La infancia no va de una edad concreta a otra. El niño crece y abandona los infantilismos. La infancia es el reino donde nadie muere.

El amor es aquello que nos mueve. 

Kate, como la llaman sus amigos, nació en un hogar lleno de amor, digno de una serie estadounidense. Sus padres, ambos militares, se conocieron en una misión humanitaria en Irak, donde pasaron varios meses y surgieron sentimientos profundos entre ellos. Su madre, Margarita Rodríguez, de Andalucía, y su padre, John Blake, provenía de Virginia. Durante un tiempo, mantuvieron una relación a distancia hasta que Margarita decidió no renovar su contrato en el ejército y solicitar un visado para vivir en EE.UU. Dejó atrás a su familia y el confort de su hogar para perseguir el sueño del amor y construir una vida junto al hombre que amaba.Se casaron, y fruto de esa unión nació Katherine. Desde pequeña, fue una niña inquieta y traviesa. Sus padres, ante su espíritu indomable, decidieron no tener más hijos, pues con ella ya tenían suficiente emoción. Su mente, siempre en ebullición, la llevaba a cometer travesuras impulsadas por la inocencia infantil. Salía corriendo por la calle al ver un perro, cruzaba sin mirar para acercarse a una pastelería o perseguía palomas con la ilusión de atraparlas.

Se crió en un ambiente bilingüe, hablando inglés con su padre y español con su madre. Curiosamente, no pronunció sus primeras palabras hasta los tres años, confundida por la mezcla de idiomas. Pero cuando comenzó a hablar, ya nadie pudo hacerla callar. Su madre la llamaba "lorito" porque siempre estaba contando historias de dragones y princesas o cantando a pleno pulmón. Su amor por la música la acompañó durante toda su vida. Durante la infancia y la adolescencia, tomó clases de canto, guitarra y piano, talento que cultivó hasta su ingreso en el ejército. A partir de entonces, su música quedó reservada para sus amigos y familiares..

Un cuento roto.

La vida suele dar golpes inesperados, de esos que resquebrajan el suelo y redirigen el destino sin previo aviso. Para Kate, el primer gran golpe llegó a los 10 años, durante lo que debía haber sido una escapada familiar al campo.

El plan era pasar el fin de semana lejos de la ciudad como una escapada familiar. Tras salir Kate del colegio, tanto su madre como ella, irían a la parcela y dejarían todo listo para la llegada del padre al día siguiente.

Apenas quedaban los últimos rayos de sol cuando las primeras gotas de una tormenta de finales de otoño comenzaron a empañar el parabrisas. Afuera, el cielo se tornaba de un gris melancólico, con nubes densas que avanzaban como sombras pesadas. El viento mecía con violencia las copas de los árboles a ambos lados de la carretera, haciendo crujir sus ramas desnudas. El asfalto húmedo reflejaba los destellos anaranjados del sol agonizante, mientras la niebla comenzaba a levantarse desde el suelo, creando un ambiente casi onírico.

El repiqueteo de la lluvia contra la carrocería del coche y las ventanas, la música de fondo, la voz de su madre cantando una canción, las notas que componían la melodía y sus dedos intentando seguirlas en una guitarra imaginaria convertían aquel momento cotidiano en algo verdaderamente mágico. De esos instantes que permanecen en la memoria como una fotografía en la que se pueden encontrar toda clase de sensaciones o ninguna al mismo tiempo. Un único sentimiento lo dominaba todo: la libertad.

Mientras su mente vagaba lejos y sus dedos seguían tocando aquella guitarra invisible, los acontecimientos se desencadenaron con una rapidez implacable, llevándola al último recuerdo feliz con su madre. La lluvia, que había comenzado como un leve goteo irregular, se transformó en un torrente furioso. El agua anegó el asfalto, y las ruedas, a pesar de estar preparadas para el invierno, perdieron tracción. La carretera, ahora convertida en una pista resbaladiza, se extendía como un río de sombras brillantes. La siguiente curva se alzaba como una trampa oculta en la penumbra.

