círculo vicioso que ya le resultaba predecible. El mismo Vigilante, o otro diferente, repetía la misma verdad cruel. "No va a venir." "Estás sola." "Eres un caso problemático." 

Más de ocho meses. Había perdido la cuenta, había pasado el día de su cumpleaños número trece y ni siquiera lo había notado. ¿Qué era un año más en una cámara de torturas? Más de ocho meses de tortura metódica. El Anciano fruncía el ceño, desconcertado. 'Es el caso más resistente desde... Lucian.' 

Kazuha ya no lloraba. Las lágrimas se habían agotado, reemplazadas por una lucidez fría y cortante que encontraba el lado absurdo de todo. Una noche, otra de tantas tras sesiones crueles de sellados de magia fallidas, un sonido resonó en la celda. No un quejido, no una súplica, una risa. Una risa baja, y ronca, un eco que sonó demente en la oscuridad, en sus condiciones 

—¿..en serio? ¿aún... siguen intentando? No lo van a lograr... 

Ya no suplicaba por su padre, ahora susurraba promesas a la oscuridad. 

—Si salgo de aquí... —susurró, con una sonrisa débil— le haré un favor al mundo. Este edificio gris... es tan, tan feo. Lo rediseñare... Lo prometo. Y a ustedes... ¿debería concederles un deseo gratis? ¡Hahaha!

   Una noche, sin luna en el cielo de Nwitta, el silencio de su celda se quebró con un sonido diferente. El sonido de la esperanza cuando ha dejado de ser dulce y se ha vuelto una hoja afilada.  El aire frente a ella se onduló, como un espejismo de agua en un desierto, y una figura delgada y familiar se materializó entre las sombras. 

Kenzo. Sus ojos, esos ojos siempre serenos, no lo estaban ahora. Brillaban con una determinación férrea, y la escudriñaron en la penumbra. 

—No hagas ruido —susurró, con una voz tan tensa como un hilo a punto de romperse.

Sus dedos trazaron runas en el aire, diferentes a las de supresión que ella había llegado a conocer y temer. Era la magia de un estratega, no de un verdugo. La puerta de la celda se desbloqueó.

—... Tardaste —masculló Kazuha, con una voz ronca y rasposa por los gritos y la deshidratación de ocho meses de abandono. 

No había alegría, solo un agotamiento infinito.

Kenzo no respondió. Al menos no con palabras. Su mirada la escaneó, la delgadez extrema asomaba bajo los harapos sucios, el cabello largo y negro, que antes era una cascada sedosa, ahora era una maraña opaca, los pies descalzos y cubiertos de tierra mostraban algunas costras. Pero fue al ver la sección de piel visible de su espalda, cubierta por cicatrices frescas y sangrantes que se enredaban con las viejas en un relieve de agonía, cuando su mandíbula se tensó hasta casi romperse. ¿Qué habría pensado su hermano en ese momento? ¿Cómo se sintió al ver el precio que su hermana había pagado por un poder que nunca pidió? 

La cargó con cuidado, evitando tocar su espalda, un campo de batalla de cicatrices nuevas y viejas que se sobreponían. Ella no se aferró a él. Solo se dejó llevar, su cuerpo flácido y liviano. Sangraba de algunas heridas reabiertas, pero ya no le importaba, porque el dolor se había convertido en un ruido de fondo constante. 

Se deslizaron por los pasillos como fantasmas, la magia de Kenzo creando cortinas de silencio y desviando miradas con eficiencia. Fue un escape quirúrgico, frío, calculado… y eficiente. 

Cuando finalmente cruzaron el portal de regreso al mundo mortal y el aire frío de la noche humana golpeó su rostro, Kazuha inspiró hondo. No era un suspiro de alivio. Era la primera bocanada de aire de una nueva vida. Una vida que ya no le pertenecía a su padre, ni al Consejo, ni a nadie más.

