| ¡Bueno! He decidido publicar esta historia que arroja algo de información sobre Jean.
La que lo explicaría todo, está en proceso, no sabría decir cuándo la terminaría.
Esta primera parte, contando el prólogo y el primer capítulo son 4740 palabras aproximadamente.
Las críticas son siempre bienvenidas, desde ya, gracias por interesarse y leer <3
PD: sujeto a modificaciones. Sobre todo la imagen, puse una random. Después edito una mejor.
Prólogo
El traqueteo del carruaje sobre el camino empedrado llenaba el silencio que se había instaurado en su interior desde la última parada en la costa de Bamburgh. Grey observaba el paisaje a través de la ventana, admirando los hermosos arces y abedules que señalaban la cercanía a Howick. Esta era su tierra natal, el hogar donde había crecido y que solía añorar durante sus largas estancias en Londres. Sin embargo, ahora mismo, la alegría por estar en casa se veía eclipsada por un temor que se había estado gestando desde el comienzo de las misivas con el abuelo.
La escueta respuesta del anciano: “Hablaremos cuando estés aquí” auguraba un recibimiento que distaba mucho de ser cálido.
Grey suspiró profundamente.
Jean, por su parte, estaba fascinado con todo lo que veía a través de la ventana. Sus ojos brillaban y su expresión de asombro se mantenía intacta ante cada detalle que alcanzaba a divisar.
—¿Cuánto nos falta para llegar? —preguntó de pronto, girando hacia su primo, cuyo semblante lucía inusualmente serio.
Jean había imaginado a su primo sonriente y animado al regresar a su amado pueblo natal, pero lo que veía era el rostro de alguien ensimismado en preocupaciones.
—¿Primo? —insistió cuando no obtuvo una respuesta inmediata.
La voz del niño sacó a Grey de sus cavilaciones. Forzó una sonrisa, decidido a no dejar entrever su inquietud, aunque era evidente que había fallado en ocultarla.
—Estamos cerca —respondió finalmente, tratando de sonar despreocupado. —Muy cerca.
El silencio regresó, y la sonrisa de Grey permaneció. Sin embargo, sus ojos volvieron a la ventana, buscando refugio en el cielo azul, y distrayéndose momentáneamente sus inquietudes.
Pero cuanto más se acercaban a casa, más lejos estaba de sentirse tranquilo.
I.
La llegada.
El carruaje se detuvo, y su primo fue el primero en moverse, abriendo la puerta y descendiendo. Luego, se acercó para ayudar a Jean, que era pequeño y no podía bajar por su cuenta.
Al tocar el suelo, Jean observó de inmediato el hermoso jardín que rodeaba la mansión. Flores multicolores, árboles variados y un camino de piedras grises que conducían a la entrada principal, donde varios sirvientes esperaban para recibirlos.
Un mayordomo de avanzada edad se aproximó primero, tenía una cara arrugada y una expresión amigable. Le sonrió a Jean, y luego, dirigiéndose a su primo:
—Amo —dijo con voz temblorosa, llevándose una mano al corazón y reverenciándose con profundo respeto. —Ha pasado un tiempo desde que nos honra con su presencia.
Su primo, quien tenía una expresión nostálgica, soltó una suave risa.
—Sigues tan viejo como siempre, Harold.
El mayordomo llamado Harold también se rió.
—Todos hemos sentido su ausencia y es un verdadero placer tenerlo de nuevo entre nosotros —respondió mientras se enderezaba. —Al enterarnos de su regreso, preparamos sus platillos favoritos.
—¿En verdad? —dijo su primo, irradiando felicidad. —¿A qué estamos esperando entonces? ¡Entremos!
A comparación de hace algunas horas atrás, cuando parecía preocupado por algo, la cara de su primo se veía contenta. Eso hizo que Jean se sintiera más tranquilo, Charles siempre mostraba una sonrisa alegre y lograba hacerlo sentir mejor cuando se sentía triste.
