Recuerdo del nacimiento de Melínoe
Hay noches tan densas en el Inframundo, tan llenas de presencias calladas, que siento a Melínoe caminar entre los límites del sueño y la vigilia.
Mi hija.
La más silenciosa.
La que nació sin un grito, sin fuego, sin caos.
La que nació de lo invisible.
No fue como con Zagreus. No hubo temblores, ni visiones, ni cielos que se desgarraran. Su llegada fue como un susurro en medio del abismo.
Supe que venía porque mis sombras se volvían más largas.
Porque los muertos me miraban con otros ojos.
Porque soñaba con cosas que aún no habían sucedido.
Melínoe creció en mi vientre como la bruma crece en los bosques: sin prisa, sin peso, como si siempre hubiera estado allí.
Hades no decía nada. Me observaba con respeto, como si presintiera que esta vez no se trataba de fuego, sino de algo más sutil.
Un alma antigua. Una presencia que no buscaba ser adorada, sino temida.
Cuando la hora llegó, no supe si estaba dormida o despierta.
Mi cuerpo no dolía.
Solo se abría.
Como si un velo fuera retirado entre mundos.
Y entonces la tuve en brazos.
Tan pequeña.
Tan callada.
Sus ojos no eran oscuros como los de su hermano… eran pálidos, casi traslúcidos, como los de los espíritus que aún no saben que han muerto.
Su piel era fría, pero no incómoda. Era como la piedra bajo la luna.
Y sus dedos se aferraron a los míos con una fuerza inesperada.
—Melínoe —susurré—. Eres la hija de la noche que camina.
La heredera de los susurros.
La guía de los que no descansan.
Hades se acercó, la tomó con cuidado y por un momento, por único instante, lo vi temblar.
No de miedo.
De reconocimiento.
—Ella ve cosas —murmuró— que ni los dioses deberíamos ver.
La envolvimos en telas de sombra.
La bañamos en aguas del Leteo.
La protegimos de la mirada del Olimpo.
Porque Melínoe no vino a desafiar a los dioses.
No vino a reclamar tronos ni venganzas.
Ella nació para caminar entre lo invisible.
Para tocar los límites del alma.
Para visitar a los vivos en sueños…
y recordarles que todos somos sombra, por dentro y por fuera.
La crié entre los rincones más secretos del Inframundo, allí donde ni siquiera los ecos se atreven a quedarse. Le enseñé a escuchar las voces de los que murmuran desde el otro lado del velo, a distinguir entre el lamento y el deseo, entre la pena y el engaño. Caminábamos de la mano por pasadizos que solo nosotras conocíamos, donde los sueños de los vivos cruzaban sin saberlo, y los muertos olvidados susurraban nombres que nadie más podía oír.
Le enseñé a moverse sin ser vista, a tocar un corazón dormido sin perturbarlo, a hablar con los que aún no aceptan que han partido. Le mostré cómo el mundo está lleno de almas errantes que solo necesitan una guía suave, una presencia que no imponga miedo, sino paz.
Y ella aprendía. Siempre en silencio. Siempre con esa mirada distante y serena. No buscaba respuestas, solo entendimiento.
Ahora, cuando las lámparas parpadean sin causa, cuando escucho pasos suaves detrás de mí sin que nadie esté allí…
sé que es ella.
Mi hija.
La que nunca lloró.
La que nació del silencio.
La que camina entre los velos y nunca se pierde.
Hay noches tan densas en el Inframundo, tan llenas de presencias calladas, que siento a Melínoe caminar entre los límites del sueño y la vigilia.
Mi hija.
La más silenciosa.
La que nació sin un grito, sin fuego, sin caos.
La que nació de lo invisible.
No fue como con Zagreus. No hubo temblores, ni visiones, ni cielos que se desgarraran. Su llegada fue como un susurro en medio del abismo.
Supe que venía porque mis sombras se volvían más largas.
Porque los muertos me miraban con otros ojos.
Porque soñaba con cosas que aún no habían sucedido.
Melínoe creció en mi vientre como la bruma crece en los bosques: sin prisa, sin peso, como si siempre hubiera estado allí.
Hades no decía nada. Me observaba con respeto, como si presintiera que esta vez no se trataba de fuego, sino de algo más sutil.
Un alma antigua. Una presencia que no buscaba ser adorada, sino temida.
Cuando la hora llegó, no supe si estaba dormida o despierta.
Mi cuerpo no dolía.
Solo se abría.
Como si un velo fuera retirado entre mundos.
Y entonces la tuve en brazos.
Tan pequeña.
Tan callada.
Sus ojos no eran oscuros como los de su hermano… eran pálidos, casi traslúcidos, como los de los espíritus que aún no saben que han muerto.
Su piel era fría, pero no incómoda. Era como la piedra bajo la luna.
Y sus dedos se aferraron a los míos con una fuerza inesperada.
—Melínoe —susurré—. Eres la hija de la noche que camina.
La heredera de los susurros.
La guía de los que no descansan.
Hades se acercó, la tomó con cuidado y por un momento, por único instante, lo vi temblar.
