• — Quise hacer una broma y casi todos entran en tragedia
    — Quise hacer una broma y casi todos entran en tragedia :STK-61:
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  • «Aún atestada por la bendición estelar, ni siquiera la sepultura nívea fue capaz de borrar los ecos de aquella tragedia».
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  • Entre el fuego y el humo ascendió, bañado en cenizas y arropado por un inmenso mar de plumas grises, en la plaza exterior del Vaticano. Los rojos e hinchados ojos de la muchedumbre observaron el milagro; el nacimiento de un ángel, justo después de una tragedia. Bendecido por miradas atónitas, recibido por la caricia de la luz del alba, fue que él volvió a ver el mundo por segunda vez, luego de haber sentido el intenso abrazo del fuego que consumió despiadadamente al templo.
    Entre el fuego y el humo ascendió, bañado en cenizas y arropado por un inmenso mar de plumas grises, en la plaza exterior del Vaticano. Los rojos e hinchados ojos de la muchedumbre observaron el milagro; el nacimiento de un ángel, justo después de una tragedia. Bendecido por miradas atónitas, recibido por la caricia de la luz del alba, fue que él volvió a ver el mundo por segunda vez, luego de haber sentido el intenso abrazo del fuego que consumió despiadadamente al templo.
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  • —Jo... ¿En serio? ¿Ahora?

    De todo lo que podría haber fallado aquella noche, precisamente era la tira de su tacón quien la traicionaba.

    No había sujetado su pantorilla con fuerza descomunal precisamente porque sabía lo fragil que ese material podía ser; con todo cuidado la ató sin embargo la tragedia aconteció.

    Ahora tendría que apresurarse a llegar al bar para no quedar mal y generar el tan temido "retardo".
    Ya se las arreglaría para solucionar el problema; no se le daba mal eso de improvisar.
    —Jo... ¿En serio? ¿Ahora? De todo lo que podría haber fallado aquella noche, precisamente era la tira de su tacón quien la traicionaba. No había sujetado su pantorilla con fuerza descomunal precisamente porque sabía lo fragil que ese material podía ser; con todo cuidado la ató sin embargo la tragedia aconteció. Ahora tendría que apresurarse a llegar al bar para no quedar mal y generar el tan temido "retardo". Ya se las arreglaría para solucionar el problema; no se le daba mal eso de improvisar.
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  • La aproximación de las doncellas de hierro, ya perdidas ante las ofrendas que punzan por invocarla, antes de lo esperado, arropan la magnificada ingenuidad de mi principescas musas. Sesgo con el cincel los roces descarados de los astros en sus ojos y abrazo la vastedad de sus setecientas extremidades. Pulso la primera cuerda y, él o ella o ellos, retocan mis hebras con la nieve del atardecer y amanecer que hacen el Amor como uno, como nadas y ahora, frente a mí presencia. Entrecejos de los orbes que habitan. Los orbes que derribo cada vez que me levanto, cegado por el alcohol que no abandona el inmaculado semblante de mi existencia.

    Vierto el contenido de la botella dentro de nueve bocas; relamo con mis trece lenguas el líquido amarillento con aroma a zanahoria recién horneada, y, visto el sabor con el picor de un nuevo ingrediente con el que nutro lo poco que me queda de alimento. He existido en este espacio por siglos; aguardo su llegada desde mi nacimiento. Es momento del despertar de sus tonadas, pero, para mi mala suerte, ellos aún no despiertan. No han madurado; para mí no. Su duermevela ahorca a mis augurios y los venera, en sí mismos, con silbidos del averno que trago como un parajillo en vilo raso.

    Mis dedos pulsan las cuerdas de sus divinidades, esas que caen del firmamento de vigilia acuosa, esa desde la que el espectro de la música manifiesta sus abismos. El todo resuena con ilusiones de voluntades; insisten con enterrarme con la vida que eligieron para mí. Desde el principio, desde el fin.

    Su carne pastosa es una crudeza del olvido que ellos mismos parieron, esos imperios que extraviaron, como un crío pierde, al nacer, su inevitable cordón umbilical. La voz de sus huesos modula música. La voz de sus huesos modula música. La voz de sus huesos modula música. Escucho la música con el terror unificado a la dulzura de lo sagrado de su perpetua inocencia. Apuro el cruce de mis dedos, y descruzo sus entrañas con las pinzas y el cincel con el que escribo, sobre sus pieles de mármol, pintado de esperanzas. Para mí, retienen lo endiosado de sus entes en la lumbre de las palabras que no habitan en mí.