El coche derrapó. Los neumáticos chirriaron en un último intento de aferrarse al suelo, pero fue en vano. En un abrir y cerrar de ojos, la gravedad tomó el control. La sensación de vacío se apoderó del estómago de Kate mientras el coche se deslizaba fuera del camino, atravesando la barrera de seguridad como si fuera de papel.

Dio varias vueltas de campana colina abajo, arrancando arbustos y levantando nubes de tierra y hojas marchitas. Cada impacto era un estruendo sordo, un golpe seco contra la dureza del mundo. Finalmente, el vehículo se estrelló contra el tronco de un árbol, que detuvo su caída con un crujido estremecedor.

Aquel árbol… el mismo que le salvó la vida a Kate, pero que, irónicamente, selló el destino de su madre.

Ahí habría terminado la historia de cómo perdió a su madre. Así quedó para el resto del mundo: ella, inconsciente en el asiento trasero del coche. Pero, como suele decirse, la vida no nos deja elegir. Minutos después, recobró la conciencia.

Aún en estado de shock, se quitó el cinturón como pudo, sin siquiera comprender por qué lo hacía. Entonces, llamó a su madre, y solo en ese momento se percató de la brutalidad del accidente. Pero el miedo, la incertidumbre, el dolor de sus propias heridas o cualquier otro sentimiento quedaron relegados a un segundo plano. Una necesidad irracional la envolvió, una urgencia instintiva y primitiva de buscar consuelo en su madre, su mayor refugio, como un niño que busca a sus padres cuando el mundo se desmorona y lo deja indefenso.

Sin ser del todo consciente de sus propios movimientos, salió del coche y se dirigió al lado del copiloto, pues la puerta del conductor estaba abollada contra el tronco del árbol. Al abrirla, se quedó paralizada ante la imagen que se desplegaba ante ella.

El rostro de su madre estaba cubierto de pequeñas heridas, desfigurado por los diminutos fragmentos de cristal de la ventanilla y el parabrisas. Su cuerpo yacía en una posición antinatural, marcado por el impacto y el despliegue del airbag lateral. Un temblor recorrió el cuerpo de Kate, pero no era el frío el que la estremecía, sino el miedo desgarrador de que su madre ya no estuviera con vida.

Se quedó quieta unos segundos, incapaz de pronunciar la palabra "mamá", que moría en sus labios, al igual que temía que lo hubiera hecho ella. Y entonces, por encima del sonido entrecortado de su propia respiración, escuchó una débil tos proveniente del cuerpo de su madre.

Aquel sonido fue para Kate como un coro celestial. Su madre estaba ahí. Seguía viva.

Aquello fue suficiente para reunir el valor y acortar la distancia entre ambas. Extendió la mano, la posó suavemente sobre su hombro y, con un susurro tembloroso, dejó escapar un débil:

– Mamá… –

Su madre abrió los ojos, fijando su mirada en la de Kate. Aquel contacto visual fue suficiente para hacer que las lágrimas se acumularan en los ojos de la niña, temblorosas, luchando por brotar sin control.

A pesar del dolor evidente que la consumía, su madre intentó alargar la mano hacia ella. Fue un gesto torpe, debilitado, pero lleno de ternura, un intento desesperado de consolar a su hija aun cuando era ella quien se hallaba al borde de la inconsciencia.

Kate sorbió por la nariz con fuerza, como si con ese gesto pudiera ahogar su miedo. Luego, obligándose a esbozar una media sonrisa, asintió y susurró con la voz temblorosa:

– Vale, mamá. Estoy bien. ¿Dime qué hago? ¿Busco el teléfono y llamo a emergencias? ¿Qué hago? –. Su voz se quebró en la última pregunta, el nerviosismo brotando sin control. No sabía qué hacer. No podía permitirse pensar en el miedo o en el dolor; lo único que importaba era ayudar a su madre, sacarla de ahí.

Con la determinación nacida del pánico, apartó la mirada de ella y comenzó a buscar el teléfono con desesperación. Sus manos revolvían todo a su alcance, hurgando entre los restos del accidente, pero no estaba por ninguna parte.

