Bajo las estrellas de Hawái

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Desde lo alto, el océano se extendía como un manto de zafiro, roto solo por las verdes cimas de las islas que emergían de sus aguas. Mis alas cortaban el viento mientras descendía, observando las embarcaciones de los hawaianos deslizándose con gracia sobre las olas. Sus canoas dobles, esbeltas y fuertes, parecían conocer el camino incluso antes de que sus navegantes alzaran la vista a las estrellas. Había visto muchas civilizaciones, pero pocas con una relación tan intrínseca con el mar. Me dejé llevar por la corriente del viento hasta que sentí la calidez de la arena bajo mis pies, ocultando mis rasgos dracónicos antes de que alguien pudiera verme.

Al llegar a las aldeas, me encontré con un mundo vibrante, donde la estructura social estaba delineada con firmeza. Los ali‘i caminaban con porte regio, sus túnicas de plumas irradiaban un estatus incuestionable, mientras que los maka‘ainana trabajaban la tierra y el mar con la misma devoción con la que los kahuna oficiaban sus ritos en los heiau. Con el tiempo, logré ser testigo de un consejo de los ali‘i, donde decidían sobre la guerra, la distribución de cosechas y tributos. No fue fácil entender su idioma al principio, pero observando gestos y escuchando con atención, comencé a comprender sus palabras y a integrarme a su vida cotidiana.

El mundo que me rodeaba era una sinfonía de colores y sonidos. La vestimenta de los hawaianos estaba hecha con fibras de tapa, teñidas con vivos colores extraídos de la naturaleza. Sus tatuajes narraban sus historias, sus proezas y linajes. Las aldeas estaban formadas por casas de madera y techos de hojas de palma, organizadas en torno a los ahupua‘a, esas tierras divididas de forma tan sabia que aseguraban alimento y recursos para todos. Los cultivos de kalo se extendían como espejos de agua, y aprendí la importancia del poi, un alimento esencial para su dieta. También exploré los loko i‘a, estanques donde criaban peces con un ingenio admirable, asegurando su alimentación sin agotar los mares.

Fue en los heiau donde sentí con más fuerza la conexión de los hawaianos con sus dioses. Observé la construcción de un templo dedicado a Ku, erigido con piedra volcánica traída de diferentes rincones de la isla. Vi cómo los kahuna realizaban ofrendas y rituales, algunos serenos, otros sangrientos. La presencia de Ku se sentía en cada piedra de aquel heiau de guerra, donde sacrificios eran ofrecidos para asegurar la victoria en los conflictos tribales. En más de una ocasión, presencié enfrentamientos entre clanes rivales, luchas por territorios fértiles o por antiguos agravios. Los guerreros, entrenados con disciplina, blandían lanzas y porras con una destreza que admiré.

Pero no todo era guerra. También aprendí a navegar en una wa‘a kaulua, siguiendo las estrellas y las corrientes, confiando en los secretos que el océano susurraba a quienes sabían escucharlo. Me uní a celebraciones donde el hula kahiko cobraba vida en los movimientos de los bailarines, sus gestos narraban epopeyas de dioses y ancestros. Sus cantos, los mele, resonaban en el aire con una belleza que podía sentirse en la piel.

La vida en la isla me permitió participar en la construcción de otro heiau, esta vez dedicado a Lono. Durante el Makahiki, me uní a los juegos y carreras, en aquel tiempo sagrado en el que las armas se silenciaban y la paz reinaba en la isla. Aprendí a deslizarme sobre las olas en una tabla de madera, un arte reservado a los ali‘i, y a competir en el holua, descendiendo por laderas de lava endurecida con un trineo de madera.

Los años pasaron y fui testigo de cambios sutiles pero firmes. Las reglas del kapu se reforzaban, la sociedad se organizaba con mayor rigidez y la tierra continuaba siendo trabajada con sabiduría. Vi crecer a niños que se convertían en guerreros, vi ancianos partir con la certeza de haber honrado a sus dioses. Mi estancia en aquellas tierras me dejó grabada la imagen de una civilización que vivía en perfecta armonía con su entorno, una cultura donde la naturaleza, el mar y la espiritualidad eran uno solo.

Cuando llegó el momento de partir, me despedí con la misma discreción con la que había llegado. Elevándome en el cielo nocturno, miré una vez más las hogueras encendidas en las aldeas y los templos que se alzaban entre la vegetación. Había aprendido mucho, pero sentía que aún me esperaba otro destino, una tierra aún más lejana, donde las estatuas de piedra miraban al horizonte con ojos eternos.