3/nov/2023
Era prácticamente mediodía cuando abrió los ojos. La habitación tenía las cortinas corridas, atenuando la entrada del sol para su fortuna. Inspiró aire con fuerza, sintiendo un cuerpo caliente a su lado. Inconscientemente, sonrió y su mano voló libre para descubrirle el largo cabello castaño, mostrando el rostro dormido de una Mallory Greene en completa paz.
Irene sintió pavor nada más verla, miró a su alrededor en busca de su ropa, no resultándole demasiado complicada encontrarla: desperdigada por el suelo, formando un montón desordenado que se mezclaba con la ropa de la otra chica. Volvió a mirarla. Era muy hermosa. Y el corazón de Irene se ablandó.
***
27/sept/2021
Irene se había despedido de su madre con gesto huraño y frío. Sabía que la había acompañado hasta el campus únicamente para ganarse su medallita de "madre preocupada porque su hija abandona el nido" cuando desde el divorcio, no había resultado más que una carga compartida con su ex-marido, viajando de punta a punta del país cada vez que tocaba la dichosa custodia.
"¡Pórtate bien! ¡Y haz muchos amigos!", fue lo último que escuchó antes de que el jolgorio del campus ensordeciera su voz, aunque lo más probable fuera que ya se había subido a su Passat azul grisáceo para volver ricamente a casa.
Buscaba el apartamento que le había sido asignado en la residencia por supuesto sorteo, poca fue su sorpresa cuando descubrió que se trataba de una habitación individual. "Bueno", pensó, "al menos no tendré que preocuparme al traer chicas aquí", se consoló. Una sonrisa traviesa apareció en sus labios.
Se quitó las ropas que llevaba después del largo viaje y se dio una ducha, con ropa más acorde a sus gustos decidió dar una vuelta en busca de la facultad de Bellas Artes. Estaba encajonada en un rincón, no siendo demasiado llamativa; como si estuviera esperando que sólo sus estudiantes supieran dónde se encontraba. De ladrillo visto y ventanas de medio punto, caminó por los pasillos descubriendo absolutas maravillas. Dibujos, pinturas, acrílicos, estatuas, esculturas, frescos... Irene iba maravillada, absorta de todo, hasta que se chocó accidentalmente y terminó cayendo al suelo.
"¿Se puede saber qué te pasa?", masculló la otra parte implicada, una chica de largo cabello castaño, ojos oscuros y una voz muy, muy femenina. "¿No miras por donde caminas o qué?"
Irene gruñó, no respondiendo de inmediato. "Hay cosas más bonitas de mirar por aquí que tú", le espetó. "Tú también me podrías haber evitado. ¿O es que acaso tenías ganas de este encuentro conmigo, muñeca?".
Lo de ligar nunca se le había dado demasiado bien, pero de perdidos al río. Vida universitaria, vida nueva. Sin reglas. Allí nadie la conocía, no tenía porqué sentir vergüenza de lo que dijeran de ella. La otra chica la miró con odio, mientras su acompañante, un chico engominado hasta las trancas, tiraba de ella mientras salía un nombre de sus labios: Mallory.
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13/ene/2022
Estaba encerrada en la biblioteca, esperando, cuando podría estar metida en cualquier habitación en medio de las piernas de una chica de la que apenas recuerde su nombre. Pero aquí estaba, aburrida a más no poder, casi a punto de escaparse porque habían pasado exactamente siete minutos desde la hora que Mallory le había citado y la castaña todavía no había tenido tiempo para presentarse.
“A la mierda”, murmuró, levantándose y recogiendo sus cosas. Justo en ese momento, la puerta de la biblioteca —más concretamente las pequeñas aulas insonorizadas— se abrió, mostrando a una Mallory con las mejillas enrojecidas y la respiración entrecortada. Irene volteó los ojos y se rindió, volviendo a sentarse de mala gana.
“Siento haber llegado tarde”, se disculpó, sacando apuntes de su bolso. Irene prácticamente no le echó cuenta, aunque no podía dejar de mirar sus manos. ¿Qué tal le quedaría uno de sus anillos en sus inmaculados dedos? “¿Me estás escuchando?”
“¿Qué?”, fue lo que consiguió responder Irene, había desconectado por completo y ahora no sabía por qué demonios Mallory estaba enfadada cuando tendría que haber sido al revés.
“Te decía, querida Irene, las técnicas que podríamos usar para el trabajo. Podríamos innovar un poco”. Un trabajo que consistía en hacerse retratos mutuos, a técnica libre pero con cierto toque propio. A pesar de ser simples estudiantes de primero, pronto comenzaban a darles caminos para que iniciaran su propia técnica.
