En el helado y místico reino de Nivora, los dragones de hielo eran venerados y temidos en igual medida. Criaturas ancestrales de inmenso poder habitaban aislados de los seres humanos, optando por su exclusión en las cumbres nevadas y en los glaciares más antiguos del planeta. Sin embargo, como habitualmente sucede con las almas que desafían el destino, se estableció un vínculo inalcanzable entre una humana y un dragón.

Una dama, conocida como Saga, pertenecía a la aristocracia que dominaba el territorio. En un corto recorrido hacia las montañas, sufrió graves heridas en una emboscada de animales salvajes. Cuando parecía que la oscuridad de la muerte se aproximaba, surgió una figura etérea: un hombre de tez blanca y ojos de color azul pálido como el hielo. Era Hjalfrinn, un dragón de hielo, vestido de humanidad. Hjalfrinn, al observar la resolución en los ojos de Saga y su deseo de vivir, lo rescató, cuidando a la mujer hasta que sus heridas se cicatrizaron y su energía volvió.

En ese lapso, Saga y el hombre misterioso mantuvieron diálogos, secretos y carcajadas. Saga se enamoró de la misteriosa figura sin conocer su auténtica identidad, y él, pese a su carácter sobrenatural, empezó a experimentar sentimientos similares. Contrariamente a cualquier lógica y alerta de los antepasados de los dragones, Hjalfrinn optó por rendirse a su amor. Se fusionaron en una noche llena de luna, ratificando un acuerdo prohibido entre humano y dragón. Y de esa unión, surgió una niña conocida como Zaryna.

No obstante, el secreto de él no podía mantenerse en secreto eternamente. Una noche, en medio de una fuerte tormenta de nieve, Saga halló a Hjalfrinn en su auténtico estado: un majestuoso dragón de hielo, con escamas resplandecientes como el acero.

La realidad la impactó como un puño congelado; el ser que amaba no era humano, sino un ser antiguo que ella misma había presenciado arrasar sus territorios con el transcurso del tiempo. La humillación y el miedo a que otros descubrieran la verdad la atormentaron.

En un gesto de angustia y desamparo, Saga dejó a su hija y, bajo el peso de su sufrimiento, se arrebató la vida en el bosque nevado. Hjalfrinn, arrepentido por la pérdida y la traición, se sumergió en un torbellino de culpa y sufrimiento. Incapacitado para aguantar la pérdida de la mujer a la que amaba y el rencor hacia sí mismo por haber roto las normas de su especie, optó por una elección fatal. En un acto final de amor y melancolía, se dirigió a la cueva congelada donde nació Zaryna e incrustó su espíritu en el cuerpo de la pequeña, permitiendo que su esencia dragón, inicialmente llamada Myrrh, se uniera a ella como un patrimonio de su linaje.

Así, Hjalfrinn desapareció en el hielo perpetuo, dejando a Zaryna en soledad, con únicamente los ecos de Myrrh para resguardarla y orientarla. La niña creció en soledad en las aldeas humanas de Nivora, siempre vista con recelo por los aldeanos que la veían como extraña, y con el peso de Myrrh en su interior, una presencia que le proporcionaba energía y simultáneamente la inundaba de un deseo incomprensible. Desde su niñez, Zaryna entendía que existía algo distintivo en ella. Al tacto, su piel se mostraba fría y sus ojos, de un tono verde-azulado, mostraban una intensidad que la distinguía entre los demás. En sueños, durante las noches, percibía la voz de Myrrh, su segunda esencia, llamándola y murmurándole secretos de la nieve y el viento.

Zaryna quedó sola en el mundo, vagando de un lado a otro en el reino de Nivora, siendo rechazada por aldeanos temerosos que veían en ella algo extraño, algo fuera de lo común. Sin embargo, una persona se apiadó de la pequeña Zaryna: una mujer llamada Elara, una curandera y alquimista de las afueras de Nivora.

Elara había perdido a su hija años atrás en una epidemia, y desde aquel momento había subsistido en soledad, inmersa en el sufrimiento. Al ver a Zaryna, desamparada y vulnerable, experimentó un llamado interno. Los ojos de la pequeña evocaban el hielo de las cumbres, pero también el resplandor de esperanza que ella misma había desvanecido. Optó por proteger a Zaryna y brindarle un hogar, incluso cuando el resto de la población la observaba con temor por recibir a "la niña de ojos fríos".

Elara pronto comprendió que Zaryna no era una niña típica. Los días nocturnos en los que Zaryna se despertaba gritando, como si estuviera rememorando memorias sombrías, Elara la consolaba, ignorando que Myrrh, el espíritu del dragón, también se movía en su hija adoptiva. Con el paso del tiempo, Elara entendió que su niña estaba caracterizada por una dualidad inusual y potente, aunque no alcanzó a conocer la verdad total acerca de su esencia.

Pese a los obstáculos, Elara consideró a Zaryna como si fuera su hija. La instruyó en la elaboración de remedios, en la cura de heridas, en la identificación de las plantas que se desarrollaban en los páramos congelados y en la confianza en su instinto. Durante esos años, Elara inculcó en Zaryna la importancia de la compasión, enseñándole cómo emplear su fuerza para asistir a los demás y mitigar el dolor, en vez de infundir temor.

