A Orillas del Nilo
El viento cálido del desierto se deslizaba entre mis alas mientras volaba hacia el oeste, dejando atrás las fértiles tierras de Sumer. Durante siglos, había observado la grandeza de los sumerios y los acadios, su ingenio plasmado en tablillas de arcilla y sus ciudades vibrantes de vida. Pero ahora, un nuevo destino me llamaba. Había escuchado murmullos sobre otra civilización, una que se alzaba a orillas de un río caudaloso, donde los hombres erigían estructuras que desafiaban el tiempo mismo. Decidí comprobarlo por mí misma.
Aterricé en un valle arenoso, lejos de miradas curiosas. Desde la distancia, observé cómo el río se extendía como una serpiente de agua entre tierras de un verde intenso. En sus orillas, vi poblados de adobe, campos cultivados y hombres trabajando en grandes construcciones que parecían tocar el cielo. Aquellos monumentos eran distintos a todo lo que había visto antes. La civilización egipcia se extendía ante mis ojos con una magnificencia que me dejó sin aliento.
Me aventuré entre ellos con cautela, cambiando mi forma a la de una humana para no llamar la atención. El idioma era distinto al de los sumerios, pero con el tiempo, aprendí a descifrarlo, escuchando conversaciones, observando sus gestos y descifrando los símbolos que decoraban los muros de sus templos y tumbas. Esos símbolos eran más que simples dibujos; formaban un lenguaje, una escritura que relataba historias de dioses, faraones y gestas inmortales. Me fascinó cómo los humanos habían hallado una forma de preservar su historia más allá de su efímera existencia.
Egipto era un reino de orden y jerarquía. Su sociedad giraba en torno al faraón, el hijo de los dioses, cuya voluntad regía la vida de todos. Sus sacerdotes oficiaban rituales en templos majestuosos, donde los dioses eran honrados con incienso y plegarias. Las calles de las ciudades eran bulliciosas; mercaderes ofrecían lino, perfumes y piedras preciosas, mientras escribas registraban transacciones en rollos de papiro.
Deseosa de conocer el pasado de esta civilización, busqué el conocimiento entre los escribas y los ancianos. Descubrí relatos de reyes legendarios, como Snefru, el gran constructor, quien perfeccionó la forma de la pirámide, y su hijo Keops, bajo cuyo mandato se alzó la pirámide más imponente jamás vista. Aprendí sobre los nomarcas, los gobernantes locales que administraban las provincias, y sobre los artesanos que decoraban tumbas con escenas de la vida cotidiana, asegurando que el difunto encontrara la eternidad en el más allá.
También descubrí algo que resonó en mí: la música egipcia. En festivales y ceremonias, los músicos tañían arpas y liras, flautas y tambores, creando melodías que parecían un puente entre lo terrenal y lo divino. Me encontré maravillada ante su ritmo y armonía, distinta de la música sumeria, pero igual de envolvente. Era otro testimonio de la capacidad humana de dejar una huella, de resistirse a la fugacidad de la existencia.
El tiempo transcurrió sin que me diera cuenta. Pasé siglos en Egipto, viendo el ascenso y caída de dinastías, la construcción de templos y la expansión del imperio. Observé el reinado de Pepi II, el monarca que gobernó por más tiempo en la historia, y fui testigo del inicio del Primer Período Intermedio, cuando el poder del faraón comenzó a desmoronarse y los nomarcas lucharon por el control. Vi la gloria y la crisis, y con cada siglo que pasaba, entendí más sobre los humanos y su incansable lucha por la inmortalidad.
Pero lo que más me impactó fueron sus monumentos, aquellas gigantescas pirámides y templos tallados en piedra que resistían la erosión del tiempo. Me sobrecogió la idea de que quienes los habían construido ya no existían, pero sus obras perduraban, desafiando el olvido. En mi longevidad, siempre había visto a los humanos como seres efímeros, destinados a desaparecer en un suspiro, pero Egipto me mostró su deseo de trascendencia. Eran frágiles, sí, pero su espíritu los impulsaba a dejar huellas imborrables en la historia. La inmortalidad no era solo cuestión de carne y hueso, sino de legado, de recuerdos esculpidos en piedra y escritos en jeroglíficos.
Finalmente, supe que era momento de partir. Las arenas del tiempo no se detenían, y había más mundos por descubrir. Me llevé conmigo el eco de sus cantos, la majestuosidad de sus monumentos y el enigma de sus jeroglíficos. Sabía que aún me quedaba mucho por aprender sobre la humanidad y su afán de trascendencia.
Con un último vistazo a las pirámides que desafiaban la eternidad, extendí mis alas y me elevé en el cielo nocturno. Mi próximo destino me esperaba en el lejano oriente, donde otra gran civilización florecía en las fértiles tierras