Relato de Perséfone
Cada año, cuando cruzo la frontera entre la sombra y la luz, la tierra tiembla suavemente. No de miedo, sino de anticipación. Las raíces despiertan, los brotes empujan la tierra dormida, y el aire vuelve a oler a cosas vivas.
Camino descalza sobre el primer pasto nuevo, y la vida vuelve a recordar mi nombre. Soy Perséfone, la que regresa.
Mi madre me espera siempre en el mismo claro, con los ojos húmedos y las manos temblorosas, como si yo fuera aún la niña que recogía flores sin saber lo que acechaba bajo la tierra. Pero yo ya no soy esa criatura. Lo sabe. Y, sin embargo, me abraza como si aún pudiera protegerme del mundo, de la muerte, de los dioses.
De él.
Porque, aunque Deméter jamás lo dice en voz alta, su mirada siempre busca el cielo.
Zeus no baja a recibirme. No ha bajado nunca. Pero cada vez que regreso, sé que me observa. Lo siento en la quietud del viento, en cómo el sol titubea al tocarme la piel, en ese trueno lejano que no amenaza, pero tampoco olvida.
No sé qué espera de mí. No sé si alguna vez esperó algo más que obediencia, silencio, o tal vez poder compartido en las sombras del Inframundo. A veces me pregunto si fui su hija o su apuesta. Si al ofrecerme a Hades selló un pacto o liberó una fuerza que ni él podía controlar.
Porque al final, no fui dócil. No fui pequeña. Fui reina.
Y eso, incluso para Zeus, debió ser una sorpresa.
Una vez —solo una— lo vi durante mi tránsito. Fue en un ocaso incierto, cuando las flores aún no se atrevían a abrirse del todo, y el cielo estaba cubierto de nubes violetas. Estaba de pie en una colina, solo, con su cabello movido por el viento, y la mirada al horizonte. No me habló. No se acercó. Pero cuando nuestros ojos se cruzaron, sentí que todo el Olimpo guardaba silencio.
Podría haber dicho tantas cosas. Preguntar por qué. Reprochar. Reivindicar. En su lugar, simplemente asentí. Como una reina saluda a un rey. Y él respondió igual: sin palabras, sin gestos. Como si, después de todo, bastara con el hecho de estar vivos —divinos— y sabernos parte del mismo tejido.
Cuando desapareció, lo hizo con la discreción de una nube que se disuelve. Y ese día, curiosamente, llovió sobre los campos. Lluvia suave, fértil. Como una bendición que nadie pidió, pero todos agradecieron.
Desde entonces, cuando cruzo de nuevo del Hades a la superficie, no busco su sombra. No lo necesito. Pero lo siento. En el trueno lejano. En el temblor de las ramas. En los silencios entre las estaciones.
Él no me llama hija.
Yo no lo llamo padre.
Pero entre los mundos que se abren a mi paso, hay un lugar donde el cielo y el Inframundo se rozan sin tocarse.
Y allí, aunque nunca se diga, sé que Zeus y yo… nos entendemos.