• —Mark irrumpio en el Pentagono para hacerlo pedazos y destruir toda su tecnología,en los pisos inferiores tuvo la suerte de encontrarse con varios comandantes y al presidente estadounidense—

    —Bueno,bueno,bueno...llevaba dias buscándolos y no aparecian pequeñas cucarahitas..

    —Mark tomo del cuello al general del ejercito por el cuello—

    —Hicieron un club de la casa del arbol y no me invitaron a mi pero si invitan a esa copia barata de Inmortal,que malos amigos...

    —Mark con una sonrisa burlona rompio el cuello del general y lanzo su cadaver contra la pared,haciendo que se convierta en una mancha de carne y sangre—

    —Y en cuanto a los demas,les dare la oportunidad de esconderse...

    —El presidente,los soldados,operadores y científicos se vieron entre todos mientras el miedo recorria la sala—

    —¿¡QUE ESPERAN?!,¡CORRAN,LARGUENSE!


    —El caos rompio el silencio e inmediatamente todos salieron corriendo por doquier,mientras el tenia una sonrisa de satisfacción por los gritos—

    —"¡Corre Forest,Corre!"
    —Mark irrumpio en el Pentagono para hacerlo pedazos y destruir toda su tecnología,en los pisos inferiores tuvo la suerte de encontrarse con varios comandantes y al presidente estadounidense— —Bueno,bueno,bueno...llevaba dias buscándolos y no aparecian pequeñas cucarahitas.. —Mark tomo del cuello al general del ejercito por el cuello— —Hicieron un club de la casa del arbol y no me invitaron a mi pero si invitan a esa copia barata de Inmortal,que malos amigos... —Mark con una sonrisa burlona rompio el cuello del general y lanzo su cadaver contra la pared,haciendo que se convierta en una mancha de carne y sangre— —Y en cuanto a los demas,les dare la oportunidad de esconderse... —El presidente,los soldados,operadores y científicos se vieron entre todos mientras el miedo recorria la sala— —¿¡QUE ESPERAN?!,¡CORRAN,LARGUENSE! —El caos rompio el silencio e inmediatamente todos salieron corriendo por doquier,mientras el tenia una sonrisa de satisfacción por los gritos— —"¡Corre Forest,Corre!"
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  • Alaska detiene el movimiento de su mano sobre el mostrador. El sudor de un cliente había dejado una mancha circular en la fórmica. Ella lo limpia con un paño seco, pero su mirada está en el monitor que muestra la grabación en tiempo real de las cámaras de seguridad.

    La pantalla que muestra la entrada trasera de la tienda, es negra.
    No estática.
    No borrosa.
    Negra

    El aire se espesa. No en la tienda. En sus pulmones.
    Una presión familiar se aprieta alrededor de su pecho.

    — No —susurra, y su propia voz suena lejana, como si viniera de otra boca.

    Sus dedos se cierran alrededor del borde del mostrador hasta que los nudillos palidecen. El tictac del reloj de pared se amplifica y se mezcla con el latido acelerado de su sangre en los oídos. ¿O son pasos? ¿Pasos amortiguados en el callejón?

    «¿Problemas, pequeña urraca?», la voz de su padre susurra desde el rincón más oscuro de su mente, fría y burlona. «Un error siempre es una oportunidad para aprender. . . o para ser atrapado»

    Parpadea, con fuerza.
    No está allí. Él no está allí.

    Se obliga a soltar el mostrador.
    Su cuerpo se mueve por pura memoria muscular.
    Abre el cajón de las llaves. Encuentra la linterna.
    Su respiración es superficial, un ritmo que no controla.

    Camina hacia la puerta trasera de la tienda. La linterna vibra en su mano. ¿O es su mano la que tiembla?

    — Solo es un fallo técnico —murmura para si. Una afirmación. No un consuelo— Un cable suelto. Un fusible quemado.

    Pero la otra parte de su cerebro, la que vive en el pasado, grita que los fallos técnicos no huelen al Brut Fabergé que él siempre llevaba.

    Extiende la mano. La cerradura está fría bajo sus dedos. Gira la cerradura. Empuja la puerta trasera. El callejón está ahí. Solo. Silencioso.

    No hay pasos, no hay perfume, no hay nadie. Solo bolsas de basura apiladas contra la pared, un charco que refleja la luz de la tienda y el zumbido lejano de un transformador eléctrico.

    — No hay nadie —dice con voz plana, como si al decirlo pudiera convencer a su sistema nervioso de que se detenga.

    La linterna tiembla en su mano.
    O su mano tiembla en la linterna.
    Ya no importa.

    Cierra la puerta. La tranca. Vuelve al mostrador.

    En su libreta, escribe:
    "Nota 1: confirmar ausencia no es igual a sentir seguridad.
    Nota 2: Llamar al técnico para que venga a reparar la camara de seguridad mañana"
    Alaska detiene el movimiento de su mano sobre el mostrador. El sudor de un cliente había dejado una mancha circular en la fórmica. Ella lo limpia con un paño seco, pero su mirada está en el monitor que muestra la grabación en tiempo real de las cámaras de seguridad. La pantalla que muestra la entrada trasera de la tienda, es negra. No estática. No borrosa. Negra El aire se espesa. No en la tienda. En sus pulmones. Una presión familiar se aprieta alrededor de su pecho. — No —susurra, y su propia voz suena lejana, como si viniera de otra boca. Sus dedos se cierran alrededor del borde del mostrador hasta que los nudillos palidecen. El tictac del reloj de pared se amplifica y se mezcla con el latido acelerado de su sangre en los oídos. ¿O son pasos? ¿Pasos amortiguados en el callejón? «¿Problemas, pequeña urraca?», la voz de su padre susurra desde el rincón más oscuro de su mente, fría y burlona. «Un error siempre es una oportunidad para aprender. . . o para ser atrapado» Parpadea, con fuerza. No está allí. Él no está allí. Se obliga a soltar el mostrador. Su cuerpo se mueve por pura memoria muscular. Abre el cajón de las llaves. Encuentra la linterna. Su respiración es superficial, un ritmo que no controla. Camina hacia la puerta trasera de la tienda. La linterna vibra en su mano. ¿O es su mano la que tiembla? — Solo es un fallo técnico —murmura para si. Una afirmación. No un consuelo— Un cable suelto. Un fusible quemado. Pero la otra parte de su cerebro, la que vive en el pasado, grita que los fallos técnicos no huelen al Brut Fabergé que él siempre llevaba. Extiende la mano. La cerradura está fría bajo sus dedos. Gira la cerradura. Empuja la puerta trasera. El callejón está ahí. Solo. Silencioso. No hay pasos, no hay perfume, no hay nadie. Solo bolsas de basura apiladas contra la pared, un charco que refleja la luz de la tienda y el zumbido lejano de un transformador eléctrico. — No hay nadie —dice con voz plana, como si al decirlo pudiera convencer a su sistema nervioso de que se detenga. La linterna tiembla en su mano. O su mano tiembla en la linterna. Ya no importa. Cierra la puerta. La tranca. Vuelve al mostrador. En su libreta, escribe: "Nota 1: confirmar ausencia no es igual a sentir seguridad. Nota 2: Llamar al técnico para que venga a reparar la camara de seguridad mañana"
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    Crónica de la Luna IX – El alma que habita en mi (Final de la saga la luz de la luna)

    Cuando Selin, la Elunai, murió protegiendo a su hija, no sólo ancló su alma en la Luna.
    En aquel instante también quebró un ciclo antiguo, dormido desde el primer eclipse.

