Los ha visto temblar.
No por el frío ni por el filo de la muerte, sino por la ausencia de un mensaje.
Por la espera de una mirada que no llega.
Por el silencio que alguien —allá, en otra vida, en otro mundo— ha dejado caer como una sentencia.
Es curioso, piensa.
Los humanos construyen su identidad con barro, fuego y palabras. Pero basta con que alguien les niegue una sonrisa para que se deshagan. Se inclinan, se marchitan, se ofrendan enteros a quien apenas los nota. Y lo llaman amor.
Ella, que ha cortado hilos con la precisión de quien conoce el peso de una vida, no entiende esa fidelidad al vacío.
Esa necesidad de ser vistos por ojos que miran a través.
De ser escuchados por oídos que solo oyen su propio eco.
De ser tocados por manos que nunca se extienden.
Ellos insisten.
Le escriben a la ausencia. Le rezan a lo que podría ser. Recogen cada gesto escaso como si fuera una ofrenda divina: un “hola” indiferente se convierte en salvación, una carcajada lejana en esperanza.
La balanza no importa; se conforman con migajas si vienen de la persona correcta. O de la equivocada, pero idealizada.
¿Y qué es esa persona, realmente?
Un reflejo. Una proyección. Un espejismo vestido de deseo.
No se aman a sí mismos, se aman a través de alguien más.
Como si la validación externa pudiera curar el abismo que llevan dentro.
A Atropos no le conmueve la espera. La conoce bien.
Ha visto cuántos hilos se han vuelto delgados como suspiros por esa obsesión de pertenecer al mundo de otro.
Por ese deseo infantil de ser elegidos, aunque sea por accidente.
Y cuando ya no quedan fuerzas, cuando la otra persona desaparece del todo o se queda sin rostro en la memoria, no lloran por ella. Lloran por lo que creían ser cuando eran vistos por esos ojos.
Es una tragedia callada, repetida infinitamente.
No amar y no ser amado, sino depender.
Como una marioneta que sigue bailando incluso después de que se ha soltado la cuerda.
Atropos, al final, corta igual.
Pero se pregunta, mientras lo hace, si alguna vez aprenderán a sostenerse a sí mismos.
No por el frío ni por el filo de la muerte, sino por la ausencia de un mensaje.
Por la espera de una mirada que no llega.
Por el silencio que alguien —allá, en otra vida, en otro mundo— ha dejado caer como una sentencia.
Es curioso, piensa.
Los humanos construyen su identidad con barro, fuego y palabras. Pero basta con que alguien les niegue una sonrisa para que se deshagan. Se inclinan, se marchitan, se ofrendan enteros a quien apenas los nota. Y lo llaman amor.
Ella, que ha cortado hilos con la precisión de quien conoce el peso de una vida, no entiende esa fidelidad al vacío.
Esa necesidad de ser vistos por ojos que miran a través.
De ser escuchados por oídos que solo oyen su propio eco.
De ser tocados por manos que nunca se extienden.
Ellos insisten.
Le escriben a la ausencia. Le rezan a lo que podría ser. Recogen cada gesto escaso como si fuera una ofrenda divina: un “hola” indiferente se convierte en salvación, una carcajada lejana en esperanza.
La balanza no importa; se conforman con migajas si vienen de la persona correcta. O de la equivocada, pero idealizada.
¿Y qué es esa persona, realmente?
Un reflejo. Una proyección. Un espejismo vestido de deseo.
No se aman a sí mismos, se aman a través de alguien más.
Como si la validación externa pudiera curar el abismo que llevan dentro.
A Atropos no le conmueve la espera. La conoce bien.
Ha visto cuántos hilos se han vuelto delgados como suspiros por esa obsesión de pertenecer al mundo de otro.
Por ese deseo infantil de ser elegidos, aunque sea por accidente.
Y cuando ya no quedan fuerzas, cuando la otra persona desaparece del todo o se queda sin rostro en la memoria, no lloran por ella. Lloran por lo que creían ser cuando eran vistos por esos ojos.
Es una tragedia callada, repetida infinitamente.
No amar y no ser amado, sino depender.
Como una marioneta que sigue bailando incluso después de que se ha soltado la cuerda.
Atropos, al final, corta igual.
Pero se pregunta, mientras lo hace, si alguna vez aprenderán a sostenerse a sí mismos.
Los ha visto temblar.
No por el frío ni por el filo de la muerte, sino por la ausencia de un mensaje.
Por la espera de una mirada que no llega.
Por el silencio que alguien —allá, en otra vida, en otro mundo— ha dejado caer como una sentencia.
Es curioso, piensa.
Los humanos construyen su identidad con barro, fuego y palabras. Pero basta con que alguien les niegue una sonrisa para que se deshagan. Se inclinan, se marchitan, se ofrendan enteros a quien apenas los nota. Y lo llaman amor.
Ella, que ha cortado hilos con la precisión de quien conoce el peso de una vida, no entiende esa fidelidad al vacío.
Esa necesidad de ser vistos por ojos que miran a través.
De ser escuchados por oídos que solo oyen su propio eco.
De ser tocados por manos que nunca se extienden.
Ellos insisten.
Le escriben a la ausencia. Le rezan a lo que podría ser. Recogen cada gesto escaso como si fuera una ofrenda divina: un “hola” indiferente se convierte en salvación, una carcajada lejana en esperanza.
La balanza no importa; se conforman con migajas si vienen de la persona correcta. O de la equivocada, pero idealizada.
¿Y qué es esa persona, realmente?
Un reflejo. Una proyección. Un espejismo vestido de deseo.
No se aman a sí mismos, se aman a través de alguien más.
Como si la validación externa pudiera curar el abismo que llevan dentro.
A Atropos no le conmueve la espera. La conoce bien.
Ha visto cuántos hilos se han vuelto delgados como suspiros por esa obsesión de pertenecer al mundo de otro.
Por ese deseo infantil de ser elegidos, aunque sea por accidente.
Y cuando ya no quedan fuerzas, cuando la otra persona desaparece del todo o se queda sin rostro en la memoria, no lloran por ella. Lloran por lo que creían ser cuando eran vistos por esos ojos.
Es una tragedia callada, repetida infinitamente.
No amar y no ser amado, sino depender.
Como una marioneta que sigue bailando incluso después de que se ha soltado la cuerda.
Atropos, al final, corta igual.
Pero se pregunta, mientras lo hace, si alguna vez aprenderán a sostenerse a sí mismos.