    Convidan una venia ante el altar; con el que arrojo de un puñado de sal y de monedas. Presencian mi danza sin escrúpulos, mi cintura, mi vientre se agita. Se agita, se agita, se agita ante la majestad de los antiguos. La distancia no es un problema. No persiste la distancia entre nuestras fronteras. Somos uno mismo, porque, para mí, soy su principal protagonista. La piel que cuelga desde los monolitos en los que colgué a mi tribu, me insta a parlar con la armonía de una benevolente tragedia. Soy un pañuelo de lágrimas. Soy un pañuelo de lágrimas. Soy un pañuelo de lágrimas. Mis lágrimas bañan con transparencia a todas sus monstruosidades.

    Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo.
    Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo.
    Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo.
    Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo.
    Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo.

    Soy su hijo. El Elegido. El Profeta. El Loco. Soy una Rosa del Desierto que crece, para siempre de los siempre agradecido, en los mismísimos abismos que perduran desde lo sombreado de sus deseos. En cada una de mis encarnaciones riego la concentración de mis simientes sobre las superficies fértiles, en las que siembro de vez en vez, de vez en vez, de vez en vez, las virtudes que requieren. Ellos son mis sueños y mis pesadillas hechos regalo. El despertar de sus corazones cabalga ya, asomado en lo más álgido como preseas; derrama diversos riachuelos ante sus candores y dunas; promueven el cambio.

    Pulso sus huesos; renazco en la música. Percibo la sinfonía del ramaje de sus corazones. Los insólitos parlan con ecos de ensordecedores silencios. Revisten mi existencia con sus susurros de alba risueña, sus siseos de mar de acuarelas; su ternura nocturna me estremece. Ellos son sólo bestias de cuentos de hadas, mucho tiempo atrás despierta con la ópera de una música prohibida. Conocidos como instrumentos de inescrupulosas bestias. Mis niños. Mi orgulloso edén. Mis hijos. Mis Conquistadores de los Para Siempre.

    Predico una oración.
    Ellos transmiten una endiosada respuesta.
    Predico una oración.
    No perdura mi voz.
    Predico una oración.
    Ellos transmiten una endiosada respuesta.
    Predico una oración.
    No perdura mi voz.
    Predico una oración.