“Me tienes a mí”, solía decirle para animarlo en aquellos días en que Jean manifestaba su soledad. No tenía padres, ni hermanos, ni otro familiar cerca más que Charles, y aunque los sirvientes y el propio conde Phantomhive eran una compañía que apreciaba, ellos no eran su familia, y Jean no podía sentirse completamente cómodo con ellos, ya que debía comportarse de una manera distinta a como lo hacía con su primo.
Precisamente hoy sería el día en que conocería al resto de su familia. Howick Hall era el hogar de la familia Grey.
—Oh, por cierto. Él es Jean —dijo Grey con una gran sonrisa, apoyando una mano en su cabeza con aprecio.
¿Huh?
—Es un todo un honor conocerle, joven señor Jean —lo saludó el mayordomo cortésmente, haciendo una corta reverencia. Jean asintió, con cierta confusión interna.
Su primo le había dicho que había nacido aquí, en Howick Hall.
Este mayordomo lucía como alguien que había estado sirviendo a la familia por décadas, y por ende, debería conocerlo desde que era un bebé.
Entonces, ¿por qué el mayordomo daba la impresión de no tener idea de quién era?
Si lo consideraba detenidamente, Jean podría pensar que, al tratarse de una persona de avanzada edad, su memoria podría estar fallando, pero algo se sentía extraño.
Su primo le dirigió una mirada larga al sirviente, y este se la devolvió con un asentimiento, en un mensaje que solo ellos podían comprender.
—Vamos —indicó Charles con una sonrisa. Posó una mano en su espalda, instándolo a caminar. —Ya estamos en casa.
Jean asintió con la cabeza y comenzó a caminar, aunque no sentía que este lugar fuera su hogar. Sin duda, era un Grey, pero había vivido sus breves cuatro años en la mansión Phantomhive y no conocía otra casa más que esa.
Charles tomó su mano y juntos caminaron hacia las puertas, mientras los sirvientes llevaban sus maletas al interior de la mansión.
Jean levantó la vista y observó los detalles de la edificación.
Howick Hall había sido diseñada originalmente por un arquitecto de Newcastle, el señor William Newton, quien había elegido utilizar el estilo georgiano, dotándola de una elegancia y majestuosidad que parecía evidenciar la conexión de la familia con la realeza. Sin embargo, hace algunas décadas, su abuelo había realizado remodelaciones, pues la familia crecía y necesitaban más espacio.
El vestíbulo ahora era más grande y conectaba dos cuadrantes con sus respectivas alas, pero Jean no podía notar la diferencia, ya que no había visto la casa antes de estos cambios. No obstante, podía opinar del resultado y le parecía excelente.
Su abuelo tenía un gusto exquisito.
—¿Te gusta? —preguntó Grey con una sonrisa, notando la admiración de Jean por el interior. —Espera a que te lleve al salón.
Si el vestíbulo era así, no podía imaginar cómo sería el salón.
Aunque era normal que se viera así de majestuoso, esta era la primera habitación que cualquier invitado vería al ingresar a la mansión, y debía verse impecable para impresionar.
Por supuesto, eso no le restaba mérito.
Jean asintió y luego continuaron hacia el mencionado salón. Los pasillos eran espaciosos y poseían un empapelado sobrio pero elegante, con cuadros predominantemente clásicos que se alternaban con estilos modernos, lo que indicaba que quien los había elegido era una persona tradicional pero con una mente abierta al progreso.
Y no le sorprendía.
Su abuelo había pertenecido al parlamento como primer ministro y, a pesar de haberse retirado, según los comentarios vagos de su primo, aún seguía participando activamente en la política, viajando de vez en cuando a Londres.
Su primo le soltó la mano y abrió las puertas de madera dobles del salón. Al instante, los recibió la vista de un cuarto amplio e iluminado.
Poseía ventanales de guillotina que daban vista al jardín, mostrando también el arboretum, donde en esta época del año se apreciaba el intenso rojo de las hojas de arce.
El techo, alto y ornamentado en un tono de madera oscura, las paredes con un empapelado blanco cremoso y el suelo de madera clara dispuesta en patrón longitudinal.
Cuadros y otros adornos en las paredes, hermosos sofás, mesitas con costosos jarrones, estatuas, vitrinas y cajoneras, hacían de este cuarto un salón delicado y elegante.
