El vapor perfumado ascendía en volutas delicadas desde la bañera de porcelana, iluminada por la tenue luz de varias velas estratégicamente dispuestas. Poppy Davies se hundía en el agua caliente, espumosa, impregnada con aceites de lavanda francesa y pétalos de rosa recién esparcidos. Había dejado a un lado, sobre una mesita de mármol, una copa de vino blanco bien frío y un libro de tapas de cuero, aunque apenas hojeaba una página: prefería cerrar los ojos y disfrutar de la suave tranquilidad.
Sus muñecas reposaban en el borde esmaltado, adornadas todavía con pulseras finas de plata. El agua le cubría hasta los hombros, y cada movimiento lento hacía sonar un leve chapoteo que parecía orquestado. Nadie podría confundir aquel ritual con una simple higiene; era, más bien, una ceremonia privada, una afirmación silenciosa de quién era. Poppy no concebía la vida sin rodearse de detalles exquisitos, ni siquiera en medio del caos del mundo sobrenatural que tanto la fascinaba.
Mientras el baño envolvía su cuerpo en una caricia tibia, Poppy esbozó una sonrisa satisfecha: en ese instante, con el eco de las velas crepitando y el aroma dulce flotando en el aire, se sentía dueña absoluta de su propio pequeño reino.
Sus muñecas reposaban en el borde esmaltado, adornadas todavía con pulseras finas de plata. El agua le cubría hasta los hombros, y cada movimiento lento hacía sonar un leve chapoteo que parecía orquestado. Nadie podría confundir aquel ritual con una simple higiene; era, más bien, una ceremonia privada, una afirmación silenciosa de quién era. Poppy no concebía la vida sin rodearse de detalles exquisitos, ni siquiera en medio del caos del mundo sobrenatural que tanto la fascinaba.
Mientras el baño envolvía su cuerpo en una caricia tibia, Poppy esbozó una sonrisa satisfecha: en ese instante, con el eco de las velas crepitando y el aroma dulce flotando en el aire, se sentía dueña absoluta de su propio pequeño reino.
El vapor perfumado ascendía en volutas delicadas desde la bañera de porcelana, iluminada por la tenue luz de varias velas estratégicamente dispuestas. Poppy Davies se hundía en el agua caliente, espumosa, impregnada con aceites de lavanda francesa y pétalos de rosa recién esparcidos. Había dejado a un lado, sobre una mesita de mármol, una copa de vino blanco bien frío y un libro de tapas de cuero, aunque apenas hojeaba una página: prefería cerrar los ojos y disfrutar de la suave tranquilidad.
Sus muñecas reposaban en el borde esmaltado, adornadas todavía con pulseras finas de plata. El agua le cubría hasta los hombros, y cada movimiento lento hacía sonar un leve chapoteo que parecía orquestado. Nadie podría confundir aquel ritual con una simple higiene; era, más bien, una ceremonia privada, una afirmación silenciosa de quién era. Poppy no concebía la vida sin rodearse de detalles exquisitos, ni siquiera en medio del caos del mundo sobrenatural que tanto la fascinaba.
Mientras el baño envolvía su cuerpo en una caricia tibia, Poppy esbozó una sonrisa satisfecha: en ese instante, con el eco de las velas crepitando y el aroma dulce flotando en el aire, se sentía dueña absoluta de su propio pequeño reino.
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