Kenzo no la llevó a la mansión, sería el primer lugar en el que buscarían cuando supieran que había logrado escapar. En su lugar, la condujo a un pequeño apartamento en un barrio anónimo de la ciudad. Una vez dentro, bajo la luz cruda de la lámpara, la verdad de su estado se hizo más desgarradora. La suciedad, la delgadez esquelética, las cicatrices. Consiguió agua tibia y trapos limpios. 

—Quédate quieta... —fue lo único que dijo, mientras comenzaba a limpiar con una meticulosidad que era su única forma de no derrumbarse. 

Cada herida que limpiaba, cada costra que removía con cuidado, era un reproche mudo a su propia incapacidad para haber evitado toda esa situación. ¿Cuánto había sabido? ¿De verdad había hecho lo suficiente para impedirlo antes de que la situación exigiera ese rescate desesperado? 

Kazuha solo dejó que la manipulara como a un muñeco roto, su mirada perdida en la pared desgastada del pequeño apartamento. 

—¿Y ellos? —su voz fue un ronco susurro. No dijo 'mis padres' porque ya no lo eran. Eran solo 'ellos'. Una fuerza impersonal. 

La mano de Kenzo se detuvo por un segundo sobre una costra. No alzó la vista.

—Se mudaron. Hace seis meses. A una residencia Aeloriana en el norte de Nwitta... Él... ascendió. Por su 'ejemplar’ cumplimiento del deber y su fortaleza ante la adversidad familiar. 

Un sonido ahogado y débil, algo entre un resuello y una risa, escapó de su garganta. No hubo lágrimas, no hubo rabia explosiva. El dolor ya había pasado por muchas etapas y se había asentado, por los momentos, en esto: un cinismo helado. 

—... que conveniente —murmuró. 

El reanudó su tarea, limpiando con más fuerza, como si pudiera frotar también el recuerdo. Aunque cada movimiento de sus manos era preciso, casi clínico, sus dedos temblaban ligeramente. 

—Kaz... —comenzó, evitando su mirada, concentrado en una herida superficial— ¿Lo... lograron? ¿Llegaron a... sellarla? 

No preguntaba por curiosidad, quizás era más un ligero miedo. Miedo a que le hubieran arrancado su magia, que era el propio núcleo de su ser, porque si ese era el caso no sabía cómo sobreviviría sin ella, y a la vez, un temor a la respuesta negativa, a confirmar que ese poder bruto que todos temían seguía ahí, suelto, en una chica herida y ahora, con toda razón, furiosa. 

Ella giró lentamente la cabeza para mirarlo. 

—¿Sellarla? —repitió, con un dejo que sorna que sonaba grotesco viniendo de su estado— No... nunca. Lo intentaron. Una y otra vez... Pero, mi magia es lo que soy... ¿cómo podrían sellarla? —añadió, con una voz débil.

El alcohol antiséptico tocó una herida particularmente profunda en su hombro. Un espasmo involuntario la recorrió. 

—Duele... —murmuró, no como queja, sino como simple declaración de ese hecho. 

Kenzo se detuvo por un segundo. Está vez, la miró. Ese fue, quizás, el único signo de la tormenta que debía estar rugiendo dentro de él. 

—Lo sé —respondió. Eran dos palabras, pero estaban cargadas del peso de meses de impotencia y culpa. 

No dijo 'lo siento'. Las disculpas eran inútiles. Continuó limpiando y vendando. El silencio se instaló de nuevo, más pesado que antes. Y cuando terminó de vendar la última herida visible, se reclinó sobre sus talones limpiándose las manos con un trapo. 

—Kazuha... —comenzó de nuevo— voy a ingresar a la Academia de los Vigilantes.

—No —respondió al instante, antes de que él pudiera añadir algo más— No lo hagas 

—Será una estrategia... —la interrumpió él— Padre lo espera. Me obligará de todos modos, pero... también es el único camino que me queda si quiero mantener algún tipo de influencia. Y más importante —su mirada se clavó en ella—, si quiero protegerte. No te dejarán en paz, Kaz. Tu poder es como una herejía andante para ellos. Si estoy dentro, podré saber sus movimientos y podré... 

—¡¡Te volverás como él!! —interrumpió, con un rencor que la quemaba.

