• Extraño a un amigo al cual.. siento que a veces llamo con el alma.
    Y comprendo el cansancio que a de sentir y el como pudo rendirse ante quizá una cierta desilusión.
    Lo siento como una pequeña tragedia, porque me recuerda a todos a los que se han ido.

    Al final de cuentas todos están de paso, y nadie está para quedarse mucho tiempo o toda la vida... Y lo extraño demaciado.

    Una persona realmente increíble, su forma de ser tan libre que me hacía reír y estar cómoda.
    Pero su estancia conmigo termino y decidió no volver más, a pesar de haber tenido ideas juntos que no se pudieron llevar a cabo.

    Realmente llevo un año o más aquí, y el echo de esas ausencias de tan maravillosas personas, me hacen sentir melancólica... Y extrañar todo de ellas.

    No pido que me lleve Diosito verdad? Jaja pero... Suelo disfrutar de quienes están sin que se den cuenta, de lo tanto que me gusta su compañía.

    Y aunque posiblemente no sea la más divertida todo el tiempo, disfruto de ello como disfrutar de un buen pan con relleno cremoso y suave por dentro, a la par de un chocolate caliente.

    Disfruten del presente, como yo muchas veces disfruto de sus presencias.

    Extraño a un amigo al cual.. siento que a veces llamo con el alma. Y comprendo el cansancio que a de sentir y el como pudo rendirse ante quizá una cierta desilusión. Lo siento como una pequeña tragedia, porque me recuerda a todos a los que se han ido. Al final de cuentas todos están de paso, y nadie está para quedarse mucho tiempo o toda la vida... Y lo extraño demaciado. Una persona realmente increíble, su forma de ser tan libre que me hacía reír y estar cómoda. Pero su estancia conmigo termino y decidió no volver más, a pesar de haber tenido ideas juntos que no se pudieron llevar a cabo. Realmente llevo un año o más aquí, y el echo de esas ausencias de tan maravillosas personas, me hacen sentir melancólica... Y extrañar todo de ellas. No pido que me lleve Diosito verdad? Jaja pero... Suelo disfrutar de quienes están sin que se den cuenta, de lo tanto que me gusta su compañía. Y aunque posiblemente no sea la más divertida todo el tiempo, disfruto de ello como disfrutar de un buen pan con relleno cremoso y suave por dentro, a la par de un chocolate caliente. Disfruten del presente, como yo muchas veces disfruto de sus presencias.
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  • RECUERDO: Horas después de la boda entre Rihanna y Larry, el recién matrimonio disfrutaba de su hermosa luna de miel, ambos sentían un amor incondicional, fueron los días más felices de Rihanna en esos años, sin embargo, nunca se imaginaría que en unos años sufriría la pérdida más dolorosa de su vida.

    Rihanna:
    Cariño, gracias por hacerme la mujer más felíz, te amo tanto mi amor.

    Larry:
    Gracias a tí mi amor, me has hecho el hombre más felíz del mundo desde que llegaste a mi vida.

    Ambos han vivido un hermoso matrimonio por unos 4 años, hasta que la tragedia tocaría la puerta de la peor manera.
    RECUERDO: Horas después de la boda entre Rihanna y Larry, el recién matrimonio disfrutaba de su hermosa luna de miel, ambos sentían un amor incondicional, fueron los días más felices de Rihanna en esos años, sin embargo, nunca se imaginaría que en unos años sufriría la pérdida más dolorosa de su vida. Rihanna: Cariño, gracias por hacerme la mujer más felíz, te amo tanto mi amor. Larry: Gracias a tí mi amor, me has hecho el hombre más felíz del mundo desde que llegaste a mi vida. Ambos han vivido un hermoso matrimonio por unos 4 años, hasta que la tragedia tocaría la puerta de la peor manera.
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  • ━━ La cosecha de este año es productiva, estamos recuperando lo que alguna vez nos fue arrebatado le traeremos orgullo a nuestro creador.

    Expresó rebosante de energía, de dicha misma, el incidente y la matanza lograron su cometido y sin embargo, sigue habiendo quien se opone a las tragedias.

    ━━ ¿Monjas embarazadas?
    Fue solo el pináculo de las creencias, de las semejanza de su Dios. ¿Por qué hemos de recibir la culpa?. Explícate mujer, tu sola presencia me pone los pelos de punta.
    ━━ La cosecha de este año es productiva, estamos recuperando lo que alguna vez nos fue arrebatado le traeremos orgullo a nuestro creador. Expresó rebosante de energía, de dicha misma, el incidente y la matanza lograron su cometido y sin embargo, sigue habiendo quien se opone a las tragedias. ━━ ¿Monjas embarazadas? Fue solo el pináculo de las creencias, de las semejanza de su Dios. ¿Por qué hemos de recibir la culpa?. Explícate mujer, tu sola presencia me pone los pelos de punta.
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  • 22 de Abril del 2016, Londres, Inglaterra.

    Nicole disfrutaba de una semana de vacaciones en una de las ciudades más remotas y movilizadas del país Británico, caminando por las calles de Londres de camino al hotel en dónde hacía su estadía, en un oscuro callejón logra ver lo que sería una confrontación entre dos hombres, Nicole alcanzó a acercarme para ver mejor, ya que era de noche. Logra ver a dos sujetos discutiendo y luego comenzaron a pelear, sin embargo la cosa no pintaba bien, menos cuando uno de ellos decidió sacó del bolsillo un arma de fuego, y le disparó al otro en el pecho, acto seguido este le robaría algunas pertenencias de valor, y decide irse por el otro lado del callejón. Nicole aterrada inmediatamente decide asistir al hombre herido, sin embargo, su teléfono celular se hallaba sin batería, por lo que no podía llamar a la ambulancia, y era tarde por la noche.
    Así que decidió utilizar uno de sus hechizos para evitar el hombre sufriera más de lo que estaba, y además evitar una tragedia.