No obstante, existía algo que Elara no logró instruir a Zaryna: cómo manejar a Myrrh. Las situaciones en las que Myrrh asumía el control resultaban inquietantes para ambas. En ocasiones, la mirada de Zaryna se transformaba en fría y distante y Elara experimentaba la sensación de que un ser diferente la estaba mirando a través de los ojos de su hija. Sin embargo, incluso en esos instantes, Elara jamás se distanció de ella. En vez de temerla, Elara la abrazaba y le hablaba en susurros delicados hasta que la niña recuperaba la serenidad. En esencia, pensaba que el amor y la paciencia podrían asistir a Zaryna en el manejo de su propia dualidad.

Con el paso del tiempo, el impacto de Elara resultó ser crucial para Zaryna. La asistió en su desarrollo no solo como una persona capaz de protegerse, sino también como una persona que comprendía la fuerza de la empatía y la relevancia de reconocer tanto su aspecto humano como su aspecto sobrenatural. A pesar de que Elara nunca tuvo hijos propios tras la tragedia de su hija desaparecida, percibía en Zaryna una segunda oportunidad para convertirse en madre, y en esta ocasión se consagró totalmente a la pequeña, a pesar de los temores y las incertidumbres que le provocaba su poder encubierto

La etapa más angustiosa para Zaryna se produjo cuando el reino de Nivora fue atacado por invasores provenientes del Sur. Los militares entraron en su pueblo, arrasando con todo a su paso, y fue en medio de este desorden que Elara se posicionó entre Zaryna y los militares para resguardarla. En un gesto de sacrificio, se enfrentó a los invasores, sin armas y sin temor, con el objetivo de proporcionar a Zaryna el tiempo necesario para huir.

—¡Corre, Zaryna! ¡Corre y no mires atrás! —le gritó Elara mientras los soldados la apresaban.

Sin embargo, Zaryna no logró escapar. Elara era su madre, su guardián, su orientación. No podía dejarla ir. Fue en ese instante de desesperación cuando Myrrh despertó, asumiendo el mando de Zaryna y lanzando un torbellino de poder congelado sobre los soldados. El ambiente se volvió frío y mortal, y Zaryna, o Myrrh, con sus ojos resplandecientes de un azul profundo, transformó a los invasores en estatuas de hielo.

Al disiparse el caos, Zaryna renació y se arrodilló junto a Elara, la cual estaba herida. Zaryna, con lágrimas en sus ojos, intentó aplicar las lecciones de su madre adoptiva, las mismas plantas y remedios que Elara le había instruido a elaborar, con el fin de sanar. Sin embargo, en esta ocasión, sus conocimientos y destrezas no bastaron. En su último suspiro, Elara acarició la cara de Zaryna y le murmuró con una voz suave pero repleta de amor:

—No olvides, mi niña… No eres ni totalmente humano ni totalmente dragón… Aunque eso no implica que no estés totalmente completa. Acepta tu identidad y emplea tu fuerza para salvaguardar, no para aniquilar.

Esas fueron sus últimas palabras antes de que la vida se desvaneciera en sus ojos, dejando a Zaryna en soledad y devastada, con el peso de su pérdida y un vigor renovado en su interior. 

Tras la muerte de Elara, la mujer vagó lejos de las aldeas. Gradualmente, Zaryna y Myrrh aprendieron a convivir. Myrrh le mostró cómo invocar su magia manteniendo el control, y Zaryna aprendió a emplear la fuerza de su lado dragón sin comprometer su humanidad. No obstante, Myrrh persistía en su inquietud. Existía algo que ella necesitaba comprender y aceptar antes de que pudieran encontrar auténtica tranquilidad.

Impulsada por un deseo antiguo, Zaryna emprendió una travesía hacia el punto más elevado de las montañas, donde se afirmaba que se hallaba el "Ormr Rek". Según Myrrh, esta reliquia poseía la capacidad de liberar su espíritu dragón y restituir a Zaryna una vida humana íntegra. En su interior, Myrrh anhelaba que Zaryna optara por esta alternativa, para poder vivir sin el peso de su naturaleza híbrida.

Una vez que Zaryna alcanzó la cumbre de la montaña, halló el Ormr Rek: una bola de hielo flotando en el aire, proyectando una luz fría y pura. Este artefacto simbolizaba el punto culminante de su existencia. Podía liberarse de Myrrh, recuperando su total humanidad y diciendo adiós a su vínculo Dragón por siempre. Con el Ormr Rek a su lado, oyó la voz de Myrrh, repleta de serenidad y tristeza:

—Si optas por liberarme, te restituiré una existencia humana. Estarás exenta de nuestra dualidad y de los riesgos que conlleva este poder. Pero no habrá vuelta atrás, Zaryna.

Zaryna contempló el Ormr Rek, reflexionando. Podía subsistir sin el peso de su legado dragón, sin el conflicto incesante entre sus dos características. Sin embargo, al recordar todas las veces que Myrrh había estado presente para resguardarla, en las palabras de Elara, en todo lo que habían conseguido juntos, sintió que abandonar a él sería cómo desestimar una porción de sí misma. Finalmente, sacó su mano del dispositivo y se dirigió hacia el firmamento lleno de estrellas.

—No, Myrrh. No puedo negarme a mí misma. Tú eres parte de mí, y yo de ti. Prefiero seguir adelante como soy, sin separar nuestras almas —dijo con una determinación inquebrantable.

Con esa elección, Zaryna experimentó una paz intensa y final. Zaryna no era simplemente humana o dragón, sino una perfecta combinación de ambas especies.