    La niña que llevaba en su vientre jamás vio la luz.
    Su pequeño corazón se apagó, pero su alma no desapareció.
    Como un cristal quebrado por el choque del caos y la luna, se dividió en dos fragmentos.

    Uno de esos fragmentos regresó al regazo de Elunai,
    fundido con el eco plateado de Selin,
    tejido con paciencia por Xinia, la raposa de luna.
    El otro fragmento lo arrebató Shobu, espíritu ardiente del Sol,
    y lo guardó en su fuego como una chispa perdida del origen.

    Ambos fragmentos vagaron, dispersos en el cosmos,
    hasta que los hilos del destino se entrelazaron en un solo cuerpo:
    Lili, la Umbrélun.

    Nacida con su propia alma, sí,
    pero también con el alma de aquella heredera rota.
    Dos voces latiendo en un solo corazón,
    dos memorias buscando un mismo rostro en el espejo de la eternidad.

    Su ser se mece entre sombras vivientes y susurros lunares,
    alimentado por el caos de su padre y protegido por la herencia de Selin.
    Pero en su interior arde un secreto aún sellado:
    el poder del Sol y de la Luna, aguardando el momento de despertar.

    Porque Lili no es sólo hija de la penumbra,
    ni sólo guardiana del resplandor.
    Es el Eclipse hecho carne:
    la llama escondida en la sombra,
    la sombra abrazada por la luz.

    Un día, cuando las memorias de Xinia y Shobu regresen a llamarla,
    cuando ambas almas en su interior dejen de luchar y comiencen a danzar,
    el mundo volverá a presenciar el poder que Selin nunca imaginó.

    "Porque a veces, en el silencio de la noche, algo despierta en mí.
    No son palabras, sino luces que arden detrás de mis ojos,
    dibujos de dragones lunares trazados en las estrellas.
    El viento me susurra frases en lenguas que no alcanzo a descifrar,
    y siento que mi alma no me pertenece por completo.

    Es la otra voz, la otra mitad,
    la que duerme y a la vez me guía.
    No sé si es un don o una condena,
    pero presiento que guarda el secreto de los dragones lunares,
    aquellos custodios extintos que una vez velaron por el equilibrio.

    Y aunque no comprendo su llamado,
    sé que un día tendré que responder.
    Porque lo que habita en mí
    no es silencio, ni sombra, ni fuego…
    es un Eclipse aguardando nacer."

    Crónica de la Luna IX – El alma que habita en mi (Final de la saga la luz de la luna) Cuando Selin, la Elunai, murió protegiendo a su hija, no sólo ancló su alma en la Luna. En aquel instante también quebró un ciclo antiguo, dormido desde el primer eclipse. La niña que llevaba en su vientre jamás vio la luz. Su pequeño corazón se apagó, pero su alma no desapareció. Como un cristal quebrado por el choque del caos y la luna, se dividió en dos fragmentos. Uno de esos fragmentos regresó al regazo de Elunai, fundido con el eco plateado de Selin, tejido con paciencia por Xinia, la raposa de luna. El otro fragmento lo arrebató Shobu, espíritu ardiente del Sol, y lo guardó en su fuego como una chispa perdida del origen. Ambos fragmentos vagaron, dispersos en el cosmos, hasta que los hilos del destino se entrelazaron en un solo cuerpo: Lili, la Umbrélun. Nacida con su propia alma, sí, pero también con el alma de aquella heredera rota. Dos voces latiendo en un solo corazón, dos memorias buscando un mismo rostro en el espejo de la eternidad. Su ser se mece entre sombras vivientes y susurros lunares, alimentado por el caos de su padre y protegido por la herencia de Selin. Pero en su interior arde un secreto aún sellado: el poder del Sol y de la Luna, aguardando el momento de despertar. Porque Lili no es sólo hija de la penumbra, ni sólo guardiana del resplandor. Es el Eclipse hecho carne: la llama escondida en la sombra, la sombra abrazada por la luz. Un día, cuando las memorias de Xinia y Shobu regresen a llamarla, cuando ambas almas en su interior dejen de luchar y comiencen a danzar, el mundo volverá a presenciar el poder que Selin nunca imaginó. "Porque a veces, en el silencio de la noche, algo despierta en mí. No son palabras, sino luces que arden detrás de mis ojos, dibujos de dragones lunares trazados en las estrellas. El viento me susurra frases en lenguas que no alcanzo a descifrar, y siento que mi alma no me pertenece por completo. Es la otra voz, la otra mitad, la que duerme y a la vez me guía. No sé si es un don o una condena, pero presiento que guarda el secreto de los dragones lunares, aquellos custodios extintos que una vez velaron por el equilibrio. Y aunque no comprendo su llamado, sé que un día tendré que responder. Porque lo que habita en mí no es silencio, ni sombra, ni fuego… es un Eclipse aguardando nacer."
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  • Destiny se recostaba de medio lado sobre la cama, con las piernas dobladas y los brazos apoyando la cabeza. Su cabello negro caía sobre la almohada, y la diadema con pequeños diamantes brillaba sutilmente bajo la luz del sol que entraba por la ventana.

    En el suelo, sobre la alfombra, Scorpius estaba recostado, con un libro abierto frente a él que más que leer, usaba como excusa para observar a Destiny. La habitación estaba tranquila, solo se escuchaban el roce de las páginas y alguna que otra risa contenida.

    Destiny lanzó una mirada divertida hacia el suelo.
    —Entonces ¿En serio te pasaste la semana estudiando pociones solo para no hablar con tu primo? Qué dramático eres —Dijo, con su tono característico entre sarcástico y burlón.

    Scorpius ladeó la cabeza, sin levantar demasiado la vista del libro.
    —Dramático yo si tú fueras tan dramática como dices, estarías llorando por Albus ahora mismo —respondió, murmurando.

    Destiny soltó una risita.
    —Por favor ya superé esa fase de lloriqueo. Ahora me limito a observar desde lejos y reírme de los idiotas —replicó, arqueando una ceja.

    Silencio cómodo. Destiny giró un poco sobre la cama, jugando con un mechón de su cabello. Scorpius cerró lentamente el libro y apoyó la cabeza en sus manos, concentrándose solo en ella.

    —Eres imposible, ¿sabes? —murmuró—. Todo el mundo debería advertirle a Hogwarts que llega Destiny Goyle y destruye cualquier día aburrido.

    Destiny hizo una mueca teatral y sonrió.
    —Te diría que exageras… pero tú eres testigo, así que supongo que no puedo negarlo.

    Por un momento, todo quedó en silencio, cada uno disfrutando de la compañía del otro, sin necesidad de llenar el aire con palabras. Destiny respiró hondo y dijo, suavemente:
    —Sabes… me gusta cómo puedes quedarte callado y aún así parecer que estás pensando demasiado. Es extraño, pero reconfortante.

