No eran tiempos fáciles y mucho menos haciendo lo que ella hacía. Podría haberse dedicado a enseñar, o a la fabricación de pociones como su padre, quizás podría haber explotado su talento como cazadora, pero lo cierto era que en la sociedad en la que vivían, y con la guerra que se estaba librando, no había empleo libre de riesgo. Ella al menos sabía que no se quedaba de brazos cruzados, que no desaparecía y se escondía como muchas familias habían hecho. Si moría, lo haría luchando.

Con aquellos pensamientos en la cabeza se dirigía cada mañana al trabajo. Lista para otra jornada. Mientras daba pequeños sorbos a su café dejaba que la marea de personas que como ella comenzaban su jornada laboral en el Ministerio la guiara hasta su despacho. No hace contacto visual con nadie, todo el mundo lo evita. No sabes de quien puedes fiarte.

Cuando por fin está tranquila, en su lugar de trabajo afronta aquella pila de papeles que la esperan en su escritorio. Informes por redactar para dar casos por cerrados, ficheros enteros nuevos con información de los siguientes a los que se tendría que enfrentar. Pero entre todos ellos, hay algo que llama su atención. Una pequeña esquina asoma por entre los papeles. Un sobre diferente a todo cuanto esperaba allí. El papel del sobre era grueso, de un calibre excesivo. Nada que ver con el papel fino, de copia, que usaban allí. La carta iba dirigida a ella, por lo que siendo presa de la curiosidad da la vuelta al sobre, rasga el sello en forma de gato y descubre una cuartilla, del mismo papel y con la misma caligrafía que la que lo envolvía.

Una fiesta… ¿De verdad? ¿En aquellos días? ¿Con todo lo que tenían encima? No, aquello era una locura. Lanza el sobre y al carta encima de su escritorio, se sienta tras el, en su silla y se sumerge sin demora en la primera carpeta que tiene a mano. O al menos lo intenta, porque lo cierto era que sus ojos azules cada pocos minutos volaban al sobre.

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Aquello que estaba haciendo no era propio de ella, pero después de menos de media hora en el despacho, había salido de este, con el sobre en su mano y sin dar explicaciones a nadie. Ya pensaría más adelante en cómo justificarse, ante sus jefes y ante ella misma. Sus pasos no la llevan a casa. La fiesta era aquella tarde, por lo que necesitaba un vestido.

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En ocasiones odiaba aquella suave pero persistente voz interior suya, pero lo cierta era que tenía razón. Necesitaba un cambio de look completo. ¿Podría  simplemente haber movido su varita? Si. Pero ante los nervios que de pronto, al decidir acudir al evento, se estaban acumulando en su vientre, prefiera no hacerse un destrozo de proporciones mágicas en la cara.

 

β€βž·  Casi contra todo pronóstico la bruja había conseguido llegar al evento. Era peor, mucho peor de lo que se esperaba. Había fotógrafos por todas partes, llamando la atención de cada asistente para conseguir una mirada directa a su objetivo. Ella tenía que pasar por toda aquella marea de flashes y  no era algo que le entusiasmara en demasía. Aun así se propone hacerlo, si no con gracia, al menos sí, sin hacer el ridículo, y cuando lo consigue no puede evitar tomarlo como un triunfo, uno no menor.

 

Lo peor había pasado. ¿Cierto? No, por supuesto que no. No sabe en qué mundo idílico podría haber sido así, pero no en el que ella vivía. No cuando su mirada atisba a Acheron salir del mar de fotógrafos. ¿Qué narices hacia él allí? ¿No estaba ya suficientemente nerviosa? Por supuesto el mago la ve, porque en que universo ella tenía suerte…

 

Tras inspirar hondo, esboza una sonrisa mientras le ve acercarse, y trata de no pensar en lo elegante que iba. En la belleza que desprendía, mezclada con aquella seguridad y la chulería propia del informante. Siempre defendía que le ponía los nervios de punta, que conseguía hacerla desesperar, pero la verdad era que lo que desesperaba a la auror era el hecho de no poder aceptar cuanto le gustaba aquella combinación, cuanto le gustaba
Acheron Grimsditch.

 

¿Sorpresa? ¿Para ti? A ti nunca te pilla nada de sorpresa Acheron…. — La bruja inspira hondo, fingiendo pensarlo y aceptar al final con reticencia. — No creo que pueda despegarte de mí así que… está bien.