    — No se preocupe, yo me encargo de esto!—. Exclamó Nicole preocupada y desesperada.

    Acto seguido, Nicole usa su hechizo de curación para sanar la gravísima herida que le dejó el disparo de su presunto asesino. El fuego verde rodea al hombre herido como una especie de energía verde y que poco a poco va controlando la hemorragia, desintegrando la bala dentro del pecho del tipo, cicatrizando la herida, hasta regenerar su piel por completo.
    22 de Abril del 2016, Londres, Inglaterra. Nicole disfrutaba de una semana de vacaciones en una de las ciudades más remotas y movilizadas del país Británico, caminando por las calles de Londres de camino al hotel en dónde hacía su estadía, en un oscuro callejón logra ver lo que sería una confrontación entre dos hombres, Nicole alcanzó a acercarme para ver mejor, ya que era de noche. Logra ver a dos sujetos discutiendo y luego comenzaron a pelear, sin embargo la cosa no pintaba bien, menos cuando uno de ellos decidió sacó del bolsillo un arma de fuego, y le disparó al otro en el pecho, acto seguido este le robaría algunas pertenencias de valor, y decide irse por el otro lado del callejón. Nicole aterrada inmediatamente decide asistir al hombre herido, sin embargo, su teléfono celular se hallaba sin batería, por lo que no podía llamar a la ambulancia, y era tarde por la noche. Así que decidió utilizar uno de sus hechizos para evitar el hombre sufriera más de lo que estaba, y además evitar una tragedia. — No se preocupe, yo me encargo de esto!—. Exclamó Nicole preocupada y desesperada. Acto seguido, Nicole usa su hechizo de curación para sanar la gravísima herida que le dejó el disparo de su presunto asesino. El fuego verde rodea al hombre herido como una especie de energía verde y que poco a poco va controlando la hemorragia, desintegrando la bala dentro del pecho del tipo, cicatrizando la herida, hasta regenerar su piel por completo.
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  • Y entonces yo a Él le pregunte... si algún alma igual de podrida que la mía, sería capaz de vivir en mis ojos y yo en los de ella, o si una vez sintiera como la percibo, huyera, simplemente una tragedia...
    Y entonces yo a Él le pregunte... si algún alma igual de podrida que la mía, sería capaz de vivir en mis ojos y yo en los de ella, o si una vez sintiera como la percibo, huyera, simplemente una tragedia...
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  • Here comes trouble
    Fandom The dysfunctional family from hell
    Categoría Comedia
    𝙰𝚜𝚖𝚘𝚍𝚎𝚞𝚜 —El tintineo de la puerta lo anunció antes de que el viento lo siguiera. Belial avanzó como si el lugar le perteneciera, sonrisa floja, mirada curiosa… de esas que desnudan sin tocar.—

    “Qué aburrido lugar… y aún así, aquí estás. Qué encantador teatro de humanidad… y tú, interpretando el papel principal.”

    —La vio enseguida. Su disfraz era correcto -demasiado correcto, quizás-, esa clase de pulcritud que solo intenta parecer invisible. Sonrió para sí. Ninguna piel humana, por bien que le quedara, podía apagar lo que ella era. Se acercó sin prisa, los dedos jugando con el borde del respaldo antes de inclinarse hacia ella, una ceja arqueada, y su voz cayó en un tono dulce, de esos que se quedan pegados. —¿Este asiento está libre? —preguntó, aunque ya arrastraba la silla para sentarse. No esperó respuesta; Belial nunca lo hacía. La luz de la mañana le recortaba la silueta, hacía brillar sus gafas de Sol y el metal de un anillo en su mano. Lo giró entre los dedos, distraído, mientras hablaba.

    —He oído que aquí sirven unos dulces pecaminosamente exquisitos y un café tan fuerte que puede revivir a cualquiera. —Una pausa, la sonrisa apenas torciéndose—. Supongo que necesitaba comprobarlo. —Dejó que la frase flotara, inocente a oídos humanos, un dardo envenenado a los suyos.—

    “Nada como probar los límites de una resurrección, ¿no?”

    —Tú estudias aquí, ¿verdad? —siguió, inclinándose un poco hacia adelante—. Debe de ser agotador. La universidad tiene esa manía de… consumir el alma. —El brillo en su mirada bastaba para que la palabra sonara demasiado literal. Se recostó de nuevo, cruzando las piernas, una postura entre relajada y dueña del espacio.

    —Yo, en cambio, sigo intentando acostumbrarme al trabajo. —Soltó una risita perezosa, como si de verdad fuera un empleado harto—. Pero ya sabes cómo es… cuando los compañeros desaparecen, alguien tiene que hacerse cargo. Qué tragedia.

    “Y qué conveniente que una vieja conocida vuelva a aparecer justo ahora.”

    No esperaba encontrarme con alguien tan familiar por aquí. — Se llevó una mano al pecho, teatral.—Aunque admito que te ves… distinta. Más viva, incluso de la última vez que te vi. —La sonrisa se afinó, un filo de burla en los labios—. Será el café. O los años de rehabilitación, quién sabe. —Bajó la voz, apenas un murmullo, pero con la precisión de una hoja deslizándose entre costillas.

    —De todos modos, me alegra verte. El infierno —corrigió con una ligera tos fingida—, digo, el trabajo… ha estado un poco vacío últimamente. —Luego la miró directamente, los ojos brillando con una chispa maliciosa tras sus gafas oscuras, que realmente servían más para ocultar el color de sus ojos.

    —¿No te parece curioso? Las cosas se desordenan allá abajo… y justo entonces, apareces aquí. —Dejó que la sonrisa se abriera, despreocupada—. Pero seguro que es coincidencia. —Se reclinó, tomando el menú como si nada hubiera pasado, o como si no acabara de clavarle cada palabra.