    Todos ellos son un espectáculo desgraciado de existencia; a través de ellos el todo y la nada misma se marchita con ilustre presciencia e historia de etéreos amores, y, renace en una aún colorida dolencia edificada, como otro pensamiento, como otro astro. Como otro yo. El veneno de un yoísmo que se pierde, en una herida de lo más profundo de un misterio. Un enigma de primigenia majestad. Ellos y tan sólo ellos son producto de memorias de deslucidas víctimas de una guerra santa. Esa perforada en la imaginación del alevoso Destino.
    La aproximación de las doncellas de hierro, ya perdidas ante las ofrendas que punzan por invocarla, antes de lo esperado, arropan la magnificada ingenuidad de mi principescas musas. Sesgo con el cincel los roces descarados de los astros en sus ojos y abrazo la vastedad de sus setecientas extremidades. Pulso la primera cuerda y, él o ella o ellos, retocan mis hebras con la nieve del atardecer y amanecer que hacen el Amor como uno, como nadas y ahora, frente a mí presencia. Entrecejos de los orbes que habitan. Los orbes que derribo cada vez que me levanto, cegado por el alcohol que no abandona el inmaculado semblante de mi existencia. Vierto el contenido de la botella dentro de nueve bocas; relamo con mis trece lenguas el líquido amarillento con aroma a zanahoria recién horneada, y, visto el sabor con el picor de un nuevo ingrediente con el que nutro lo poco que me queda de alimento. He existido en este espacio por siglos; aguardo su llegada desde mi nacimiento. Es momento del despertar de sus tonadas, pero, para mi mala suerte, ellos aún no despiertan. No han madurado; para mí no. Su duermevela ahorca a mis augurios y los venera, en sí mismos, con silbidos del averno que trago como un parajillo en vilo raso. Mis dedos pulsan las cuerdas de sus divinidades, esas que caen del firmamento de vigilia acuosa, esa desde la que el espectro de la música manifiesta sus abismos. El todo resuena con ilusiones de voluntades; insisten con enterrarme con la vida que eligieron para mí. Desde el principio, desde el fin. Su carne pastosa es una crudeza del olvido que ellos mismos parieron, esos imperios que extraviaron, como un crío pierde, al nacer, su inevitable cordón umbilical. La voz de sus huesos modula música. La voz de sus huesos modula música. La voz de sus huesos modula música. Escucho la música con el terror unificado a la dulzura de lo sagrado de su perpetua inocencia. Apuro el cruce de mis dedos, y descruzo sus entrañas con las pinzas y el cincel con el que escribo, sobre sus pieles de mármol, pintado de esperanzas. Para mí, retienen lo endiosado de sus entes en la lumbre de las palabras que no habitan en mí. Convidan una venia ante el altar; con el que arrojo de un puñado de sal y de monedas. Presencian mi danza sin escrúpulos, mi cintura, mi vientre se agita. Se agita, se agita, se agita ante la majestad de los antiguos. La distancia no es un problema. No persiste la distancia entre nuestras fronteras. Somos uno mismo, porque, para mí, soy su principal protagonista. La piel que cuelga desde los monolitos en los que colgué a mi tribu, me insta a parlar con la armonía de una benevolente tragedia. Soy un pañuelo de lágrimas. Soy un pañuelo de lágrimas. Soy un pañuelo de lágrimas. Mis lágrimas bañan con transparencia a todas sus monstruosidades. Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo. Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo. Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo. Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo. Ellos viven. Ellos me llaman. Ellos no envidian otras vidas. Son uno conmigo. Soy su hijo. El Elegido. El Profeta. El Loco. Soy una Rosa del Desierto que crece, para siempre de los siempre agradecido, en los mismísimos abismos que perduran desde lo sombreado de sus deseos. En cada una de mis encarnaciones riego la concentración de mis simientes sobre las superficies fértiles, en las que siembro de vez en vez, de vez en vez, de vez en vez, las virtudes que requieren. Ellos son mis sueños y mis pesadillas hechos regalo. El despertar de sus corazones cabalga ya, asomado en lo más álgido como preseas; derrama diversos riachuelos ante sus candores y dunas; promueven el cambio. Pulso sus huesos; renazco en la música. Percibo la sinfonía del ramaje de sus corazones. Los insólitos parlan con ecos de ensordecedores silencios. Revisten mi existencia con sus susurros de alba risueña, sus siseos de mar de acuarelas; su ternura nocturna me estremece. Ellos son sólo bestias de cuentos de hadas, mucho tiempo atrás despierta con la ópera de una música prohibida. Conocidos como instrumentos de inescrupulosas bestias. Mis niños. Mi orgulloso edén. Mis hijos. Mis Conquistadores de los Para Siempre. Predico una oración. Ellos transmiten una endiosada respuesta. Predico una oración. No perdura mi voz. Predico una oración. Ellos transmiten una endiosada respuesta. Predico una oración. No perdura mi voz. Predico una oración. Todos ellos son un espectáculo desgraciado de existencia; a través de ellos el todo y la nada misma se marchita con ilustre presciencia e historia de etéreos amores, y, renace en una aún colorida dolencia edificada, como otro pensamiento, como otro astro. Como otro yo. El veneno de un yoísmo que se pierde, en una herida de lo más profundo de un misterio. Un enigma de primigenia majestad. Ellos y tan sólo ellos son producto de memorias de deslucidas víctimas de una guerra santa. Esa perforada en la imaginación del alevoso Destino.
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  • (Analepsis.)

    "𝑽𝒆𝒏𝒈𝒂𝒏𝒛𝒂" _ 𝑷𝒂𝒓𝒕𝒆 1

    Se había vengado. ¿Por qué entonces se sentía tan vacío?

    Aquella mañana había salido a recolectar madera, tal como su madre le había pedido; era necesaria para calentar el hogar por las noches y para preparar la comida. Su vida era sencilla; no necesitaba más. Tenía una familia que lo amaba, y para él, eso era suficiente. Lo querían como si fuera de su propia sangre. Al haberse convertido en el mayor de los cuatro hermanos, asumió la responsabilidad de cuidarlos y protegerlos de cualquier amenaza.