    Scorpius asintió, un poco sonrojado.
    —Supongo que es porque sé que no necesitas que nadie hable por ti —susurró—. No siempre hay que llenar todo con palabras.

    Destiny sonrió, mirándolo con suavidad.
    —Es por eso que podemos pasar horas aquí y no aburrirnos —dijo—. Porque no tenemos que fingir ser otra persona.
    Destiny se recostaba de medio lado sobre la cama, con las piernas dobladas y los brazos apoyando la cabeza. Su cabello negro caía sobre la almohada, y la diadema con pequeños diamantes brillaba sutilmente bajo la luz del sol que entraba por la ventana. En el suelo, sobre la alfombra, Scorpius estaba recostado, con un libro abierto frente a él que más que leer, usaba como excusa para observar a Destiny. La habitación estaba tranquila, solo se escuchaban el roce de las páginas y alguna que otra risa contenida. Destiny lanzó una mirada divertida hacia el suelo. —Entonces ¿En serio te pasaste la semana estudiando pociones solo para no hablar con tu primo? Qué dramático eres —Dijo, con su tono característico entre sarcástico y burlón. Scorpius ladeó la cabeza, sin levantar demasiado la vista del libro. —Dramático yo si tú fueras tan dramática como dices, estarías llorando por Albus ahora mismo —respondió, murmurando. Destiny soltó una risita. —Por favor ya superé esa fase de lloriqueo. Ahora me limito a observar desde lejos y reírme de los idiotas —replicó, arqueando una ceja. Silencio cómodo. Destiny giró un poco sobre la cama, jugando con un mechón de su cabello. Scorpius cerró lentamente el libro y apoyó la cabeza en sus manos, concentrándose solo en ella. —Eres imposible, ¿sabes? —murmuró—. Todo el mundo debería advertirle a Hogwarts que llega Destiny Goyle y destruye cualquier día aburrido. Destiny hizo una mueca teatral y sonrió. —Te diría que exageras… pero tú eres testigo, así que supongo que no puedo negarlo. Por un momento, todo quedó en silencio, cada uno disfrutando de la compañía del otro, sin necesidad de llenar el aire con palabras. Destiny respiró hondo y dijo, suavemente: —Sabes… me gusta cómo puedes quedarte callado y aún así parecer que estás pensando demasiado. Es extraño, pero reconfortante. Scorpius asintió, un poco sonrojado. —Supongo que es porque sé que no necesitas que nadie hable por ti —susurró—. No siempre hay que llenar todo con palabras. Destiny sonrió, mirándolo con suavidad. —Es por eso que podemos pasar horas aquí y no aburrirnos —dijo—. Porque no tenemos que fingir ser otra persona.
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  • La aguja se desliza por la tela con precisión.
    El hilo negro atraviesa el borde del patrón como si supiera exactamente donde debe ir.
    Alaska no piensa en lo que cose, al menos no del todo.
    Sus manos lo hacen solas, como si estuvieran en automático.
    El cuerpo recuerda lo que la mente no necesita repetir.

    El apartamento está en silencio.
    No hay música.
    No hay televisor ni radio.
    Solo el zumbido del refrigerador, el sonido constante de la máquina de coser, el goteo de la cafetera eléctrica y el 'tic-tac' del reloj que ella misma desarmó y volvió a armar la semana pasada.

    Se levanta.
    Las cerraduras dobles están aseguradas.
    El aire huele a tela nueva y a café.
    Todo está en su sitio.
    Las tijeras sobre el escritorio.
    Las agujas alineadas por tamaño.
    Los hilos organizados por degradé de colores.

    Camina hacia la ventana. Las cortinas gruesas están cerradas, pero hay una rendija. Por ella se filtra la luz de la calle. Ve sombras, movimiento, vida.

    Ella no forma parte de eso.

    Camina hacia el salón. Se sienta en el suelo, junto a un mueble donde guarda retazos.
    El apartamento no exige respuestas.
    No interpreta gestos.
    No espera sonrisas.
    No la mira como si tuviera que justificarse.

    Aqui, no hay que fingir.
    No hay que calcular si una frase fue demasiado fría o si un silencio fue demasiado largo.

    Se recuesta contra la pared.
    El concreto está frío. Eso sí lo entiende.
    El frío no miente.
    No cambia de opinión.
    No se ofende.
    Solo es una constante que no necesita interpretación.

    Piensa en los días en que vivía con Harold.
    En los espacios que no eran suyos.
    En los rincones donde se escondía para no ser vista.
    Este apartamento no tiene rincones. Tiene límites claros.

    Se levanta.
    Vuelve a su espacio de costura.
    Toma asiento.
    Cose otra línea.
    El patrón está mal trazado.
    Lo sabe. Lo sabía desde antes.
    Pero no lo corrige. Lo deja así, como experimento.

    Aquí, puede hablar sola sin que nadie la corrija.
    O puede no hablar en absoluto.
    Puede coser durante horas.
    Puede comer lo mismo todos los días.

    Aquí, no es la chica rara.
    No es la hija del monstruo.
    No es la prófuga.
    Aquí, es solo Alaska.
    O Danna.
    O ninguna.
    O ambas.

    Y eso, aunque no sepa cómo se llama esa sensación, se parece mucho a estar. . . bien.
    La aguja se desliza por la tela con precisión. El hilo negro atraviesa el borde del patrón como si supiera exactamente donde debe ir. Alaska no piensa en lo que cose, al menos no del todo. Sus manos lo hacen solas, como si estuvieran en automático. El cuerpo recuerda lo que la mente no necesita repetir. El apartamento está en silencio. No hay música. No hay televisor ni radio. Solo el zumbido del refrigerador, el sonido constante de la máquina de coser, el goteo de la cafetera eléctrica y el 'tic-tac' del reloj que ella misma desarmó y volvió a armar la semana pasada. Se levanta. Las cerraduras dobles están aseguradas. El aire huele a tela nueva y a café. Todo está en su sitio. Las tijeras sobre el escritorio. Las agujas alineadas por tamaño. Los hilos organizados por degradé de colores. Camina hacia la ventana. Las cortinas gruesas están cerradas, pero hay una rendija. Por ella se filtra la luz de la calle. Ve sombras, movimiento, vida. Ella no forma parte de eso. Camina hacia el salón. Se sienta en el suelo, junto a un mueble donde guarda retazos. El apartamento no exige respuestas. No interpreta gestos. No espera sonrisas. No la mira como si tuviera que justificarse. Aqui, no hay que fingir. No hay que calcular si una frase fue demasiado fría o si un silencio fue demasiado largo. Se recuesta contra la pared. El concreto está frío. Eso sí lo entiende. El frío no miente. No cambia de opinión. No se ofende. Solo es una constante que no necesita interpretación. Piensa en los días en que vivía con Harold. En los espacios que no eran suyos. En los rincones donde se escondía para no ser vista. Este apartamento no tiene rincones. Tiene límites claros. Se levanta. Vuelve a su espacio de costura. Toma asiento. Cose otra línea. El patrón está mal trazado. Lo sabe. Lo sabía desde antes. Pero no lo corrige. Lo deja así, como experimento. Aquí, puede hablar sola sin que nadie la corrija. O puede no hablar en absoluto. Puede coser durante horas. Puede comer lo mismo todos los días. Aquí, no es la chica rara. No es la hija del monstruo. No es la prófuga. Aquí, es solo Alaska. O Danna. O ninguna. O ambas. Y eso, aunque no sepa cómo se llama esa sensación, se parece mucho a estar. . . bien.
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  • Capítulo Final — El Señor de las Sombras: Amo de los Elementos y la Oscuridad