    “Juguemos, mi querida Asmody. Veamos cuánto dura tu pequeño disfraz.”

    [THELUSTSIN] —El tintineo de la puerta lo anunció antes de que el viento lo siguiera. Belial avanzó como si el lugar le perteneciera, sonrisa floja, mirada curiosa… de esas que desnudan sin tocar.— “Qué aburrido lugar… y aún así, aquí estás. Qué encantador teatro de humanidad… y tú, interpretando el papel principal.” —La vio enseguida. Su disfraz era correcto -demasiado correcto, quizás-, esa clase de pulcritud que solo intenta parecer invisible. Sonrió para sí. Ninguna piel humana, por bien que le quedara, podía apagar lo que ella era. Se acercó sin prisa, los dedos jugando con el borde del respaldo antes de inclinarse hacia ella, una ceja arqueada, y su voz cayó en un tono dulce, de esos que se quedan pegados. —¿Este asiento está libre? —preguntó, aunque ya arrastraba la silla para sentarse. No esperó respuesta; Belial nunca lo hacía. La luz de la mañana le recortaba la silueta, hacía brillar sus gafas de Sol y el metal de un anillo en su mano. Lo giró entre los dedos, distraído, mientras hablaba. —He oído que aquí sirven unos dulces pecaminosamente exquisitos y un café tan fuerte que puede revivir a cualquiera. —Una pausa, la sonrisa apenas torciéndose—. Supongo que necesitaba comprobarlo. —Dejó que la frase flotara, inocente a oídos humanos, un dardo envenenado a los suyos.— “Nada como probar los límites de una resurrección, ¿no?” —Tú estudias aquí, ¿verdad? —siguió, inclinándose un poco hacia adelante—. Debe de ser agotador. La universidad tiene esa manía de… consumir el alma. —El brillo en su mirada bastaba para que la palabra sonara demasiado literal. Se recostó de nuevo, cruzando las piernas, una postura entre relajada y dueña del espacio. —Yo, en cambio, sigo intentando acostumbrarme al trabajo. —Soltó una risita perezosa, como si de verdad fuera un empleado harto—. Pero ya sabes cómo es… cuando los compañeros desaparecen, alguien tiene que hacerse cargo. Qué tragedia. “Y qué conveniente que una vieja conocida vuelva a aparecer justo ahora.” No esperaba encontrarme con alguien tan familiar por aquí. — Se llevó una mano al pecho, teatral.—Aunque admito que te ves… distinta. Más viva, incluso de la última vez que te vi. —La sonrisa se afinó, un filo de burla en los labios—. Será el café. O los años de rehabilitación, quién sabe. —Bajó la voz, apenas un murmullo, pero con la precisión de una hoja deslizándose entre costillas. —De todos modos, me alegra verte. El infierno —corrigió con una ligera tos fingida—, digo, el trabajo… ha estado un poco vacío últimamente. —Luego la miró directamente, los ojos brillando con una chispa maliciosa tras sus gafas oscuras, que realmente servían más para ocultar el color de sus ojos. —¿No te parece curioso? Las cosas se desordenan allá abajo… y justo entonces, apareces aquí. —Dejó que la sonrisa se abriera, despreocupada—. Pero seguro que es coincidencia. —Se reclinó, tomando el menú como si nada hubiera pasado, o como si no acabara de clavarle cada palabra. “Juguemos, mi querida Asmody. Veamos cuánto dura tu pequeño disfraz.”
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    Individual
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    Cualquier línea
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  • "Invitación del Infierno"

    La casa estaba en penumbra.
    Solo el resplandor tenue de la brasa moribunda de un cigarrillo sobre el cenicero le daba vida al lugar. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales con una cadencia irregular, como si el mundo contuviera la respiración antes de una tragedia.

    Rei había pasado la noche revisando informes de asesinatos, desapariciones y sucesos que desafiaban toda lógica humana. El cansancio se dibujaba en su mirada, hasta que algo en su escritorio lo obligó a detenerse.

    Una carta.

    No recordaba haberla dejado ahí.

    El sobre, negro y de textura aterciopelada, estaba sellado con cera roja marcada con un pentagrama. Un leve aroma a incienso y fuego emanaba de él, acompañado por algo más… una vibración antigua, casi sagrada y profana a la vez.

    Rei ladeó la cabeza, desconfiando. Su instinto gritaba que no la tocara, pero la curiosidad —su más vieja maldición— habló primero.
    Tomó la carta. La cera se quebró sola, como si hubiese estado esperando el roce de su mano.

    El papel era grueso, casi vivo. Las letras negras parecían reptar bajo la luz del escritorio mientras las leía.

    A cada palabra, la temperatura descendía.
    El reloj del despacho marcaba el tiempo con una lentitud antinatural.

    > “Dancing With the Devil.”
    Una noche para perder el alma con estilo…

    —Tch… —murmuró Rei con una sonrisa ladeada—. Big Brother House. Suena como una trampa... o como una broma del infierno.

    Pero sabía que no lo era.

    El aire olía a azufre. Las sombras de las esquinas parecían moverse, observándolo en silencio. Había lidiado con demasiadas entidades como para no reconocer una firma infernal.
    Esa carta no la había traído un mensajero. El sello aún estaba tibio.

    Se levantó. Caminó hacia la ventana.
    La ciudad seguía envuelta en lluvia. Un relámpago iluminó fugazmente una figura en la calle: alta, cubierta por un sombrero, sosteniendo una rosa negra.
    Un parpadeo, y ya no estaba.

    Rei exhaló despacio.
    —Así que me invitas tú… ¿eh? —susurró, deslizando la carta en el escritorio—. Muy bien. Si el diablo quiere bailar, que prepare la pista.