—Hermoso, ¿verdad? —dijo su primo con cierto orgullo. Jean asintió.
Ambos se acomodaron en el sillón.
—Recuerdo jugar aquí y… —señaló la ventana—, escaparme por ahí.
Jean levantó ambas cejas.
—Me gustaba salir a correr por el jardín y acercarme al bosque.
Si el conde Phantomhive estuviera aquí, no aprobaría ese comentario, argumentando que estaría incitándolo a portarse mal; los dos siempre tenían "discusiones" de ese estilo.
A Jean le resultaba divertido ver cómo los roles parecían invertidos, con el conde Phantomhive comportándose de una manera que normalmente correspondería a su primo.
Seguramente, no le caería nada bien descubrir que Jean ya había logrado salir por la ventana un par de veces sin necesidad de escucharlo de su primo.
Pero sin duda tenían la misma sangre, teniendo las mismas ideas. Aunque Jean no había podido ir a curiosear al bosque circundante a la mansión Phantomhive, aún…
—Pero no debes imitarme —añadió Charles después.
—Eso es injusto —le replicó Jean. —Si tu lo hacías, ¿por qué yo no?
Charles resopló, parecía que quería darle la razón, pero al final negó con la cabeza.
—Porque está mal —declaró.
Luego, tras unos segundos de silencio y mientras sostenía la mirada más allá del ventanal, añadió vagamente:. —Lo que hacía estaba mal.
No parecía dirigirse a él, y Jean lo miró con extrañeza.
Desde que le había anunciado este viaje y durante el trayecto, su primo se había comportado de una manera ajena a él.
Algo estaba sucediendo, y evidentemente, no lo compartiría con Jean, por lo que tendría que averiguarlo por su cuenta.
Después de su breve conversación, el viejo mayordomo llamado Harold apareció con un carrito repleto de bocadillos dulces, y ofreciendo té con su amigable sonrisa.
—¿Al señorito Jean le gustaría el té con un poco de leche? —preguntó.
El viejo mayordomo había estado en Howick Hall durante décadas, había atendido a los hijos del amo, y a los hijos de los hijos del amo. Poseía una vasta experiencia tratando con niños, y sabía que a estos no les gustaba el intenso sabor herbal del té, que podía resultar algo amargo y fuerte. Pero, contra todo pronóstico, Jean negó con la cabeza.
—Gracias, pero no —dijo mientras recibía la taza, y antes de beberla, olía el aroma.
—Añadir leche arruinaría a este Darjeeling.
Harold se asombró, luego sonrió.
—El joven señor tiene un paladar refinado.
Jean aún no había dado un sorbo, pero asintió. El mayordomo fue a servirle té a su primo, quien sonreía gratamente.
—Jean es un niño especial —remarcó mientras tomaba un cupcake. —Aprendió a leer y escribir a los dos años.
—Eso es impresionante, joven señor.
Jean bebía té, sin mostrarse muy halagado, aunque por dentro era todo lo contrario; le encantaba recibir elogios por su excelencia natural.
De repente, las puertas del salón se abrieron.
Apareciendo un hombre grande de pelo corto y canoso, barba pulcramente afeitada y rostro severo, que ingresó con el ceño fruncido y la boca torcida en una mueca.
Vestía como un caballero elegante, y su presencia era imponente; sin duda, se trataba del lord de Howick, ex-ministro de Su majestad, el abuelo de Jean y de Charles Grey.
Apretaba con fuerza la punta de su bastón y, tras inspeccionar rápidamente la habitación, dirigió a Jean una mirada tan dura que, sorprendentemente, no lo inmutó.
Tratar con el conde Phantomhive parecía haberlo acostumbrado a este tipo de miradas.
Por lo tanto, Jean continuó bebiendo té con tranquilidad, observando al hombre con curiosidad, sin embargo, su continúa mirada estaba comenzando a incomodarlo.
A diferencia de él, su primo se vio inquieto y se levantó de inmediato del sillón.
—¡Abuelo! —exclamó, dejando la taza en la mesita de té.