La cabina del coche era un caos absoluto. Fragmentos de cristal cubrían los asientos, el salpicadero, el suelo. Cada vez que Kate movía las manos, pequeñas esquirlas se le clavaban en la piel, dejando finas líneas rojas en sus dedos, pero el dolor no importaba. Apenas había luz: solo el parpadeo intermitente de los warning y el resplandor mortecino de los faros iluminaban el desastre, creando sombras inquietantes en el interior del coche destrozado.

Respiró hondo, conteniendo un sollozo. No podía derrumbarse. No ahora.

– Mamá… no encuentro el teléfono… – su voz era apenas un hilo quebradizo.

Pero tenía que seguir buscando. No había otra opción.

– Kate… Kate… cariño… – la voz de su madre era un murmullo frágil, casi llevado por el viento, pero aún cargado de ternura.

Kate se detuvo en seco. Su respiración entrecortada se mezcló con el sonido de la lluvia golpeando suavemente los restos del coche. Se giró hacia su madre, sintiendo cómo la angustia le oprimía el pecho.

Margarita sabía la verdad. Sabía que, aunque Kate lograra encontrar el teléfono y pedir ayuda, ya no le quedaba demasiado tiempo. Lo sentía en cada punzada de dolor, en cada bocanada de aire que se volvía más difícil de atrapar. Pero su hija aún no lo sabía… y no quería que lo supiera. No así.

Cuando Kate le prestó atención de nuevo, Margarita forzó una sonrisa débil, tratando de ocultar la sombra de la muerte que ya se cernía sobre ella.

– Cariño… escúchame… el teléfono ahora no es importante… – susurró. Cada palabra le costaba un esfuerzo titánico, y con cada sílaba, un leve gorjeo escapaba de su pecho, un escalofriante recordatorio de que sus pulmones se llenaban de sangre.

Kate negó con la cabeza, sin entender.

– No… mamá, tengo que ayudarte… – su voz temblorosa parecía prácticamente una súplica. 

– Shhh… quédate un momento conmigo, ¿vale? Todo irá bien… todo… todo irá bien… confía en mí… –

Su voz se apagaba poco a poco, deslizándose entre sus labios como un eco lejano. Kate no podía hacer más que mirarla, su corazón martillando en su pecho con una fuerza dolorosa.

– No pierdas esa maravillosa imaginación… ni esas ganas de comerte el mundo… – Margarita tomó aire con dificultad, sus párpados volviéndose pesados –. No pierdas tu encanto… no te pierdas a ti misma… vive… y sé… como eres… indomable… ¿vale, cariño? Sé indomabl… – .

La frase quedó inconclusa, suspendida en el aire como una promesa rota.

Y con ella, Kate sintió cómo algo dentro de sí se rompía para siempre.

Muerta de miedo en el asiento del copiloto, Kate se quedó paralizada. Ya no importaba el teléfono. Ya no importaba encontrar ayuda. Ni siquiera importaba aquella escapada en familia que había imaginado como un momento feliz.

Nada importaba.

Porque su madre acababa de exhalar su último aliento frente a ella.

El silencio que siguió fue aterrador. Un vacío absoluto, roto solo por el lejano sonido de la lluvia golpeando la carrocería destrozada del coche.

Con los labios entreabiertos y los ojos anegados en lágrimas, Kate sintió cómo el frío se colaba en sus huesos, pero ni siquiera temblaba. Apenas respiraba.

No podía estar allí. No podía mirar.

Salió del coche tambaleándose, sin ser realmente consciente de sus propios movimientos, con la sensación de que su cuerpo ya no le pertenecía. No sabía a dónde ir, ni qué hacer, así que simplemente se dejó caer en el asiento trasero, donde había estado antes del impacto.

Se abrazó las piernas, hundiendo el rostro entre sus rodillas, dejando que el tiempo pasara sin significado alguno.

Y allí permaneció.

Horas después, cuando la encontraron, su piel estaba helada, su respiración era débil, y su cuerpo entero temblaba al borde de la hipotermia.

Pero Kate no sentía frío. Solo un abismo insondable dentro de sí.