    Apagó el cigarrillo, fue al baño y dejó que el agua fría lo golpeara mientras meditaba. Sabía que no se trataba de una fiesta común.
    Envuelto en una toalla, caminó al vestidor. Entre abrigos, trajes y reliquias de siglos, halló uno que no usaba desde hacía demasiado: un traje azúl oscuro, perfectamente conservado, regalo de una condesa inmortal a la que alguna vez salvó —o maldijo—, según la versión de la historia.

    Mientras se lo colocaba, cada movimiento tenía la precisión ritual de un hombre que se prepara para una batalla elegante.
    Luego, en el fondo del armario, descubrió una máscara dorada. Su superficie parecía respirar una magia antigua, cálida y protectora. La había recibido de una bruja hace siglos, como escudo contra un dios caído.

    Esta noche, la usaría para el mismo propósito…
    y, de paso, como su disfraz improvisado para bailar con el diablo.

    Antes de salir, bebió una pócima que guardaba para casos extremos. El líquido tenía un brillo carmesí, casi sanguíneo.
    Apenas lo bebió, un tatuaje se extendió bajo su piel, emergiendo como fuego negro. Nació en su cuello, recorrió su torso y se ramificó hasta sus manos, con símbolos que pulsaban suavemente, como si respiraran.
    Era una marca de poder.
    Una bendición... y una advertencia.

    Solo podía usarla una vez.

    Frente al espejo, Rei ajustó los guantes y la máscara.
    Su reflejo le devolvió la imagen de un demonio elegante, listo para entrar al infierno con paso firme.

    Tomó su bastón, aquel cuya empuñadura ocultaba una daga de acero espiritual.
    Una sonrisa leve curvó sus labios.

    —Listo —susurró—. Hora del baile.

    La puerta se cerró con un clic seco.
    La lluvia cesó.
    Y sobre el escritorio vacío, la carta quedó un instante antes de arder por sí sola, desvaneciéndose en humo rojo.

    En el aire, como una burla sutil, flotó la frase final:

    > “Todos bailan con el diablo, tarde o temprano…”

    https://ficrol.com/posts/315686
    "Invitación del Infierno" La casa estaba en penumbra. Solo el resplandor tenue de la brasa moribunda de un cigarrillo sobre el cenicero le daba vida al lugar. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales con una cadencia irregular, como si el mundo contuviera la respiración antes de una tragedia. Rei había pasado la noche revisando informes de asesinatos, desapariciones y sucesos que desafiaban toda lógica humana. El cansancio se dibujaba en su mirada, hasta que algo en su escritorio lo obligó a detenerse. Una carta. No recordaba haberla dejado ahí. El sobre, negro y de textura aterciopelada, estaba sellado con cera roja marcada con un pentagrama. Un leve aroma a incienso y fuego emanaba de él, acompañado por algo más… una vibración antigua, casi sagrada y profana a la vez. Rei ladeó la cabeza, desconfiando. Su instinto gritaba que no la tocara, pero la curiosidad —su más vieja maldición— habló primero. Tomó la carta. La cera se quebró sola, como si hubiese estado esperando el roce de su mano. El papel era grueso, casi vivo. Las letras negras parecían reptar bajo la luz del escritorio mientras las leía. A cada palabra, la temperatura descendía. El reloj del despacho marcaba el tiempo con una lentitud antinatural. > “Dancing With the Devil.” Una noche para perder el alma con estilo… —Tch… —murmuró Rei con una sonrisa ladeada—. Big Brother House. Suena como una trampa... o como una broma del infierno. Pero sabía que no lo era. El aire olía a azufre. Las sombras de las esquinas parecían moverse, observándolo en silencio. Había lidiado con demasiadas entidades como para no reconocer una firma infernal. Esa carta no la había traído un mensajero. El sello aún estaba tibio. Se levantó. Caminó hacia la ventana. La ciudad seguía envuelta en lluvia. Un relámpago iluminó fugazmente una figura en la calle: alta, cubierta por un sombrero, sosteniendo una rosa negra. Un parpadeo, y ya no estaba. Rei exhaló despacio. —Así que me invitas tú… ¿eh? —susurró, deslizando la carta en el escritorio—. Muy bien. Si el diablo quiere bailar, que prepare la pista. Apagó el cigarrillo, fue al baño y dejó que el agua fría lo golpeara mientras meditaba. Sabía que no se trataba de una fiesta común. Envuelto en una toalla, caminó al vestidor. Entre abrigos, trajes y reliquias de siglos, halló uno que no usaba desde hacía demasiado: un traje azúl oscuro, perfectamente conservado, regalo de una condesa inmortal a la que alguna vez salvó —o maldijo—, según la versión de la historia. Mientras se lo colocaba, cada movimiento tenía la precisión ritual de un hombre que se prepara para una batalla elegante. Luego, en el fondo del armario, descubrió una máscara dorada. Su superficie parecía respirar una magia antigua, cálida y protectora. La había recibido de una bruja hace siglos, como escudo contra un dios caído. Esta noche, la usaría para el mismo propósito… y, de paso, como su disfraz improvisado para bailar con el diablo. Antes de salir, bebió una pócima que guardaba para casos extremos. El líquido tenía un brillo carmesí, casi sanguíneo. Apenas lo bebió, un tatuaje se extendió bajo su piel, emergiendo como fuego negro. Nació en su cuello, recorrió su torso y se ramificó hasta sus manos, con símbolos que pulsaban suavemente, como si respiraran. Era una marca de poder. Una bendición... y una advertencia. Solo podía usarla una vez. Frente al espejo, Rei ajustó los guantes y la máscara. Su reflejo le devolvió la imagen de un demonio elegante, listo para entrar al infierno con paso firme. Tomó su bastón, aquel cuya empuñadura ocultaba una daga de acero espiritual. Una sonrisa leve curvó sus labios. —Listo —susurró—. Hora del baile. La puerta se cerró con un clic seco. La lluvia cesó. Y sobre el escritorio vacío, la carta quedó un instante antes de arder por sí sola, desvaneciéndose en humo rojo. En el aire, como una burla sutil, flotó la frase final: > “Todos bailan con el diablo, tarde o temprano…” https://ficrol.com/posts/315686
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  • —Los rumores dicen que concedo deseos. Pero los rumores mienten. Yo no concedo deseos... más bien orquesto tragedias a cambio de un precio. Dime, ¿tu deseo justifica la ruina que traerá?
    —Los rumores dicen que concedo deseos. Pero los rumores mienten. Yo no concedo deseos... más bien orquesto tragedias a cambio de un precio. Dime, ¿tu deseo justifica la ruina que traerá?
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  • Nosotras nunca le pedimos nada a nadie.
    Desde la tragedia con el proyecto Gestal, todos los demás androides nos dieron la espalda, pues la humanidad encontró su fin.
    Como nuestros creadores, ellos eran como nuestro Dios, pero no pudimos salvarlos y se extinguieron, maldita enfermedad que se los llevo.. Malditas seas esas Devola y Popola de otro lugar que provocaron qué ahora nosotras seamos las que carguemos con el peso de esta cruz..