    La sala final del Castillo de las Sombras se transformó en un altar de poder absoluto.
    El suelo se fracturó en placas flotantes, el aire vibraba con energía, y el cielo sobre ellos —si es que aún existía— se tornó púrpura, como si el mundo estuviera a punto de colapsar.
    El Señor de las Sombras se alzó en el centro, sin conjurar, sin hablar. Su cuerpo era una amalgama de sombra viva, pero ahora, cuatro núcleos elementales giraban a su alrededor: brasas ardientes, corrientes de agua, espirales de viento y fragmentos de roca flotante. Cada uno pulsaba con poder ancestral.
    Yukine y Lidica, apenas de pie, sintieron cómo el aire se volvía más pesado. El Amuleto del Destino temblaba. Esta vez, no era solo oscuridad. Era todo.
    El Señor de las Sombras extendió una mano, y el suelo se alzó como una ola de piedra. Columnas de obsidiana emergieron violentamente, atrapando a Lidica entre muros móviles. Yukine intentó volar con levitación, pero el campo gravitacional se duplicó. Su cuerpo cayó como plomo.
    Lidica, atrapada, fue aplastada por una presión tectónica. Sus huesos crujían. Cada intento de escape era bloqueado por muros que se regeneraban.
    Yukine, con la magia desestabilizada, intentó usar hechizos de vibración para romper las rocas, pero el Señor de las Sombras absorbía la energía y la devolvía como ondas sísmicas.
    Ambos fueron enterrados vivos por segundos. Solo el vínculo mágico entre ellos les permitió sincronizar una explosión de energía que los liberó… pero no sin heridas graves.
    El enemigo giró sobre sí mismo, y una espiral de fuego infernal se desató. No era fuego común: era fuego que quemaba recuerdos, que convertía emociones en cenizas.
    Yukine fue alcanzado por una llamarada que le arrancó parte de su túnica mágica. Su piel se agrietó, y su mente comenzó a olvidar hechizos que había memorizado desde niño.
    Lidica, envuelta en llamas, vio a su hermana arder frente a ella. El fuego no solo quemaba su cuerpo, sino que la obligaba a revivir su peor trauma.
    El Señor de las Sombras caminaba entre las llamas sin ser tocado. Cada paso provocaba explosiones. Yukine intentó conjurar una “Llama Invertida”, pero el fuego del enemigo era absoluto.
    Lidica, con los brazos quemados, logró lanzar una daga encantada que desvió una llamarada… pero cayó de rodillas, jadeando.
    El enemigo alzó ambas manos, y la sala se inundó en segundos. Corrientes de agua oscura envolvieron a los héroes, arrastrándolos a un plano líquido donde no había arriba ni abajo.
    Yukine fue sumergido en una ilusión acuática donde todos sus logros eran borrados. Veía su vida deshacerse como tinta en el agua.
    Lidica se ahogaba, no por falta de aire, sino por la presión emocional. Cada burbuja que escapaba de su boca era un recuerdo que se perdía.
    El Señor de las Sombras se convirtió en una serpiente marina de sombra líquida, atacando desde todas direcciones. Yukine logró conjurar una burbuja de aire, pero su energía estaba al límite. Lidica, con los pulmones colapsando, usó su último frasco de poción para recuperar apenas lo suficiente para moverse.
    El enemigo se elevó, y el viento se volvió cuchillas. Corrientes invisibles cortaban la piel, los músculos, incluso la magia.
    Yukine fue lanzado contra una pared por una ráfaga que rompía barreras mágicas. Su brazo izquierdo quedó inutilizado.
    Lidica intentó correr, pero el viento la desorientaba. Cada paso la llevaba a un lugar distinto. Su percepción del espacio se rompía.
    El Señor de las Sombras se multiplicó en formas aéreas, atacando con velocidad imposible. Yukine y Lidica no podían seguirle el ritmo. Cada segundo era una herida nueva. Cada intento de defensa era inútil.
    Ambos cayeron. Yukine, sangrando, con la magia casi extinguida. Lidica, con las piernas rotas, sin dagas, sin aire. El Amuleto del Destino cayó al suelo, apagado.
    El Señor de las Sombras descendió lentamente. Su voz resonó como un trueno:
    —“¿Esto es todo? ¿Esto es lo que el mundo llama esperanza?”
    Yukine intentó levantarse. Lidica extendió la mano. , pero no alcanzaba. El mundo se desmoronaba.
    Y entonces… algo se quebró.
    Dentro del pecho de Yukine, una marca que siempre había sentido como una cicatriz comenzó a arder. No era dolor físico. Era una ruptura. Un sello místico, impuesto por su maestro años atrás, se deshacía lentamente, como si el universo reconociera que ya no había otra opción.
    Yukine gritó. No por sufrimiento, sino por liberación.
    Su maestro le había dicho una vez:
    “Hay una parte de ti que no debes tocar… hasta que el mundo esté a punto de caer, pero el precio a pagar sera muy alto”
    La marca se expandió por su cuerpo, revelando runas antiguas que brillaban con luz azul oscura. No era magia convencional. Era magia de origen, una energía que no requería palabras, gestos ni concentración. Era voluntad pura, conectada directamente al tejido del mundo.
    Yukine se levantó. Su cuerpo seguía herido, pero la energía que lo envolvía lo sostenía. Sus ojos brillaban con un fulgor que no era humano. El Amuleto del Destino reaccionó, no absorbiendo su poder… sino alineándose con él.
    Lidica, aún en el suelo, sintió la presión cambiar. El aire se volvió más denso. El Señor de las Sombras se detuvo por primera vez.
    —“¿Qué… es eso?” —gruñó.
    Yukine no respondió. No podía. El poder que lo atravesaba hablaba por él.
    El Señor de las Sombras desató todo su poder: fuego, agua, viento, tierra, sombra. El mundo tembló. El cielo se rasgó. El suelo se partió.
    Yukine, guiado por el poder liberado, no esquivaba. No bloqueaba. Absorbía. Cada elemento era neutralizado por una runa que surgía espontáneamente en su piel. Cada ataque era redirigido, transformado, devuelto.
    Pero el poder tenía un precio.
    Con cada segundo, el sello se consumía. Yukine sentía su alma fragmentarse. Su cuerpo comenzaba a descomponerse por dentro. Era demasiado. Incluso para él.
    Lidica, viendo esto, usó lo que le quedaba de fuerza para canalizar su energía en el Amuleto. No para atacar. Para estabilizar a Yukine. Su vínculo no era emocional esta vez. Era técnico. Preciso. Ella se convirtió en el ancla que evitó que Yukine se desintegrara.
    Juntos, lanzaron el golpe final.
    Una onda de magia de origen, reforzada por el Amuleto y sostenida por Lidica, atravesó el núcleo del Señor de las Sombras.
    El enemigo gritó. No por dolor. Por incredulidad.
    —“¡No pueden vencerme! ¡Yo soy el fin!”
    —“Entonces este es el fin… de ti.” —respondieron juntos.
    Yukine cayó. Su cuerpo colapsó. El sello estaba roto. El poder se había ido. Lidica lo sostuvo, con lágrimas en los ojos.
    —“Lo lograste… pero casi te pierdo.” —susurró.
    El Amuleto del Destino brilló una última vez, estabilizando el entorno. El Castillo colapsó. La oscuridad retrocedió.
    Y el mundo… comenzó a sanar.