—¡Charles! —replicó su abuelo en tono de regañina. —¿Qué haces aquí? Tenías que ir a verme de inmediato al despacho.
Su primo resopló y sonrió con vacilación. —¿No me dejarás ni siquiera tomar un poco de té? ¡He tenido un largo viaje!
Su abuelo pareció considerarlo, y tras unos pocos segundos, su actitud cambió, volviéndose un poco más suave. Sin embargo, aunque la mueca en sus labios había desaparecido, su ceño fruncido permanecía.
—Te veo perfectamente bien, tan animado como siempre —añadió, negando con la cabeza y luego sonriendo. —Te extrañé, muchacho.
Su primo se acercó para abrazarlo, viéndose más relajado, y su abuelo lo correspondió con palmaditas en la espalda.
—¡Yo también te extrañé, viejo!
—¡No me llames de esa forma! —dijo, pero por su expresión no parecía que lo dijese en serio. —Te has tardado en volver a tu casa —agregó, alejándose.
—Los asuntos en Londres me impedían regresar —informó Charles. Su abuelo asintió con seria comprensión.
—Lo sé, y me llena de orgullo. Su majestad solo tiene buenos comentarios sobre ti.
Su primo soltó una risita, complacido.
Posteriormente, un silencio llenó la habitación. Grey lo miró, y Jean bajó la taza, dejándola en la mesita y esperando pacientemente a que lo presentara. ¿O tenía que hacerlo él mismo? No es que no fuera capaz, pero de repente se sintió cohibido ante la mirada del abuelo.
Este hombre era bastante intimidante, mucho más que el conde Phantomhive.
—¿Eres Jean? —dijo de repente, ahorrándole las molestias. Jean asintió lentamente.
La mirada grisácea del hombre se posó en él, evaluándolo con el ceño nuevamente fruncido y un rostro un poco escalofriante. Pero rápidamente desvió la vista hacia su primo, sin darle mayor importancia, haciéndolo sentir insignificante.
—Sigueme al despacho —gruñó. —Tenemos que hablar.
Charles asintió con expresión nerviosa.
Los dos adultos se retiraron, dejando a Jean solo en el salón junto al mayordomo Harold.
—El amo puede parecer severo —comenzó el sirviente con una sonrisa gentil. —Pero le aseguro que es una persona amable y generosa.
Jean no dijo nada, eligiendo tomar un scon y darle un mordisco.
La verdad era que, criándose bajo el ala del conde Phantomhive, podía entender que el carácter de una persona así de intimidante escondiera otra faceta.
Ahora, lo que tenía a Jean distraído era otra cuestión.
Aprovechando que estaba a solas con el sirviente, Jean preguntaría aquello que su primo nunca había querido responderle: sobre sus padres.
—Señor Harold —comenzó. —¿Cuánto tiempo lleva sirviendo a nuestra familia?
—Oh, muchos años —el hombre sonrió, como rememorando ciertos recuerdos.
—Desde mucho antes de que el joven Grey naciera.
Con “joven Grey” dedujo que se refería a su primo, para diferenciarlo de su abuelo.
Jean se quedó en silencio, pensando en cómo debería formular sus dudas. El mayordomo lo malinterpretó con timidez.
—Veo que tiene ganas de hacer más preguntas. Siéntase libre de hacerlas, este viejo sirviente le responderá todo lo que esté a su alcance.
Jean asintió.
—Mi primo me ha comentado que nací aquí. Por lo que deduzco que me conoce desde que era un bebé, ¿correcto?
El mayordomo asintió. Jean siguió.
—Sin embargo, cuando llegué hace unos minutos, no parecía saber quién era yo.
Harold soltó una ligera risita.
—Le ruego disculpe a este viejo mayordomo. Con los años, algunas cosas se me escapan, y mi memoria ya no es la de antes. Realmente ha crecido desde la última vez que lo vi, joven señor.
Jean tomó un sorbo de té, aceptando aquella respuesta como razonable, prosiguió con la que consideraba la más importante para iniciar la búsqueda de información sobre sus progenitores.