Prefirió no discutir. El trabajo no consistía únicamente en el propio dibujo, tenían que investigar sobre la técnica que utilizarían, y eso resultaba bastante tedioso. Sin embargo, encerradas en aquella aula, Irene no podía dejar de mirar las manos de su compañera. Vale que siempre había tenido cierta manía mirándole las manos a desconocidos, pero las de Mallory tenían algo especial que le llamaba demasiado la atención.
“Tienes manos de lesbiana”, se le escapó. Al instante, Irene quiso hacerse minúscula y desaparecer. “Podrías probar a llevar algún anillo. Son cómodos cuando te acostumbras”.
“Así no vas a conseguir nunca una chica, Irene”. Tenía las manos sucias, había estado haciendo varios bocetos sin que Irene se diese cuenta. Cerró la carpeta y la echó a un lado. Se inclinó e Irene pudo sentir su calor a través de la ropa. “Las asustas”.
Aquello enfureció a Irene, que terminó por recoger sus cosas y marcharse sin echar la vista atrás. Con el ceño fruncido, prácticamente corrió hasta su habitación y dejó las cosas sobre el escritorio, buscando en su móvil a cualquier desconocida que estuviera cerca.
Diez minutos después, tenía a una chica rubia en su regazo. Con un movimiento rápido de cadera, se colocó encima e Irene decidió dejar de pensar.
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15/mar/2022
En las vacaciones de primavera, Irene prefirió quedarse en el campus. Sus padres poco esfuerzo habían hecho para estar con ella, apenas habían llamado o incluso escrito algún mensaje. Estaba prácticamente sola, sus amigos de la facultad se habían marchado a casa y la facultad estaba apenas habitada. Sin nada que hacer, cogió su viejo MP4 —uno de los pocos regalos que conservaba con real cariño—, dejó que el aleatorio le diese una sorpresa y echó a correr por el campus.
Grata fue su sorpresa cuando vio a cierta chica castaña en un bar cercano, charlando animosamente con el muchacho que le acompañaba el día que tristemente se conocieron. Poco a poco fue disminuyendo la velocidad, hasta prácticamente quedarse parada. Hacía amagos de estiramientos, mientras su atención estaba realmente en la sonrisa de Mallory y cómo se movía mientras reía y los aspavientos de sus brazos, debía de estar contando algo realmente extravagante, pues de normal era bastante callada y estirada.
Entonces se percató de algo que brillaba en su mano izquierda: un anillo plateado.
Irene sonrió.
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3/nov/2023
Con sumo cuidado, Irene salió de la cama en busca de su ropa interior. Tenía frío después de salir de su pequeña hibernación, pero por primera vez en su vida sentía vergüenza por estar desnuda. Se vistió rápidamente, aunque prefirió quedarse únicamente con los calzones —que venía usando desde su rebelde adolescencia por resultarle más cómodos— y en mangas de camisa. Sonrió para sí cuando se percató de la mancha de lápiz labial que tenía cerca del primer botón de la camisa.
Iba descalza, el suelo estaba frío pero no le importaba. Tenía hambre y supuso que Mallory también, por lo que se dirigió a la cocina, rebuscando algo con lo que preparar el desayuno. Encontró huevos, pan, bacon y algo de queso; café molido que vertió en la cafetera italiana y comenzó a revolotear de un lado a otro con una cancioncilla en la cabeza, mientras el olor a comida le revolvía el estómago de pura ansia.
Intentó hacer huevos fritos pero resultaron un desastre, tuvo que conformarse con un par de tortillas, pan frito, el bacon a un lado del plato y el café solo, dejando la leche aparte. Ahora venía lo más complicado, llevar la bandeja hasta la habitación sin sobresaltarse.
“Veo que el Andromeda te ha bajado los humos”. Mallory ya estaba despierta, cubriendo su desnudez con la sábana. El recuerdo de la noche anterior hizo sonrojar a Irene, ganándose una tímida carcajada por la parte contraria. “¿O tal vez mis manos de lesbiana tienen un encanto para amansar a las fieras?”.
Irene logró dejar la bandeja en un lugar seguro antes de que Mallory se levantase de la cama y se acercase a ella, sus manos rozaron sus mejillas y su boca chocó con la contraria; las piernas de Irene flaqueaban. Quiso evitar el gemido que se arremolinaba en su garganta, pero la castaña tenía ese poder sobre ella, ese fuego lento que se había ido cocinando sin que se diera cuenta.
“Preferiría comerte a ti, pero… las necesidades fisiológicas son importantes”.
