Hubo un tiempo en que el nombre de Vaelmyr era pronunciado con respeto académico en los salones de los grandes círculos herméticos.
No como brujo, sino como erudito. Era un demonólogo de renombre, nacido en un lugar donde el estudio de lo prohibido era tolerado si se hacía con rigor, si se mantenía encerrado y se le daba un propósito puro. Se codeaba con catedráticos y cardenales. Escribió numerosos libros detallando sus descubrimientos, los frutos que había dado su arduo trabajo.
Pero su ambición eclipsó su cordura.
No le bastaba con comprender a los demonios. Quería someterlos, convertir sus nombres en tinta, sus voluntades en armas. Pensaba que en lugar de combatir contra ellos, se les podía dar un uso.
Pretendía usarlos para la guerra.
Empezó con exorcismos ordinarios, trabajos alejados de su hogar.
Agua bendita, crucifijos, sal. Conocía la teoría: pero nunca la había puesto en práctica.
Funcionaban, sin embargo esto no era lo que Vaelmyr quería. Comenzó a alterar ligeramente los rituales, eliminar los círculos protectores, cambiar el orden de los pasos, pero no funcionaba, no conseguía lo que quería.
Y entonces la Inquisición escuchó.
No fue un juicio. No fue una condena. Fue una extirpación.
Su nombre fue arrancado de los libros. Su rostro borrado de los retratos. Los textos que firmó fueron atribuidos a otros. Se convirtió en un fantasma sin pasado.
Pero Vaelmyr no murió. Escapó.
La venganza le consumió, quería demostrarles que negar sus conocimientos solo les traería la ruina.
Durante años, estuvo viajando de un lugar a otro, el nombre que en su momento le daba prestigio, ahora no servía de nada. Vivía como un pobre, moviéndose entre lugares abandonados, robando comida para vivir y tratando de replicar los rituales que ya le habían fallado mil veces.
Entonces, con el paso de los años, en sus sueños comenzó a escuchar una voz. Promesas de poder, las claves para someterlos, pero lo más importante para él, prometía venganza.
Vaelmyr no dudó. Con su propía sangre formó un círculo como dictaba la voz. Vaelmyr sabía el posible precio de algo así, pero estaba cegado por su sed de venganza. El ritual funcionó, no lo vio, pero pudo sentirlo. Una ráfaga helada en su pecho, su pulso deteniéndose por un par de segundos, suficiente para hacer que le faltara el aire, y entonces…
Una presencia, un pensamiento, una sensación extraña en la parte de atrás de su cabeza. Algo le susurró y Vaelmyr simplemente esbozó una sonrisa. Tomó las dos únicas cosas que conservaba de su hogar, su arma y su máscara... Se dirigía de vuelta a casa.
Creía haberlo conseguido, pero no estaba más lejos de la realidad…
… Su condena autoimpuesta solo acababa de comenzar.