Hay noches que uno preferiría no recordar.

Pero yo recuerdo cada segundo de aquella primera vez.

Todo empezó como siempre empieza: con un cosquilleo sutil en la piel, una electricidad casi imperceptible que nacía bajo mi carne. Primero era el calor, luego una vibración profunda, como si cada fibra de mi cuerpo estuviera afinándose para algo que no entendía del todo.

Después venía el pulso. Un latido ajeno al mío. Más oscuro, más fuerte. Aegir.

La parte de mí que aparece cuando el sol cae y las sombras se alargan. Cuando mi respiración se volvía más pesada, cuando mis manos temblaban aunque no tuviera frío, cuando mis ojos veían el mundo envuelto en un resplandor sutil, como si cada ser humano caminando junto a mí dejara un rastro de luz tibia detrás.

Y entonces, su voz. Susurros. Mandatos.

"Saciame." "No luches."

Yo resistía. Al principio lo hacía.

Me encerraba en mi habitación, cerraba los ojos con fuerza, respiraba hondo, intentaba pensar en otra cosa: en mi madre, en la música, en cualquier cosa humana.

Pero esa noche fue distinta.

El hambre era insoportable a todos los niveles. No era deseo común. Era necesidad. Una sed que me quemaba desde dentro, que me deshacía en voluntad.

Mis pies se movieron solos. Las calles eran oscuras, húmedas por la llovizna. Los faroles temblaban en sus bases oxidadas mientras caminaba. No planeaba a dónde ir, pero Aegir sí lo sabía. Él me dirigió.

Y cuando menos lo esperé, estaba frente a un edificio sin nombre, en un callejón que olía a deseo, a tabaco rancio, a humedad. Un lupanar.

El lugar estaba envuelto en penumbra y perfume barato. Risas lánguidas llenaban el aire, mezcladas con murmullos, jadeos apagados. Era decadente, miserable… y, para Aegir, perfecto.

No elegí a nadie. No dije una palabra. Ella me eligió a mí.

Una mujer de cabello teñido de rojo fuego, maquillaje corrido en los ojos. Se acercó como si ya me conociera, como si supiera lo que yo necesitaba.

No hubo conversación. Solo contacto.

Sus labios encontraron los míos con premura, con hambre, y mis manos correspondieron con torpeza, como si aún dudara de lo que estaba haciendo allí. Su cuerpo se amoldó al mío con una facilidad que me erizó la piel. Cada caricia, cada roce, era una chispa que encendía la tormenta bajo mi piel.

La ropa cayó al suelo como un suspiro olvidado.

Sus dedos tiraban de mí con desesperación y los míos respondían, aunque dentro de mí una parte gritaba en silencio. El calor de su cuerpo era una invitación que Aegir no supo rechazar.

Cuando nos unimos, cuando las respiraciones se mezclaron y su espalda se arqueó bajo mis manos, el hambre se desató por completo.

Fue en el instante en que mis labios encontraron la curva de su cuello cuando la absorción comenzó.

Sentí su energía sexual fluir hacia mí, cálida, embriagadora, incontrolable.

Sus gemidos se volvieron suspiros, sus suspiros, jadeos entrecortados, hasta que simplemente dejó de resistirse. No luchó. No pidió detenernos. Se entregó, inconsciente ya, al abismo que yo, o mejor dicho Aegir, abría bajo ella.

Cuando la solté, cayó en mis brazos, exhausta y desvanecida. Su pecho subía y bajaba, débil, pero constante. Estaba viva, aunque completamente vacía.

El pánico me invadió. El verdadero Haneul, el que había estado acallado bajo la presión de Aegir, despertó con un golpe brutal de realidad.

Solté a la mujer con delicadeza, la acomodé en uno de los sofás de terciopelo gastado, asegurándome de que respirara bien. Huí de allí como un cobarde, sin mirar atrás.

La calle me recibió con su aire frío. Me apoyé contra la pared de ladrillo, las manos temblando, el estómago revuelto. No lloré. No podía.

Solo sentí ese vacío que te deja el pecado cuando todavía no sabes cómo pedir perdón.

Esa fue la primera noche que Aegir ganó.

Y desde entonces, cada vez que cierro los ojos, veo ese cabello rojo, esa piel pálida, ese suspiro final.

Un recordatorio de que hay partes de mí que quizás nunca pueda redimir.