***
27/jun/2022
Las vacaciones de verano acababan de empezar. La custodia compartida era algo tan sumamente caótico que Irene decidió quedarse con su madre, al menos tendría piscina privada aunque tuviera que ver pasar una interminable fila de jóvenes de prácticamente su edad casi cada noche camino al dormitorio de su madre.
No le importaba, en realidad. Se había acostumbrado a las peligrosas relaciones que rozaban la pedofilia de su madre, por lo que se encerraba en su habitación las pocas noches que pasaba en su casa. El resto del tiempo lo pasaba escondida en el bosque, haciendo bombas caseras y detonándolas en medio de la nada. A veces dormía en casa de desconocidas, pero su lugar favorito era la habitación de Marina, su mejor amiga -por no decir la única-, que seguía conservando las luces con las que habían decorado el techo cuando tenían doce años.
"Deberías dejar los porros, Marina", le aconsejó, "tu habitación apesta a perro mojado"
"¿Y dejar de divertirme contigo? No". Irene soltó una carcajada, lo que le provocó una tos intensa que la obligó a dar otra calada al cigarrillo alterado. Se lo pasó a su amiga y se recostó en su enorme cama mirando el techo. "¿Alguna chica que merezca la pena?"
"Las universitarias son todas unas pedorras. Las casadas, en cambio, están de muy buen ver", respondió. Hizo una cuenta mental de todos sus ligues, que para su desgracia fueron demasiado pocos. "Soy su sueño hecho realidad. O son lesbianas reprimidas que están deseando tener un verdadero orgasmo con mis dedos mágicos"
Le encantaba dejar pasar el tiempo. Se lo había ganado, después de un primer curso en el que se había esforzado lo suficiente como para rozar el sobresaliente. Estar con Marina era como una curita para el alma.
"¿Vas a volver a pintorrequear las calles?"
"Tal vez lo haga. Hace mucho tiempo que no me convierto en terrorista visual"
"Porque las bombas no las has dejado, ¿no?", sus pupilas estaban dilatadas, por lo que Irene le arrebató el cigarro de la mano y lo apagó. "Deberíamos divertirnos esta noche"
*
Vestidas de negro, con varios botes de espray, recorrieron de manera clandestina el barrio rico de la ciudad. Era la zona más inmaculada, sus grafitis no durarían demasiado, pero era divertido ver cómo los ricos sufrían al ver sus casas manchadas de pintura.
Aunque Marina no fuera una artista consagrada como Irene, conocía de sobra a su amiga y prácticamente no le hacía falta hablar para comunicarse con ella. Escogieron una pared de ladrillo, un edificio que habían construido hacía relativamente poco, pues Irene no recordaba aquel lugar sin grúas. Se miraron y comenzó la trastada.
Eran las tres de la mañana y el mural estaba hecho. Era algo sencillo, un par de chiquillos portando una bandera arcoiris, su señal encubierta.
Recogieron las cosas rápidamente, y cada una marchó a su casa. Para variar, la habitación de su madre estaba con las luces encendidas, y el traqueteo de la cama contra la pared no le resultó para nada extraño. Simplemente se metió en el baño a darse un baño de agua fría.
Durmió poco esa noche. Su subconsciente le tenía preparado un sueño de lo más tentador. Estaba en una habitación a oscuras, una tenue luz entraba por las rendijas, lo suficiente para ver cómo un cuerpo femenino se molía contra el suyo; Irene disfrutaba viendo cómo su mano desaparecía dentro de la ropa interior de aquella chica sin rostro. Sus pechos rozaban sus labios, y no podía resistirse a lamerlos e incluso morder de vez en cuando. Era una tortura muy halagadora, y cuando la chica gimió echando la cabeza atrás, Irene sintió cómo algo resbalaba sobre sus muslos, y luego una mano rebelde se escondía dentro de sus calzones. Era su momento de llegar al orgasmo.
***
30/sep/2022
El estridente sonido del despertador la obligó a abrir los ojos y levantarse. Miró alrededor de la habitación y vio que estaba sola. La cama de Mallory estaba inmaculadamente hecha. Se volteó sobre la cama y se puso un brazo sobre la frente, con los ojos cerrados trató de concentrarse y su mano derecha se encaminó hacia ese punto exacto entre sus piernas.