    Se agachaba para coger otra rama cuando lo olió. Ese olor pesado que dejaba un regusto metálico en la boca: sangre. Se incorporó y dejó caer la carga de madera que había recogido, desperdigando todo su esfuerzo por el suelo. Corrió. Corrió hasta que sus pulmones ardieron por el esfuerzo. Recordó esa misma sensación que había experimentado años atrás, cuando siendo un zorro, había huido de las llamas. El olor se hacía cada vez más intenso.

    —No, no, no... —murmuraba sin dejar de correr, sintiendo cómo su mandíbula se tensaba con cada segundo.

    Llegó al claro donde se encontraba su pequeña casa, respirando de forma irregular, con una mano en el pecho, luchando contra las náuseas. La lluvia comenzó a caer tímidamente, como si presagiara la tragedia, intensificándose a medida que pasaban los minutos.

    Caminaba apresuradamente hacia la casa, tropezando varias veces en el trayecto, mientras su mente iba más rápido de lo que su cuerpo podía seguir. Cuando llegó, la puerta estaba abierta, y el hedor de la sangre le impacto como una bofetada en la cara, haciéndole sentir que iba a devolver lo que había desayunado esa mañana. Se acercó y asomó la cabeza, encontrando una escena grotesca.

    Su respiración, agitada, se cortó de golpe, como si el filo de un cuchillo hubiese cortado el conducto que llevaba de aire sus pulmones. Su padre yacía boca abajo en el suelo, inmóvil, en un charco de sangre. En su mano sostenía una hoz impecable, lo que indicaba que ni siquiera había tenido la oportunidad de defenderse. Al fondo su madre, aferrada sobre los cuerpos de sus tres hermanos, como si hubiera intentado protegerlos a toda costa, sin éxito. Al igual que su padre, todos tenían múltiples heridas, incompatibles con la vida. Kazuo cayó de rodillas, impotente ante la escena. Un grito contenido salió de su garganta, desgarrador, sintiendo cómo su voz arañaba su traquea por dentro.

    Estaban muertos. Su amada familia estaba muerta. "¿Por qué?, ¿Por qué ellos?, ¿Qué habían hecho?". Las preguntas se agolpaban en la mente del zorro, entrando en un bucle inconexo mientras intentaba comprender lo sucedido. La tristeza se entrelazaba con una furia creciente, una furia que hacía brotar llamas azules a su alrededor mientras este se ponía en pie. Las llamas emitían un calor abrasador y voraz. La madera bajo sus pies crepitaba, y pronto la casa que había sido su hogar ardió engullida por las llamas. Kazuo caminó fuera lentamente, con el rostro empapado por la lluvia y sus lágrimas. Por primera vez, sus ojos habían perdido ese brillo característico, esa luz que los hacía tan especiales. Su cuerpo comenzó a transformarse. Las llamas danzaban por su piel, dejando una estela de pelaje color de luna, blanco y brillante. Su tamaño aumentó hasta que una criatura celestial emergió de las llamas: un gigantesco zorro blanco con dos colas oscilantes. Después tantos años su instinto lo había devuelto a su forma más primitiva, y también más poderosa.