    Aunque espero que al final de nuestro calvario, logremos esa redención.
    Nosotras nunca le pedimos nada a nadie. Desde la tragedia con el proyecto Gestal, todos los demás androides nos dieron la espalda, pues la humanidad encontró su fin. Como nuestros creadores, ellos eran como nuestro Dios, pero no pudimos salvarlos y se extinguieron, maldita enfermedad que se los llevo.. Malditas seas esas Devola y Popola de otro lugar que provocaron qué ahora nosotras seamos las que carguemos con el peso de esta cruz.. Aunque espero que al final de nuestro calvario, logremos esa redención.
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  • 𝐃𝐎𝐍𝐃𝐄 𝐋𝐎𝐒 𝐃𝐈𝐎𝐒𝐄𝐒 𝐍𝐎 𝐏𝐔𝐄𝐃𝐄𝐍 𝐕𝐄𝐑 - 𝐕 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Más allá del balcón, las montañas escarpadas, los bosques frondosos y las llanuras se extendían teñidas de violeta. Poco a poco, el fuego hogareño y las antorchas de los hogares de Dardania comenzaban a encenderse, formando un mar de estrellas ámbar que hacían reflejo con las plateadas que titilaban en el cielo nocturno. Anquises las observaba sin enfocar la vista en ningún punto en particular, los brazos cruzados sobre el amplio pecho, detectó en él una cierta tensión que escasas veces dejaba ver. Afro ya conocía esa pose; cuando se cruzaba de brazos eso solo podía significar una cosa.

    Aún estaba todavía dándole vueltas a lo que ella le había dicho sobre hacerse pasar por la nodriza de su hijo.

    ────¿Una nodriza? ─repitió, la incredulidad apenas disimulada bajo su tono grave─ Explícame de nuevo exactamente cómo piensas pasar desapercibida.

    Y que también él estaba considerando los contras.

    Afro lo miró de reojo mientras acomodaba la manta de lana del bebé, que recién había vuelto a conciliar el sueño después de haberse despertado entre llantos. Ahora dormía plácidamente entre sus brazos.

    ────Bueno, eso es sencillo ─replicó con serenidad fingida, encogiéndose de hombros─; me mezclaré con el personal de palacio como una nodriza para cuidar de nuestro bebé. Una chica mortal que viajó desde las lejanas tierras de Frigia y que llegó a esta ciudad dispuesta a ofrecer sus servicios. Eso es brillante, ¿no crees?

    El nudo en su estómago se le hizo más grande. Para esas alturas, Afro ya había comenzado a dudar de su alocado plan y a contemplar los pequeños y grandes inconvenientes en este. Estuvo tentada ligeramente a echarse para atrás e idear uno nuevo. No lo haría.

    Tenía miedo y comenzaba a dudar. Eso era buena señal. Si estaba sintiendo todo eso, significaba que no estaba loca… o al menos, no completamente aún. Lo estaba pensando. Estaba siendo responsable.

    ────¿Frigia de nuevo?

    ────Es una buena tierra. Su vino de primavera es el mejor que he probado. Un solo sorbo es una explosión de sabores en tu boca.

    ────Afro… ─soltó uno de esos suspiros suyos que le anticipó que su respuesta no le iba a gustar─ ¿Eres consciente de todo lo que vas a dejar atrás?

    ────Claro, seguro.

    Pero ese pequeño chillido de ratón en la voz la delató.

    ────No, no lo creo. Cuando estés cansada, no podrás invocar la energía del amor para recargar fuerzas. Si te lastimas, tus heridas no se regenerarán ─su voz bajó un poco, más grave, trenzada en preocupación─. Serás vulnerable. Tu rostro envejecerá. Y si algo sale mal, no habrá poder divino que te salve.

    Afro levantó la vista y él se giró hacia ella. Sus iris rosas buscaron los suyos. Se demoró en esa mirada donde el ámbar se mezclaba con el dorado oscuro de la miel, antes de apartarla y soltar un gentil suspiro.

    ────Lo sé.

    ────Sé que lo sabes ─replicó él, cerrando una mano sobre su hombro, firme y confortante─. Pero saberlo no es lo mismo que vivirlo.

    ──── Eso es lo que pienso hacer; vivirlo.

    ────Enfermarás como nosotros los mortales, ¿Alguna vez has pasado una noche entera en cama, temblando de fiebre, sin poder hacer nada para aliviarte?

    ────No. Nunca.

    ────Entonces será una buena primera vez –Anquises inclinó la cabeza, una sonrisa apenas se curvó en las comisuras de sus labios– Créeme, no te gustará.

    ────Anquises... –rogó ella, exasperante.