Trató de concentrarse, en serio. Pero no pudo. Los cuerpos femeninos sin rostro ya no resultaban suficientes, necesitaba un poquito más de inspiración. Tras un buen rato sin resultados, gruñó y cogió su móvil, buscando con el modo incógnito cualquier vídeo lésbico que le excitase. Con las sábanas cubriéndole medio cuerpo, lo que veían sus ojos parecía ser la clave perfecta para comenzar el día de su cumpleaños con un auto regalo. Pronto comenzó a sudar, la mano que se le perdía entre las piernas la notaba cansada y le dolía; le dolía mucho, sentir cómo las conexiones nerviosas de su cuerpo se unían para regalarle lo que hubiera sido un maravilloso orgasmo si no hubiera sido porque el sonido de las llaves abriendo la puerta la desconcentró por completo, la obligó a buscar la sábana y cubrirse con ella justo en el tiempo exacto en que Mallory entraba en la habitación con mirada algo extraña.
El sonido del móvil la delató. E Irene se quiso morir.
“¿No puedes evitar pensar en otra cosa que no sea sexo, en serio?”. Irene se apresuró a coger su móvil, pero Mallory fue más rápida y se lo arrebató. Parecía concentrada viendo cómo aquellas dos chicas gemían, una sobre la otra, con las piernas entrelazadas y, estando cada vez más excitadas, el orgasmo las sobrevino y las agotó. O al menos, ahí terminó el vídeo.
Tenía los ojos muy abiertos y sólo quería hacerse pequeñita, por lo que se tapó por completo con la sábana esperando que aquello que había vivido no fuera más que un sueño. Pero Irene sabía que había sido una completa realidad. Quiso llorar, quiso retroceder en el tiempo y darse una colleja a sí misma. Pero sabía que todo lo que hiciera sería en vano.
Sintió un cuerpo caliente metiéndose en su cama, buscándola bajo la sábana y abrazándola. Ya no se oía ruido ninguno más allá de sus respiraciones y el raspar de las sábanas. Mallory encajaba perfectamente contra ella. “No hay por qué avergonzarse”, murmuró. “Anda, mírame. Que no te pueda la vergüenza. Todos lo hemos hecho alguna vez”.
“Seguro que tú no”, respondió Irene rápidamente, sin pensar. “Bueno, eso tú no lo sabes”, fue lo que Mallory continuó. Entonces se hizo el silencio entre ambas, Irene cerró los ojos y no supo el momento exacto en que se quedó dormida.
Porque cuando abrió los ojos volvía a estar sola en su habitación, su móvil estaba sobre la mesita de noche que separaba ambas camas y miró la hora. Apenas eran las 8:37. Tenía tiempo suficiente para llegar a clase.
*
En el Andromeda todo fue diferente. Le resultó extraño que estuviera todo apagado, pero fue entrar ella en el bar, y todo se iluminó al mismo tiempo que una bomba de confeti explotaba sobre su cabeza. Una tarta de chocolate tenía su nombre escrito de forma tosca, con veintidós velas que estaban recién encendidas y que le apremiaban a apagar.
“¡Pide un deseo!”, le apremiaban, Irene cerró los ojos y dejó de pensar unos segundos, siendo su subconsciente traicionero quien le trajo la imagen de la persona en la que menos quería pensar en aquellos instantes.
*
Todo parecía ir bien, pero a Irene le faltaba algo. Trataba de echarle la culpa a haber sido pillada masturbándose, pero sabía que en el fondo había algo más. Algo a lo que no se atrevía a ponerle nombre.
De vez en cuando alguien se le acercaba y sacaba a Irene de su burbuja, ella se limitaba a sonreír y a aceptar chupitos de ron dulce decorados con nata y canela, que le obligaban a bebérselos sin cogerlos con las manos. Cada vez que lo conseguía, la vitoreaban e incluso la cogían en volandas. La música ensordecía sus pensamientos de culpa, el alcohol le hizo perder la vergüenza y comenzó a cantar con el karaoke improvisado en aquel pequeño tugurio, con las letras de King Princess sonando sin la voz de la propia MIkaela Strauss, sólo Irene Callahan graznando con su voz nada melódica, borracha y demasiado cansada como para poder recordar cualquier cosa mañana por la mañana.
Una mañana que llegó demasiado pronto, y la tan temida resaca no la acompañó, misteriosamente. Miró a su alrededor, reconociendo su cama, su cuarto, y el silencio roto por el pasar de las páginas de su compañera de habitación. Mallory se giró sobre la silla y le sonrió, y el corazón de Irene dio un pequeño vuelco que se obligó a obviar.
“Anoche tuvieron que traerte en brazos. Parecías un bebé grande”, dijo sin una pizca de reproche. Es más, le resultaba cómico; pero no había burla en su voz. “Al menos no llegaste a vomitar, aunque estuviste a punto”.