    Olfateó el aire, y de inmediato su rostro se dirigió hacia una dirección concreta. Un gruñido gutural resonó en el bosque, proveniente de su pecho. Tras eso emprende una frenética carrera en esa dirección, donde había detectado el rastro de los culpables de tal agravio. Flanqueado por sus llamas color zafiro, este corría a través del bosque de una forma rápida y salvaje. Su juicio, nublado por la rabia, solo podía pensar en una cosa: "venganza".
    (Analepsis.) "𝑽𝒆𝒏𝒈𝒂𝒏𝒛𝒂" _ 𝑷𝒂𝒓𝒕𝒆 1 Se había vengado. ¿Por qué entonces se sentía tan vacío? Aquella mañana había salido a recolectar madera, tal como su madre le había pedido; era necesaria para calentar el hogar por las noches y para preparar la comida. Su vida era sencilla; no necesitaba más. Tenía una familia que lo amaba, y para él, eso era suficiente. Lo querían como si fuera de su propia sangre. Al haberse convertido en el mayor de los cuatro hermanos, asumió la responsabilidad de cuidarlos y protegerlos de cualquier amenaza. Se agachaba para coger otra rama cuando lo olió. Ese olor pesado que dejaba un regusto metálico en la boca: sangre. Se incorporó y dejó caer la carga de madera que había recogido, desperdigando todo su esfuerzo por el suelo. Corrió. Corrió hasta que sus pulmones ardieron por el esfuerzo. Recordó esa misma sensación que había experimentado años atrás, cuando siendo un zorro, había huido de las llamas. El olor se hacía cada vez más intenso. —No, no, no... —murmuraba sin dejar de correr, sintiendo cómo su mandíbula se tensaba con cada segundo. Llegó al claro donde se encontraba su pequeña casa, respirando de forma irregular, con una mano en el pecho, luchando contra las náuseas. La lluvia comenzó a caer tímidamente, como si presagiara la tragedia, intensificándose a medida que pasaban los minutos. Caminaba apresuradamente hacia la casa, tropezando varias veces en el trayecto, mientras su mente iba más rápido de lo que su cuerpo podía seguir. Cuando llegó, la puerta estaba abierta, y el hedor de la sangre le impacto como una bofetada en la cara, haciéndole sentir que iba a devolver lo que había desayunado esa mañana. Se acercó y asomó la cabeza, encontrando una escena grotesca. Su respiración, agitada, se cortó de golpe, como si el filo de un cuchillo hubiese cortado el conducto que llevaba de aire sus pulmones. Su padre yacía boca abajo en el suelo, inmóvil, en un charco de sangre. En su mano sostenía una hoz impecable, lo que indicaba que ni siquiera había tenido la oportunidad de defenderse. Al fondo su madre, aferrada sobre los cuerpos de sus tres hermanos, como si hubiera intentado protegerlos a toda costa, sin éxito. Al igual que su padre, todos tenían múltiples heridas, incompatibles con la vida. Kazuo cayó de rodillas, impotente ante la escena. Un grito contenido salió de su garganta, desgarrador, sintiendo cómo su voz arañaba su traquea por dentro. Estaban muertos. Su amada familia estaba muerta. "¿Por qué?, ¿Por qué ellos?, ¿Qué habían hecho?". Las preguntas se agolpaban en la mente del zorro, entrando en un bucle inconexo mientras intentaba comprender lo sucedido. La tristeza se entrelazaba con una furia creciente, una furia que hacía brotar llamas azules a su alrededor mientras este se ponía en pie. Las llamas emitían un calor abrasador y voraz. La madera bajo sus pies crepitaba, y pronto la casa que había sido su hogar ardió engullida por las llamas. Kazuo caminó fuera lentamente, con el rostro empapado por la lluvia y sus lágrimas. Por primera vez, sus ojos habían perdido ese brillo característico, esa luz que los hacía tan especiales. Su cuerpo comenzó a transformarse. Las llamas danzaban por su piel, dejando una estela de pelaje color de luna, blanco y brillante. Su tamaño aumentó hasta que una criatura celestial emergió de las llamas: un gigantesco zorro blanco con dos colas oscilantes. Después tantos años su instinto lo había devuelto a su forma más primitiva, y también más poderosa. Olfateó el aire, y de inmediato su rostro se dirigió hacia una dirección concreta. Un gruñido gutural resonó en el bosque, proveniente de su pecho. Tras eso emprende una frenética carrera en esa dirección, donde había detectado el rastro de los culpables de tal agravio. Flanqueado por sus llamas color zafiro, este corría a través del bosque de una forma rápida y salvaje. Su juicio, nublado por la rabia, solo podía pensar en una cosa: "venganza".
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  • La mascara distorsionaba lo que era real lo que no, las voces se escuchaban claramente, los niños gritaban y corría de un lugar a otro divirtiéndose en el mega pizzaplex, era como si viviera en el pasado antes de la tragedia, antes del mismo infierno por donde empezó a entrar.

    Nunca imagino que los animatronicos la iban atacar, Roxanne ya no sería Roxanne por los arrebato de enojo que tuvo con Gregory, al ser tomada sintió la fuerza en como jalo su brazo, como si fuera ese mismo niño que le arrancó los ojos. Su rostro se veía destruida, pero la mascara daba la ilusión que está reparada de los pies a la cabeza, porque son los sentimientos de Cassie a ver a Roxanne bien.