    La caída del Señor de las Sombras no fue una explosión, ni un grito final. Fue un silencio. Un vacío que se disipó lentamente, como la niebla al amanecer. El Castillo de las Sombras se desmoronó en fragmentos de obsidiana que se hundieron en la tierra, como si el mundo mismo quisiera enterrar su memoria.
    El cielo, antes teñido de púrpura y tormenta, comenzó a abrirse. No con luz intensa, sino con una claridad suave, como si el sol dudara en volver a mirar.
    El mundo no celebró. No aún. Primero, lloró.
    Yukine y Lidica fueron encontrados entre los escombros del Castillo de las Sombras por los sabios del Bosque de los Ancestros. No como guerreros invencibles, sino como sobrevivientes al borde de la muerte.
    Yukine fue llevado inconsciente al Santuario de las Aguas Silentes, donde los sabios del norte intentaron estabilizar su cuerpo. El sello roto había liberado un poder ancestral, pero también había dejado grietas profundas en su alma. Durante semanas, su magia fluctuaba sin control. A veces, su cuerpo brillaba con runas vivas. Otras, se apagaba por completo.
    Lidica, con las piernas fracturadas, quemaduras internas y una fatiga que no se curaba con pociones, fue atendida por los druidas del Valle del Viento. Su cuerpo sanaba lentamente, pero su mente seguía atrapada en los ecos de la batalla. A menudo despertaba gritando, creyendo que el Señor de las Sombras aún estaba allí.
    Ambos estaban vivos. Pero no intactos.
    Pasaron varios meses antes de que Yukine abriera los ojos. Lo primero que vio fue a Lidica dormida a su lado, con una venda en el rostro y una cicatriz nueva en el cuello. Lo primero que dijo fue:
    —“¿Ganamos?”
    Lidica despertó. No respondió. Solo lo abrazó. Y ambos lloraron. No por la victoria. Sino por todo lo que costó.
    La magia oscura que había envuelto los reinos comenzó a disiparse. Las criaturas que habían huido —dragones, espíritus del bosque, guardianes elementales— regresaron poco a poco. Las tierras malditas florecieron. Los ríos contaminados se limpiaron. Las aldeas que vivían bajo el miedo comenzaron a reconstruirse.
    los campos ardidos por el fuego se convirtieron en jardines de luz.
    los lagos recuperaron su cristalino reflejo, y los peces dorados volvieron a danzar.
    los vientos que antes cortaban ahora movían molinos que alimentaban aldeas enteras.
    las montañas fracturadas fueron talladas en monumentos a los caídos.
    Los pueblos no erigieron estatuas de Yukine y Lidica. En cambio, sembraron árboles. Porque sabían que la verdadera victoria no era recordar la guerra… sino cultivar la paz.
    Los descendientes de los Guardianes elementales se reunieron en el Círculo de la Aurora, donde juraron proteger el equilibrio y evitar que el poder se concentrara en una sola mano.
    El Amuleto del Destino fue sellado en el Templo de la Luz Silente, no como arma, sino como testigo. Solo Yukine y Lidica podían acceder a él, y ambos decidieron no volver a usarlo… a menos que el mundo volviera a olvidar lo que costó la paz.
    No regresaron a sus antiguas vidas. Yukine no volvió a su torre. Lidica no retomó la senda del combate. En cambio, caminaron juntos por los pueblos, enseñando a los niños a leer las estrellas, ayudando a los ancianos a reconstruir sus hogares, escuchando las historias de quienes sobrevivieron.
    A veces, simplemente se sentaban bajo un árbol, en silencio. Porque el silencio, después de tanto dolor, era también una forma de paz.
    —“¿Crees que esto durará?” —preguntó Lidica una tarde.
    —“No lo sé.” —respondió Yukine, mirando el cielo. —“Pero si vuelve la oscuridad… sabrá que no estamos solos.”
    Capítulo Final — El Señor de las Sombras: Amo de los Elementos y la Oscuridad La sala final del Castillo de las Sombras se transformó en un altar de poder absoluto. El suelo se fracturó en placas flotantes, el aire vibraba con energía, y el cielo sobre ellos —si es que aún existía— se tornó púrpura, como si el mundo estuviera a punto de colapsar. El Señor de las Sombras se alzó en el centro, sin conjurar, sin hablar. Su cuerpo era una amalgama de sombra viva, pero ahora, cuatro núcleos elementales giraban a su alrededor: brasas ardientes, corrientes de agua, espirales de viento y fragmentos de roca flotante. Cada uno pulsaba con poder ancestral. Yukine y Lidica, apenas de pie, sintieron cómo el aire se volvía más pesado. El Amuleto del Destino temblaba. Esta vez, no era solo oscuridad. Era todo. El Señor de las Sombras extendió una mano, y el suelo se alzó como una ola de piedra. Columnas de obsidiana emergieron violentamente, atrapando a Lidica entre muros móviles. Yukine intentó volar con levitación, pero el campo gravitacional se duplicó. Su cuerpo cayó como plomo. Lidica, atrapada, fue aplastada por una presión tectónica. Sus huesos crujían. Cada intento de escape era bloqueado por muros que se regeneraban. Yukine, con la magia desestabilizada, intentó usar hechizos de vibración para romper las rocas, pero el Señor de las Sombras absorbía la energía y la devolvía como ondas sísmicas. Ambos fueron enterrados vivos por segundos. Solo el vínculo mágico entre ellos les permitió sincronizar una explosión de energía que los liberó… pero no sin heridas graves. El enemigo giró sobre sí mismo, y una espiral de fuego infernal se desató. No era fuego común: era fuego que quemaba recuerdos, que convertía emociones en cenizas. Yukine fue alcanzado por una llamarada que le arrancó parte de su túnica mágica. Su piel se agrietó, y su mente comenzó a olvidar hechizos que había memorizado desde niño. Lidica, envuelta en llamas, vio a su hermana arder frente a ella. El fuego no solo quemaba su cuerpo, sino que la obligaba a revivir su peor trauma. El Señor de las Sombras caminaba entre las llamas sin ser tocado. Cada paso provocaba explosiones. Yukine intentó conjurar una “Llama Invertida”, pero el fuego del enemigo era absoluto. Lidica, con los brazos quemados, logró lanzar una daga encantada que desvió una llamarada… pero cayó de rodillas, jadeando. El enemigo alzó ambas manos, y la sala se inundó en segundos. Corrientes de agua oscura envolvieron a los héroes, arrastrándolos a un plano líquido donde no había arriba ni abajo. Yukine fue sumergido en una ilusión acuática donde todos sus logros eran borrados. Veía su vida deshacerse como tinta en el agua. Lidica se ahogaba, no por falta de aire, sino por la presión emocional. Cada burbuja que escapaba de su boca era un recuerdo que se perdía. El Señor de las Sombras se convirtió en una serpiente marina de sombra líquida, atacando desde todas direcciones. Yukine logró conjurar una burbuja de aire, pero su energía estaba al límite. Lidica, con los pulmones colapsando, usó su último frasco de poción para recuperar apenas lo suficiente para moverse. El enemigo se elevó, y el viento se volvió cuchillas. Corrientes invisibles cortaban la piel, los músculos, incluso la magia. Yukine fue lanzado contra una pared por una ráfaga que rompía barreras mágicas. Su brazo izquierdo quedó inutilizado. Lidica intentó correr, pero el viento la desorientaba. Cada paso la llevaba a un lugar distinto. Su percepción del espacio se rompía. El Señor de