“¿Por qué no tengo resaca?”, quiso saber. Con sumo esfuerzo, se levantó de la cama y fue al baño a lavarse la cara. Tenía unas ojeras marcadas, el rostro más pálido de lo habitual y los labios agrietados de tanto mordérselos.
“Supuse que querías pasártelo bien en tu cumpleaños, y eso para ti muchas veces significa alcohol por encima de tus posibilidades. Así que te tenía preparada un par de pastillas y unos cuantos vasos de agua”. Tenía la respuesta obvia, ahora veía las tabletas rotas y el vaso a medio beber. “Te lo pasaste tan bien que incluso me trajiste un trozo de tarta”.
Entonces Mallory se levantó y se perdió entre los roperos que compartían. Irene quiso acercarse a mirar, en parte por si lograba ver algo que le gustase, pero la castaña volvió a ganarle en velocidad y cerró el armario en sus narices.
Estaban a centímetros de distancia. Ahí pudo ver Irene lo parecidas que eran, aunque Mallory era un par de centímetros más alta que ella. Sus ojos marrones viajaban entre sus ojos grises y sus labios, y con una sonrisa boba, Irene entreabrió los labios para soltar cualquier gilipollez de las suyas, siendo Mallory más esquiva y uniendo sus bocas en un beso tosco y más húmedo de lo que su mente pudo llegar a imaginar.
Irene pudo sentir cómo un cortocircuito la recorría de la cabeza a los pies, su cuerpo se movía en modo automático, sus manos, temblorosas, cogieron a Mallory de la camisa y la atrajo más hacia sí, buscando unirse a ella buscando su calor aunque estuviera ardiendo por dentro. Entonces notó una sonrisa en los labios de la contraria, y cómo de un suave empujón se separaban. La castaña se giró y le entregó una pequeña cajita con un lazo pegado en la esquina, donde podía leerse un “feliz cumpleaños” escrito a mano.
*
Estaba frente al espejo con una camisa blanca abotonada hasta el cuello. Una pajarita azul marino, decoradas con pinceles blancos decoraba su atuendo.
Una sonrisa boba se coló entre la seriedad del rostro de Irene al recordar que sus padres no le habían llamado ni escrito en el día de su vigésimo segundo cumpleaños. Pero ella era feliz.
***
15/nov/2022
“Ten”, un sobre cerrado le fue puesto sobre la mesa. Irene sintió ganas de abrirlo nada más rozarlo, pero su compañero de clase se lo arrebató y le habló al oído “ábrelo cuando estés en tu habitación. No te asustes, no es nada de porno heterobásico, Irene. Que se te nota el horror en la cara”, le dijo dándole pequeños golpecitos en la mejilla, mientras reía.
Le hizo caso y guardó el sobre en la mochila. No pudo evitar mirar atrás y ver la oscura mirada de Mallory clavada en ella, regalándole una sonrisa que hizo que Irene se girase rápidamente, sintiendo cómo sus mejillas y sus orejas se encendían y adquirían un peligroso tono rojizo.
El día transcurrió sin problemas. Sumamente eterno, pues su atención estaba dividida entre el recuerdo del beso que Mallory le había robado y en el que no podía dejar de pensar a pesar del tiempo que había pasado; y en el misterioso sobre que ya por fin, a solas tras ducharse, pudo abrir. Se aseguró de estar realmente sola, no fue difícil abrirlo. Dentro había una tarjeta negra, con el sello del Andromeda, que la invitaba a una fiesta de disfraces. Podía ir vestida de cualquier cosa, pues el único requisito era llevar una máscara.
*
No se complicó demasiado. Iba vestida completamente de negro, aunque no llevaba botas altas como el pirata del que iba disfrazada. “La princesa prometida” era una de sus películas favoritas, la había descubierto siendo una niña, y siempre quiso encontrar a su Buttercup antes incluso de darse cuenta de que le gustaban las chicas. “Fue una señal”, se decía entonces. Siempre le había causado pavor ir a los bailes de fin de curso de la mano de un niño, le resultaban sucios y pegajosos, y cuando un tal Jake la invitó en sexto curso a bailar con él y en medio de la pista trató de besarla, el cerebro de Irene implosionó y prácticamente salió huyendo.
Pasó ese verano metida en la piscina rememorando aquel momento. Su sueño entonces había sido bailar con su profesora de inglés, pero no tuvo el suficiente valor como para pedírselo. Ya entonces, su subconsciente parecía querer resolver sus problemas. Siempre soñaba yendo al baile acompañada de una chica, al principio no le importaba que fuera en traje al igual que ella, pero siempre terminaba convirtiéndose en una especie de princesa con un vestido de vuelo, con pequeños zapatitos de tacón y el cabello largo y suelto, con algún mechón rebelde que ella pudiera recolocárselo detrás de la oreja.