—Si ha estado al servicio de la familia durante tantos años, seguramente habrá conocido a mis padres.
La sonrisa cortés del viejo mayordomo titubeó por un segundo, pero asintió.
Jean bajó la mirada hacia su taza de té, tamborileando los dedos sobre la cerámica decorada con flores azules.
—¿Podría decirme cómo eran?
El mayordomo guardó silencio durante unos segundos. Jean fijó su mirada en él, notando que se retorcía las manos, y al percatarse de que estaba siendo observado, se detuvo.
—Sus padres eran personas de una excelencia admirable, joven señor —respondió, esbozando una sonrisa.
Para el mayordomo, esas palabras parecían las adecuadas para evadir el tema, pero para Jean eran insuficientes.
Las palabras que había empleado el mayordomo eran parecidas a las que escuchaba de su primo cuando le preguntaba sobre sus padres. No revelaban prácticamente nada y solo le generaban más incertidumbre.
Por eso, inquirió de manera impaciente:
—¿Qué quiere decir con eso?
El mayordomo soltó una risita nerviosa ante su respuesta.
—Mis disculpas si no fui claro, joven señor. A lo que me refiero es que ellos poseían un carácter amable y gentil.
A Jean le parecía lo mismo; no decía mucho sobre cómo eran sus padres, pero al menos era algo distinto a lo que había oído de su primo.
—¿Podría compartirme más sobre ellos?
—Debo disculparme nuevamente, joven señor —dijo el mayordomo, llevándose una mano al corazón y reverenciándose profundamente. —Yo… no puedo brindarle más información que la que he dado.
Justo cuando Jean creía que estaba comenzando a descubrir algo.
—¿Por qué no puede? —preguntó, alzando una ceja y mirándolo con confusión. —¿No ha dicho que los conocía?
—Ciertamente, joven señor. Pero no me corresponde a mí, un simple sirviente, hablar sobre sus distinguidos padres.
—Si lo que necesita es permiso, se lo concedo.
Harold negó con la cabeza, esbozando una sonrisa suave mientras se enderezaba. Lo miró con pena, y a Jean no le agradó en absoluto.
—No es tan sencillo, joven señor. Créame que si estuviera en mi poder, le revelaría todo cuanto sé.
—¿Por qué no puede hacerlo? —insistió Jean. —¿Qué debo hacer para que le autoricen a hablar?
Pero Harold, viéndose de lo más apenado, solo pudo bajar la cabeza y permanecer en silencio.
Jean se sintió cada vez más agobiado ante la falta de respuestas del mayordomo.
¿Por qué todo el mundo era reacio a responder simples preguntas?
Dejó bruscamente la taza sobre la mesa de té, sin importarle que se derramara su contenido, y se levantó del sillón con el semblante impaciente.
—¿Debo solicitar autorización a mi abuelo? —siguió intentando. —¿Es eso?
Pero ni siquiera eso le contestaría el mayordomo, solo mirándolo con una lástima que Jean detestaba.
Apretó los labios, sintiendo una frustración tan intensa que le provocaba ganas de llorar y golpear algo.
¿Por qué era tan difícil que le hablaran sobre sus padres?
Primero su primo, luego el conde Phantomhive, y ahora este mayordomo.
—Por favor, calmese, joven señor —intentó aplacarlo el sirviente, notando que el niño se veía alterado.
Luego, soltó un suspiro largo, viéndose conflictuado.
—Me coloca en una posición difícil… realmente no puedo decirle más. Le sugiero que consulte al joven Grey, solo él podrá brindarle lo que desea saber.
—Él no me dice nada, por eso recurro a usted —respondió, enfadado. —Pero si usted tampoco me dirá nada…
Una brisa cargada de perfumes florales ingresó por las ventanas entreabiertas, moviendo sus cortos y níveos cabellos.
Jean dirigió la mirada hacia el jardín, sintiendo su corazón pesado.
—¿Ni siquiera puede decirme algo acerca de mi madre?
Podía comprender que no pudiera hablar sobre su padre, pero su madre había sido la hija del lord de Howick. Había sido criada en esta casa. Lo más lógico era que conociera más sobre ella que cualquier otra persona.
