Desde tiempos inmemoriales, cuando los dioses aún moldeaban el destino de los mortales y el Inframundo respiraba con los susurros de las almas, Hebe y Tánatos encontraron en su improbable relación un vínculo irrompible. Ella, la diosa de la juventud, la vitalidad y la renovación eterna. Él, la personificación de la muerte pacífica, el destino inevitable que todo ser debía enfrentar.

 

𝐔𝐧 𝐞𝐧𝐜𝐮𝐞𝐧𝐭𝐫𝐨 𝐢𝐧𝐞𝐬𝐩𝐞𝐫𝐚𝐝𝐨

La primera vez que Hebe vio a Tánatos, no sintió el miedo reverencial que otros dioses parecían tenerle. No había oscuridad que pudiera apagar su luz, ni solemnidad que su risa no pudiera atravesar. Se cruzaron en los jardines del Olimpo cuando él, en un raro momento de descanso, había decidido respirar el aire puro de la superficie. Ella, movida por la pura curiosidad, se acercó sin titubear.

—Eres diferente a lo que dicen —comentó con una sonrisa despreocupada, inclinando la cabeza mientras lo observaba.

Tánatos arqueó una ceja. Nadie le hablaba así, con una familiaridad tan natural, sin temor o distancia. Era una rareza entre los dioses.

—¿Y qué dicen de mí? —preguntó con indiferencia.

—Que eres frío, implacable… pero no lo pareces —se encogió de hombros—. Sólo pareces alguien que necesita un poco de sol.

Fue así como, sin pedir permiso, Hebe lo adoptó como su amigo. La única que se atrevió a desafiar la lógica de su existencia con la certeza infantil de que la muerte y la juventud podían coexistir.

 

Lᴏs ᴀɴ̃ᴏs ʏ ʟᴀ ʜᴇʀᴍᴀɴᴅᴀᴅ ᴇᴛᴇʀɴᴀ

Desde ese día, cada vez que Tánatos salía del Inframundo, Hebe lo buscaba, arrastrándolo a charlas triviales o a paseos sin rumbo fijo por los cielos del Olimpo. Ella llenaba el silencio que él no se molestaba en romper. Le hablaba de lo que veía, de los cambios en los mortales, de la belleza de la vida que tanto veneraba. Él, en cambio, le recordaba que todo lo bello era efímero, y que esa era precisamente su mayor virtud.

Sin embargo, aunque sus naturalezas eran opuestas, jamás hubo conflicto entre ellos. Hebe jamás intentó desafiar la labor de Tánatos, ni él desestimó la importancia de su luz. Al contrario, ambos la respetaban. Porque así como la juventud debía existir, también lo debía hacer la muerte pacífica.

Un día, Hebe, con su jovialidad inquebrantable, le anunció con la más absoluta seguridad:

—He decidido adoptarte como mi hermano.

Tánatos no replicó. No era un dios de muchas palabras, pero si alguien podía desafiar la lógica de los dioses con tal descaro, era ella. Desde entonces, Hebe lo llamó su hermano, y Tánatos, aunque nunca lo dijo en voz alta, comenzó a sentir que el lazo entre ellos era real.

Porque en un mundo de dioses distantes y deberes inquebrantables, Hebe y Tánatos eran el equilibrio de lo inevitable: la juventud eterna y la muerte apacible, unidos por una amistad que ni el tiempo ni el destino podían quebrar.