En aquellos días, cuando el peso del mundo parecía algo lejano y las sombras del futuro aún no se cernían sobre ellos, Shoko Ieiri se encontraba a menudo observando a Suguru Geto. Había algo en él, una mezcla de serenidad y fuerza, que la fascinaba profundamente. Suguru tenía una presencia que irradiaba confianza, pero también una tristeza silenciosa que pocas veces se permitía mostrar. Para Shoko, esa dualidad en su carácter era lo que lo hacía tan especial.
Cuando Suguru hablaba, sus palabras siempre eran reflexivas, cargadas de una sabiduría que iba más allá de su edad. A menudo, Shoko se preguntaba cómo alguien tan joven podía tener una visión tan clara del mundo y, a la vez, cargar con un peso tan invisible. Ella veía en Suguru un espíritu noble, alguien que siempre buscaba lo mejor para los demás, incluso si eso significaba sacrificarse a sí mismo. En él, Shoko encontraba una bondad que era rara en su entorno, un sentido de justicia que iba más allá de las normas impuestas por la sociedad.
A medida que pasaba el tiempo, Shoko no podía evitar notar cómo Suguru comenzaba a distanciarse poco a poco. Había algo que lo estaba consumiendo por dentro, una lucha interna que él nunca compartió con los demás. A veces, en los momentos de calma, Shoko se encontraba deseando poder aliviar ese dolor, ser quien lo ayudara a encontrar la paz que tanto necesitaba. Quizás, en el fondo, una parte de ella ansiaba ser más que una amiga para él, deseaba ser alguien en quien él pudiera confiar completamente.
Sin embargo, Shoko sabía que el mundo en el que vivían no permitía tales sueños. La vida de un hechicero estaba llena de peligros, y el camino que Suguru comenzaba a recorrer lo alejaba cada vez más de ella. Pero incluso mientras su amistad se mantenía, y las barreras entre ellos crecían, Shoko no podía evitar sentir un profundo cariño por su compañero. Tal vez no era amor en el sentido tradicional, pero había algo en su corazón que latía con fuerza cada vez que pensaba en él. Un deseo silencioso de verlo feliz, de ver brillar nuevamente la luz en sus ojos.
En su juventud, Shoko nunca llegó a expresar esos sentimientos, ni siquiera a sí misma. Pero en su corazón, sabía que había visto lo mejor en él. Había visto su bondad, su amor por los demás, y su dolor. Y aunque el tiempo y las circunstancias los llevaron por caminos diferentes, Shoko siempre guardó en su memoria la imagen de un joven que, a pesar de todo, había sido capaz de iluminar su mundo.
En aquellos días, cuando el peso del mundo parecía algo lejano y las sombras del futuro aún no se cernían sobre ellos, Shoko Ieiri se encontraba a menudo observando a Suguru Geto. Había algo en él, una mezcla de serenidad y fuerza, que la fascinaba profundamente. Suguru tenía una presencia que irradiaba confianza, pero también una tristeza silenciosa que pocas veces se permitía mostrar. Para Shoko, esa dualidad en su carácter era lo que lo hacía tan especial.
Cuando Suguru hablaba, sus palabras siempre eran reflexivas, cargadas de una sabiduría que iba más allá de su edad. A menudo, Shoko se preguntaba cómo alguien tan joven podía tener una visión tan clara del mundo y, a la vez, cargar con un peso tan invisible. Ella veía en Suguru un espíritu noble, alguien que siempre buscaba lo mejor para los demás, incluso si eso significaba sacrificarse a sí mismo. En él, Shoko encontraba una bondad que era rara en su entorno, un sentido de justicia que iba más allá de las normas impuestas por la sociedad.
A medida que pasaba el tiempo, Shoko no podía evitar notar cómo Suguru comenzaba a distanciarse poco a poco. Había algo que lo estaba consumiendo por dentro, una lucha interna que él nunca compartió con los demás. A veces, en los momentos de calma, Shoko se encontraba deseando poder aliviar ese dolor, ser quien lo ayudara a encontrar la paz que tanto necesitaba. Quizás, en el fondo, una parte de ella ansiaba ser más que una amiga para él, deseaba ser alguien en quien él pudiera confiar completamente.
Sin embargo, Shoko sabía que el mundo en el que vivían no permitía tales sueños. La vida de un hechicero estaba llena de peligros, y el camino que Suguru comenzaba a recorrer lo alejaba cada vez más de ella. Pero incluso mientras su amistad se mantenía, y las barreras entre ellos crecían, Shoko no podía evitar sentir un profundo cariño por su compañero. Tal vez no era amor en el sentido tradicional, pero había algo en su corazón que latía con fuerza cada vez que pensaba en él. Un deseo silencioso de verlo feliz, de ver brillar nuevamente la luz en sus ojos.
En su juventud, Shoko nunca llegó a expresar esos sentimientos, ni siquiera a sí misma. Pero en su corazón, sabía que había visto lo mejor en él. Había visto su bondad, su amor por los demás, y su dolor. Y aunque el tiempo y las circunstancias los llevaron por caminos diferentes, Shoko siempre guardó en su memoria la imagen de un joven que, a pesar de todo, había sido capaz de iluminar su mundo.