¿Era esta fiesta de máscaras una señal? ¿Conocería por fin a su Buttercup? Lo soñaba, mientras con un trozo de grafito se entretenía dibujándose un delgado bigote falso. Era un Rogers diferente, puesto que Westley era rubio. ¿Qué más daba? No esperaba que muchos le reconocieran. Se puso el pañuelo que cubriría su rostro y se hizo con una espada de juguete que se colocó al cinto. Estaba lista para la fiesta.
*
La música estaba alta y el alcohol ya corría por sus venas. No sabía con quién bailaba, con quién bebía o con quién hablaba. Allí eran todos anónimos, incluso los camareros. Quizá la única que se sabía de quién se trataba era la dueña del local, su cabello castaño, enmarañado y difícil de domar era demasiado característico.
Irene iba de un lado para otro, hasta que entró una nueva invitada que iba con un largo vestido en tono grisáceo, los hombros descubiertos y una fina máscara que le cubría los ojos y parte de su mejilla derecha. El cabello lo llevaba suelto, con algunos tirabuzones con los que se apartaba el pelo de la cara.
Su garganta se secó. Trató de humedecerla con un buen trago a su vaso, pero éste estaba vacío y tuvo que volver a la barra a pedir una copa más. Aquella diosa griega también se dirigía a la barra, por lo que Irene aprovechó para llegar a su lado e invitarla a una copa.
“Espero que no seas Dioniso hecho mujer”, comentó casi hablándole al oído. La música era fuerte e invitaba a bailar. Irene le tendió la mano, pero aquella desconocida rehusó su invitación.
Sin embargo, su mirada no dejó de estar fija en ella. Se buscaban entre la multitud, bailaban ciertos pasos torpes y alejados, se hablaban en silencio. Una copa tras otra, Irene notaba cómo la poca vergüenza que le quedaba desapareció durante su última visita al baño, mirándose al espejo pudo ver cómo alguien más entraba. Tenía ganas de gritar, pero cuando vio de quién se trataba, enmudeció y se lanzó a los labios de la desconocida.
Su garganta gimió, había algo especial en aquellos labios, pues era cómo si ya los conociera. Pero no recordaba una piel tan blanca ni delicada, ni aquellos roces que sus manos buscaban más contacto, más piel, más calor. Pronto los besos dejaron de ser suficientes, Irene buscaba algo más, por lo que la cogió de la mano y tiró de ella, desapareciendo del baño y perdiéndose en mitad del campus en busca de algún rincón donde poder desfogarse.
No estaban solas. Fue un verdadero suplicio encontrar un mínimo de intimidad; Irene estaba tan encendida que casi podía decirse que su cuerpo estaba en llamas. Aquella desconocida la tumbó sobre la hierba, le desabotonó la camisa y sin pudor alguno, comenzó a besar sus pechos mientras sus manos se perdían bajo su vientre. Con mano firme, Irene no tenía opción, simplemente podía dejarse hacer. Pronto le sobrevino el calor, los dedos hábiles de aquella chica la tenían en una nube; le gustaba mirar, cómo desaparecía entre su ropa interior, encontrando el punto y la velocidad exactos como para llevarla al paraíso.
Irene sólo pudo doblar un poco la rodilla, contra la que el cuerpo de aquella princesa desconocida buscaba un roce que para Irene era otro paraíso regalado. Oír sus gemidos, cómo ver cómo su piel se erizaba al trasluz, cómo los besos se convirtieron en roces inconexos y mordidas bajo la curva de la mandíbula.
Trató de evitarlo, trató de posponerlo, pero el clímax llegó e Irene echó la cabeza atrás, cerrando los ojos y siendo testigo de cómo su mente volvía a jugarle una mala pasada. En su cabeza, la imagen de Mallory poseyéndola hizo que el orgasmo casi la hiciera gritar, pero consiguió evitar aquella vergüenza en el último segundo. Casi sin fuerzas, sus manos buscaron el rostro escondido, buscaron sus labios, resultándole de nuevo algo familiar, como si ya los hubiera probado antes.
Agotada, Irene se tumbó sobre la hierba. Todavía con la camisa entreabierta y los pantalones a medio bajar, se quitó el pañuelo y mostró su rostro. El flequillo, empapado en sudor, se lo quitó de la frente, no le importaba perder el anonimato. No sería la primera vez.
