Su poder no nació de la calma, sino del caos: Rachel puede generar y manipular electricidad, tanto dentro de su propio cuerpo como en el ambiente que la rodea. Las descargas eléctricas que produce son una extensión directa de su estado emocional: cuanto más alterada está, más incontrolable se vuelve la corriente. Cuando está serena, puede canalizar su energía con precisión quirúrgica, hacer fluir la electricidad a través de sus manos como un hilo danzante, iluminar una habitación, o manipular pequeños aparatos sin esfuerzo. Pero cuando su corazón se desborda —por ira, miedo o tristeza— su poder la traiciona.
En esos momentos, la electricidad deja de obedecerle. Se escapa de sus manos, de su piel, del aire a su alrededor. Los focos estallan, los aparatos se apagan, y las chispas saltan de su cuerpo como si fuera un relámpago contenido. Es un fenómeno violento, impredecible, y por eso ha aprendido a vivir con un autocontrol casi sobrehumano. Rachel no teme al poder mismo, sino a lo que puede hacer cuando sus emociones toman el mando.
La conexión entre su estado emocional y la electricidad es absoluta. Si está enfadada, la energía que libera es abrasadora, con descargas que pueden dejar marcas en el suelo o quemar lo que toca. Si está asustada o bajo estrés, la electricidad se vuelve errática, salta sin dirección, generando interferencias en luces, aparatos o incluso afectando la temperatura del aire. Cuando está triste, la electricidad parece drenarse de su cuerpo, dejándola débil, con la piel fría y una sensación de vacío. Por eso, en los momentos de dolor profundo, Rachel siente literalmente cómo la energía la abandona.
El uso prolongado de su poder tiene un costo alto. La electricidad que manipula no surge de la nada: parte de su propia energía vital. Cuanto más tiempo la utiliza, más se agota su cuerpo. El cansancio la golpea como una descarga inversa: su corazón late con fuerza descompasada, sus músculos tiemblan, y la visión se le nubla. Si sobrepasa su límite, puede caer inconsciente, su cuerpo literalmente sobrecargado o drenado de energía.
En los entrenamientos, ha aprendido a medir cuánto puede soportar antes de colapsar, pero a veces el instinto y la adrenalina hacen que ignore esos límites. Cuando eso ocurre, su cuerpo le pasa factura: dolor de cabeza intenso, debilidad muscular, pequeños espasmos eléctricos involuntarios en las manos. Cuando alguien la hiere o cuando el miedo la supera, el aire se llena de un zumbido apenas audible, los objetos metálicos vibran, y sus ojos —habitualmente azules— adquieren un brillo morado, una señal inequívoca de que algo está a punto de estallar.
Muy pocas personas saben lo que realmente es capaz de hacer. Para la mayoría, Rachel es una joven universitaria fuerte, inteligente y con carácter, pero nada más. Solo su familia y una persona muy cercana conocen la verdad sobre la electricidad que corre por sus venas. Lo ha ocultado toda su vida, temiendo que alguien intente aprovecharse de ella o que la vean como una amenaza. Por eso, cuando usa su poder, lo hace lejos de miradas, en lugares abandonados o bajo la lluvia, donde las chispas se confunden con los relámpagos del cielo.