No de miedo.
De reconocimiento.
—Ella ve cosas —murmuró— que ni los dioses deberíamos ver.
La envolvimos en telas de sombra.
La bañamos en aguas del Leteo.
La protegimos de la mirada del Olimpo.
Porque Melínoe no vino a desafiar a los dioses.
No vino a reclamar tronos ni venganzas.
Ella nació para caminar entre lo invisible.
Para tocar los límites del alma.
Para visitar a los vivos en sueños…
y recordarles que todos somos sombra, por dentro y por fuera.
La crié entre los rincones más secretos del Inframundo, allí donde ni siquiera los ecos se atreven a quedarse. Le enseñé a escuchar las voces de los que murmuran desde el otro lado del velo, a distinguir entre el lamento y el deseo, entre la pena y el engaño. Caminábamos de la mano por pasadizos que solo nosotras conocíamos, donde los sueños de los vivos cruzaban sin saberlo, y los muertos olvidados susurraban nombres que nadie más podía oír.
Le enseñé a moverse sin ser vista, a tocar un corazón dormido sin perturbarlo, a hablar con los que aún no aceptan que han partido. Le mostré cómo el mundo está lleno de almas errantes que solo necesitan una guía suave, una presencia que no imponga miedo, sino paz.
Y ella aprendía. Siempre en silencio. Siempre con esa mirada distante y serena. No buscaba respuestas, solo entendimiento.
Ahora, cuando las lámparas parpadean sin causa, cuando escucho pasos suaves detrás de mí sin que nadie esté allí…
sé que es ella.
Mi hija.
La que nunca lloró.
La que nació del silencio.
La que camina entre los velos y nunca se pierde.
Recuerdo del nacimiento de Melínoe
Hay noches tan densas en el Inframundo, tan llenas de presencias calladas, que siento a Melínoe caminar entre los límites del sueño y la vigilia.
Mi hija.
La más silenciosa.
La que nació sin un grito, sin fuego, sin caos.
La que nació de lo invisible.
No fue como con Zagreus. No hubo temblores, ni visiones, ni cielos que se desgarraran. Su llegada fue como un susurro en medio del abismo.
Supe que venía porque mis sombras se volvían más largas.
Porque los muertos me miraban con otros ojos.
Porque soñaba con cosas que aún no habían sucedido.
Melínoe creció en mi vientre como la bruma crece en los bosques: sin prisa, sin peso, como si siempre hubiera estado allí.
Hades no decía nada. Me observaba con respeto, como si presintiera que esta vez no se trataba de fuego, sino de algo más sutil.
Un alma antigua. Una presencia que no buscaba ser adorada, sino temida.
Cuando la hora llegó, no supe si estaba dormida o despierta.
Mi cuerpo no dolía.
Solo se abría.
Como si un velo fuera retirado entre mundos.
Y entonces la tuve en brazos.
Tan pequeña.
Tan callada.
Sus ojos no eran oscuros como los de su hermano… eran pálidos, casi traslúcidos, como los de los espíritus que aún no saben que han muerto.
Su piel era fría, pero no incómoda. Era como la piedra bajo la luna.
Y sus dedos se aferraron a los míos con una fuerza inesperada.
—Melínoe —susurré—. Eres la hija de la noche que camina.
La heredera de los susurros.
La guía de los que no descansan.
Hades se acercó, la tomó con cuidado y por un momento, por único instante, lo vi temblar.
No de miedo.
De reconocimiento.
—Ella ve cosas —murmuró— que ni los dioses deberíamos ver.
La envolvimos en telas de sombra.
La bañamos en aguas del Leteo.
La protegimos de la mirada del Olimpo.
Porque Melínoe no vino a desafiar a los dioses.
No vino a reclamar tronos ni venganzas.
Ella nació para caminar entre lo invisible.
Para tocar los límites del alma.
Para visitar a los vivos en sueños…
y recordarles que todos somos sombra, por dentro y por fuera.
La crié entre los rincones más secretos del Inframundo, allí donde ni siquiera los ecos se atreven a quedarse. Le enseñé a escuchar las voces de los que murmuran desde el otro lado del velo, a distinguir entre el lamento y el deseo, entre la pena y el engaño. Caminábamos de la mano por pasadizos que solo nosotras conocíamos, donde los sueños de los vivos cruzaban sin saberlo, y los muertos olvidados susurraban nombres que nadie más podía oír.
Le enseñé a moverse sin ser vista, a tocar un corazón dormido sin perturbarlo, a hablar con los que aún no aceptan que han partido. Le mostré cómo el mundo está lleno de almas errantes que solo necesitan una guía suave, una presencia que no imponga miedo, sino paz.
Y ella aprendía. Siempre en silencio. Siempre con esa mirada distante y serena. No buscaba respuestas, solo entendimiento.
Ahora, cuando las lámparas parpadean sin causa, cuando escucho pasos suaves detrás de mí sin que nadie esté allí…
sé que es ella.
Mi hija.
La que nunca lloró.
La que nació del silencio.
La que camina entre los velos y nunca se pierde.
