3/JUN/2023

 

Los exámenes habían terminado, pero por el campus se seguía respirando vida. Muchos de los estudiantes ya se habían marchado a casa, pero otros, especialmente los de último año, raspaban los días hasta su graduación el próximo jueves.

 

Irene los observaba ir y venir por el campus, escondida tras la ventana de su habitación en la residencia. Hacía demasiado calor como para estar tumbada sobre el césped a pesar de preferir estar allí, y además, así podía disfrutar a solas de la compañía de Mallory. Aunque no estaba en ese preciso instante, Irene aprovechó para subirse a la repisa de la ventana con un cuaderno en sus manos y un lápiz que le había estado acompañando durante gran parte del curso. Era un simple boceto, puesto que no era su especialidad dibujar paisajes urbanos, pero esa lo que tenía. Los distintos edificios que componían el campus, el Andromeda enclaustrado, los árboles, las residencias, los alumnos yendo y viniendo de un lado a otro, los barrios que se alzaban sobre las pequeñas montañas del pueblo aledaño. Y, al fondo, una enorme noria que lo coronaba todo.

 

De repente, Irene dejó de dibujar. Cerró el cuaderno tan pronto como escuchó el pestillo de la puerta y la voz de Mallory anunciando su llegada, y se puso nerviosa. Un nerviosismo que se acentuó cuando la chica de cabello castaño se acercó a ella y de improviso la abrazó sin motivo aparente, simplemente apoyó su cabeza sobre el hombro de Irene y miró por la ventana.

 

—¿Qué haces aquí tan sola? — entonces reparó en las manos de Irene, cogió la libreta sin que su dueña opusiera resistencia—. ¿Por qué no vamos a la feria? —sugirió entonces.

 

Irene se quedó callada durante unos segundos, más de los necesarios. Mordiéndose los labios pensó una respuesta, con el recuerdo de su adolescencia pinchándole en el centro del corazón. Miró los castaños ojos de Mallory, con esa ilusión de una niña pequeña anhelando que su deseo se cumpla, y la morena no se pudo negar.

 

—Pero, por favor, esta noche. Hace demasiado calor como para comer perritos calientes a mediodía.

 

Mallory la volvió a abrazar y le dio un beso en la mejilla. Esa zona se quedó ardiendo durante horas, dejándole una marca que sólo pudo desaparecer tras una ducha fría media hora antes de salir camino a la feria.

 

***

 

No se complicó demasiado a la hora de vestirse. A pesar de la caída de la noche, el calor seguía siendo insoportable; podía sentir las gotas de sudor agolpándose en su nuca, humedeciendo el cabello que nacía allí. Lo único que tal vez diferenciara a la Irene de esa noche de la de siempre era el cabello engominado hacia atrás, como una forma de evitar un poco el calor y el flequillo arremolinándose sobre su frente.

 

Con una camisa ancha y unos vaqueros, esperó a que Mallory se maquillase sentada en una de las sillas exteriores del Andromeda. Acompañada de John, el muchacho con el que mejores migas había hecho desde que comenzó a trabajar el curso pasado, miraba repetidamente hacia la ventana de su habitación. Las luces seguían encendidas e Irene comenzaba a impacientarse.

 

—¿Esperando a la novieta, Callahan? —. Le había traído una cerveza bien fría, que Irene vació a la mitad de un solo trago. Si las miradas matasen, el muchacho ya estaría enterrado a cinco metros bajo tierra.

 

—No somos novias, imbécil.

 

—Ya, pero te gustaría—. Irene sintió la necesidad de vaciarle el resto de la cerveza sobre la cabeza, pero apreciaba demasiado el frescor de su garganta como para malgastar dicho placer—. Oh, vamos, estás deseando comerle la boca… y lo que no es la boca, muchacha.

 

Irene miró hacia otro lado, dándole otro trago a la botella.

 

—Ella no siente lo mismo que yo.

 

—Entonces estás más ciega que Andrea Bocelli y Stevie Wonder juntos. Irene —John se movió y se acuclilló frente a ella, quitándole la botella de cerveza vacía—, esa chica bebe los vientos por ti. Cuando está aquí, no para de mirarte. Se queda embobada cada vez que la atiendes. Se molesta cuando alguien filtrea contigo, y tú no te das cuenta.

 

Ante eso, Irene no tenía respuesta. Pero en su interior las mariposas comenzaron a aparecer poco a poco, mientras la luz de la habitación de la residencia se apagaba y minutos después, Mallory aparecía con un conjunto veraniego, de tirantes salpicado de lunares. Aunque seguía llevando sus zapatillas favoritas, que no había soltado durante todo el curso escolar.

