La chica de la cafeteria
Nuevamente me encontraba sentada detrás del mostrador de aquella pequeña cafetería donde trabajaba por las noches, especialmente en esas frías jornadas que llegaban después de las largas horas en la universidad. La rutina se repetía una y otra vez, como si el tiempo allí tuviera su propio ritmo, lento y predecible. Casi siempre —para no decir siempre— muy poca gente venía; a lo sumo, cuatro personas al mismo tiempo, y eso ya era considerado un milagro.
El silencio era una constante, solo interrumpido por el zumbido tenue de la cafetera o el murmullo lejano de alguna canción vieja que sonaba en la radio. Me entretenía como podía, y una de mis costumbres favoritas era dibujar sobre las servilletas, dejando que el bolígrafo se deslizara sin rumbo fijo mientras mi mente divagaba. A veces garabateaba rostros, otras veces flores, o simplemente líneas sin sentido. Esperaba a que alguien entrara, o que el último cliente de la noche decidiera marcharse para poder cerrar e irme a casa.
Estaba tan absorta en uno de esos dibujos que por poco no escucho el leve ting de la campanita colgada en la puerta. Levanté la vista apenas, más por costumbre que por verdadera curiosidad, y vi cómo la silueta de una persona se recortaba contra la oscuridad de la calle. La puerta se cerró lentamente detrás de él, arrastrando consigo una bocanada de aire frío.
—Buenas noches… —exclamé con voz suave mientras me incorporaba, tratando de desperezarme un poco. Esbocé una sonrisa que, aunque sincera, aún llevaba las marcas del sueño que luchaba por sacudirme.
Mis ojos se encontraron con los del recién llegado. A pesar del cansancio, intenté mantener el gesto amable, como una especie de refugio cálido en medio de la noche. Algo en su mirada me hizo pensar que quizás no era solo un cliente más.
El silencio era una constante, solo interrumpido por el zumbido tenue de la cafetera o el murmullo lejano de alguna canción vieja que sonaba en la radio. Me entretenía como podía, y una de mis costumbres favoritas era dibujar sobre las servilletas, dejando que el bolígrafo se deslizara sin rumbo fijo mientras mi mente divagaba. A veces garabateaba rostros, otras veces flores, o simplemente líneas sin sentido. Esperaba a que alguien entrara, o que el último cliente de la noche decidiera marcharse para poder cerrar e irme a casa.
Estaba tan absorta en uno de esos dibujos que por poco no escucho el leve ting de la campanita colgada en la puerta. Levanté la vista apenas, más por costumbre que por verdadera curiosidad, y vi cómo la silueta de una persona se recortaba contra la oscuridad de la calle. La puerta se cerró lentamente detrás de él, arrastrando consigo una bocanada de aire frío.
—Buenas noches… —exclamé con voz suave mientras me incorporaba, tratando de desperezarme un poco. Esbocé una sonrisa que, aunque sincera, aún llevaba las marcas del sueño que luchaba por sacudirme.
Mis ojos se encontraron con los del recién llegado. A pesar del cansancio, intenté mantener el gesto amable, como una especie de refugio cálido en medio de la noche. Algo en su mirada me hizo pensar que quizás no era solo un cliente más.
Nuevamente me encontraba sentada detrás del mostrador de aquella pequeña cafetería donde trabajaba por las noches, especialmente en esas frías jornadas que llegaban después de las largas horas en la universidad. La rutina se repetía una y otra vez, como si el tiempo allí tuviera su propio ritmo, lento y predecible. Casi siempre —para no decir siempre— muy poca gente venía; a lo sumo, cuatro personas al mismo tiempo, y eso ya era considerado un milagro.
El silencio era una constante, solo interrumpido por el zumbido tenue de la cafetera o el murmullo lejano de alguna canción vieja que sonaba en la radio. Me entretenía como podía, y una de mis costumbres favoritas era dibujar sobre las servilletas, dejando que el bolígrafo se deslizara sin rumbo fijo mientras mi mente divagaba. A veces garabateaba rostros, otras veces flores, o simplemente líneas sin sentido. Esperaba a que alguien entrara, o que el último cliente de la noche decidiera marcharse para poder cerrar e irme a casa.
Estaba tan absorta en uno de esos dibujos que por poco no escucho el leve ting de la campanita colgada en la puerta. Levanté la vista apenas, más por costumbre que por verdadera curiosidad, y vi cómo la silueta de una persona se recortaba contra la oscuridad de la calle. La puerta se cerró lentamente detrás de él, arrastrando consigo una bocanada de aire frío.
—Buenas noches… —exclamé con voz suave mientras me incorporaba, tratando de desperezarme un poco. Esbocé una sonrisa que, aunque sincera, aún llevaba las marcas del sueño que luchaba por sacudirme.
Mis ojos se encontraron con los del recién llegado. A pesar del cansancio, intenté mantener el gesto amable, como una especie de refugio cálido en medio de la noche. Algo en su mirada me hizo pensar que quizás no era solo un cliente más.
Tipo
Individual
Líneas
100
Estado
Disponible

