Hebe estaba de vuelta en el Olimpo, y con ello, los días parecían envolverse en un lazo dorado de recuerdos y risas suaves. Volver a ver a su “solcito” –como había apodado con tanto cariño a Apolo desde su infancia– había llenado de luz cada rincón de su corazón. Como si los siglos hubiesen sido un simple parpadeo, él volvió a acariciarle el cabello, a llamarla con ese tono tibio, como si el mundo no hubiese cambiado jamás. Le devolvía el néctar favorito sin que ella lo pidiera, le hacía espacio a su lado sin decir una palabra y, en los atardeceres, incluso le contaba pequeñas tonadas nuevas que componía para las ninfas o las musas, solo para verla sonreír.
Pero esa paz no era completa. No podía serlo.
El eco de pasos delicados y carcajadas azucaradas comenzó a colarse entre los espacios que ella creía suyos. Afrodita. Afrodita lo llenaba todo. Afrodita con su aroma embriagador, con su manera de reír como si el mundo fuese un juego hecho solo para complacerla. Afrodita que se enredaba en los rayos del sol, que hablaba suave, pero acaparaba todo.
Y Apolo... Apolo la miraba.
Al principio, Hebe creyó que sería una simple historia pasajera, una chispa entre dioses caprichosos. Pero los días pasaron. Las atenciones que antes eran para ella ahora eran compartidas, diluidas, entregadas con otra dulzura. Él ya no estaba todo el tiempo a su lado. Ahora corría detrás de los suspiros de la diosa del amor.
Hebe no podía evitar sentirse rota. No por celos románticos, no por deseo de lo que Afrodita poseía, sino por algo mucho más profundo. Era ese amor incondicional, ese lazo de hermanos que ella pensaba eterno. Su rayo, su solcito, ahora tenía un nuevo centro en su órbita. Y ella... estaba quedando en penumbra.
«¡Qué fastidio es el amor!», pensó una noche, mientras se sentaba en el borde de una fuente que ella misma había encantado para soltar burbujas de colores según el ánimo del día. Hoy eran burbujas de un gris opalino, brillantes pero apagadas.
«¿Es que todo en este mundo tiene que cambiar cuando el amor aparece?»se preguntaba en silencio, abrazándose las piernas como una niña confundida. «¿No puede haber un solo rincón donde siga existiendo un amor que no lo consuma todo, que no lo transforme, que no me deje atrás?»
Sus ojos verde aqua pastel brillaban con esa humedad contenida que solo conoce el que sonríe por fuera y grita por dentro. Porque no odiaba a Afrodita. No podía. Hebe entendía bien lo que era anhelar, lo que era el deseo. Ella misma había probado la dulzura de un primer beso, y luego el amargo abandono del olvido. El amor era hermoso, sí... pero también sabía volverse un monstruo cuando te robaba lo poco que creías seguro.
Acarició el lazo de tela que solía atar en el cabello cuando jugaba con Apolo de pequeña. Era un recuerdo de juegos sin malicia, de canciones inventadas a media tarde, de brazos tibios y promesas de “yo te cuidaré siempre”. Pero ahora... ahora Apolo parecía cantar solo para Afrodita.
Y Afrodita no compartía.
Hebe había intentado ignorarlo. Había fingido que no dolía. Había sonreído, incluso, cuando los vio caminar tomados de la mano por los jardines dorados. Pero luego venían esos momentos... en que se quedaba sola, con una taza de néctar a medio terminar, y las palabras que antes intercambiaba con su hermano se le apilaban en la garganta, sin destino, sin escucha.
«¿Por qué no puedo simplemente estar feliz por él?», se preguntaba. «¿Por qué no puedo mirar su sonrisa y sentir que también es mía? ¿Por qué... duele tanto?»
Porque Hebe se sentía invisible. Y eso, para una diosa de la juventud y la vitalidad eterna, era un peso inmenso. No se trataba de no ser amada... se trataba de no ser vista. De que su amor, su cariño incondicional, quedara relegado por otro que ofrecía pasión y deseo. Ella era el hogar seguro, la risa de hermana, la compañera de travesuras. Afrodita, en cambio, era fuego, era piel, era tormenta.
Y aunque Hebe sabía que ambos amores podían coexistir… en el fondo, temía que Apolo terminara por olvidar que alguna vez fue su solcito, su hermano, su lugar feliz.
Con un suspiro largo, se levantó. No podía quedarse allí llorando por siempre.
—Soy Hebe… —se dijo en voz baja, recogiendo el lazo del suelo y apretándolo contra su pecho—. La que florece, la que da juventud y esperanza. Si el amor me duele, lo transformo. Si mi corazón llora, que florezcan rosas de mis lágrimas. Y si el mundo me deja atrás... yo lo alcanzo con luz propia.
Y aunque le doliera, aunque esa punzada no se fuera por completo, sonrió. Porque sabía que incluso cuando el amor parecía robarlo todo... ella podía crear algo nuevo. Algo que ni siquiera Afrodita podría quitarle: la certeza de que, mientras existiera, el cariño más puro seguiría naciendo de ella. Una y otra vez. Sin miedo. Sin envidia.
Porque, aunque su corazón estuviera roto… aún sabía cómo sembrar belleza en el dolor.