El rayo de sol que iluminaba su cara parecía una bendición. Para ella, y para quien la viera. Esa precisa mañana se animó, por una vez, a aclararse bien. Debía admitir que le dolía abandonar aquel sitio sabiendo que no volverían a encontrar una pastilla de jabón en, posiblemente, semanas. Quizás meses. ¿Cuánto tiempo llevaban viajando juntos? Porque ella no había contado los días desde que dejó la caravana de esclavos atrás. Cada uno se había sentido más divino que el anterior...

—Huele bien —mencionó Isidro. En cuanto Bruna giró un poco su cabeza para mirarlo, se dio cuenta de que había pensado muy bien en lo mismo que ella, y del hostal se había llevado la pastilla.

—Es una maravilla. No entiendo por qué no querías quedarte...

—Bueno, podríamos habernos ido al segundo día, pero el doctor dijo que necesitabas reposo.

Con un poco de cuidado recorrió su propio muslo con el índice, subiendo hasta el costado, mientras decía eso último. Se dio cuenta la muchacha de que el recorrido que realizó con el dedo era, exactamente, el mismo que formaba la cicatriz. Para ella fue instintivo poner la mano en esa zona como respuesta, solamente para comprobar que ya no le dolía. Entonces negó con la cabeza ("ahora estoy bien"), aunque por un instante su mirada se perdiera y diera que pensar en que algo más la importunaba.

Dieron unos pasos más, al menos los suficientes como para recorrer la calle y meterse por una esquina que desembocaba en la plaza del pueblo. —El doctor tenía razón—, replicó al fin. Ya no tenía sentido hundirse en el pasado. Iso se encogió de hombros.

—¡Supongo! Y no ha sido un mal lugar para quedarnos, ¿verdad? —ella asintió con un "mhm"—. Aunque antes de irnos... Yo quería hacer algo, ¿sabes?

No, no sabía. Siguieron el paseo, que a ella se le hacía como si no fueran los dos a ningún sitio. Pero el caso es que no podía simplemente... Andar sin objetivo. Mucho menos Isidro. Él se movía —y así era siempre— con el objetivo de vivir un día más al margen de la gente decente; ella pensaba que debía despertar cada mañana preguntándose a quién le robaría el pan del día.

Y, entonces, se dio cuenta de lo que estaba a punto de pasar. El puesto de queso que visitó el primer día, mismo cuyo vendedor no le quiso demostrar ni la menor amabilidad por sus pintas, estaba frente a los dos. ¿Y el hombre? Pues ahí mismo se encontraba: sentado, esperando que alguien comprara sus bienes. Estos mismos no eran más que el queso de sus cabras, hecho cuñas que apiló como torres.

Aunque ella no le hubiera dado detalles específicos de lo que pasó a Isidro, el muchacho le puso la mano en el hombro al dedicarle una mirada cómplice. Esa mano sirvió para darle un muy suave empujón, señal de que se quedara quieta y le dejara hacer a él. "Lo sabe, ha preguntado, otra gente lo vio...". Ella se hundía ante la vergüenza que le causaba la idea de haberse vuelto hazmerreír de los muy desgraciados. Pero pronto volvía a la realidad; contempló cómo Isidro, el galante muchacho que la rescató, avanzaba despreocupadamente hacia el puesto. El hombre no evitó mirarlo con desagrado.

—Ya le dije a esa que...-

No pudo ni acabar. En una seña de brutalidad, Isidro aferró la parte posterior de su cabeza y estrelló su cara contra la mesa. —A "esa" le vas a tener un poco de respeto, ¿me escuchas? —aún tuvo la gracia de desenfundar por un momento el revolver y apuntarlo contra sus testículos. El vendedor lloriqueó algo, unas plegarias que aún se le ocurrían a pesar del dolor y atontamiento. Un "no me hagas daño", "no lo hagas", "quiero ser padre, por favor, no dispares"...

Era irrelevante, porque Isidro había dejado de escuchar ahora que el susto estaba dado. A cambio de las dos cuñas que se llevó, dejó dos monedas de una peseta para el pobre diablo. Eran mucho más de lo que se merecía.

¿Y Bruna? Dejo de existir por ese rato. O más bien, hizo un esfuerzo por separarse de lo que veían sus ojos, que no pasaba por cerrarlos. Se imaginó que Isidro la llevaba a tomar un café, y que la trataba con gentileza; que, además, finalizaban aquella semana de paz que se estaban permitiendo con una visita a la vora del río, donde los niños se divertían durante los veranos más calurosos. Ella reía mientras le lanzaba agua a los ojos, tan azules, tan cristalinos...

—¿Bruna?

¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! El camino. Se dijo que no fue todo un sueño, porque veía el contorno de los quesos en el saco donde Isidro guardaba los víveres. Ella, en cambio estaba bien; mucho mejor de cómo había estado antes, dado que ya no le escocía la herida del disparo.

—Te noto callada... ¿Te encuentras bien?

Imagen: Veduta - Francesco Lojacono