El Invierno de San Petersburgo
– 1775dc - 1800dc -
Nunca había sentido un frío que calara tan hondo como el ruso. Me pareció que el viento tenía colmillos y la nieve, memoria. Llegué en el invierno de 1775, con la tierra aún temblando tras la rebelión de Pugachev. Me presenté en San Petersburgo como viuda de un noble báltico, con joyas de ámbar, acento incierto y un aura de misterio que la corte halló fascinante. Era una época en la que los extranjeros eran observados con cautela y adoración. Catalina la Grande, en pleno esplendor, dirigía el Imperio como si fuese un salón literario. Su corte era una extensión de su mente: brillante, contradictoria, insaciable.
Aprendí el idioma como quien aprende a respirar bajo el agua. El ruso no era canto ni corte, era fuego lento y tierra negra. Cada palabra parecía tener raíces. Me cautivaron sus giros, su manera de nombrar el alma y la muerte con igual ternura. Pronto descubrí las múltiples capas de esta tierra: en San Petersburgo, los palacios imitaban a Versalles, los canales recordaban a Venecia y los vestidos hablaban francés. Pero más allá, en las aldeas cubiertas de escarcha, el mundo era otro: de siervos encorvados, de supersticiones eslavas susurradas al oído, de íconos cubiertos de oro en templos de madera, donde el incienso se mezclaba con la humedad.
San Petersburgo me pareció un hechizo recién lanzado. Las noches resplandecían con velas, óperas y voces educadas. Asistí a bailes en el Palacio de Invierno, deslizándome entre cortesanos que me llamaban “la extranjera envuelta en niebla”. Me volví habitual en los pasillos de Tsárskoye Seló, donde la Emperatriz organizaba veladas filosóficas. Allí escuché por primera vez sobre el Nakaz, su manifiesto político inspirado por los franceses. Me impresionó su ambición: un deseo de ordenar el caos de un imperio desde la razón ilustrada. Una noche, escuché cómo leía una carta de Voltaire con afecto casi adolescente. En su voz, vibraba una sed de eternidad.
En una de esas veladas conocí a Grigori Potemkin. Su risa era escandalosa, su genio, peligroso. Me miró como si me conociera de otra vida, y luego me ignoró el resto de la noche. Más tarde lo volví a encontrar en una cena privada, y entre brindis y chismes de guerra, me habló de Crimea como si la hubiera conquistado con palabras. Lo admiré. Tal vez porque, como yo, sabía tejer realidades.
Asistí al estreno de una obra de Giuseppe Sarti en la corte, y días después, lo escuché discutir armonías con Vasily Pashkevich. Me acerqué como simple oyente, pero terminé contribuyendo con una melodía antigua, disfrazada de canción folclórica. El compositor ruso la transformó en ballet, y así, bailé en la sombra de un teatro imperial, viendo a la danza convertirse en magia. El ballet ruso, aún joven, se enredó con mi alma. Iba sola a los ensayos, y lloraba en la oscuridad, no por tristeza, sino por belleza.
No podía permanecer inmóvil. Comencé a asistir a tertulias en casa de Derzhavin. El poeta me ofreció té y preguntas. Me habló de la grandeza rusa y de la fugacidad humana. Un día, escribió una oda sobre una dama envuelta en nieve, que nadie supo a quién retrataba. Yo sí. Quizás también él. En paralelo, me infiltré en el Instituto Smolny, donde muchachas nobles aprendían a caminar entre la razón y el deber. Fui dama de compañía de una joven marquesa enferma, y mientras bordábamos en silencio, le hablaba de estrellas y libros prohibidos.
Una tarde de primavera, Ivan Argunov me retrató. Su estudio olía a aceite y cera, y mientras trabajaba, me hablaba de colores que no existían aún. El resultado fue un retrato sobrio, lleno de interrogantes. Nunca lo firmó. Se dijo que era una musa sin nombre. El cuadro terminó colgado en una sala privada, junto a retratos de nobles difuntos. Allí permanecí, entre vivos que olvidan y muertos que aún miran.
También fui benefactora anónima de un grupo de jóvenes artistas, financiando desde las sombras obras de teatro que hablaban de libertad disfrazada de fábulas. En una de esas noches, escuché a un joven ilustrado murmurar sobre la Revolución Francesa.
Recorde a María Antonieta, cuando escuché sobre su muerte, pensé en ese espejo que le habia regalado. ¿Se habría mirado antes del final?.
De vez en cuando, escapaba de la corte. Me internaba en aldeas perdidas donde la nieve nunca se derretía del todo. Allí escuché leyendas sobre lobos que eran hombres, sobre ríos que robaban recuerdos, sobre mujeres que vivían mil años. Nadie me reconocía como extraña. Tal vez porque también yo pertenecía a esa parte del mundo que no pide lógica. Me sentaba junto a chimeneas que olían a corteza y humo, compartía pan negro y silencio. Ahí entendí el alma rusa: resistente, dolida, hermosa.
Participé también en la creación de una biblioteca nueva, en los sótanos de un palacio abandonado. Allí ayudé a catalogar manuscritos traídos de Persia, Grecia y China. Dormía entre libros, soñando con mundos que nadie más recordaba. Conocí a una mujer noble, Elizaveta Vorontsova, que hablaba de política entre susurros. Con ella recorrí pasillos prohibidos, espiamos reuniones donde nobles discutían si la ilustración debía llegar a Rusia por decreto o por revolución.
Los inviernos pasaban como eras enteras. Cada nevada parecía limpiar el mundo, aunque al derretirse dejaba barro. Recorrí el río Neva congelado, sola, con los pensamientos pesando más que el abrigo. Pensé en cómo el imperio crecía como una criatura insaciable. Escuché de nuevas ciudades fundadas, de Crimea anexada, de reformas escolares. Y también, del miedo. Francia ardía. En San Petersburgo, los bailes seguían, pero con una tensión que cortaba el aire como cuchillo.
Finalmente, llegó el año 1796. Catalina cayó enferma. Su muerte fue silenciosa pero terrible, como si una constelación entera se apagara. Se decía que la nieve ese día no tocó el suelo. El imperio tembló, aunque no lo mostró. En un paseo nocturno por el Palacio de Invierno, me detuve ante una galería cerrada. Dentro, colgado entre retratos polvorientos, vi el mío. Nadie lo había tocado en años. Sonreí. Era mi despedida. Un eco sin firma.
Esa noche, mientras la nieve caía como ceniza, crucé el puente sobre el Neva. Nadie me vio irme. Nadie debía hacerlo. Mi nombre no quedaría en los libros de historia, pero mis pasos quedaron en el mármol, mis palabras en los márgenes de odas olvidadas. Desaparecí, una sombra entre copos, llevando en el corazón el peso de un imperio y el perfume de una época que se extinguía.