Los cielos ardían.
En la frontera rota entre dos naciones que llevaban generaciones enemistadas, las banderas se mecían al viento, cubiertas de polvo y sangre. El valle antes fértil era ahora un campo de ruinas y trincheras. Soldados de ambos lados se preparaban para otra ofensiva, mientras los cielos se teñían de rojo con el fuego de los obuses y las llamas de los rituales arcanos.
Y entonces… el cielo se rasgó.
Un portal se abrió, amplio y luminoso, como si el firmamento mismo hubiera decidido intervenir. De él descendió Nival, envuelto en su capa azul marino, la capucha echada hacia atrás, dejando ver sus ojos marrones que, aunque calmados, observaban todo con gravedad. A su lado, planeando con elegancia y potencia, descendía Kaelis, el viento curvándose a su alrededor como si reconociera su naturaleza.
El estruendo del campo de batalla se detuvo por unos instantes. Solo el crujir del viento permaneció, y las miradas se alzaron, confundidas, temerosas.
—¿Sabes? —murmuró Kaelis mientras descendía a tierra firme—. No pensaba venir, pero tu cara de “seriedad diplomática” me convenció.
—Alguien tiene que poner fin a esto —respondió Nival, su voz serena, aunque tensa—. Y me temo que no hay más adultos en esta habitación que nosotros.
Del lado este, los generales de la Nación Dravahn ordenaron disparar. Los magos del oeste, aliados de la República de Tharés, prepararon un conjuro de área. Pero antes de que cualquiera pudiera atacar…
Nival chasqueó los dedos.
Cientos de portales circulares se abrieron en el aire, tragando las flechas, las balas, el fuego, los hechizos… y devolviéndolos hacia el cielo. Nada cayó. Nada hirió. Nada avanzó.
—Esto no es una negociación —dijo Nival, su voz amplificada por el Wakfu que vibraba en su pecho—. Es una advertencia.
Kaelis aterrizó pesadamente, las alas plegándose con fuerza. Su mirada desafiante recorrió ambos bandos.
—Llevan décadas jugando a las guerras, quemando generaciones por tierras que ni siquiera saben cultivar. Hoy se acabó.
Los soldados retrocedieron con temor. Algunos dejaron caer sus armas. Los líderes gritaban, pero su voz no tenía peso frente a los hermanos.
—Conocimos imperios que ardieron por soberbia —continuó Nival—. Y vimos pueblos que perecieron por no saber detenerse. ¿Realmente quieren unirse a esa lista?
Un silencio se apoderó del campo. Solo el crujido de los árboles quemados y el viento entre las ruinas respondía.
Kaelis, con una media sonrisa irónica, cruzó los brazos.
—Propongo algo: firmen la paz... o intenten atacarnos. Elijan rápido.
Los líderes titubearon. Las tropas se miraban, ya no con odio, sino con duda. Nival dio un paso más al frente, su presencia vibrando con energía contenida.
—No estamos aquí por política. No por venganza. Solo por justicia.
Un portal se abrió detrás de él, brillante, extenso… y de él emergieron imágenes. Las ciudades destruidas, los niños huérfanos, los campos quemados por ambos bandos. La verdad sin adornos. Dolor compartido.
Y entonces ocurrió.
Los primeros escudos cayeron al suelo. Uno por uno, soldados y oficiales comenzaron a soltar sus armas, como si algo más fuerte que la razón —algo más profundo— los empujara a dejar de luchar.
Nival cerró los ojos, por un segundo aliviado.
—Así está mejor.
Los hermanos permanecieron en el campo por varios días, ayudando a reparar, transportando recursos, invocando portales para llevar agua, medicinas, a veces familias separadas. Durante ese tiempo, no fueron tratados como forasteros… sino como puentes entre dos mundos rotos.
Y cuando finalmente partieron, dejando solo una flor de luz donde estuvo su portal, las naciones ya no eran enemigas.
El conflicto no se resolvió por decreto.
Se resolvió porque dos hermanos decidieron que el ciclo de odio debía romperse.
Y nadie tuvo el valor de contradecirlos.
