La gente suele pensar que los inicios son románticos. Que uno elige su camino porque tiene un sueño claro, una vocación, una señal divina.
No fue mi caso.
Nada de lo que soy hoy fue una elección pura. Fue necesidad. Fue instinto.
**Cantante alternativo**
Empecé a cantar donde podía, cuando podía. Calles, pequeños bares que apenas mantenían las luces encendidas, cafés donde las guitarras estaban más rotas que los sueños de los que tocaban allí.
Tenía 16 años. No había dinero en casa y mi madre ya mostraba los primeros síntomas de la enfermedad que la alejaría para siempre de los escenarios.
Nunca estudié canto en una academia. Mi formación fue la vida: mi madre, en su juventud, había sido cantante de ópera tradicional. No me enseñó con métodos ni partituras; me enseñó afinación a base de corregirme una y otra vez hasta que mi voz dejaba de ser un ruido y empezaba a ser algo que podía herir o sanar, según quisiera.
La música alternativa no se trataba de agradar.
Era resistir.
Cantar sin vender la garganta al mercado.
**Performer sensorial.**
Llegó después. Tenía 18.
Era un club clandestino, uno de esos donde la música era solo el primer lenguaje y el cuerpo era el segundo. Me ofrecieron participar en una "noche sensorial": interpretar canciones mientras se activaban experiencias físicas —luces, perfumes, sonidos envolventes— todo para inducir estados de ánimo que la música sola no podía alcanzar.
No necesitaban un cantante bonito.
Necesitaban a alguien que pudiera modular su voz para empujar a la gente a sentir.
Angustia, deseo, euforia, vacío.
Aprendí observando. Estudiando. Los performancers veteranos no daban clases, pero si mirabas con atención, cada respiración, cada tono de voz era una lección brutal.
No era solo cantar.
Era tocar sin manos.
Era dominar sin cadenas.
**Facilitador en rituales clandestinos.**
Esto fue... diferente.
A mis 19 años. Un encargo de alguien que no podía permitirse un sacerdote, ni un maestro espiritual. Solo alguien que supiera sostener la voz en un ritual lo suficiente para abrir puertas que, honestamente, nadie debería cruzar.
No pregunté mucho. En ese mundo, saber de más mata.
Mi entrenamiento no fue formal. Era algo heredado, mezclado entre el canto que mi madre practicaba y cosas que aprendí a golpes: entonar en frecuencias bajas, sostener notas que vibraban no solo en el aire, sino en los huesos.
A veces, la música no calma. Invoca. Conjura.
Nunca fui un mago.
Nunca quise serlo.
Pero aprendí que la voz humana, bien usada, podía ser una herramienta en manos de quien supiera dónde golpear.
No me enorgullezco de todo lo que hice para llegar aquí.
Pero no me avergüenzo.
La vida no me pidió permiso.
Solo me exigió que aprendiera.
Y yo, como siempre, aprendí cantando.....