Entonces ocurrió algo que Irene no había previsto. La desconocida se llevó ambas manos a la máscara, y jugando con las sombras, un rayo de luz descubrió sus ojos castaños, los mismos con los que había estado fantaseando hacía tan sólo unos minutos. Mallory estaba frente a ella, vestida de diosa griega, con el rostro serio y casi preocupado al ser testigo del gesto de terror que seguramente tenía en su cara.
Irene trataba de hablar, pero las palabras morían en su boca. Una parte de ella estalló de júbilo, se había acostado con la chica que le gustaba; pero Irene se resistía a ese pensamiento, seguramente Mallory trataba de reírse de ella al igual que cuando le robó aquel beso hacía poco más de un mes.
Miró de un lado a otro, a cualquier lado excepto a la chica que tenía delante. Más de una vez Mallory trató de consolarla, de buscar de nuevo sus labios, pero Irene la detenía. Se resistía a ver el amor con el que la miraba. Se forzaba a pensar que se estaba riendo de ella, que sólo era un juguete suyo con el que divertirse un rato. Y ella misma se rompió el corazón.
“Eres una zorra”, le espetó. Levantándose, no se preocupó por recuperar su pañuelo que le confería el anonimato. Aún con la camisa entreabierta, se levantó y sin mirar atrás, se perdió en su soledad.
Llevaba las llaves de su coche en el bolsillo, y algo de dinero. Abandonó el campus y se dirigió a una ciudad cercana, donde se paró en la primera tienda que encontró y compró una botella de ginebra, la más barata que encontró. Sólo quería terminar de emborracharse y olvidar.
Su enamoramiento por Mallory tenía que terminar.
***
31/dic/2022
El año llegaba a su fin y para celebrarlo no había nada mejor que estar en medio de una humareda tóxica en el dormitorio de Marina. Las luces del techo parpadeaban y se perdían entre sus dedos; la risa de Irene y la voz grave de Marina se entremezclaban con la música puesta a todo volumen.
“Soy idiota”, dijo entonces Irene, volviendo poco a poco a sus facultades. “Creo que nunca he insultado a una mujer”. Y antes de que su amiga le rechistase, la de ojos grises continuó: “Mi madre no cuenta. Es una furcia se mire por donde se mire”
“Pero, ¿por qué le dijiste eso? ¿Por qué la insultaste?”
Irene no tenía respuesta a eso. Se hizo un silencio incómodo y pesado en la habitación; su cabeza bullía buscando alguna respuesta válida, pero todo eran simples excusas y medias verdades. Ciertamente, no sabía por qué.
‘Te gusta’, dijo una voz en su cabeza. ‘Mallory te gusta y no tienes el suficiente valor como para admitirlo’. En vez de eso, Irene alzó los hombros en señal de respuesta.
*
Estaba a punto de llegar la medianoche. Irene estaba metida en su habitación, abrochándose una camisa y una pajarita esperándole a los pies de la cama. Se marchó al baño a engominarse el cabello, peinándoselo hacia atrás y suspiró. Sabía que tenía miedo de verse con aquel accesorio que todavía no había estrenado, pero que estaba deseando hacerlo.
Una pizca de culpa apareció en su pecho, era una pajarita simple, no tenía nada de especial. Se la colocó con sumo cuidado, buscando su teléfono y sin pensar, se echó una fotografía y se la envió a varios contactos; entre ellos, a Mallory. Sí, guardaba su número de teléfono desde el primer trabajo que hicieron juntas, pocas veces le había hecho falta hablar con ella, pero su compañera siempre estaba dispuesta a ayudarla sin rechistar. Parecía estar siempre ahí, esperando. Siempre sonriendo, siempre respondiendo mordaz a sus infantiles provocaciones. Nunca salía una palabrota de sus labios, pocas veces te negaba el saludo —ocurría únicamente cuando estaba tan absorta en sus cosas que se olvidaba del resto del mundo—.
La notificación de Marina llegó la primera, pero Irene no le hizo caso. Miró el contacto de Mallory, seguía sin contestar ninguno de sus mensajes desde aquella fiesta de disfraces. Al menos, no la había bloqueado, puesto que podía seguir viendo su foto de perfil. Al menos así no se olvidaba de su rostro.
*
Llevaba un vestido corto de fiesta, el pelo recogido en un moño y estaba tan maquillada que a Irene le costó reconocerla. Para su fortuna, Marina se había abstenido de llevar mercancía prohibida a la fiesta de esa noche.