Los cielos ardían.
En la frontera rota entre dos naciones que llevaban generaciones enemistadas, las banderas se mecían al viento, cubiertas de polvo y sangre. El valle antes fértil era ahora un campo de ruinas y trincheras. Soldados de ambos lados se preparaban para otra ofensiva, mientras los cielos se teñían de rojo con el fuego de los obuses y las llamas de los rituales arcanos.
Y entonces… el cielo se rasgó.
Un portal se abrió, amplio y luminoso, como si el firmamento mismo hubiera decidido intervenir. De él descendió Nival, envuelto en su capa azul marino, la capucha echada hacia atrás, dejando ver sus ojos marrones que, aunque calmados, observaban todo con gravedad. A su lado, planeando con elegancia y potencia, descendía Kaelis, el viento curvándose a su alrededor como si reconociera su naturaleza.
El estruendo del campo de batalla se detuvo por unos instantes. Solo el crujir del viento permaneció, y las miradas se alzaron, confundidas, temerosas.
—¿Sabes? —murmuró Kaelis mientras descendía a tierra firme—. No pensaba venir, pero tu cara de “seriedad diplomática” me convenció.
—Alguien tiene que poner fin a esto —respondió Nival, su voz serena, aunque tensa—. Y me temo que no hay más adultos en esta habitación que nosotros.
Del lado este, los generales de la Nación Dravahn ordenaron disparar. Los magos del oeste, aliados de la República de Tharés, prepararon un conjuro de área. Pero antes de que cualquiera pudiera atacar…
Nival chasqueó los dedos.
Cientos de portales circulares se abrieron en el aire, tragando las flechas, las balas, el fuego, los hechizos… y devolviéndolos hacia el cielo. Nada cayó. Nada hirió. Nada avanzó.
—Esto no es una negociación —dijo Nival, su voz amplificada por el Wakfu que vibraba en su pecho—. Es una advertencia.
Kaelis aterrizó pesadamente, las alas plegándose con fuerza. Su mirada desafiante recorrió ambos bandos.
—Llevan décadas jugando a las guerras, quemando generaciones por tierras que ni siquiera saben cultivar. Hoy se acabó.
Los soldados retrocedieron con temor. Algunos dejaron caer sus armas. Los líderes gritaban, pero su voz no tenía peso frente a los hermanos.
—Conocimos imperios que ardieron por soberbia —continuó Nival—. Y vimos pueblos que perecieron por no saber detenerse. ¿Realmente quieren unirse a esa lista?
Un silencio se apoderó del campo. Solo el crujido de los árboles quemados y el viento entre las ruinas respondía.
Kaelis, con una media sonrisa irónica, cruzó los brazos.
—Propongo algo: firmen la paz... o intenten atacarnos. Elijan rápido.
Los líderes titubearon. Las tropas se miraban, ya no con odio, sino con duda. Nival dio un paso más al frente, su presencia vibrando con energía contenida.
—No estamos aquí por política. No por venganza. Solo por justicia.
Un portal se abrió detrás de él, brillante, extenso… y de él emergieron imágenes. Las ciudades destruidas, los niños huérfanos, los campos quemados por ambos bandos. La verdad sin adornos. Dolor compartido.
Y entonces ocurrió.
Los primeros escudos cayeron al suelo. Uno por uno, soldados y oficiales comenzaron a soltar sus armas, como si algo más fuerte que la razón —algo más profundo— los empujara a dejar de luchar.
Nival cerró los ojos, por un segundo aliviado.
—Así está mejor.
Los hermanos permanecieron en el campo por varios días, ayudando a reparar, transportando recursos, invocando portales para llevar agua, medicinas, a veces familias separadas. Durante ese tiempo, no fueron tratados como forasteros… sino como puentes entre dos mundos rotos.
Y cuando finalmente partieron, dejando solo una flor de luz donde estuvo su portal, las naciones ya no eran enemigas.
El conflicto no se resolvió por decreto.
Se resolvió porque dos hermanos decidieron que el ciclo de odio debía romperse.
Y nadie tuvo el valor de contradecirlos.