—Conde Phantomhive.
El conde Phantomhive lo miró, esperando a que Jean manifestara sus dudas respecto al tema que estudiaban en la biblioteca.
Hoy era el día en el cual, el ocupado conde Ciel Phantomhive, le impartía tutoría.
Principalmente, se encargaba de enseñarle su posición en la sociedad, hablándole de las tierras que les correspondía como un Grey y las reglas sociales que debía cumplir.
Sin embargo, las dudas del niño de cuatro años nada tenían que ver con estos temas.
La dubitación que se expresaba en su infantil rostro y generaba que su ceño se arrugara nacía de una cuestión muy distinta.
—¿Dónde está mi madre? —soltó.
Jean no había preguntado "¿Tengo madre?". Pues entendía que, sin duda, la tenía.
Todos los seres humanos, incluso los animales que moran la tierra o el mar, poseían una progenitora. Hacer este cuestionamiento no tenía sentido.
Por lo que Jean fue directo al grano.
Y tan directo fue que, descolocó por completo al adulto frente a él, quien se quedó quieto en su asiento. Mirándolo en silencio sin saber qué responderle.
El conde Phantomhive se removió en su asiento, tragó saliva y hasta tamborileó los dedos sobre sus muslos, viéndose inquieto.
Jean dejó que el tiempo corriera. Los cinco segundos de cortesía. Si excedía este tiempo y no le respondía, Jean tenía "derecho" a continuar hablando.
El conde Phantomhive abrió la boca, e intentó decir algo. Pero falló en el intento, apretando sus labios con vacilación.
Entendiendo que era su turno para hablar, Jean continuó.
—Anoche —comenzó a explicarse. Al niño le gustaba mucho hablar de todo lo que hacía y creía—, Mey Rin me leyó el cuento de Peter Rabbit.
El conde Phantomhive asintió con la cabeza. Sin abandonar su rostro confuso e incómodo.
—Los conejos Flopsy, Mopsy, Cola de algodón y Peter tienen una madre —continuó diciendo Jean con seriedad. Luego, frunció los labios. —Si ellos la tienen, ¿Por qué yo no?
—Bueno, eso es porque... —el conde titubeaba, sin llegar a responderle, y eso fastidió a Jean de inmediato. —Er... tu madre...
—¿Dónde está mi madre? —repitió Jean la pregunta del comienzo, pero ahora con impaciencia.
En su asiento, demasiado grande para su estatura, Jean se cruzó de brazos y movió las piernas inquietamente, estas flotaban en el aire y golpeaban la tela azul rítmicamente.
—Quiero que me acueste y me preparé un té de manzanilla como a Peter.
En el cuento, la madre coneja le preparaba una infusión a su hijo para que se sintiera mejor. Jean quiso tener el mismo trato, pero, su madre no estaba cerca. Lo que le hizo darse cuenta que jamás la había visto por la mansión.
Ante sus comentarios, el único ojo visible del conde Phantomhive, pues el izquierdo estaba tapado por un parche negro, evitó mirarlo.
En su lugar, miró a través de la ventana.
Afuera, el día estaba soleado, los pájaros circundantes volaban libremente por el jardín, posándose en las flores y cantando alegremente.
—No necesitas a una madre para eso —le contestó. Soltando un suave resoplido y volviendo a mirarlo. —Puedes pedírselo a Sebastian.
—No quiero que lo haga Sebastian —dijo Jean, frunciendo el ceño y moviendo las piernas más rápido. —Quiero que lo haga mi madre.
El ruido que provocaba sus pies chocando contra el sillón hicieron que el conde se molestara y lo reprendiera.
—¡Quédate quieto, y no seas caprichoso!
Jean bajó la cabeza, y obedeció... Pero solo dejando sus piernas quietas.
—No es un capricho —le respondió de mala gana—, es lo que me corresponde.
—¿Lo que te corresponde? —preguntó Ciel sin comprenderlo. Ladeó levemente la cabeza y alzó una ceja. —¿Qué quieres decir con eso?
—Todos los niños tienen madre —argumentó Jean, levantando la cabeza lentamente y encontrándose con la mirada azul del conde. —¿Por qué yo no?
El conde Phantomhive volvió a quedarse en silencio. Pero, parecía que estaba pensando cuidadosamente.
—No es así —musitó. —No todos tienen una madre... o un padre.
Nuevamente, se quedó callado.
El conde lo miró fijamente con seriedad.
—Asumo que por tu pregunta, tu primo no te lo dijo —comenzó con un tono de voz plano. —Jean, tus padres... fallecieron.
Jean alzó una ceja.
—¿Están muertos? —murmuró.
El conde asintió y se quedó mirándolo con cierta expectativa, incluso, parecía verlo con algo de temor.
—¿Puedes entender qué significa? —inquirió Ciel con suavidad.
Jean asintió.
—La muerte es la muerte —le respondió. Citando lo que había leído en algún libro del cual no sabía el nombre. —El fin de la existencia en este mundo.
Al decir esto último, Jean comprendió.
—No podré conocer a mi madre.
Su labio inferior comenzó a temblar, y sus ojos se arrugaron en angustia.
—Ella no podrá arroparme como a Peter.
El conde Phantomhive se levantó de su asiento, y se acercó. Agachándose frente a él, apoyó una mano sobre su antebrazo.
—Yo puedo arroparte —le dijo con suavidad.
Jean lo miró con los ojos acuosos.
—¿Me prepararás también té?
El conde Phantomhive asintió, aunque, alguien como él jamás se metería en la cocina y era probable que se lo pidiera a Sebastian.
—Vamos —le dijo, ofreciéndole la mano y sonriéndole. —Ya es hora del té de la tarde. Puedes beber manzanilla y comer un poco de pastel.
Jean posó su pequeña mano en la del conde.
Su piel se sintió cálida y tersa, haciéndolo sentir mejor.
El conde Phantomhive lo ayudó a bajar del sillón, y juntos, salieron de la biblioteca.
Tomados de la mano.