las Sombras se multiplicó en formas aéreas, atacando con velocidad imposible. Yukine y Lidica no podían seguirle el ritmo. Cada segundo era una herida nueva. Cada intento de defensa era inútil. Ambos cayeron. Yukine, sangrando, con la magia casi extinguida. Lidica, con las piernas rotas, sin dagas, sin aire. El Amuleto del Destino cayó al suelo, apagado. El Señor de las Sombras descendió lentamente. Su voz resonó como un trueno: —“¿Esto es todo? ¿Esto es lo que el mundo llama esperanza?” Yukine intentó levantarse. Lidica extendió la mano. , pero no alcanzaba. El mundo se desmoronaba. Y entonces… algo se quebró. Dentro del pecho de Yukine, una marca que siempre había sentido como una cicatriz comenzó a arder. No era dolor físico. Era una ruptura. Un sello místico, impuesto por su maestro años atrás, se deshacía lentamente, como si el universo reconociera que ya no había otra opción. Yukine gritó. No por sufrimiento, sino por liberación. Su maestro le había dicho una vez: “Hay una parte de ti que no debes tocar… hasta que el mundo esté a punto de caer, pero el precio a pagar sera muy alto” La marca se expandió por su cuerpo, revelando runas antiguas que brillaban con luz azul oscura. No era magia convencional. Era magia de origen, una energía que no requería palabras, gestos ni concentración. Era voluntad pura, conectada directamente al tejido del mundo. Yukine se levantó. Su cuerpo seguía herido, pero la energía que lo envolvía lo sostenía. Sus ojos brillaban con un fulgor que no era humano. El Amuleto del Destino reaccionó, no absorbiendo su poder… sino alineándose con él. Lidica, aún en el suelo, sintió la presión cambiar. El aire se volvió más denso. El Señor de las Sombras se detuvo por primera vez. —“¿Qué… es eso?” —gruñó. Yukine no respondió. No podía. El poder que lo atravesaba hablaba por él. El Señor de las Sombras desató todo su poder: fuego, agua, viento, tierra, sombra. El mundo tembló. El cielo se rasgó. El suelo se partió. Yukine, guiado por el poder liberado, no esquivaba. No bloqueaba. Absorbía. Cada elemento era neutralizado por una runa que surgía espontáneamente en su piel. Cada ataque era redirigido, transformado, devuelto. Pero el poder tenía un precio. Con cada segundo, el sello se consumía. Yukine sentía su alma fragmentarse. Su cuerpo comenzaba a descomponerse por dentro. Era demasiado. Incluso para él. Lidica, viendo esto, usó lo que le quedaba de fuerza para canalizar su energía en el Amuleto. No para atacar. Para estabilizar a Yukine. Su vínculo no era emocional esta vez. Era técnico. Preciso. Ella se convirtió en el ancla que evitó que Yukine se desintegrara. Juntos, lanzaron el golpe final. Una onda de magia de origen, reforzada por el Amuleto y sostenida por Lidica, atravesó el núcleo del Señor de las Sombras. El enemigo gritó. No por dolor. Por incredulidad. —“¡No pueden vencerme! ¡Yo soy el fin!” —“Entonces este es el fin… de ti.” —respondieron juntos. Yukine cayó. Su cuerpo colapsó. El sello estaba roto. El poder se había ido. Lidica lo sostuvo, con lágrimas en los ojos. —“Lo lograste… pero casi te pierdo.” —susurró. El Amuleto del Destino brilló una última vez, estabilizando el entorno. El Castillo colapsó. La oscuridad retrocedió. Y el mundo… comenzó a sanar. La caída del Señor de las Sombras no fue una explosión, ni un grito final. Fue un silencio. Un vacío que se disipó lentamente, como la niebla al amanecer. El Castillo de las Sombras se desmoronó en fragmentos de obsidiana que se hundieron en la tierra, como si el mundo mismo quisiera enterrar su memoria. El cielo, antes teñido de púrpura y tormenta, comenzó a abrirse. No con luz intensa, sino con una claridad suave, como si el sol dudara en volver a mirar. El mundo no celebró. No aún. Primero, lloró. Yukine y Lidica fueron encontrados entre los escombros del Castillo de las Sombras por los sabios del Bosque de los Ancestros. No como guerreros invencibles, sino como sobrevivientes al borde de la muerte. Yukine fue llevado inconsciente al Santuario de las Aguas Silentes, donde los sabios del norte intentaron estabilizar su cuerpo. El sello roto había liberado un poder ancestral, pero también había dejado grietas profundas en su alma. Durante semanas, su magia fluctuaba sin control. A veces, su cuerpo brillaba con runas vivas. Otras, se apagaba por completo. Lidica, con las piernas fracturadas, quemaduras internas y una fatiga que no se curaba con pociones, fue atendida por los druidas del Valle del Viento. Su cuerpo sanaba lentamente, pero su mente seguía atrapada en los ecos de la batalla. A menudo despertaba gritando, creyendo que el Señor de las Sombras aún estaba allí. Ambos estaban vivos. Pero no intactos. Pasaron varios meses antes de que Yukine abriera los ojos. Lo primero que vio fue a Lidica dormida a su lado, con una venda en el rostro y una cicatriz nueva en el cuello. Lo primero que dijo fue: —“¿Ganamos?” Lidica despertó. No respondió. Solo lo abrazó. Y ambos lloraron. No por la victoria. Sino por todo lo que costó. La magia oscura que había envuelto los reinos comenzó a disiparse. Las criaturas que habían huido —dragones, espíritus del bosque, guardianes elementales— regresaron poco a poco. Las tierras malditas florecieron. Los ríos contaminados se limpiaron. Las aldeas que vivían bajo el miedo comenzaron a reconstruirse. los campos ardidos por el fuego se convirtieron en jardines de luz. los lagos recuperaron su cristalino reflejo, y los peces dorados volvieron a danzar. los vientos que antes cortaban ahora movían molinos que alimentaban aldeas enteras. las montañas fracturadas fueron talladas en monumentos a los caídos. Los pueblos no erigieron estatuas de Yukine y Lidica. En cambio, sembraron árboles. Porque sabían que la verdadera victoria no era recordar la guerra… sino cultivar la paz. Los descendientes de los Guardianes elementales se reunieron en el Círculo de la Aurora, donde juraron proteger el equilibrio y evitar que el poder se concentrara en una sola mano. El Amuleto del Destino fue sellado en el Templo de la Luz Silente, no como arma, sino como testigo. Solo Yukine y Lidica podían acceder a él, y ambos decidieron no volver a usarlo… a menos que el mundo volviera a olvidar lo que costó la paz. No regresaron a sus antiguas vidas. Yukine no volvió a su torre. Lidica no retomó la senda del combate. En cambio, caminaron juntos por los pueblos, enseñando a los niños a leer las estrellas, ayudando a los ancianos a reconstruir sus hogares, escuchando las historias de quienes sobrevivieron. A veces, simplemente se sentaban bajo un árbol, en silencio. Porque el silencio, después de tanto dolor, era también una forma de paz. —“¿Crees que esto durará?” —preguntó Lidica una tarde. —“No lo sé.” —respondió Yukine, mirando el cielo. —“Pero si vuelve la oscuridad… sabrá que no estamos solos.”
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  • {El príncipe Zarek se hallaba recostado sobre su cama amplia, cubierta de finas telas. Los aposentos, silenciosos, apenas eran iluminados por la luz de las velas.}