    ────¿Qué? Solo te advierto. –se encogió de hombros, más divertido que preocupado– Y si alguien te hace enojar, no podrás encantarlo. Ni convertirlo en algo más… digamos, adorable. Con pelos, plumas o escamas.

    Un silencio gobernó en la habitación. Había algo más, pero Anquises se lo guardó. No necesitaba articularlo; ella sabía perfectamente lo que había querido decir: «Y no podrás arruinarle la vida para siempre».

    Una de las grandes especialidades de los dioses donde su cruel creatividad salía a la luz. Cada historia que escuchaba en los banquetes en el Olimpo y en boca de las Néfeles, contaba un castigo peor que el anterior, ajustado y pensado a la perfección para cada víctima. Eso, si tenían tiempo de planificarlo. Cuando se trataba de infligir dolor, su ingenio rozaba lo sublime. Y tenía una razón sencilla: los dioses lo temían.

    El sufrimiento era algo que, en su eterna gloria, les resultaba ajeno, distante. Una teoría más que una experiencia. Por eso, cuando se trataba de provocarlo, lo hacían con la precisión envidiable de un escultor y el hambre voraz de una bestia. Cuando el castigo de los dioses era sentenciado y se corría la voz, no se hablaba de otra cosa. No había nada que les resultara tan insólito y fascinante que la contemplación del dolor ajeno.

    ────¡Eso también lo sé! No más inmortalidad, no más trucos para salir del apuro. Sin voz sagrada que persuada a dioses o mortales, sin un aura divina que calme a quienes me rodean. No más vuelos por el cielo, no más juegos de disfraces. No más… castigos.

    Frunció el ceño; la mandíbula se le tensó, como si sintiera el peso de esas últimas palabras que acaba de escupir, llenas de una ira hacía sí misma que brotaba directamente desde el centro de su pecho. Una mezcla de culpa y vergüenza al saber que, alguna vez, ella había sido capaz de hacer aquello que ahora repudiaba: ser el juez y verdugo que ejecutaba el castigo divino. El calor le trepó a las mejillas. De pronto, se dio cuenta de que se había alterado y del silencio a su alrededor: el palacio estaba tan oscuro y quieto como una tumba. Por un instante, pareció querer continuar con algo más, pero se contuvo. Cerró los ojos, respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente de sus pulmones. Al hablar, esta vez lo hizo con más calma.

    ────Ya lo sé. Sé a lo que me voy a enfrentar, Anquises. No es ni será fácil. Jamás he llevado el papel de una mortal más allá de la apariencia. Así que sí, tengo miedo. Y sí, tal vez esto sea una completa locura. Pero realmente quiero hacer esto. Quiero hacerlo.

    Anquises examinó a Afro con esos ojos pacientes y soltó un pequeño suspiro. Hincó una rodilla en el piso, frente a ella, y la constante llama de la lámpara de aceite sobre el mueble a su lado iluminó su rostro con luz ambarina. Su mirada era preciosa, sabia. Sus mejillas suaves y mandíbula de líneas duras estaban ocultas debajo de la espesa barba dorada y rizada. Allí, durante un instante, no estaba delante de un príncipe, había en algo en él que lo hacía ver mucho más antiguo, más experimentado que ella y los dioses que habitaban en los cielos.

    ────Si crees que eso es lo que lo mantendrá a salvo, lo haremos. Si el destino no puede ver lo que no se nombra, entonces no lo nombraremos. Serás su nodriza. Mantendremos esto en secreto. Nadie sabrá quién eres, ni quién es él. Pero Afro...

    Hizo una pausa y tomó una de sus manos entre las suyas. El tacto del príncipe era firme, áspero; manos acostumbradas al acero de las armas.

    ────Prométeme una cosa: cuando nuestro hijo crezca y tenga la edad suficiente, cuéntale la verdad. Quiero que sepa que tuvo una madre que lo amo tanto que arriesgó todo con tal de protegerlo y criarlo.

    Ella apretó los labios en una línea recta. Aquello no formaba parte de sus planes, en lo absoluto. O al menos, no lo había previsto hasta ese momento. Si su hijo crecía escuchando las historias que se contaban sobre ella… la vanidosa, cruel y vengativa diosa que despertaba el deseo en dioses y mortales ¿Podría quererla?

    Cuando llegara el momento de saber la verdad, ¿Le dejaría explicarse o saldría corriendo como si acabara de descubrir que su madre era una de las causas de las tragedias románticas del mundo conocido? Entre otras cosas peores.

    Suspiró.

    Sí... no era la imagen más alentadora del mundo. Tampoco era una imagen que a ella le gustara de sí misma. No se enorgullecía de ella. La detestaba. Pero supuso que ninguna madre divina podía esperar una presentación perfecta después de siglos de mala reputación sembrada en himnos, poemas y canciones.

    Sin embargo, él tenía razón. Su hijo merecía conocer la verdad, y no se la negaría.


    Se obligó a sonreír, y sus ojos interceptaron a los del príncipe.

    ────Te lo prometo. Cuando crezca y haya madurado... lo sabrá.

    ────Así me gusta, cabeza de caracol –murmuró él apretando su mano antes de soltarla. La sonrisa que él le esbozó la hizo sentir mejor. Acaso ¿él le estaba sonriendo con orgullo? ¿se sentía orgulloso de ella? No sabría decir sí era así o no, pero le gustó pensar que lo sentía–. Nunca haces las cosas fáciles, ¿eh?

    ────Bueno, si no son las Moiras quiénes se encargan de darte dolores de cabeza, alguien tiene que hacerlo y me tomo esa obligación divina muy enserio.

    Su convicción avivó renovada, serena y firme como la llama en la lampara de aceite: constante, sin perder su brillo, sin arder desbocada en la leña de una hoguera. Nunca había conocido los pesares que los mortales debían soportar. Jamás llevó cicatrices en la piel; en su rostro, la marca del tiempo nunca pasó. Enfermar era algo que ningún dios experimentó en su vida. Trató de imaginarse así misma postrada en cama, temblando por la fiebre, pero su mente no consiguió tejer bien la imagen. Solo se vio estremeciéndose por la caricia de un viento gélido que bastaba cubrir con una manta. Estaba segura de que no era la clase de temblor a la que Anquises se refería.

