¿Qué hace un hombre cuando la tierra que pisa le niega la libertad que, por derecho, ansía? Se entrega a la mar. Se arroja a las aguas primigenias que forjaron el mundo y a los dioses, donde las fronteras de nacimiento se disuelven, y el destino se negocia con cada ola, capaz de partir en dos hasta al navío más formidable.
Las tierras, sometidas al yugo de la propiedad, son compradas y vendidas, pero el mar, vasto e indomable, permanece insensible ante cualquier dominio. Es en ese horizonte sin fin donde nacemos nosotros, los piratas. Nos describen como los audaces que desafían las normas y exploran lo impensable, persiguiendo una libertad absoluta. Pero somos conscientes de que incluso en la mar, la libertad no es absoluta; estamos atados a códigos, seguimos a un capitán, y sobre el océano siempre hay un rey, aunque su reinado sea tan mutable como la marea. La lucha por el poder es perpetua y feroz; quien domina el mar, domina todo. Y aunque estas ideas parezcan paradójicas, reflejan la complejidad inherente al mundo, donde lo que algunos llaman libertad, otros lo perciben como la bendición de tener un líder valiente.
Nosotros, los piratas, portamos en nuestras venas el legado de innumerables leyendas, muchas de ellas alimentadas por el temor que inspiramos en los habitantes de la tierra firme. Mientras ellos derraman sangre y manchan la tierra, nosotros nos dejamos abrazar por las sirenas, confiando en que el océano se encargará del resto. Pocos pueden decir que disfrutan tanto de ser quienes son como yo. Con veinticuatro años, siento que aún me queda mucho por vivir; así me lo aseguró una hechicera al leer las líneas de mi palma.
Como contramaestre de una de las bandas piratas más infames, conocida por sus saqueos, no comparto todas nuestras políticas, pero el oro asegura el sustento, y prefiero evitar la suerte de acabar bebiendo agua de mar y convertido en un pez. Con una estatura que ronda el metro ochenta, aunque nunca me he molestado en confirmarlo, y un aspecto que de pies a cabeza es la imagen viva de un pirata, me llaman "el Afortunado" por mi combinación de torpeza y buen corazón, y quizá también por alguna historia que aún no ha llegado a mis oídos, pero que sin duda se sumará a mi diario mental de aventuras sin brújula.
Me llamo Sebastián, aunque prefiero el nombre de Sebas, por comodidad y por destino. Mi familia, que en otro tiempo fue mi ancla, ya no existe; todos han perecido, cada uno de manera más trágica que el anterior. Pero, ¡hey!, derramar lágrimas sin la compañía del ron es un sacrilegio para cualquier pirata. Así que aquí estoy, un buscavidas, relatando estas palabras para que me conozcas, porque siempre es mejor conocer al enemigo antes de que te aborde.