Bailaron, bebieron, cantaron y charlaron con desconocidos hasta el amanecer. Más de una chica se le había acercado esa noche, Irene no se había podido resistir; pero, en su cabeza, cada vez que se llevaba a alguna chica a los baños para saciar su sed, todas, sin excepción, se convertían en Mallory. Ya fueran rubias, castañas o morenas; de ojos negros o azules como el cielo, todas acababan sucumbiendo ante aquella imagen que la tenía trastornada desde entonces.
“Estás rara, ¿qué te pasa?”, le preguntó entonces su amiga, sentándose en el borde del lavabo. A pesar de las horas, el maquillaje seguía intacto. “Has tenido como a seis tías persiguiéndote toda la noche, y por tu cara de amargada, no te has tirado a ninguna. Esta no es la Irene que yo conozco”.
“Tengo que decirte algo”, dijo más seria de lo normal. Entonces una mala sensación se acumuló en su pecho, comenzó a salivar con demasiada rapidez e Irene se vio obligada a correr en busca de algún baño. Sin poder evitarlo, vomitó todo lo que había bebido esa noche, dejándola con las costillas doloridas y un sabor amargo en la boca. La frente le brillaba empapada en sudor, y algunos pequeños mechones se habían escapado de su pulcro peinado. “Creo que me estoy enamorando de Mallory”.
*
La mañana del primer día del año sobrevino con una resaca monumental. Tirada en su cama, no estaba sola. A su lado, Marina dormía arrebujada entre sábanas, con una vieja camiseta que le servía de pijama y, misteriosamente, sin nada de maquillaje en la cara.
Le dolía la cabeza, y recordó la mañana en la que se despertó sin resaca porque Mallory había tenido la precaución de velar por ella. Corrió al baño de nuevo, volviendo a echar el poco contenido que le quedaba en el estómago. Todavía con la jaqueca, se dio una ducha rápida y bajó a la cocina en busca de algo que llevarse a la boca, pues no quería tomarse ningún analgésico sin el estómago vacío. Hurgó por el frigorífico y algunas puertas, le eran suficientes un poco de café y un puñado de cereales. No quería ser tan mala amiga, así que preparó el mismo desayuno para Marina y se volvió a la habitación, encontrándose con su amiga ya despierta y con su móvil en la mano.
Tenía una sonrisa traviesa que alertó hasta la última neurona de Irene. Dejó la bandeja sobre su escritorio y saltó sobre la cama, tratando de quitarle el móvil a Marina. Forcejeando con ella, consiguió quitárselo, sólo para ver que no había ninguna notificación de la que asustarse. Mallory seguía sin responder.
“Tía, estás coladísima”, dijo riéndose. “Creo que es la primera vez que te veo realmente colada por alguien”.
“Bueno, la prof…”
“¡No, esa no cuenta! Irene, estabas OBSESIONADA con ella, tenías como… ¿doce años? Vamos, estabas en plena edad del pavo, a esa edad todas las mujeres te parecen perfectas. Y más si son mandonas. Sólo puede equipararse a cuando éramos niñas y bebías lo vientos por aquella que se fue a Inglaterra…”
“Katrina”. Cómo olvidarla. Era una chica de armas tomar, no se doblegaba ante nadie y a ojos de Irene, tenía el rostro perfecto. Tenía mal humor, también era cierto; pero a Irene poco o nada le importaba.
“Pero esta vez es diferente. Lo veo en tu cara”. Marina se acercó a ella y la abrazó, justo en ese momento, su móvil vibró y una notificación de mensaje iluminó la pantalla. Era un mensaje de Mallory felicitándole el año nuevo. “Mi pequeña Irene se me hace mayor”.
Pero Irene no la escuchó. Era un simple mensaje con una foto de Mallory tumbada en la cama, los pies en alto y donde podía vérsele media cara. Costaba distinguir si sonreía o estaba triste.
“Creo que le sigues gustando. A pesar de las cosas que le has dicho, algo debe de quererte”. Irene miró a su amiga, la resaca parecía haberse esfumado después de los sustos por los que había pasado, a pesar de no haberse tomado ningún analgésico y todavía con el estómago vacío. “Si no le gustaras, te habría mandado a la mierda o directamente te hubiera bloqueado”.
“Pero yo no sé ligar”
“¿Lo dices tú, que traes a casa más ligues que tu puñetera madre?”
“Son ellas las que se abalanzan sobre mí, no yo”, se defendió. Marina le dio un golpe en la coronilla. “¿Por qué has hecho eso?”
“Porque estás más pesimista de lo normal. Deja el pesimismo para tus trabajos artísticos, y empieza a mover el culo para ligarte a Mallory, pero por el camino correcto”.