—No —la negativa de Kenzo fue rápida y firme— Nunca. Lo haré por estrategia. Para asegurarme de que, cuando vayan por ti... seré el primero en saberlo. 

Ella se incorporó con dificultad, desafiante a pesar de su debilidad. 

—No necesito tu protección. Puedo protegerme sola... —sus ojos, entonces, se tiñeron con un leve destello carmesí— No lo hagas... Me volveré poderosa, ¿sabes? más de lo que ellos pueden imaginar. Y algún día, acabaré con ellos. Con los Vigilantes, con sus leyes estúpidas, con su sistema hipócrita... con él. . .  Y no me importará si estás de por medio. 

La amenaza quedó allí, pero Kenzo no retrocedió, no mostró miedo. Sostuvo su mirada con una calma que era, en si misma, una respuesta. 

—Igual lo haré —declaró con simpleza— Y te protegeré. Incluso de ti misma si es necesario. Probablemente no aprobaré la mitad de las cosas que quieras hacer, pero no voy a abandonarte… 

Se quedaron mirándose, los dos extremos de un mismo nudo. Él no pretendía salvar al mundo de ella, pero si pretendía salvarla del mundo que ella pretendía destruir. Ella suspiró, pero le sonrió. 

 

El héroe se había ido.
La niña había muerto, grito a grito, en aquel edificio gris de Nwitta.
Lo que emergió, sostenida en brazos de su hermano, era algo distinto.
Algo más impredecible, más caprichoso, más cínico, más caótico.

 

Porque, ¿que otra respuesta podía haber ante un mundo tan absurdamente cruel sino una sonrisa igual de absurda? Su brújula moral no se había congelado apuntando al norte de la venganza, no. Se había quebrado en mil pedazos, y ahora cada fragmento giraba libremente, señalando hacia lo que fuera más interesante en el momento. Su empatía había sido reemplazada por una curiosidad insaciable y un aburrimiento profundo por todo lo que fuera normal, correcto o aburrido. 

Los conceptos de 'bien' o 'mal' habían desaparecido, y ahora solo había un 'divertido' o 'aburrido'.

   Ocho años más pasaron. La mansión, antaño un símbolo de estatus discreto, se había convertido en un espectro de su antiguo esplendor. El polvo era el amo ahora. El jardín, una vez podsdo con precisión, era una jungla salvaje de rosas negras y malezas. Era justo como le gustaba, un reflejo fiel de su propio interior. 

 

 

La vibración de su celular, siempre en silencio porque no toleraba el sonido del tono de llamadas o notificaciones, cortó el silencio. Deslizó el icono de contestar con pereza. 

—Dime... 

—Hubo un incidente en el centro de la ciudad, en el distrito financiero —la voz de Kenzo, ahora con veintitrés años, era aún más fría y controlada, el perfecto tono de un recién graduado de la academia de Vigilantes— Un ejecutivo ambicioso pidió la ruina de su competencia. Ahora su hijo y único heredero está en el hospital debatiéndose entre la vida y la muerte. Una caída 'accidental'. El caos cobró su precio, como siempre... 

Kazuha se encogió de hombros, aunque él no podía verla. 

—¿Y...? ¿Me llamas para contarme cuentos de cama?

—El deseo rompió media docena de cláusulas del código de ética. Intención pura, No-interferencia... 

—Aburrido —interrumpió antes de que pudiera continuar— ¿...así que en realidad me llamas para leerme un reglamento tedioso? 

—Es temerario. Los Vigilantes rastrean ese patrón de energía. Es única, Kazuha. Carmesí. Cómo un faro. 

—Que rastreen... no me encontrarán.

—Padre fue ascendido, de nuevo —añadió Kenzo, cambiando de tema con brusquedad— Ahora está a cargo de supervisar la división de Contención de Amenazas de Alto riesgo. Te aseguro que tú dossier está en la parte superior de su pila. 

Un silencio cargado se extendió por la línea. Kael, el héroe caído, la había dejado en paz por años, pero ahora cazaba oficialmente a su propia hija.