    ¿Como terminó aquí? Encerrada en el ascensor, sin escaparía, lastimada de cuerpo a cabeza, ¿Acaso Gregory la estuvo manipulando para que fuera por él? No debió haberlo escuchado desde un principio. La traición de su parte de dolía mucho. Tanto así que se enojaba al recordar su rostro, ese enojo se convierte en tristeza.

    Una que otras lágrimas salían resbalando por sus mejillas a través de la mascara. Sí tan solo hubiera sido más lista, jamás caería en su trampa de Gregory a quien lo consideraba como un amigo.
    La mascara distorsionaba lo que era real lo que no, las voces se escuchaban claramente, los niños gritaban y corría de un lugar a otro divirtiéndose en el mega pizzaplex, era como si viviera en el pasado antes de la tragedia, antes del mismo infierno por donde empezó a entrar. Nunca imagino que los animatronicos la iban atacar, Roxanne ya no sería Roxanne por los arrebato de enojo que tuvo con Gregory, al ser tomada sintió la fuerza en como jalo su brazo, como si fuera ese mismo niño que le arrancó los ojos. Su rostro se veía destruida, pero la mascara daba la ilusión que está reparada de los pies a la cabeza, porque son los sentimientos de Cassie a ver a Roxanne bien. ¿Como terminó aquí? Encerrada en el ascensor, sin escaparía, lastimada de cuerpo a cabeza, ¿Acaso Gregory la estuvo manipulando para que fuera por él? No debió haberlo escuchado desde un principio. La traición de su parte de dolía mucho. Tanto así que se enojaba al recordar su rostro, ese enojo se convierte en tristeza. Una que otras lágrimas salían resbalando por sus mejillas a través de la mascara. Sí tan solo hubiera sido más lista, jamás caería en su trampa de Gregory a quien lo consideraba como un amigo.
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  • *Analepsis*

    𝑲𝒂𝒛𝒖𝒐

    Era joven... Demasiado joven si hablamos en términos de inmortalidad. Apenas había comenzado a tener consciencia propia, comprender la diferencia entre el bien y el mal. Durante los últimos cien años, su única preocupación había sido alimentarse y sobrevivir, como un zorro común en la oscuridad del bosque.

    No eran tiempos fáciles. Japón estaba lejos de la unificación, y las guerras y masacres por el control de los territorios eran constantes y devastadoras. Ni siquiera los espíritus estaban a salvo de la tragedia que traía consigo la oscuridad en el corazón de los hombres.

    El zorro corría... Corría sin descanso, huyendo del fuego que devoraba su amado bosque. Exhausto y herido, terminó desplomándose en una charca, esperando que el agua lo protegiera de alguna manera, o que al menos se llevara su alma. No podía continuar; sentía cómo sus pulmones ardían, cada respiración era un suplicio. Los escuchaba, esos seres de corazones oscuros que caminaban sobre dos patas se acercaban cada vez más. Pero él no podía moverse, su cuerpo había cedido ante la desesperación.

    No sabemos si fue un acto de gracia divina o un último aliento de su instinto de supervivencia, pero en ese momento, el zorro se transformó, adoptando la forma de aquellos que lo perseguían. Yacía entre el agua y la tierra, en posición fetal, mientras una larga melena plateada se deslizaba por los contornos de su nuevo cuerpo, sus extremos flotando en el agua. Los pasos se acercaban, pero él no sabía si sería capaz de levantarse, de caminar sobre esas dos piernas recién adquiridas.

    A poca distancia, una familia de campesinos huía, dejando todo atrás: un matrimonio con sus tres hijos, llevando apenas lo puesto y una pequeña carreta tirada por un mulo. De repente, el hijo menor gritó: —¡Mamá, Papá, miren allí!—. Los padres siguieron con la mirada la dirección en que señalaba el niño, y lo vieron: un joven de cabellos color de luna, desnudo, tirado en el agua. No podían detener su huida, pero tampoco podían dejarlo allí; más bien, no querían.