    Sentir miedo ante lo desconocido era ajeno a los dioses. Desde sus orgullosos tronos y palacios de mármol, creían poseer el conocimiento de todo cuanto habitaba en la tierra. Ahora, sin embargo, su pecho se agitaba ante la posibilidad de enfrentar algo sobre lo que ella no tenía control y conocimiento alguno: su propia existencia vivida bajo las condiciones de una mortal.

    Y aún así, había un temor mayor que la mortalidad misma. Uno que se levantó detrás de ella como una sombra silenciosa: si su hijo conocía la verdad sobre quién era ella… y la rechazaba, ¿su corazón sería capaz de soportarlo?
    𝐃𝐎𝐍𝐃𝐄 𝐋𝐎𝐒 𝐃𝐈𝐎𝐒𝐄𝐒 𝐍𝐎 𝐏𝐔𝐄𝐃𝐄𝐍 𝐕𝐄𝐑 - 𝐕 🌺 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Más allá del balcón, las montañas escarpadas, los bosques frondosos y las llanuras se extendían teñidas de violeta. Poco a poco, el fuego hogareño y las antorchas de los hogares de Dardania comenzaban a encenderse, formando un mar de estrellas ámbar que hacían reflejo con las plateadas que titilaban en el cielo nocturno. Anquises las observaba sin enfocar la vista en ningún punto en particular, los brazos cruzados sobre el amplio pecho, detectó en él una cierta tensión que escasas veces dejaba ver. Afro ya conocía esa pose; cuando se cruzaba de brazos eso solo podía significar una cosa. Aún estaba todavía dándole vueltas a lo que ella le había dicho sobre hacerse pasar por la nodriza de su hijo. ────¿Una nodriza? ─repitió, la incredulidad apenas disimulada bajo su tono grave─ Explícame de nuevo exactamente cómo piensas pasar desapercibida. Y que también él estaba considerando los contras. Afro lo miró de reojo mientras acomodaba la manta de lana del bebé, que recién había vuelto a conciliar el sueño después de haberse despertado entre llantos. Ahora dormía plácidamente entre sus brazos. ────Bueno, eso es sencillo ─replicó con serenidad fingida, encogiéndose de hombros─; me mezclaré con el personal de palacio como una nodriza para cuidar de nuestro bebé. Una chica mortal que viajó desde las lejanas tierras de Frigia y que llegó a esta ciudad dispuesta a ofrecer sus servicios. Eso es brillante, ¿no crees? El nudo en su estómago se le hizo más grande. Para esas alturas, Afro ya había comenzado a dudar de su alocado plan y a contemplar los pequeños y grandes inconvenientes en este. Estuvo tentada ligeramente a echarse para atrás e idear uno nuevo. No lo haría. Tenía miedo y comenzaba a dudar. Eso era buena señal. Si estaba sintiendo todo eso, significaba que no estaba loca… o al menos, no completamente aún. Lo estaba pensando. Estaba siendo responsable. ────¿Frigia de nuevo? ────Es una buena tierra. Su vino de primavera es el mejor que he probado. Un solo sorbo es una explosión de sabores en tu boca. ────Afro… ─soltó uno de esos suspiros suyos que le anticipó que su respuesta no le iba a gustar─ ¿Eres consciente de todo lo que vas a dejar atrás? ────Claro, seguro. Pero ese pequeño chillido de ratón en la voz la delató. ────No, no lo creo. Cuando estés cansada, no podrás invocar la energía del amor para recargar fuerzas. Si te lastimas, tus heridas no se regenerarán ─su voz bajó un poco, más grave, trenzada en preocupación─. Serás vulnerable. Tu rostro envejecerá. Y si algo sale mal, no habrá poder divino que te salve. Afro levantó la vista y él se giró hacia ella. Sus iris rosas buscaron los suyos. Se demoró en esa mirada donde el ámbar se mezclaba con el dorado oscuro de la miel, antes de apartarla y soltar un gentil suspiro. ────Lo sé. ────Sé que lo sabes ─replicó él, cerrando una mano sobre su hombro, firme y confortante─. Pero saberlo no es lo mismo que vivirlo. ──── Eso es lo que pienso hacer; vivirlo. ────Enfermarás como nosotros los mortales, ¿Alguna vez has pasado una noche entera en cama, temblando de fiebre, sin poder hacer nada para aliviarte? ────No. Nunca. ────Entonces será una buena primera vez –Anquises inclinó la cabeza, una sonrisa apenas se curvó en las comisuras de sus labios– Créeme, no te gustará. ────Anquises... –rogó ella, exasperante. ────¿Qué? Solo te advierto. –se encogió de hombros, más divertido que preocupado– Y si alguien te hace enojar, no podrás encantarlo. Ni convertirlo en algo más… digamos, adorable. Con pelos, plumas o escamas. Un silencio gobernó en la habitación. Había algo más, pero Anquises se lo guardó. No necesitaba articularlo; ella sabía perfectamente lo que había querido decir: «Y no podrás arruinarle la vida para siempre». Una de las grandes especialidades de los dioses donde su cruel creatividad salía a la luz. Cada historia que escuchaba en los banquetes en el Olimpo y en boca de las Néfeles, contaba un castigo peor que el anterior, ajustado y pensado a la perfección para cada víctima. Eso, si tenían tiempo de planificarlo. Cuando se trataba de infligir dolor, su ingenio rozaba lo sublime. Y tenía una razón sencilla: los dioses lo temían. El sufrimiento era algo que, en su eterna gloria, les resultaba ajeno, distante. Una teoría más que una experiencia. Por eso, cuando se trataba de provocarlo, lo hacían con la precisión envidiable de un escultor y el hambre voraz de una bestia. Cuando el castigo de los dioses era sentenciado y se corría la voz, no se hablaba de otra cosa. No había nada que les resultara tan insólito y fascinante que la contemplación