Adjunto: Fragmento 23842 - Extractos del Diario Personal de Móiril (Páginas 119-135).
Había rastros en el aire antes de que lo viera. Un temblor, casi imperceptible, en el tejido mismo de la realidad. Un quiebre, una fractura tan fina que solo el ojo más atento podría haberla detectado, como si el mundo a mi alrededor hubiera vacilado por un instante. No lo vi de inmediato, pero lo sentí. La presión en el pecho, esa sensación implacable de que algo, algo sin forma ni nombre, se deslizaba entre los pliegues del tiempo y el espacio. La sombra de su presencia no tocaba el suelo, pero se extendía por todo el horizonte, invisible, pero inconfundible.
Lo sentí primero en el silencio. La quietud total que se apoderó del entorno, el vacío suspendido en el aire, como si el mundo se hubiera contenido la respiración. No era la calma de la naturaleza, sino la quietud expectante de un vacío que aguardaba algo, una presencia que no se manifestaba en la vida, sino en su ausencia. Algo había pasado por allí. No eran cadáveres lo que quedaba atrás, sino vacíos. Siluetas despojadas de su esencia, temblando aún con la marca de su paso.
Y luego estaban los ojos.
Vi su huella en los ojos de los caídos. Aquella mirada, vidriosa y fría, que no reflejaba luz. Un pozo sin fondo, donde la vida ya no se reflejaba, sino que era suplantada por una oscuridad que no pertenecía a este mundo. No había sufrimiento en esos ojos. Ni siquiera la agonía que precede al último aliento. Solo un abismo inerte, como si todo lo que alguna vez fue humano hubiera sido arrancado, despojado desde el interior. Algo había llegado antes que la muerte, algo que había vaciado su ser.
El primer sujeto que encontré… Ya no tenía voz.
Su cuerpo estaba doblado en ángulos grotescos, distorsionados de formas que la anatomía humana no debería permitir. Pero no parecía roto. No había señales de desgarramiento ni destrucción. Su cuerpo parecía haber sido colocado ahí con una deliberación extraña, como si algo hubiera jugado con su forma sin comprender su estructura. Un acertijo macabro. Como si cada hueso y cada músculo fueran solo piezas de un rompecabezas que nunca se completó.
Su piel, pálida como la ceniza, se extendía sobre un esqueleto que aún conservaba su forma, pero parecía haberse detenido en algún punto entre la vida y la muerte. El tiempo, o lo que fuera que hubiera sucedido, lo había tocado de una manera distinta. Era como si el instante y la eternidad se hubieran fusionado en él, como si el paso de los segundos no hubiera sido lineal, sino una curva extraña que lo había dejado atrapado en un punto suspendido.
Pero lo peor, lo verdaderamente perturbador, eran sus venas.
Marcas ennegrecidas se entrelazaban por su cuerpo, pero no seguían el curso del sistema circulatorio. No eran los efectos de la corrupción ni la necrosis avanzada. No eran simples manchas de deterioro. Parecían símbolos. Símbolos que no pertenecían a la tierra de los vivos. No fueron trazados por ninguna mano humana. No eran marcas, sino la manifestación misma del fluido que lo había invadido. Algo que había necesitado dejar su firma en su ser, como si esa cosa que lo consumía tuviera una necesidad compulsiva de dejar testimonio de su presencia.
Me acerqué con cautela, sin miedo a su muerte, sino al vacío que había en él. Porque algo en su inhumanidad, algo en esa quietud que destilaba su cuerpo, me decía que no era simplemente un cadáver. Era algo más. Algo que ni siquiera mi instinto, siempre alerta, podía comprender. Era algo que no debía ser, pero que, sin embargo, estaba allí, desafiante.
Intenté encontrar un pulso.
Y lo había.
No era el latido regular de un corazón humano. Era errático, desordenado. No de la manera en que un corazón moribundo lucha por su último respiro, sino de una forma que no comprendía. Como si el cuerpo aún no hubiera aceptado su propia muerte. Como si el cadáver no estuviera consciente de que ya no vivía. No era vida, pero no era muerte. Era un espacio intermedio, una distorsión de lo que debería ser.
Observé su boca, entreabierta, pero no exhalaba. No respiraba, no podía. Sin embargo, sentí algo. Un leve movimiento, un susurro de algo que se agitaba en su garganta. Me incliné más cerca, buscando algún sonido, alguna señal de lo que estaba sucediendo en su interior, pero no había nada.
Y entonces lo sentí.
No era aire. No era la vida que se desvanecía. Era algo distinto.
Un eco.
Una reverberación en la nada. Algo que se reflejaba en la ausencia. Una presencia que no ocupaba el espacio, pero que estaba ahí, devolviendo la mirada.
No sé cómo describir lo que ocurrió en ese instante. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente pudiera procesarlo. Un frío irracional recorrió mi espina dorsal, como un presagio instintivo de que lo que tenía frente a mí no debía existir más. No debía quedarse allí.
Lo incineré.
Las llamas surgieron de inmediato, consumiendo su carne con una facilidad antinatural. La piel ennegrecida se resquebrajó en segundos, pero algo sucedió. Por un instante… Por un breve, horrible instante… La silueta de su cuerpo pareció cambiar. No fue un simple cuerpo en combustión. No fue solo un cadáver que se desintegraba. Fue algo más. Como si, entre las llamas y la ceniza, algo más, algo que no pertenecía a este mundo, se despojara de su envoltura humana.
Como si no hubiera incinerado un cadáver, sino la cáscara que una presencia extraña había usado para existir.
Observé las cenizas. El aire, que hasta entonces se había mantenido tenso, parecía relajarse. Como si el espacio mismo exhalara un suspiro, aliviado de lo que había estado allí.
Pero yo no sentía alivio.
Lo que había encontrado no era solo un vestigio de algo, era el rastro de algo mucho más oscuro. Algo que me había encontrado a mí. Y mi búsqueda, que antes había sido una simple inquietud intelectual, había dado paso a una urgencia desconocida. Algo había despertado. Y ahora no podía retroceder.