—¿Y Aelith? —preguntó sin verdadero interés, era el nombre de su madre. 

—Sigue su comedia. Organiza té con las esposas de los otros oficiales en Nwitta. Si tú nombre surge, mira hacia otro lado. 

—Vaya, que conmovedor... —masculló con sarcasmo— ...ah, necesito dinero. 

Kenzo suspiró al otro lado de la línea. Era un sonido habitual. 

—¿Otra vez? Te transferí fondos la semana pasada. 

—Se me fue en... cosas. Cosas importantes... 

—Está bien. Pero, Kaz... deja de intentar demostrar que puedes domarla —se refería a su magia— cada deseo que concedes, cada criatura que atrae tu poder... no prueba que lo controles. Solo prueba que el Caos te controla a ti. No te saqué de una celda para que te conviertas en la tuya propia. 

—Bla, bla, bla... —canturreó ella, harta— No me salvaste por bondad, Kenzo... Lo hiciste por... lástima. 

Colgó sin despedirse. Era su forma de decir 'te quiero' sin tener que admitir que aún podía hacerlo.

Horas más tarde, él estaba allí. No había usado la puerta principal. Simplemente se materializó desde una sombra en la biblioteca. Ella estaba sentada en el mismo alféizar de la ventana donde de niña soñaba despierta. 

—¡Waaaoh! ¡Viniste en persona! —comentó con un tono de falsa impresión— ...debe ser serio.

—No puedo seguir transfiriendo dinero a una cuenta fantasma sin que eventualmente alguien lo note —dijo él, dejando un sobre grueso sobre la mesa cubierta de polvo— Y necesito saber que piensas hacer. 

Ella caminó hacia él, con una sonrisa torcida. 

—¿Hacer? Lo que siempre he hecho. Sobrevivir —se encogió de hombros— ellos se pasan la vida concediendo deseos que siembran tragedias impredecibles, y luego yo soy la monstruosa por tener la decencia de nacer con el poder que ellos usan con guantes de seda, ¿no? Son unos hipócritas...

—No estás equivocada del todo... Pero eso no te hará invencible. Solo te hará imprudente... Podrías ser un recurso estratégico… o un peligro estratégico, por eso no te dejarán en paz 

—¡Pues que intenten detenerme! ~ —abrió los brazos en un gesto teatral— ¡He estado practicando! Puedo visitar los sueños de mis clientes ahora, abrir brechas cada que quiero, manipular la realidad a mi antojo, ¡Puedo moverme entre esta habitación y el mercado de Nwitta en un parpadeo, sin necesidad de usar los portales que ellos necesitan!  —mentía. Podía hacerlo, si, pero su control era un espejismo. 

Su poder era un océano y ella una barca un remo roto, a merced de las mareas de sus propias emociones. A veces despertaba sin saber si seguía soñando o si estaba despierta, y llevaba siempre un reloj en la muñeca. para recordarse a sí misma qué realidad era la que supuestamente debía habitar. 

—... No apruebo en lo que te estás convirtiendo —dijo, al fin. Y entonces, hizo algo que solo él podía hacer, se acercó y le dió un suave golpecito en la frente con su dedo índice— Cada deseo temerario que concedes, y cada vez que canalizas la magia del caos para alterar probabilidades… es un paso más cerca del borde del que Luc Veylan se cayó... Pero... no dejaré que te destruyan. O que te destruyas a ti misma. 

Era su tregua. Su disfuncional, doloroso, y único pacto. El hilo carmesí que los unia, tan fuerte como el destino que intentaba separarlos. 

 

. . .

 

 

 

. . .

 

 

OOC ;; Ok, considerando lo extenso del texto, si llegaste hasta aquí... ¡mil gracias, en serio! <3. Gracias por leer e interesarte en el trasfondo caótico de Kazuha. Si notaste algún error o detalle raro, lo siento, ¡se me escapó entre tanto texto jajaja!
Y bueno, ya que estoy... si a alguien le pica la curiosidad de rolear con Kaz, ¡mi MD está siempre abierto! Gracias ~