 

—Venga, Romeo —le incitó John—, tu Julieta te está esperando.

 

Esta vez, Irene estaba tan absorta que no tuvo fuerzas para replicarle nada. Sólo pudo levantarse e irse con Mallory sin mirar atrás. Allá donde ella iba, Irene la seguía.

 

***

 

La feria no estaba tan abarrotada como cabría esperar. Había gente en los puestos de comida, casetas donde refrescarse, niños correteando con un algodón de azúcar en la mano y empuñando tickets para las atracciones.

 

Mallory le cogió la mano y tiró de ella para que entrase al recinto. Parecía una chiquilla, tan ilusionada y feliz que Irene la siguió sin esfuerzo. Tantos años sin pisar un lugar como ese, y le estaba resultando más fácil de lo que recordaba. El calor de la noche, el jolgorio de la gente, el ruido de las casetas, el olor a comida recién hecha… volvía a ser una niña que recorría aquellos lugares en busca de la atracción más infernal.

 

La más infernal resultó ser la noria. Nunca había sido muy fan de las alturas, pero estaba deseando cumplir la edad para poder subirse y ver la ciudad desde las alturas. Que una ciudad tan grande quedase bajo sus pies, que la gente fuera tan diminuta y ella tan, tan en las nubes… y el ruido, algo que no existía en aquel lugar.

 

Una simple cabina en un viaje circular se convirtió en su lugar favorito feria tras feria. Ya se celebraran en invierno o verano, en Nueva York, Los Ángeles o cualquier pueblucho que se preciara, esa mastodóntica atracción era su lugar favorito en el mundo, su lugar seguro.

 

Hasta que dejó de serlo.

 

Porque Irene contaba con quince años cuando sus padres lograron lo impensable.

 

“Tu padre y yo nos vamos a divorciar”.

 

Una simple frase dicha en la zona más alta de la circunferencia, con la ciudad de Seattle a sus pies, ella en un banco y sus padres, ignorándose mutuamente, en el otro. El silencio cayó como una losa en la cabina, que no terminó hasta volver a pisar tierra y dejar atrás la feria de aquel final de verano de dos mil catorce.

 

Su vuelta a la realidad llegó con algo caliente golpeándole la mejilla, que la hizo girarse y lucir enfadada; pero que no duró más de unos segundos. Mallory la miraba con una sonrisa preciosa, un perrito caliente en su mano izquierda y otro en la derecha a medio comer.

 

—Come algo, que estás en los huesos —Irene aceptó el perrito caliente y juntas fueron a sentarse sobre unas baldosas de piedra cerca de una fuente. Parecía un lugar fresco, casi el mejor donde pasar la noche—. ¿Por qué estás tan callada?

 

Irene tragó el bocado que le había dado a su perrito con dificultad. Era algo demasiado personal como para contárselo a nadie, algo que sólo Marina conocía y respetaba. Pero Mallory no era como el resto del mundo, Mallory le importaba de verdad.

 

Sin embargo, prefirió mentir. O, al menos, contar una medio verdad.

 

—Hacía mucho tiempo que no venía a una feria. No es el mejor ambiente para alguien que casi no tiene amigos.

 

—A mí me gustan —murmuró la chica castaña tras un cómodo silencio. Se acercó más a Irene y agarró su mano, entrelazando sus dedos—. A mis padres no. Ven la fiesta como algo casi de depravados que se dejan llevar por la lujuria. Una vez me planteé irme de casa… pero sabía que el castigo sería peor. Cuando crecí, pude comenzar a salir y descubrí que nada tenía que ver con lo que ellos me habían contado. Y… ¿sabes cuál es mi atracción favorita?

 

—Sorpréndeme.

 

—La noria.

 

El mundo se le cayó a los pies. Esta vez, Irene no pudo reprimir el gesto de terror que se había formado en su rostro, pero Mallory no se dio cuenta de ello. Tenía su atención en la noria que lo empequeñecía todo, al fondo de toda la feria. Contaba anécdotas de su adolescencia, como que se mareó la primera vez que se subió a una; como una vez un chico la intentó besar y ahí fue donde descubrió que jamás le gustarían los hombres; o como el último año, que la atracción falló y se quedaron atrapadas en la cabina durante tres cuartos de hora, a cuatro metros sobre el suelo.

 

—Tengo que ir al baño.