    El matrimonio se acercó con cautela al zorro, ahora convertido en un hermoso joven. La madre, conmovida al ver que solo era un niño, miró a su esposo, y sin necesidad de palabras, supieron que debían llevárselo. El hombre lo alzó con cuidado y lo colocó en su humilde carreta. Sin mirar atrás, continuaron su huida, lejos del fuego, lejos de la masacre, con un hijo más en su familia.
    *Analepsis* 𝑲𝒂𝒛𝒖𝒐 Era joven... Demasiado joven si hablamos en términos de inmortalidad. Apenas había comenzado a tener consciencia propia, comprender la diferencia entre el bien y el mal. Durante los últimos cien años, su única preocupación había sido alimentarse y sobrevivir, como un zorro común en la oscuridad del bosque. No eran tiempos fáciles. Japón estaba lejos de la unificación, y las guerras y masacres por el control de los territorios eran constantes y devastadoras. Ni siquiera los espíritus estaban a salvo de la tragedia que traía consigo la oscuridad en el corazón de los hombres. El zorro corría... Corría sin descanso, huyendo del fuego que devoraba su amado bosque. Exhausto y herido, terminó desplomándose en una charca, esperando que el agua lo protegiera de alguna manera, o que al menos se llevara su alma. No podía continuar; sentía cómo sus pulmones ardían, cada respiración era un suplicio. Los escuchaba, esos seres de corazones oscuros que caminaban sobre dos patas se acercaban cada vez más. Pero él no podía moverse, su cuerpo había cedido ante la desesperación. No sabemos si fue un acto de gracia divina o un último aliento de su instinto de supervivencia, pero en ese momento, el zorro se transformó, adoptando la forma de aquellos que lo perseguían. Yacía entre el agua y la tierra, en posición fetal, mientras una larga melena plateada se deslizaba por los contornos de su nuevo cuerpo, sus extremos flotando en el agua. Los pasos se acercaban, pero él no sabía si sería capaz de levantarse, de caminar sobre esas dos piernas recién adquiridas. A poca distancia, una familia de campesinos huía, dejando todo atrás: un matrimonio con sus tres hijos, llevando apenas lo puesto y una pequeña carreta tirada por un mulo. De repente, el hijo menor gritó: —¡Mamá, Papá, miren allí!—. Los padres siguieron con la mirada la dirección en que señalaba el niño, y lo vieron: un joven de cabellos color de luna, desnudo, tirado en el agua. No podían detener su huida, pero tampoco podían dejarlo allí; más bien, no querían. El matrimonio se acercó con cautela al zorro, ahora convertido en un hermoso joven. La madre, conmovida al ver que solo era un niño, miró a su esposo, y sin necesidad de palabras, supieron que debían llevárselo. El hombre lo alzó con cuidado y lo colocó en su humilde carreta. Sin mirar atrás, continuaron su huida, lejos del fuego, lejos de la masacre, con un hijo más en su familia.
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  • 𝕭>Tengo vagos recuerdos de mi vida antes de convertirme en el artista que soy, pero siempre vuelve la misma imagen... Es una pena no recordar su voz, ni siquiera su rostro.

    Una melodía triste resonaba en el lugar, reflejando el estado en el que se encontraba el bardo.

    𝕭>Para un artista, no existe mayor tragedia que olvidar las letras de sus canciones... Extrañamente, siento esa misma sensación.
    𝕭>Tengo vagos recuerdos de mi vida antes de convertirme en el artista que soy, pero siempre vuelve la misma imagen... Es una pena no recordar su voz, ni siquiera su rostro. Una melodía triste resonaba en el lugar, reflejando el estado en el que se encontraba el bardo. 𝕭>Para un artista, no existe mayor tragedia que olvidar las letras de sus canciones... Extrañamente, siento esa misma sensación.
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    Tras meses de caminatas e indagación de aldea en aldea por su exhaustiva búsqueda de otras personas con su estirpe arribó al tercer reino costero impregnado de misterio y tragedia. Allí, se encontró con tres esclavos conocidos por los habitantes como "llamas de sangre", cuyas almas habían crecido en cautiverio sin ver nada más que el látigo sobre su espalda, sus cuerpos estaban marcados por las cadenas de la opresión. Habían osado alzarse contra sus amos/captores en una revolución, utilizando las escasas habilidades en el arte del fuego que habían logrado desarrollar en medio de la servidumbre.

    Ante el sombrío destino que les aguardaba, Liz se vio atrapada en el centro del pueblo donde los verdugos preparaban su sentencia fatal. Con el corazón oprimido por la impotencia y los ojos fijos en la injusticia que se desplegaba ante ella, desenvainó su espada con determinación para enfrentar a los ejecutores de la tragedia. La hoja brillaba con un halo de valentía mientras se abría paso entre los opresores, cobrando venganza en cada golpe que asestaba.