Al menos debería poder decirle cómo era, hacerle una descripción, ¡algo!
—Lo lamento profundamente —le respondió Harold en cambio. —No puedo.
Pero, si ni siquiera el mayordomo podía revelarle el más mínimo detalle sobre su madre… esto era extraño.
Empezaba a sospechar que lo que ocultaban sobre sus padres era algo realmente terrible.
Jean no insistió más. Claramente, el mayordomo tenía los labios sellados, y no tenía caso enfadarse con un sirviente que solo obedecía las órdenes de su amo.
En todo caso, debía enfadarse con su primo por ocultarle cosas.
Su abuelo, era otro asunto.
Ni siquiera había hablado con él y, francamente, tenía miedo de acercarse e increparlo sobre sus padres.
Tras la charla, el sirviente se retiró del salón y Jean se quedó solo.
Pero en vez de esperar a su primo, el niño se levantó para explorar la mansión.
Los anchos e iluminados pasillos lo guiaron hacia otros más sinuosos y hermosamente decorados.
Vio muchas habitaciones, pero Jean no quiso ingresar a ninguna. A pesar de los lazos sanguíneos, sería descortés husmear. Se hallaba en Howick Hall en condición de invitado y, a juzgar por la mirada que le había dado su abuelo en cuanto lo vio, no parecía agradarle mucho, así que prefería no ofenderlo.
De repente, al girar en una intersección, escuchó una voz.
Jean, curioso, siguió caminando, y a medida que se adentraba, la voz se hacía más fuerte y reconocible para él.
Al llegar al final del pasillo, vio dos puertas y rápidamente dedujo que se trataba de un estudio.
De allí provenía la voz, resonando tan fuerte que Jean pudo entender con claridad cada palabra.
—¡Por supuesto que lo harás! Y también, ¡sacarás a ese bastardo de mi vista! —gritó su abuelo.
Parecía estar discutiendo con alguien, pero la voz de esa persona no se oía.
Tal vez porque no estaba respondiéndole o porque, en comparación, su tono era demasiado bajo.
Obviamente, era su primo quién debía estar ahí adentro.
Jean vaciló, pero terminó acercándose a las puertas.
Si él mismo no buscaba las respuestas, nadie se las daría.
—¡Lo llamo como lo que es! —bramó su abuelo de nuevo.
Pero Jean, incluso estando tan cerca de la puerta, seguía sin escuchar la voz de Charles.
¿Tendría que acercarse más?
Era riesgoso… pero ya se había metido en esto como para retroceder ahora.
Posó una oreja contra la madera.
—¡Es tu nieto! —escuchó decir a su primo, ahora, él también levantó la voz.
—¡Si lo que buscas es que lo acepte, no lo haré! —siguió vociferando su abuelo.
Evidentemente se referían a él.
Jean era la causa de su discusión, y no comprendía por qué.
—Entonces nos iremos —concluyó su primo, su voz tan molesta como la de su abuelo. —Solo he venido a informarte.
Esa fue la señal que necesitaba para alejarse.
Jean retrocedió y buscó desesperadamente un escondite. Corrió hacia una puerta cualquiera, la abrió y se metió.
Era un amplio salón, conectado al despacho.
No era seguro quedarse. Su abuelo podía entrar en cualquier momento.
Y con la furia que parecía tener, quién sabía lo que haría si lo descubría escuchando. Sin duda, nada bueno.
Jean se metió por otra puerta, que daba a una habitación espaciosa y vacía, salvo por un sillón en el centro.
Corrió hacia él, agachándose y escondiéndose detrás.
El corazón le latía frenéticamente y, aunque su mente intentaba darle sentido a todo, no entendía por qué su abuelo lo odiaba tanto como para llamarlo bastardo.
Escuchó pasos.
Entrando en pánico, Jean pensó desesperadamente en cómo escapar sin ser descubierto.
Miró la ventana.
Estaba en un primer piso, la caída no era tan alta, pero para un niño de cuatro años sí que lo era.