 

Prácticamente corrió sin mirar atrás y se encerró en el primer baño que encontró. No era el lugar más limpio del mundo, pero se podía esconder durante un rato sin que nadie la molestase. Que Mallory fuera feliz en el mismo lugar donde a ella le rompieron el corazón de la forma más cruel posible hizo que su yo adolescente la odiase un poquito, pero luego recordó el resto de lo poco que sabía de la chica de ojos castaños y la vileza de sus padres. Curiosa la forma de todos para hacer sufrir a sus hijas, en medio de la zona de atracciones, donde supuestamente, deben ser más felices los niños.

 

***

 

Mallory la estaba esperando apoyada en la pared. Tenía un gesto de preocupación, que se alivió cuando Irene cogió su mano y sin darse cuenta —o tal vez sí, no fue a propósito— se encaminaron hacia la noria. A cada paso que daban, la atracción se iba haciendo más grande, más temeraria, más ruidosa. Niños, jóvenes y adultos formaban una larga cola para sentarse y contemplar toda la ciudad desde lo alto, ellas fueron las últimas. Con las manos temblorosas y empapadas en sudor, Mallory no la soltó ni por un instante, ganándose las miradas curiosas de los allí presentes. Algunos se rieron, otros incluso las increparon. A Irene le daba igual. Tenía algo más importante a lo que enfrentarse.

 

Sólo soltó su mano cuando entraron en la cabina. Aisladas del mundo, subiendo lentamente a las alturas y con los pies en el suelo, estaban frente a frente. Las luces de la feria no hacían más que incrementar la belleza de Mallory, el corazón de Irene quería desfallecer y revivir en aquel mismo instante una y otra vez.

 

Orbes castaños que brillaban de alegría como la de una niña pequeña que obtiene su regalo; sus facciones se relajaron a tal punto que Irene pudo ver a través de la máscara que siempre llevaba en clase, en el campus, incluso dentro de la residencia. Entonces, Irene se cargó de valentía y caminó los dos pasos exactos que las separaban, sentándose a su lado. Conforme subían, Mallory se iba moviendo hasta colocarse sobre sus muslos, encajando perfectamente como piezas de un puzzle incompleto. Una mano rebelde llegó a los labios de Irene, a ese punto que siempre se mordía y del que más de una vez había brotado sangre roja, para luego ser sustituidos por los propios de la chica castaña, en un beso lento y lánguido, donde rezumaba la ternura y la constancia de algo que se había ido cocinando a fuego lento desde la primera vez que se encontraron aquel lejano septiembre de dos mil veintiuno.

 

No pudo resistirlo, y lloró. Y Mallory recogió su lágrima con parsimonia, mientras Irene escondía el rostro en su pecho y comenzaba a llorar de forma silenciosa. El tiempo pareció detenerse en aquel momento, escuchando los latidos de su corazón, acompasando el suyo propio.

 

—No me gustan las norias —afirmó, sin apartar la mirada de la nada. A través del cristal, podían verse las diminutas ventanas de la ciudad, el humo de los puestos de comida y todas las luces que iluminaban la feria—. La última vez que subí a una, tenía catorce años y mis padres acababan de separarse. Desde entonces, les he tenido pánico. Hasta hoy.

 

Entonces se echó atrás, dando con la espalda en el asiento. La tristeza en el rostro de su amada le hizo trizas el corazón, pero no era una tristeza dolorosa. Podía ver felicidad tras ese gesto de dolor, tras esas lágrimas que no caían por sus mejillas. Soltó todo el aire que había estado reteniendo en los pulmones, forzando una sonrisa que poco a poco se fue convirtiendo en una real. Y lloró, de nuevo, sin pizca de tristeza.

 

—¿Por qué lloras? —preguntó Mallory.

 

—Por tu forma de mirar.

 

—¿Y cómo lo hago?

 

Irene apenas tuvo tiempo de pensar una respuesta. Sus labios se movieron más rápido que su pensamiento, y mientras la cabina casi pisaba tierra y demasiados ojos curiosos miraban lo que ocurría en su interior, la chica de mirada grisáceo susurró en su oído:

 

—Como si quisieras regalarme el mundo.

 

Sólo tuvieron tiempo para compartir un beso más, entonces la cabina tocó tierra y se vieron obligadas a salir de su burbuja. Sin miedo a las alturas, sin miedo a tener el mundo bajo sus pies. Sólo cogidas de la mano, dejando atrás una densa hilera de miradas curiosas y susurros que se perdían en la lejanía del ruido.