    El fragor de la batalla envolvió aquel lugar, donde se entremezclaban los alaridos de dolor y la danza del fuego en un macabro espectáculo. Elizabeth, con valentía y destreza, logró abatir a algunos verdugos y calcinar a otros con su fuego abrasador, pero aún así, no pudo evitar que los tres esclavos fueran arrastrados hacia su trágico final, sus cabezas rodaron a sus pies. El precio de la libertad había sido demasiado alto.

    Liz herida en su costado izquierdo y cojeando por un golpe en su pierna, emprendió una huida desesperada entre los callejones de la aldea, hasta alcanzar la orilla de un río al final del bosque que rodeaba el poblado. Allí, arrodillada en la penumbra, se desgarró en llanto desconsolado por la tragedia que acababa de presenciar. Tanto tiempo deseando encontrar a personas con cabello de fuego, y ahora, al tenerlas frente a ella, no pudo evitar que sus destinos se desvanecieran en la oscuridad.

    Las almas de aquellos valientes se sumaron al pesado fardo que Elizabeth cargaba en sus hombros, recordándole que el camino hacia la redención estaba plagado de sacrificios y pérdidas. En medio del crepúsculo, con el eco de sus lamentos resonando en la quietud del bosque, Liz se aferró a la esperanza de poder redimirse algún día, buscando en su interior la fuerza para seguir adelante en su búsqueda de justicia y redención.

    Que la llama de la libertad siga ardiendo en lo más profundo de su ser, iluminando su camino en la oscuridad de la noche y guiándola hacia un mañana donde el sacrificio de aquellos que cayeron no sea en vano.
    ≫ ──────── ≪•◦ ❈ ◦•≫──────── ≪ Tras meses de caminatas e indagación de aldea en aldea por su exhaustiva búsqueda de otras personas con su estirpe arribó al tercer reino costero impregnado de misterio y tragedia. Allí, se encontró con tres esclavos conocidos por los habitantes como "llamas de sangre", cuyas almas habían crecido en cautiverio sin ver nada más que el látigo sobre su espalda, sus cuerpos estaban marcados por las cadenas de la opresión. Habían osado alzarse contra sus amos/captores en una revolución, utilizando las escasas habilidades en el arte del fuego que habían logrado desarrollar en medio de la servidumbre. Ante el sombrío destino que les aguardaba, Liz se vio atrapada en el centro del pueblo donde los verdugos preparaban su sentencia fatal. Con el corazón oprimido por la impotencia y los ojos fijos en la injusticia que se desplegaba ante ella, desenvainó su espada con determinación para enfrentar a los ejecutores de la tragedia. La hoja brillaba con un halo de valentía mientras se abría paso entre los opresores, cobrando venganza en cada golpe que asestaba. El fragor de la batalla envolvió aquel lugar, donde se entremezclaban los alaridos de dolor y la danza del fuego en un macabro espectáculo. Elizabeth, con valentía y destreza, logró abatir a algunos verdugos y calcinar a otros con su fuego abrasador, pero aún así, no pudo evitar que los tres esclavos fueran arrastrados hacia su trágico final, sus cabezas rodaron a sus pies. El precio de la libertad había sido demasiado alto. Liz herida en su costado izquierdo y cojeando por un golpe en su pierna, emprendió una huida desesperada entre los callejones de la aldea, hasta alcanzar la orilla de un río al final del bosque que rodeaba el poblado. Allí, arrodillada en la penumbra, se desgarró en llanto desconsolado por la tragedia que acababa de presenciar. Tanto tiempo deseando encontrar a personas con cabello de fuego, y ahora, al tenerlas frente a ella, no pudo evitar que sus destinos se desvanecieran en la oscuridad. Las almas de aquellos valientes se sumaron al pesado fardo que Elizabeth cargaba en sus hombros, recordándole que el camino hacia la redención estaba plagado de sacrificios y pérdidas. En medio del crepúsculo, con el eco de sus lamentos resonando en la quietud del bosque, Liz se aferró a la esperanza de poder redimirse algún día, buscando en su interior la fuerza para seguir adelante en su búsqueda de justicia y redención. Que la llama de la libertad siga ardiendo en lo más profundo de su ser, iluminando su camino en la oscuridad de la noche y guiándola hacia un mañana donde el sacrificio de aquellos que cayeron no sea en vano.
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