    {No lograba descansar. Cada vez que cerraba los ojos, el aire del desierto le devolvía un perfume distinto, un rastro que se desvanecía. El olor de la mestiza. Era un tormento. Una fragancia que se transformaba a cada minuto, imposible de rastrear con precisión. Demasiado inconstante, demasiado humano.}

    {Zarek apretó los dientes. Esa dualidad era lo que la mantenía con vida, lo que la hacía invisible incluso para los depredadores más antiguos como él. Una mestiza con sangre humana no debía haber sobrevivido, y sin embargo, ella existía. Ella era la clave. La última esperanza para los nekomatas, cuya especie se extinguía lentamente. Sin ella, el fin sería inevitable.}

    {Pero la furia lo consumía más que la desesperanza. La mestiza lo atormentaba sin siquiera saberlo. Le robaba el sueño. Lo empujaba a los límites de su paciencia. Con cada soplo de viento nocturno que rozaba su piel, el aroma llegaba a él como una burla, solo para desvanecerse un instante después.}

    {Zarek abrió los ojos de golpe, los colmillos apretados con fuerza. Sus manos se clavaron en las sábanas, arrugándolas, mientras sus nudillos palidecían por la presión. Luego abrazó con violencia la almohada, como si pudiera ahogar en ella la ansiedad.}

    {Quería dormir. Solo dormir unas horas. Pero no podía.}

    {Sabía lo que debía hacer. No podía seguir esperando informes de exploradores ni depender de rastros que se desvanecían en el viento. El viaje al mundo de los humanos era inevitable. Se disfrazaría de mortal, descendería hasta ese reino ajeno, y la encontraría.}

    {No importaba cuánto tuviera que sacrificar ni qué dios se interpusiera. Iría por ella. Porque era suya. Porque era la única capaz de calmar aquel tormento.}

    {Y en medio del silencio sofocante de la noche, Zarek permaneció despierto, prisionero de un deseo que no comprendía del todo, pero que lo estaba consumiendo más rápido que cualquier enemigo.}
    {El príncipe Zarek se hallaba recostado sobre su cama amplia, cubierta de finas telas. Los aposentos, silenciosos, apenas eran iluminados por la luz de las velas.} {No lograba descansar. Cada vez que cerraba los ojos, el aire del desierto le devolvía un perfume distinto, un rastro que se desvanecía. El olor de la mestiza. Era un tormento. Una fragancia que se transformaba a cada minuto, imposible de rastrear con precisión. Demasiado inconstante, demasiado humano.} {Zarek apretó los dientes. Esa dualidad era lo que la mantenía con vida, lo que la hacía invisible incluso para los depredadores más antiguos como él. Una mestiza con sangre humana no debía haber sobrevivido, y sin embargo, ella existía. Ella era la clave. La última esperanza para los nekomatas, cuya especie se extinguía lentamente. Sin ella, el fin sería inevitable.} {Pero la furia lo consumía más que la desesperanza. La mestiza lo atormentaba sin siquiera saberlo. Le robaba el sueño. Lo empujaba a los límites de su paciencia. Con cada soplo de viento nocturno que rozaba su piel, el aroma llegaba a él como una burla, solo para desvanecerse un instante después.} {Zarek abrió los ojos de golpe, los colmillos apretados con fuerza. Sus manos se clavaron en las sábanas, arrugándolas, mientras sus nudillos palidecían por la presión. Luego abrazó con violencia la almohada, como si pudiera ahogar en ella la ansiedad.} {Quería dormir. Solo dormir unas horas. Pero no podía.} {Sabía lo que debía hacer. No podía seguir esperando informes de exploradores ni depender de rastros que se desvanecían en el viento. El viaje al mundo de los humanos era inevitable. Se disfrazaría de mortal, descendería hasta ese reino ajeno, y la encontraría.} {No importaba cuánto tuviera que sacrificar ni qué dios se interpusiera. Iría por ella. Porque era suya. Porque era la única capaz de calmar aquel tormento.} {Y en medio del silencio sofocante de la noche, Zarek permaneció despierto, prisionero de un deseo que no comprendía del todo, pero que lo estaba consumiendo más rápido que cualquier enemigo.}
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  • La biblioteca estaba en silencio, como si el mundo hubiese decidido hacer una pausa. El sol se filtraba por los ventanales altos, tiñendo de oro viejo las mesas y estanterías mientras Lilith sentada sola, con su celular en mano, habia terminado su tarea asi que prefirio pasar un tiempo solo ella, su celular y el carrete de fotos, buscando borrar fotos de poco valor o imagenes que solo ocupaban espacio.
    Hasta que se detuvo en una foto que la hizo mirar el celular con seriedad, con dolor , y peor aun con verguenza.
    La foto la mostraba sonriendo, su rostro tomado con amor por su ex. El chico que alguna vez le prometió que no le importaba su apellido, ni su historia, ni el peso que cargaba, pero no habia nada mas falso que esas palabras vacias.

    Las voces de las chicas de la escuela regresaron como ecos venenosos “Te aman por tu apellido.”, “Es fácil atraer chicos cuando eres una Blackwood.”, “¿De verdad crees que él está contigo porque te ama?”, “Barata.”, “Ilusa.”
    Y luego, la peor herida. La que no venía de rumores, sino de su propia boca, aquel día en que él la dejó:
    “Agh debiste decirme eso desde un inicio, no sere parte de los Blackwood aunque me case contigo... solo perdi mi tiempo"

    El Eco de esas palabras aun dolia, pero lo que parecia doler mas era saber, que era verdad que no tenia amistades sinceras mas que sus hermanos, que nadie la amaria por quien era y no lo que representaba su apellido, con frialdad en su mirada y apretando el boton de borrar elimino la foto, como si eso eliminara tambien el dolor que sentia.