del dolor ajeno. ────¡Eso también lo sé! No más inmortalidad, no más trucos para salir del apuro. Sin voz sagrada que persuada a dioses o mortales, sin un aura divina que calme a quienes me rodean. No más vuelos por el cielo, no más juegos de disfraces. No más… castigos. Frunció el ceño; la mandíbula se le tensó, como si sintiera el peso de esas últimas palabras que acaba de escupir, llenas de una ira hacía sí misma que brotaba directamente desde el centro de su pecho. Una mezcla de culpa y vergüenza al saber que, alguna vez, ella había sido capaz de hacer aquello que ahora repudiaba: ser el juez y verdugo que ejecutaba el castigo divino. El calor le trepó a las mejillas. De pronto, se dio cuenta de que se había alterado y del silencio a su alrededor: el palacio estaba tan oscuro y quieto como una tumba. Por un instante, pareció querer continuar con algo más, pero se contuvo. Cerró los ojos, respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente de sus pulmones. Al hablar, esta vez lo hizo con más calma. ────Ya lo sé. Sé a lo que me voy a enfrentar, Anquises. No es ni será fácil. Jamás he llevado el papel de una mortal más allá de la apariencia. Así que sí, tengo miedo. Y sí, tal vez esto sea una completa locura. Pero realmente quiero hacer esto. Quiero hacerlo. Anquises examinó a Afro con esos ojos pacientes y soltó un pequeño suspiro. Hincó una rodilla en el piso, frente a ella, y la constante llama de la lámpara de aceite sobre el mueble a su lado iluminó su rostro con luz ambarina. Su mirada era preciosa, sabia. Sus mejillas suaves y mandíbula de líneas duras estaban ocultas debajo de la espesa barba dorada y rizada. Allí, durante un instante, no estaba delante de un príncipe, había en algo en él que lo hacía ver mucho más antiguo, más experimentado que ella y los dioses que habitaban en los cielos. ────Si crees que eso es lo que lo mantendrá a salvo, lo haremos. Si el destino no puede ver lo que no se nombra, entonces no lo nombraremos. Serás su nodriza. Mantendremos esto en secreto. Nadie sabrá quién eres, ni quién es él. Pero Afro... Hizo una pausa y tomó una de sus manos entre las suyas. El tacto del príncipe era firme, áspero; manos acostumbradas al acero de las armas. ────Prométeme una cosa: cuando nuestro hijo crezca y tenga la edad suficiente, cuéntale la verdad. Quiero que sepa que tuvo una madre que lo amo tanto que arriesgó todo con tal de protegerlo y criarlo. Ella apretó los labios en una línea recta. Aquello no formaba parte de sus planes, en lo absoluto. O al menos, no lo había previsto hasta ese momento. Si su hijo crecía escuchando las historias que se contaban sobre ella… la vanidosa, cruel y vengativa diosa que despertaba el deseo en dioses y mortales ¿Podría quererla? Cuando llegara el momento de saber la verdad, ¿Le dejaría explicarse o saldría corriendo como si acabara de descubrir que su madre era una de las causas de las tragedias románticas del mundo conocido? Entre otras cosas peores. Suspiró. Sí... no era la imagen más alentadora del mundo. Tampoco era una imagen que a ella le gustara de sí misma. No se enorgullecía de ella. La detestaba. Pero supuso que ninguna madre divina podía esperar una presentación perfecta después de siglos de mala reputación sembrada en himnos, poemas y canciones. Sin embargo, él tenía razón. Su hijo merecía conocer la verdad, y no se la negaría. Se obligó a sonreír, y sus ojos interceptaron a los del príncipe. ────Te lo prometo. Cuando crezca y haya madurado... lo sabrá. ────Así me gusta, cabeza de caracol –murmuró él apretando su mano antes de soltarla. La sonrisa que él le esbozó la hizo sentir mejor. Acaso ¿él le estaba sonriendo con orgullo? ¿se sentía orgulloso de ella? No sabría decir sí era así o no, pero le gustó pensar que lo sentía–. Nunca haces las cosas fáciles, ¿eh? ────Bueno, si no son las Moiras quiénes se encargan de darte dolores de cabeza, alguien tiene que hacerlo y me tomo esa obligación divina muy enserio. Su convicción avivó renovada, serena y firme como la llama en la lampara de aceite: constante, sin perder su brillo, sin arder desbocada en la leña de una hoguera. Nunca había conocido los pesares que los mortales debían soportar. Jamás llevó cicatrices en la piel; en su rostro, la marca del tiempo nunca pasó. Enfermar era algo que ningún dios experimentó en su vida. Trató de imaginarse así misma postrada en cama, temblando por la fiebre, pero su mente no consiguió tejer bien la imagen. Solo se vio estremeciéndose por la caricia de un viento gélido que bastaba cubrir con una manta. Estaba segura de que no era la clase de temblor a la que Anquises se refería. Sentir miedo ante lo desconocido era ajeno a los dioses. Desde sus orgullosos tronos y palacios de mármol, creían poseer el conocimiento de todo cuanto habitaba en la tierra. Ahora, sin embargo, su pecho se agitaba ante la posibilidad de enfrentar algo sobre lo que ella no tenía control y conocimiento alguno: su propia existencia vivida bajo las condiciones de una mortal. Y aún así, había un temor mayor que la mortalidad misma. Uno que se levantó detrás de ella como una sombra silenciosa: si su hijo conocía la verdad sobre quién era ella… y la rechazaba, ¿su corazón sería capaz de soportarlo?
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