Jean dudó, pero al final no le quedaban alternativas.
Se levantó, abrió la ventana y, en cuanto oyó la puerta abrirse, se tiró.
La caída fue incómoda, pero Jean logró caer agachado, gran parte de la caida siendo amortiguada por el suelo blando cubierto de césped.
Se paró del suelo con dificultad, sus extremidades se sentían temblorosas y dolían levemente.
Aun así, Jean no perdía sus buenas maneras, sacudiéndose la ropa cubierta de pequeñas hebras verdes que, tras la caída, se le habían quedado pegadas.
Levantó la vista, encontrándose con el amplio jardín lleno de flores de diversos colores.
Se acercó hacia una flor particularmente rara, era la primera vez que Jean veía a una así de hermosa.
Acarició sus pétalos, distrayéndose brevemente con su belleza.
Sin embargo, lo que había escuchado se repitió en su mente como un mantra.
“¡Por supuesto que lo harás!” había dicho su abuelo iracundo. “Y también, sacarás a ese bastardo de mí vista!”
Jean frunció el ceño. Sintiéndose ofendido de que lo llamen de esa forma.
El odio que había destilado de su voz… No lo entendía, ¿por qué su abuelo lo detestaba?
¿Estaría relacionado a sus padres? ¿Habrían hecho algo indebido?
¿Por eso nadie quería hablarle sobre ellos?
A Jean le molestaba profundamente no saber algo, sobre todo, cuando este “algo” estaba relacionado a él personalmente.
Jean apretó los labios.
Un sentimiento desagradable acumulándose en su pecho.
Su abuelo no lo quería, y si su primo cumplía con lo que le había dicho, se irían de Howick Hall, y Jean seguiría sin saber la verdad sobre sus padres.
“No puedo irme. Tengo que averiguarlo todo”
Determinado a encontrar respuestas, Jean decidió que, no importaba lo que su primo quisiera.
Jean se quedaría aquí hasta encontrar la verdad.
Al final Jean se quedó dando vueltas por el jardín mientras pensaba cómo esconderse de su primo en el caso de que tuvieran que irse.
Un rato después, una sirvienta se acercó hacia él con rostro aliviado.
—¡Joven señor, lo estábamos buscando!
Jean apenas levantó la vista de una flor rosa que, había estado observando por más de cinco minutos.
—¿Mí primo me busca? —inquirió con indiferencia.
Seguramente su primo lo buscaba para que se fueran.
La sirvienta negó.
—Es el amo quien lo busca.
Jean se paralizó.
Su abuelo lo buscaba.
No quería ir. Escuchar sus gritos e insultos hacia él le había dado miedo.
Pero negarse sería aún más descortés y su abuelo lo odiaría aún más.
Se acercó a la sirvienta, y está lo guió hacia el interior.
La sirvienta lo guió hacia las puertas dobles del despacho que Jean ya conocía, le hizo una reverencia y se retiró.
Jean miró las puertas con aprehensión.
Tenía miedo de entrar.
De repente, estas se abrieron, revelando el semblante irritado de su abuelo.
—¿Ya estás aquí? —dijo, con una tranquilidad que no contrastaba con su cara severa.
—Entra —le indicó.
Jean dudó unos segundos, y esa tardanza bastó para que el anciano le gritara.
—¿¡Eres sordo!? ¡Entra!
Jean se sobresaltó, dando un pequeño salto.
Asintió y entró detrás suyo lentamente. El lord de Howick fue a sentarse en su sillón, detrás del escritorio central del despacho.
—Siéntate —ordenó.
Jean lo hizo en la silla frente al escritorio. Era tan pequeño que sus piernas quedaban en el aire.
—Seré directo y franco contigo, niño —comenzó diciendo. Parecía intentar contener el desprecio en su voz, pero este, de todas formas, se filtraba.
—Eres un bastardo y no te mereces el nombre que llevas.
—¿Por qué—
—¡Silencio! —lo retó. —Hablarás cuando yo te diga que hables.
Jean se quedó congelado en su lugar, en silencio. El anciano pareció molesto por eso.
—¿¡Has entendido!?
