Se había esmerado demasiado, se dedicó completamente a estudiar cocina para perfeccionar sus habilidades, destacándose en el área. Días y noches investigando, practicando, desarrollando las mejores recetas que pudieran combinar con excelencia la selección final. Amaba comer. Así como se preparó en las artes culinarias, también habilitó el patio de su casa para cosechar en él sus propios vegetales, verduras y especias, la frescura y lo orgánico eran clave en todo este procedimiento; hasta cazó su propia carne.

 

 Todo estaba listo y perfectamente planificado.

 

 Los cortes fueron excelentes, aquello no era tan distinto a un cerdo, así que fue una práctica bastante intuitiva y prolija. Piezas finamente cortadas, separadas, seleccionadas y almacenadas, estaban frescas, con una jugosidad exquisita que con levemente hundir los dedos en ellas, brotaba en buena cantidad la sangre; probó un poco de la carne cruda y sus ojos se cerraron de placer, inclinando levemente su cabeza hacia atrás, como si estuviera saboreando el más delicioso manjar, era una carne bien curada con una calidad magnífica. Inigualable. 

 

 Una amplia y larga mesa en medio del oscuro salón se había decorado con fina elegancia, el recinto arropado por una densa oscuridad fue iluminado con la tenue luz de las velas, creando un ambiente hasta romántico -y cómo no, si todo lo había preparado con sumo amor-. Las flores que él mismo había cultivado y las frutas perfectamente puestas sobre plateadas bandejas decoraban la amplia mesa: fresas, moras, frambuesas, arándanos, granadas. Todo esto reposaba sobre un pulcro mantel blanco, haciendo un contraste sublime y más aún cuando la carne se sumó a aquel espectáculo visual. Con una amplia sonrisa de satisfacción, tomó el vino y rebasó la copa, permitiendo que unas cuantas gotas salpicaran el mantel, dando el comienzo a aquel majestuoso, religioso festín. 

 Un brindis por él, un brindis porque del cuerpo y de la sangre se alimentaría, siguiendo el dogma del borroso dios. Un brindis, sí, por la comida que gracias a mi esfuerzo y trabajo duro, tengo hoy en mi mesa.

 Como un imponente ser primitivo, guiado por sus instintos, tomó la fina carne entre sus manos, deshilachando la misma con sus dientes, que bajo la presión de estos era tan suave, tan tierna, dejándose deshacer dentro de la cavidad bucal del hombre, al mismo tiempo en el que él se deshacía en los sabores placenteros de aquel manjar. Su lengua jugaba lentamente con la piel, generando un cosquilleo que lo extasiaba, dejando que la sangre corriera por su rostro, cayendo en gotas que se confundían con el dulce vino. Sus papilas gustativas gozaban de algo inigualable. Su impecable camisa blanca se había teñido de carmesí glorioso, él gruñía y gemía cual animal saciándose de su presa, cerrando los ojos en lujurioso placer, cual virgen experimentando la gracia divina. Realmente celestial.

  Las mordidas generaban un sonido obsceno, los bocados eran cada vez más grandes, como si buscara ser uno en aquello que consumía -y que lo consumía, además, en una locura que lo maravillaba-. Los modales habían quedado de lado, solo eran él y la carne. Poco a poco, el impecable escenario se convirtió en un banquete de grotesca lujuria, colmando el ambiente de una calidez que abrazaba los sentidos del hombre animal, quien se entregaba sin dudas a aquella sensación, ante el deseo de obtener más, y más, manchando su angelical rostro con el color del pecado. Engullía, devoraba, lamía y bebía de cada uno de los alimentos ofrecidos en su mesa. Si así se pudieran catalogar los sacrificios a las deidades, entonces aquel escenario era el rito ancestral para saciar al gran dios carnal, como si Bacco fuese un caníbal. 

 

 ───La primera presa fue la más deliciosa.───