    Sin animo se mostarse como "Lilith Blackwood" solo recargo su dorso en la mesa de la biblioteca para poder cerrar los ojos esperando que esos recuerdos se fueran.
    La biblioteca estaba en silencio, como si el mundo hubiese decidido hacer una pausa. El sol se filtraba por los ventanales altos, tiñendo de oro viejo las mesas y estanterías mientras Lilith sentada sola, con su celular en mano, habia terminado su tarea asi que prefirio pasar un tiempo solo ella, su celular y el carrete de fotos, buscando borrar fotos de poco valor o imagenes que solo ocupaban espacio. Hasta que se detuvo en una foto que la hizo mirar el celular con seriedad, con dolor , y peor aun con verguenza. La foto la mostraba sonriendo, su rostro tomado con amor por su ex. El chico que alguna vez le prometió que no le importaba su apellido, ni su historia, ni el peso que cargaba, pero no habia nada mas falso que esas palabras vacias. Las voces de las chicas de la escuela regresaron como ecos venenosos “Te aman por tu apellido.”, “Es fácil atraer chicos cuando eres una Blackwood.”, “¿De verdad crees que él está contigo porque te ama?”, “Barata.”, “Ilusa.” Y luego, la peor herida. La que no venía de rumores, sino de su propia boca, aquel día en que él la dejó: “Agh debiste decirme eso desde un inicio, no sere parte de los Blackwood aunque me case contigo... solo perdi mi tiempo" El Eco de esas palabras aun dolia, pero lo que parecia doler mas era saber, que era verdad que no tenia amistades sinceras mas que sus hermanos, que nadie la amaria por quien era y no lo que representaba su apellido, con frialdad en su mirada y apretando el boton de borrar elimino la foto, como si eso eliminara tambien el dolor que sentia. Sin animo se mostarse como "Lilith Blackwood" solo recargo su dorso en la mesa de la biblioteca para poder cerrar los ojos esperando que esos recuerdos se fueran.
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  • Muchos rostros nuevos, y yo sigo sin s aludar a nadie.. - en silencio por unos segundos. -

    En que momento me volví tan asocial...
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  • Empujé la puerta del garaje con el hombro, asegurándome de cerrarla con doble pestillo tras mí. El silencio denso del lugar sólo se rompía por el zumbido lejano de la nevera industrial y mi propia respiración contenida. El tipo, aún inconsciente, colgaba de las muñecas de la viga central, asegurado con unas bridas que no se soltarían ni con un milagro.

    Esperé, sentada en la banqueta metálica, girando lentamente el cuchillo entre mis dedos. Tardó unos quince minutos en gemir y abrir los ojos. Cuando los enfocó en mí, vi cómo le cambiaba la cara de inmediato: terror mezclado con rabia.

    —Bienvenido de vuelta —murmuré, levantándome con calma—. Esto va a ser rápido si colaboras.

    —No sé de qué hablas… —balbuceó, apenas probando las bridas.

    —Oh, claro que sabes —respondí, inclinándome para que sintiera mi aliento frío en la cara—. Tatuajes, misma marca, mismo patrón de cobardes. Ya tenemos a Luca Ferraro. Pero hay otros dos… y tú me vas a decir quiénes son.

    No contestó. Así que el filo del cuchillo le acarició el muslo, apenas un rasguño, lo suficiente para que soltara un gruñido.

    —¿Vas a hacerme hablar así? —escupió, intentando mostrarse duro.

    —No —dije sonriendo apenas—. Te voy a hacer suplicar.

    No necesité más que tres minutos: un par de cortes bien colocados, presión en la herida y un puñetazo seco en las costillas. Cuando empezó a temblar, las palabras salieron atropelladas: “No fue sólo Luca… estuvo Dario Greco… y un tal Romano, no sé su nombre completo…”

    Apunté los nombres en mi cabeza, limpié el cuchillo con un trapo y lo dejé sangrando pero vivo.

    Subí a la habitación sin prisas, quitándome los guantes de cuero mientras sentía el olor metálico impregnado en mi piel.
    Angela seguia recuperándose aunque ya estaba casi perfecta, recostada contra la cabecera, aunque sus ojos se iluminaron al verme entrar.

    —Tenemos nombres —dije, sentándome a su lado y tomando su mano—. Dario Greco y Romano algo. El tipo abajo no va a durar mucho, pero ya nos dijo lo suficiente.

    Vi cómo su mandíbula se tensaba, esa rabia contenida que conocía demasiado bien.

    Acaricié su mejilla con el pulgar—. Primero los encontraremos. Luego decidirás qué hacer con ellos.

    Angela Di Trapani
    Empujé la puerta del garaje con el hombro, asegurándome de cerrarla con doble pestillo tras mí. El silencio denso del lugar sólo se rompía por el zumbido lejano de la nevera industrial y mi propia respiración contenida. El tipo, aún inconsciente, colgaba de las muñecas de la viga central, asegurado con unas bridas que no se soltarían ni con un milagro. Esperé, sentada en la banqueta metálica, girando lentamente el cuchillo entre mis dedos. Tardó unos quince minutos en gemir y abrir los ojos. Cuando los enfocó en mí, vi cómo le cambiaba la cara de inmediato: terror mezclado con rabia. —Bienvenido de vuelta —murmuré, levantándome con calma—. Esto va a ser rápido si colaboras. —No sé de qué hablas… —balbuceó, apenas probando las bridas. —Oh, claro que sabes —respondí, inclinándome para que sintiera mi aliento frío en la cara—. Tatuajes, misma marca, mismo patrón de cobardes. Ya tenemos a Luca Ferraro. Pero hay otros dos… y tú me vas a decir quiénes son. No contestó. Así que el filo del cuchillo le acarició el muslo, apenas un rasguño, lo suficiente para que soltara un gruñido. —¿Vas a hacerme hablar así? —escupió, intentando mostrarse duro. —No —dije sonriendo apenas—. Te voy a hacer suplicar. No necesité más que tres minutos: un par de cortes bien colocados, presión en la herida y un puñetazo seco en las costillas. Cuando empezó a temblar, las palabras salieron atropelladas: “No fue sólo Luca… estuvo Dario Greco… y un tal Romano, no sé su nombre completo…” Apunté los nombres en mi cabeza, limpié el cuchillo con un trapo y lo dejé sangrando pero vivo. Subí a la habitación sin prisas, quitándome los guantes de cuero mientras sentía el olor metálico impregnado en mi piel. Angela seguia recuperándose aunque ya estaba casi perfecta, recostada contra la cabecera, aunque sus ojos se iluminaron al verme entrar. —Tenemos nombres —dije, sentándome a su lado y tomando su mano—. Dario Greco y Romano algo. El tipo abajo no va a durar mucho, pero ya nos dijo lo suficiente. Vi cómo su mandíbula se tensaba, esa rabia contenida que conocía demasiado bien. Acaricié su mejilla con el pulgar—. Primero los encontraremos. Luego decidirás qué hacer con ellos. [haze_orange_shark_766]
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