Jean asintió rígidamente con la cabeza, por lo tanto, el anciano continuó, entrecerrando los ojos y mirándolo como un depredador.
—Tch. Solo mirarte me molesta.
¿Solo mirarlo?
Más bien, parecía que su existencia misma le irritaba.
Y su abuelo pareció notar su confusión porque dijo:
—Ni siquiera sabes por qué eres un bastardo, ¿eh?
Jean negó con la cabeza, arriesgándose a recibir otro regaño. De hecho, estaba interesado en que elaborara y le dijera porqué lo llamaba de forma tan ofensiva.
Tal vez, a pesar de su mal cáracter, él fuera el único que le brindara las respuestas que buscaba.
Pero el anciano lo desilusionó rápidamente.
—No seré yo quien te lo diga —respondió su abuelo. —Esa es responsabilidad de tu padre.
¿Su padre?
Pero si él estaba muerto...
Pero su abuelo, ignorando su confusión, continuó hablando severamente.
—Si quieres ser parte de esta familia, tendrás que ganártelo.
Era la primera vez que escuchaba algo así.
Jean tenía por entendido que solo por llevar su sangre ya formaba parte de la familia Grey.
Pero no se animó a decirlo en voz alta, después de todo, su abuelo no le había dado permiso. Y no quería pecar de imprudente.
—Ahora no eres nada. No eres nadie. No tienes nombre.
Jean alzó una ceja, mirándolo como si estuviera loco.
El anciano perdió los estribos, golpeando la mesa y haciendo que Jean diera un salto de la impresión.
—¡Más te vale tomártelo en serio, o solo me demostrarás que un bastardo como tú no merece ni una oportunidad!
Jean se quedó anonadado, no sabía cómo reaccionar.
El viejo volvió a golpear la mesa.
—¡Responde! ¿Te lo tomarás en serio?!
—S-Sí.
—¡Dilo con más firmeza!
—¡Sí!
Viéndose satisfecho, el anciano asintió. Sin embargo, su mirada de desprecio nunca se disipó.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó de repente.
Jean frunció el ceño.
Hoy su primo lo había presentado. De hecho, su abuelo había sido quién había preguntado, sabiendo su nombre de antemano.
Pero según las palabras del anciano, Jean no tenía nombre porque era un bastardo, sin embargo, arriesgándose a recibir un grito, respondió naturalmente:
—Mi nombre es Jean.
Pero el viejo chasqueó la lengua y negó con la cabeza.
—No —dijo rotundamente. —Tú no tienes nombre. Eres un bastardo.
Efectivamente, como Jean pensaba.
Entendía perfectamente que un bastardo era un hijo ilegítimo, aunque también podía utilizarse como un insulto, ambas cosas eran igual de malas para Jean, que seguía sin comprender el odio del abuelo hacia él.
¿Realmente era un hijo ilegitimo, o solamente, lo estaba insultando?
Estaba confundido, y eso se reflejaba en su cara.
Quería decir algo, preguntar, pero el viejo era tan intimidante que Jean no pudo emitir palabra.
¿Qué se supone que debía hacer?
Ahora, la determinación por quedarse para encontrar la verdad se estaba disipando. Jean quería que su primo apareciera para sacarlo de aquí, ¿a caso no había dicho que se irían?
¿¡Dónde se había metido!?
Quería regresar a la mansión Phantomhive. El conde Ciel era estricto y gruñón, pero lo prefería a él que a su abuelo loco.
—Levántate —dijo el anciano, él mismo parándose del sillón.
Jean no tenía más alternativa que obedecer. Con la cabeza baja pero los ojos al frente, se levantó.
Mantuvo ambas manos unidas hacia delante, en una posición sumisa. Tratando de mantenerse lo más quieto posible como si así evitara la ira del anciano sobre él.
—Veremos qué tanto corre mi sangre por tus venas —dijo.
Esa declaración sonó tan críptica que, Jean comenzó a imaginarse todo tipo de horrores.
¿Qué pensaba hacerle este viejo loco?
“¡Primo, ven a salvarme!” imploró con absoluto terror.